Cierta mañana de uno de esos días lluviosos de otoño vino a verme el muchacho de la fábrica de dulces de los comerciantes Z* y, en nombre de la fábrica, me invitó a recibir a un paciente.
-¿Quién es el enfermo? -pregunté.
-El contable Mijaíl Platónich -contestó el muchacho.
Así que fui hacia allí. En la entrada de la fábrica me recibió el portero y me llevó hasta el contable. Primero caminamos por un patio pavimentado junto a los edificios de la fabrica, que olían a azúcar quemada, y después por una zona del patio sin pavimentar, llena de fango, cruzando por unos tablones que se hundían bajo nuestros pies, cerca de unos barriles cubiertos por lonas... El enfermo estaba en un pequeño anexo a una de las plantas que está junto al oscuro granero alargado, en el que habían escrito con algo negro, como alquitrán, "Está estrictamente prohibido fumar en el patio y en el almacén". El porche del anexo estaba sucio, la puerta corredera chirriaba y tenía roto el hule que la revestía, la entrada era oscura y estrecha, y hasta el propio enfermo, el contable Mijaíl Platónich me pareció tan triste y sombrío como el resto del patio de la fábrica. Iba vestido con una bata de algodón y unas pantuflas, sobre las que caía el cordón de los pantalones. Estaba acostado cuando entré a verlo, hecho un ovillo, con la cara contra el respaldo del diván y sin moverse, como si estuviera dormido. Se estremeció al escuchar mis pasos. Se alzó del diván, me miró con seriedad y, dando por supuesto, claro, que yo era el médico, sonrió arrugando el rostro, me señaló una silla y dijo:
-Encantado de conocerle, Ptitsin... Haga el favor...
Por su expresión, y en concreto por sus ojos, pareciera que había perdido las gafas y que ahora veía mal. Sus ojos, algo aturdidos, miraban con recelo, los cabellos rojos estaban encrespados como cerdas, su barbilla era prominente, cubierta de pelillos rojos como espinas, también sobresalían sus labios apretados, en la frente se le hacía arrugas y todo, me parecía, porque tenía mala visión pero intentaba ver... Esa expresión, en suma, quería decir que mi presencia le molestaba y no le resultaba agradable.
Supe que tenía treinta y un años (por el aspecto parecía mayor) cuando le pregunté por su enfermedad, que trabajaba día y noche toda la semana, que comía en una cantina barata, y que se puso malo cuando durante la comida se bebió media botella de tinto, que además le había parecido después de bebérsela una simple "pintura para huevos". Su constitución no estaba mal, pero su alimentación era tan pobre que alguien que no fuera médico habría podido, al ver su piel flácida y sus costillas marcadas, pensar en un mal mayor que una gripe intestinal. El trabajo diario, la comida de cantina, el tabaco malo y comer siempre koleta, algo inevitable para un intelectual que tenía que vivir con cuarenta rublos al mes, lo habían consumido y hecho envejecer unos diez años.
Respondía con brevedad a mis preguntas, tan solo lo imprescindible, tenía una forma literaria de hablar y cuando se refería a su enfermedad usaba expresiones como "disposición" o "causas derivadas", con lo que llegué a la conclusión de estar tratando con un intelectual. Escuchó en silencio mis consejos mientras asentía con la cabeza en señal de consentimiento. Cuando le di las reglas a seguir para la dieta y el estilo de vida que podía llevar con un sueldo de cuarenta rublos, comidas en cantina y alojamiento húmedo, se quedó pensando y me dijo:
-Sí, todo eso es bueno, por supuesto. Pero lo más importante es respirar aire limpio y casarse.
-Casarse es bueno -accedí-. Uno hace propósitos y después Dios decide.
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