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viernes, 14 de noviembre de 2014

LOS BUITRES (Chema D. Garrido)


El buitre hembra llegó justo antes de que florecieran las amapolas, en una cálida mañana de nuestra luna de miel. Al sentir los raudales del sol sobre las sábanas de nuestro lecho en aquel refugio de montaña, ella se había levantado más temprano que de costumbre. Cuando la descubrió en el patio junto a la cocina, vino a despertarme con el alborozo de una enamorada. Ya contábamos ocho aves rasgando la tierra y picoteando por el pequeño jardín, desde la ventana.

Supimos que se trataba de buitres negros, habituales en aquel parque natural, los reyes del bosque mediterráneo. Y fue la llegada de una nueva emoción sumada al acierto de nuestra luna de miel en la Sierra del ***, alejados del ruido, los todo-incluidos y el alboroto convencional de ofertas del Caribe para tortolitos de clase media. Solamente nuestros teléfonos móviles atestiguaban el vínculo con el ruidoso y apenas tolerable infierno de abajo. Cuando supimos la coincidencia de habernos olvidado ambos de los cargadores de batería, no fue sino otro motivo constituyente para festejar muestra inaugurada comunidad de amantes en alianza con la naturaleza y el destino que dio en unirnos a dos ornitólogos. Y reímos con el sabor de la casualidad, como el símbolo de algo grande, con las mismas ganas con que ahora festejábamos la improvisada visita de esta nidada de confiados buitres negros.

Las hembras eran como matronas viudas, muy peripuestas y dignas, oscuras o marrones. Unas ocho, asistidas por un séquito de tres machos majestuosos, corpulentos, de pecho negruzco y una corbata de plumas negras en la garganta. Parecían turistas rurales en su deambular por el patio, con un comportamiento parecido al nuestro pisoteando la tierra como exploradores absortos, deslizándose sin rumbo, cada cual por su lado, aunque todos, a la vez, de idéntica nidada.

Esa mañana me encargué del café, calenté las tostadas, y desayunamos junto a la ventana de la cocina para seguir de cerca el espectáculo. Abrimos la ventana y olimos la humedad de la mañana entremezclada con efluvios de jara, frente a una lejana majestad de cumbres bañadas por el naciente sol. Plenos de amor y goce en aquella rústica cocina de carbón y desvencijados muebles de mimbre y madera, con sus olores rancios junto a antiguas herramientas de faenas agropecuarias dispersas como en un improvisado museo, las palabras estaban de sobra entre los dos: el trámite, más bien, corría a cargo de nuestros arrobados sentidos. Raudales de sol inundaban las estancias; dulces sabían las tostadas, dulces y aromáticas, estimulante y familiar el café, narcótica y relajante la nicotina de los cigarrillos. Flotábamos entre buitres, y como transportados a un escenario irreal por el que, más que pisar, levitáramos a unos centímetros de la realidad.

Convinimos aquella tarde en transgredir un artículo del programa de actividades previsto: bajé a la aldea, entré al almacén de alimentación animal y compré 20 kilos de deshechos cárnicos de matadero. Las rapaces no nos abandonarían a cambio de alimentos y un pacífico trato. Los esparcimos por el patio, por el alféizar, y las aves volvieron al atardecer. Se aproximaron bastante y sin miedo, picotearon la carne, y se revolcaron a gusto por el patio en señal, quisimos ilusionarnos, de agradecimiento. Al instalarse la noche, volvimos a la cama e hicimos el amor con una voracidad desconocida.

Programamos el despertador a una hora temprana, con el fin de disponer de tiempo para tomar el café y las tostadas y seguir observando la nidada, esparcir más carne y permanecer sentados, en silencio y fumando. La mejor hora para observarlas era a la salida del sol, y María Engracia no tardó en regar de trozos de carne el alféizar. Si nos mostrábamos parsimoniosos, carentes de movimientos bruscos, las aves se posaban en él, a unos dos palmos de la cafetera y del cesto de los bollos. Picoteaban la carne comiendo los pedacitos de uno en uno; ella empezó a reconocerlos individualmente, y yo me regocijaba imaginando a mi amada en el secreto disfrute de asignarles nombre, uno a uno, por sus graciosas posturas, por sus individualizados rasgos. No se lo pregunté, pues por entonces las palabras se habían degradado a la categoría de estorbo frente al placer y el silencio de las alturas. Un concreto intercambio de miradas nos era suficiente para concedernos una tregua en el dormitorio, saciarnos en ramalazos de sexo urgente, arrancarnos la ropa a jirones de manos y dientes, y semidesnudos volver jadeantes a la cocina atraídos por el repiqueteo de sus picos contra el alféizar sembrado de despojos cárnicos.

