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viernes, 7 de abril de 2017

LA FARAONA (Wislawa Szymborska)


Hace tiempo o no hace tanto tiempo... Depende de quién lo diga y a qué se refiera. Para un astrónomo, «hace tiempo» significa algo muy diferente a lo que representa para un antropó­logo, o para cualquier otro que llega con la memoria a la II Guerra Mundial. Si se da el caso de que ese individuo ha pasado por ella, la guerra habrá terminado para él hace poco. Si, por el contrario, ha nacido a su conclusión, hará mucho. Cuando se dan esas circunstancias emocionales, no siempre es tan evidente la percepción de la cronología. Por ejemplo, los historiadores medievales me parecen más lejanos en el tiempo que los de la Roma imperial. Si tomamos como referencia a Tácito, el cronista polaco Wincenty Kadłubek queda indudablemente lejos. Pero vayamos a lo que nos ocupa. La reina Hatshepsut gobernó Egipto hace tres mil años. Como viuda del faraón, solo estaba obligada a cuidar del pequeño engendrado durante su anterior matrimonio. Pero poco después decidió obrar de manera diferente y se autoproclamó faraona: probablemente con el apoyo de su camarilla real. Sin embargo, que por entonces hubiera una faraona en Egipto era algo inaceptable. Así que se vio obligada a cambiar su sexo en las comparecencias públicas y, dondequiera que se presentara, a excepción de en su propio dormitorio, llevaba pegada una barba y una minifalda de hombre. Imaginémonos que, hoy en día, la reina de Inglaterra tuviese que ponerse un bigote y andar como un pato con unas botas del cuarenta y nueve para pronunciar el discurso anual en el Parlamento... Es evidente que hemos nacido en un tiempo muy alejado de todas esas mascaradas y, con razón, creemos que todo cuanto sucedió hace tres mil años, pasó hace mucho. Pero no pensamos lo mismo de otro episodio sucedido en aquellos tiempos. Como si hubiese sucedido justo ayer. Poco tiempo después de la muerte de Hatshepsut (no se sabe si por causas naturales o aceleradas) se procedió con mucho empeño a borrar su nombre de las listas de faraones. Se destruyeron todos los murales que contenían su nombre, las imágenes en las que aparecía como faraona y toda referencia escrita a su persona. Esta manera de obrar la conocemos perfectamente. En el extenso recorrido de nuestro mundo a través del siglo XX, algunas personalidades políticas no deseadas también fueron obligadas a desaparecer, de la noche al día, de la memoria universal. Sus nombres desaparecieron de los periódicos y las enciclopedias y, en las fotografías de grupo, una palmera ocupó su lugar. Sospecho, además, que esto nunca dejará de ocurrir aquí y allá. Recortar la historia para cubrir las necesidades inmediatas es una de las reglas de acero de todos los sátrapas. Por fortuna, pocas veces lo consiguen. En el caso de Hatshepsut se les escapó algún que otro detalle. Hoy vuelve a figurar en la lista de los faraones y los egiptólogos solo se preguntan si estuvo a la altura como soberana, y, si lo estuvo, cuáles fueron sus méritos. A buen seguro que tuvo al menos uno (en el caso de que consideremos un logro el no matar a alguien a quien podría haberlo hecho): su hijastro sobrevivió y, al parecer, resultó estar bien preparado para convertirse en faraón.



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