Una tarde en que el tiempo estaba lluvioso, hacia el obscurecer, se disfrazó de aldeana, y después de haberse puesto las faldas se amarró sobre el vientre líos de paja y de tela, que le daban el aire de estar embarazada y con el vientre en la boca.
En seguida se fue a la iglesia para pedir confesión, como hacen las mujeres a punto de parir. Llegado a la iglesia, hacia la primera hora de la noche, tocó a la puerta, y habiendo venido a abrirle un clérigo, le preguntó por el párroco. El clérigo le dijo:
-Ha salido hace un momento para llevar la comunión a un enfermo, pero no tardará en volver.
La mujer embarazada dijo entonces:
-¡Desdichada de mí! ¡Estoy rendida de fatiga!
Y se limpiaba a cada instante con su pañuelo, tanto para no ser reconocida como por el sudor que le cubría el rostro. Se dejó caer sentada como si no pudiese más, y quejándose continuó:
-Lo esperaré, porque a causa del peso de mi vientre me sería imposible volver, si el Señor dispone de mi vida, no querría que me cogiese sin confesión.
-Que Dios la proteja, hermana -respondió el clérigo, y la dejó que esperase tranquila.
El párroco volvió hacia la una de la noche. Su parroquia era muy grande y no conocía a todos sus feligreses. Cuando la hubo visto en la penumbra, la mujer, con dificultad, le explicó que lo había esperado, y limpiándose siempre el rostro, le dijo su estado y lo que deseaba. El cura en seguida empezó a confesarla, y el joven vestido de mujer le hizo una confesión muy larga, de manera que se hiciese bien tarde.
Terminada la confesión, la penitente se puso a suspirar diciendo:
-¡Desgraciada de mí! ¿Dónde voy a poder ir ya a estas horas?
El párroco le respondió:
-Sería una temeridad irse. La noche está oscura: llovizna y amenaza llover más fuerte. Puede usted quedarse esta noche en mi casa, y mañana podrá partir cuando guste.
Oyendo estas palabras, el hombre-mujer vio llegada la ocasión de lo que quería, y sintiendo el apetito despertarse con fuerza, respondió:
-Haré, padre mío, lo que usted me aconseja, porque estoy tan fatigada de haber venido, que no creo poder dar cien pasos sin gran peligro. Estando el tiempo malo y la noche avanzada, haré como usted quiera; pero le ruego que si mi marido dice algo me disculpe usted con él.
-Cuente conmigo -repuso el cura.
Por la invitación de éste se marchó a la cocina y cenó con la muchacha, haciendo con frecuencia uso del pañuelo para cubrir su cara. Cuando hubieron cenado, fueron a acostarse en un cuarto que no estaba separado de Tiraccio sino por un tabique.
La joven estaba en su primer sueño; había ya dormido un momento, cuando el otro se puso a tocarle los pechos. Se oía al cura roncar ruidosamente. Como la pretendida mujer encinta estaba colocada cerca de la sobrina, ésta conoció bien pronto lo que sucedía y se puso a gritar llamando al padre Tiraccio y diciendo:
-¡Es un muchacho!
Por tres veces llamó sin que se despertara, repitiendo:
-¡Padre Tiraccio, que es un muchacho!
A la cuarta el párroco, adormilado, le preguntó:
-¿Que es lo que dices?
Digo que es un muchacho.
El párroco, creyendo que se trataba de la buena mujer que paría un niño, respondió:
-Ayúdala, ayúdala, hija mía.
Muchas veces la joven repitió:
-¡Padre Tiraccio... padre Tiraccio! Le digo que es un muchacho.
Y el cura respondía siempre:
-Ayúdala, hija mía, ayúdala, y que Dios la bendiga.
Y fatigado, cayéndose de sueño, volvió a dormirse.
La muchacha, cansada también de luchar contra la embarazada y contra el sueño, y convencida además de que el cura la exhortaba a no resistir, pasó la noche lo mejor posible.
Al amanecer, el joven había satisfecho muchas veces su deseo y descubierto a la muchacha, que ya sin lucha se le entregaba, que por amor a ella se había disfrazado de mujer, y añadió que la amaba sobre todo lo del mundo. Para agasajarla le dio el dinero que llevaba, jurándole que cuanto poseía era para ella. Arregló, además, los medios de volverse a ver con frecuencia en lo sucesivo, y hecho esto, después de muchos besos y abrazos, se despidió diciéndole:
-Cuando el padre Tiraccio te pregunte por la mujer embarazada, le dices: “Ha parido esta noche un niño, mientras que yo te llamaba, y esta mañana al despuntar el día, se ha ido con la ayuda de Dios”.
La mujer embarazada se fue después de haber dejado en el jergón del párroco la paja que inflaba su vientre.
El cura, tan pronto como se levantó, entró en el cuarto de su hija y le dijo:
-¿Qué mala suerte has tenido esta noche que no me has dejado dormir? Toda la noche: “¡Padre Tiraccio! ¡Padre Tiraccio!” ¿Qué sucedía?
-¡Que aquella mujer parió un hermoso niño! -respondió la joven.
-¿Dónde está?
-Esta mañana, al despuntar el día, más por vergüenza, creo, que por otra cosa, se ha ido con su niño.
-¡Ah! -dijo el párroco- que Dios le dé malas Pascuas. Esas criaturas esperan por largo tiempo para ir a parir sus hijos no importándoles adónde. Si pudiese volverla a encontrar o supiera quién es su marido, ya le diría yo alguna cosa.
-Haría usted bien -respondió la joven-, porque a mí tampoco me ha dejado dormir esta noche.
Así terminó la cosa. A partir de este momento no hubo necesidad de grande alquimia para operar la conjunción de los planetas. Frecuentemente los dos amantes se encontraron, y el cura tenía su culpa, porque semejantes ejemplos dan ellos con frecuencia. Sería de desear que sucediera otro tanto a otros, y ya que no se pueden vengar en sus mujeres, que se venguen en sus sobrinas o en sus hijas con chascos parecidos a ese, ciertamente uno de los mejores y de más buen éxito que jamás se han visto.
Por mí creo que no se comete sino un pequeño pecado con faltar contra uno de esos que, bajo la capa de la religión, cometen tantos crímenes contra el prójimo.
MI PADRASTRO ME ENCONTRO A MI Y A MI HERMANASTRA MAYOR BESANDONOS Y TENIENDO RELACIONES SEXUALES EN LA CAMA Y DICE Q SIGNIFICA ESTO ME JALA DE LAS OREJAS ME PONE DE RODILLAS Y ME DA DOLOROSAS BOFETADAS PERO BIEN DADAS PLAFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFF
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