A los machos, más valientes paseándose por la mesa, frotándose las plumas contra nosotros o por los rincones, encrespándolas y agitando el penacho, siguieron las hembras y las crías. Una de éstas, superado el recelo inicial, miró de reojo a María Engracia con el penacho como pluma de sombrero tapándole un ojo, y alcanzó el trozo de carne que se le ofrecía en su mano. Mi mujer correspondió con un gemido enigmático salido de sus entrañas, y así las horas se sucedían a lo largo de nuestra atenta inmovilidad. Suprimimos tácitamente el atractivo programa de actividades previsto: senderismo, paseos ecuestres, meditación zen, terapia antitabaco, los ceniceros desbordaban de colillas, y la ceniza se mezclaba con desparramados restos de carne sobre la mesa, el suelo y la encimera. En los ojos de María Engracia descubrí la concentración de un brillo abismal, y juraría que el enfrentarse a los míos, debieron de reconocer idéntico fulgor. Entonces, como fundidos en el espíritu de una tribu salvaje y remota, volvimos al dormitorio, pero María Engracia, alejada definitivamente de las palabras, me hizo detener con un gesto a la espera de que el buitre hembra desalojara el centro de la cama donde había depositado un huevo Tranquilamente agitó sus alas, saltó al suelo y avanzó morosamente hasta el alféizar donde se encaramó mediante un fugaz revoloteo. Desde allí se dedicó a observar nuestros juegos amatorios con mirada neutra, sin que nos importara. María Engracia había depositado el huevo cuidadosamente en la hamaca de mimbre.

Las aves saltaron de la silla cuando volvimos a la mesa de la cocina. Ella se dedicó a hacerles comer los pedacitos de carne que enseñaba con sus dedos amarillos de nicotina, y volvimos a olvidarnos del almuerzo. El sudor se había encostrado por sus pechos, el surco de mis uñas dejaba coaguladas líneas en sus hombros y espalda, las siluetas de los buitres se recortaban frente a los altos picos de la sierra, otros planeaban en círculos muy cerca del refugio.

Ausentes de todo intento de reacción, nos dejamos llevar por la corriente de abandono, absortos, inmersos en la voluptuosa depredación, en la lentitud y las plumas como en un placentero océano del tiempo, ciegos y sin conciencia, o con otra muy diferente de la humanamente conocida. Sólo la noche nos impelía a la tibieza del lecho, llevando con nosotros sendos cuencos de agua para aliviar la sed que despreciábamos durante el día. La siguiente mañana tuvimos que sacudir mantas, sábanas y almohada repletas de plumas y cagarrutas en medio de sus protestas ( más adelante no nos importaría ), para devorarnos entre ellos antes del desayuno que María Engracia ignoró, absorta entre lentos, lentísimos giros de cuello oscilando de mis ojos a ellos, de ellos a los míos, inexpresivos y sucios. Los buitres entraban y salían, picoteaban la carne, agotaban las reservas de café, pan y fiambres, ignorantes como nosotros de la insistente y musical llamada de un teléfono móvil. Quien fuese el comunicante, acabaría agotando su paciencia a la vez que una sonrisa lenta se insinuaba en los insidiosos labios de ella, remota y entretenida en el frágil equilibrio de un polluelo sobre la palma de su mano. La suave lentitud del tiempo nos llevó a la casi congelación de las formas, a solamente graznidos y plumas presidiendo gestos y miradas, sin conocer otra hambre que la de la carne viviente. De vuelta al lecho, ellos no hicieron ningún esfuerzo por abandonarlo, así que nos amamos en el suelo, y exhaustos contemplamos sus atentas siluetas rodeándonos en calma sobre grumos de carne masticados y esparcidos.

