La introducción es burda, pero necesaria para el entendimiento de este relato.
I
Desprenderse, esa era la palabra, rondaba entre las conversaciones de los adultos, en los baños de mujeres que se prestan el maquillaje, entre las estudiantes de uniforme en el vagón del metro, más tarde en el café con los amigos.
Separarse, desapegarse...¡tanta teoría!, tantas palabras volcadas al respecto. Parecía una cosa seria -y es que no puede avanzar si uno no se separa de las cosas que se han ido-. No sirve dormir con la luz prendida, ni hacer grandes hogueras con restos de objetos a los que se les da tanta importancia como si fueran las personas mismas. No sirve recrear en la mente escenas de asesinato, no sirve empujarlos al río con los ahogados.
Sin embargo, cuando creía que nada podía ser peor, sufrí mi episodio de desprendimiento. Me está doliendo en el lado derecho de la cara, también sangra, con constancia , y mantiene un dolor pequeño que no se ausenta.
II
12:00 pm, la sala del dentista, una esperada cita para continuar el proceso de endodoncia de mi molar derecho; la pobre muela no había sobrevivido íntegra al embate de ese aparato ruidoso que escarba y agujerea, se había roto, y tenía pocas esperanzas de ser salvada.
La tranquilidad que otorga el sentir que se hace lo correcto, que uno se hace cargo de uno mismo, me llevó, casi sonriente, a la silla del dentista. Después de una breve charla sobre posibilidades y buenas decisiones, el señor de bigote procedió a hacer su evaluación, y con una pequeña plaquita radiográfica dio sentencia de muerte a mi amado molar derecho -es mejor extraerla -dijo. -La endodoncia puede salir mal -dijo. -Quizá gaste mas dinero- dijo. -Yo sugiero la extracción.
Silencio sepulcral. -¿No hay nada que hacer?- pregunté. -Puede arriesgarse, pero será un proceso largo y costoso, y no le podemos garantizar que dé buenos resultados. La historia de mi vida -pensé-, tantos pinches procesos largos y costosos sin garantía de buenos resultados.
-Sáquela.
-¿Está segura?
-¿Por qué me vuelve a preguntar?
-Es una decisión difícil.
-No quiero que me la saque, pero usted dice que es lo mejor, ¿no?
-Sí..., por protocolo debía preguntar otra vez
(yo asiento con la cabeza)
Me recliné en la silla, las manos sobre el abdomen, mientras veía entrar una a una las herramientas de tortura que el joven ayudante depositaba en la mesita metálica. La luz sobre la cara, que a esas alturas me parecía la luz del túnel que nos lleva al mas allá.
Una inyección que aguanté estoica, luego otra y el labio se iba durmiendo, luego una más grande, metálica y terrorífica, directo en la víctima, sin darme tiempo de despedirla.
-¡No cierre los ojos!
-¡Mierda!, pensé -¿además tengo que presenciar cómo mete esa aguja gigante en mi boca?-
Recurriendo a la única parte no ansiosa de mi existencia comencé a respirar lentamente para mantener el control, mientras le sonreía al dentista con lo ojos y el aparato succionador retiraba la baba y la anestesia amarga derramada en el procedimiento.
-Vamos a empezar -dijo. -¿Estás lista? Asentí como pude pensando- ¡no, no estoy lista!, ¿como se puede estar lista para esto? ¡No quiero que me saque la muela señor! ¿Alguien lo va a notar? ¡Sí, todo el mundo lo va a notar! ¡No saldré nunca mas a la calle!
Entre sus manos alzó un aparato metálico, como una ganzúa y me jaló mi pobre y moribundo molar -!ah!- me retorcí.
-¿Duele? Preguntó.
¿Duele? Pensé. -¡sí duele!, duele pensar que me van desmantelando de a poco, como a un coche en un deshuesadero. Es que nunca va a volver, esa pobre muela, producto de mi irresponsabilidad, no va a volver. ¿Cuándo van a dejar de sacarme cosas del cuerpo?