Me levanté, ella me siguió hasta la cocina, vacié los restos de carne por la mesa, el suelo, la encimera y la ventana antes de sentarnos a contemplar, a fumar en silencio. Ella permaneció abstraída y embelesada, y yo me complacía en el deleite de sus sentidos abiertos y colmados. Constaté un hecho, una impresión a pesar de mi insipiente debilidad: el que la morfología de aquellas aves suscitaba una forma de belleza imperfecta y lejanamente espantosa. Una idea muy alejada, sin duda, de la que podía estar formándose y disfrutándose en la imaginación de María Engracia, en cuyos hombros y pechos aparecían abundantes huellas de excremento y suciedades, debido a la frotación constante del plumaje sobre nuestras pieles. Un doloroso picotazo en el muslo me arrancó de esta divagación: se trataba de un macho (pareciera que me hubiese leído el pensamiento), al que repelí varios metros con el acto reflejo de una patada en su pechera. Tarde descubrí que no debí haberlo hecho. El pájaro quedó observándome con un graznido de descontento, luego inclinó su largo y desnudo cuello y se perdió a mi espalda en un lento chapoteo sobre el charco de excrementos y orines en que habíamos convertido, ellos y nosotros, el pavimento.

María Engracia, ausente, se alejaba en abstracciones indescifrables más allá de las cumbres, ofreciendo solamente a veces la delicada forma de una sonrisa a medias. Sus dedos tantearon la distancia que separaba su mano del paquete de cigarrillos vacío, vacío y sucio como todo lo demás, luego sacaron de él uno figurado y lo llevaron a sus labios resecos, para encender con el mechero deformado por los picotazos aquel cilindro inexistente, puro aire. Me levanté pesadamente sobre mis piernas, apartando a los buitres del camino, y fui a la repisa de la chimenea, en el salón contiguo, para coger otra cajetilla de la mochila. Hasta allí vino a resonar un repentino y fugaz alboroto de aleteos y graznidos al que no concedí inicialmente importancia. Aturdido y sin fuerzas regresé, pero esta vez el buitre macho no abandonó mi asiento, posiblemente en venganza por el golpe. Obligado a rodear la mesa para llegar a ella, comencé a notar síntomas de una asfixia ascendente en aquel aire sin renovar, tan densamente infestado por el dulzón y ácido olor que ascendía de los charcos. Girada por completo hacia la ventana ofrecida al abismo de las cumbres, parecía transformada en la mujer inmóvil y lejana de quien me había enamorado. Sobre los vestigios de sangre y excrementos de su espalda encendí el cigarrillo, lo llevé hasta sus labios, y fue al contacto con su rostro cuando sentí el calor de una viscosa humedad descendente por mis dedos. Giré su cuello sin forzarlo buscando la explicación, buscando su expresión habitual, excepto que ahí donde debía reconocer y reconocerme, justamente en el brillo tan remoto como las cumbres de su mirada, sólo hallé dos amasijos de vísceras y sangre pronta a coagularse en el interior de los cuencos. Al menos su sonrisa no había perdido el invariable éxtasis de siempre, sosteniendo entre los labios el humeante cilindro que al poco fue a unirse a la espesura de plumas, huevos rotos y deposiciones por donde renqueaban mis pies insensibles y desnudos.

Un nuevo arrebato me llevó a poseerla con la urgencia del juicio final. La tomé de las axilas con las escasas fuerzas que me quedaban y la subí a la mesa, desafiando la atronadora protesta de los machos por mi intromisión. Mordí su cuello, devoré todo lo que mis mandíbulas pudieron encontrar arriba y abajo de su torso, y mastiqué sus pezones con la energía de mis últimos alientos mientras la penetraba con desesperación.

Se hacía urgente bajar a la aldea a por más carne, o en caso contrario no quedaría un solo centímetro de María Engracia, de su carne y forma vivientes, de sus entrañas, para mi disfrute, de forma que luché ya sin fuerzas ni semen ni orgullo contra ellas las hembras y su paralizante lascivia, sus envergaduras de dos metros, sus picos hambrientos que iniciaron picotazos en los muslos y el pene cada vez que intentaba un movimiento por el refugio, en busca ahora del hacha que había recordado ver junto a las astas de un ciervo a la entrada. Quizá por entonces, bajo el horror y el estupor de quien despierta de un sueño remoto y paralizante, parecí experimentar la llegada de pequeños signos de realidad coincidentes con la antigua conciencia: el cadáver de María Engracia despedazándose ante mis ojos, la lenta pero inexorable amputación de los picotazos, la extrema debilidad provocada por tantas horas sin otro alimento que desayunos, nicotina y orgasmos, los gritos ahogándose en la garganta por la tenaza de la asfixia, la meticulosa e impúdica fragmentación de la carroña, las baterías de teléfono agotadas, la repugnancia de un olor a tiempo detenido y corrupción. Y fue así, lanzando hachazos contra ellas igual que las aspas de un molino, como alcancé la salida del refugio e inicié a trancas y barrancas el descenso del sendero sobre unas piernas que se habían vuelto de paja y ya no podían sostenerme, recibiendo las intermitentes acometidas de sus picos y sus garras, acertando a veces contra sus cuellos y sus pechos negros y marrones. Pero por cada hembra que conseguía doblegar otra venía a ocupar su puesto, y se posaban en mi cabeza interesadas en los ojos, y atacaban mis piernas y pies descalzos, obligando a multiplicarme en gritos y piruetas defensivas a lo largo de la pendiente del sendero, y me caía y volvía a levantarme sin aire en los pulmones, lanzando hachazos sin cuartel contra su hambre carnal, hasta que avanzada buena parte de la distancia, las hembras desistieron a sabiendas de que se adentraban en un dominio que les era ajeno, un dominio humano.