Cambió de instrumento, ahora esa pinza gigante como la que tenía mi papá para aflojar las tuercas del refrigerador... De pronto el crujido de la carne que se desprende -!mmmmm!
-¿Quiere descansar? Alce su mano izquierda si quiere que me detenga.
Ya era tarde, no podía hacer que se detuviera; uno a otro comenzaron a alternarse los instrumentos, el crujido constante dentro de la cabeza, y los minutos que pasaban y la muela que se resistía.
¡Despréndete de una puta vez! Pensé.
Y entonces la epifanía, las voces de los amigos “hay que desprenderse para que pase el dolor”.
Lo entendí todo, a eso se referían, déjala ir, ¡suéltala!
¿Era la muela la concreción del desprendimiento?
Porque a mí todo lo demás me parecía absurdo, las conversaciones, las ideas, ¡tantas teorías que nadie practica!, ¡tantas buenas ideas para vivir mejor!, pero ahí estaba, sucedía, sin quererlo yo debía desprenderme de mi muela aunque no lo deseara.
-Señorita, deje de hacer fuerza- dijo el dentista frente a la posición retorcida que yo adoptaba sobre la silla; las manos en absoluta tensión sobre las rodillas, el cuerpo replegado hacia el centro, la mirada de animal atropellado, y las ilusas lágrimas que a esas alturas me empapaban el cuello de la camisa.
-El que tiene que hacer fuerza soy yo- agregó en tono jocoso, frente a la escena absurda que estaba observando.
-¡Me estoy desprendiendo!- quise decirle, con la mirada, por supuesto. -Lo he comprendido todo -quise decirle, pero vi la tensión en su antebrazo. El tiempo se detuvo un segundo, y como en cámara lenta, percibí el último golpe que infringía a mi molar. El ultimo tronido. La despedida. Lenta y dolorosa como deben ser las despedidas.
Todo terminó, sacó la blanca y accidentada muela de mi boca, sustituyéndola por un miserable algodón.
-¡Aquí está!. Terminamos.
-Tome- me entregó un pedazo de servilleta. -Para que se seque las lágrimas.
La tomé avergonzada, y sin quererlo dejé escapar un pequeño gemido infantil, generado por la certeza de que nadie me iba a comprar un helado a la salida del dentista.
-¿Llora porque le dolió o porque es artista?- agregó el dentista en tono de broma.
Respondí con una mueca que pretendía ser sarcástica.
-¿Se la quiere llevar?
¡“¿Se la quiere llevar?”! ¿¡cómo!?, si llevo cuarenta minutos desprendiéndome de ella.
¡No me la van a cambiar por dinero! ¿De qué habla?- pensé con la indignación que da la experiencia, con la ira propia de la sabiduría adquirida. Yo sé desprenderme.
Me paré de la silla, mareada, adolorida, con el cachete derecho de la cara embarrado de sangre, el maquillaje corrido y el pelo hecho un desastre.
-Gracias- dije. Y lo dije de manera profunda. “Gracias”, resonó en la sala, mientras me alejaba tambaleante hacia la puerta.
Me detuve antes de cruzar el umbral. -¿Y si me hubiese arriesgado?, ¿si no hubiese seguido la sugerencia del doctor?, ¿si hubiese conservado mi muela?, ¿si hubiese luchado por ella?... Ese último pensamiento me llevó a retroceder en mis pasos, y al volver la vista hacia la silla de tortura solo pude ver a chica de la limpieza que retiraba los instrumentos y ordenaba el lugar de la masacre; llevaba delantal blanco y en los oídos un par de audífonos. Tarareaba en silencio alguna canción alegre, eso se notaba por los gestos movedizos de su cara.
Entonces tomó mi muela, ese pedazo de mí, con sus manos vestidas en guantes de látex, y sosteniéndola entre dos dedos, la dejó caer lentamente en el bote de los desechos peligrosos.
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