* * *

Indalecio Arias del Moral, de 81 años, jubilado aunque activo al frente de su negocio de suministros agro-ganaderos, aguardaba los cincuenta y tantos minutos que le separaban de la hora de cierre. En primavera los días se volvían más largos, pensó al salir al exterior para respirar el aire tibio del mediodía con los dedos bajo el cuello de la camisa para zafarse del calor. Oteando a lo lejos el aire de cristal del horizonte, en la serranía, vio descender por el sendero que conduce al refugio a una rara silueta parecidamente humana, si bien en los contornos de la misma distinguíanse borrosamente formas filamentosas o enjambres de pluma coronando o adornando el escaso atuendo de aquella figura bamboleante, como si estuviera con tres litros de mosto en el cuerpo, pensó, que se acercaba peligrosamente a su persona y su negocio dando tumbos. Según constreñía los párpados para corregir las numerosas dioptrías de sus ojos gastados, la cercanía de aquella amenaza sanguinolenta y sin nombre con lo que parecía un arma no identificable en la mano, acabó por excitar sus nervios, y de un brinco que solamente un resorte de pánico podía obtener de sus azacaneados huesos, olvidó los estragos del reuma y corrió a la tienda para asir el teléfono salvador que lo pondría en contacto con la Guardia Civil del pueblo. Cerrado el almacén a cal a canto, puertas y ventanas con doble falleba, esperó la llegada de la patrulla rezando a oscuras y escopeta de caza en ristre.

Tal acción preventiva le impediría saber que la forma monstruosa encerrada en su retina se desplomaría abatida y sin fuerzas muchos metros antes de poder alcanzar su patrimonio y su persona. El desnutrido cuerpo, recuperado aún con vida por los agentes de la autoridad, a quien horas más tarde el boticario del pueblo catalogaría de eccehomo gracias a que le permitieron inspeccionarlo en el botiquín del cuartelillo, fue objeto de intensivos y primeros auxilios a manos de un médico requerido con urgencia al servicio público de salud, y más tarde, alcanzado el reestablecimiento prescrito, interrogado por el teniente del puesto. Identificado como el forastero que había alquilado para una semana el refugio propiedad del ingeniero forestal Juan W, se procedió a una expedición motorizada hasta el lugar de los hechos, compuesta por un patrulla de la Guardia Civil, un vehículo turismo con el juez y sus asistente a bordo, y un tercer todoterreno conducido por Juan Soldado y un número de la Benemérita a su derecha. Los buitres huyeron en tumultuosa y chirriante desbandada por puertas y ventanas. Superando ataques de náusea y accesos de desmayo, los agentes encontraron en la cocina los restos de osamenta de María Engracia.

A espera de la instrucción definitiva del sumario, se desconoce a día de hoy la elección de fecha para el juicio, donde el hombre comparecerá como principal sospechoso e imputado en la muerte, aún sin esclarecer totalmente, de su esposa María Engracia F.G. Permanece recluido y en vigilancia judicial en un centro de salud mental por prescripción del equipo psiquiátrico que lo atiende, y que pudo recabar el testimonio descrito en líneas anteriores. Juan W, por su parte, fue exonerado de toda responsabilidad, y el refugio, tras una labor previa de desinfección y requisa de pruebas, precintado por orden judicial. Un sargento de la Guardia Civil actuante en la primera patrulla que accedió al lugar del siniestro, suele acudir solo y de noche al lugar, retira el precinto de la ventana del único dormitorio, y se masturba sobre la cama en obsesiva atención al solitario huevo.

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