Un hombre joven y dos mujeres. Una de ellas soy yo. Estamos conversando. El hombre nos produce repulsión, pero le permitimos que coquetee con nosotras. No recuerdo de qué conozco a la otra mujer, pero me da apuro preguntárselo. Es probable que hayamos coincidido en algún curso, que sea una antigua vecina o una excompañera de trabajo. Lo que digo es ambiguo, encaja con todas estas posibilidades, no me delata. El hombre nos formula multitud de preguntas absurdas, a modo de pequeños acertijos, y ella responde con tanta sagacidad como yo. Sin embargo, al levantarnos para despedirnos, el hombre dice:
—Donde ella llega a cinco, tú a cincuenta.
No me queda claro si se trata de una manifestación de sus preferencias o una advertencia soterrada; si es un elogio o un insulto. Me quedo inmóvil, esperando alguna aclaración. El hombre se acerca a mí por detrás, quiere desabrocharme la gargantilla —un cordón azul con una hermosa pieza de plata que no recuerdo haber tenido nunca—. Yo me giro, no se lo permito. El hombre, que hasta entonces había sido pacífico, entra en un ataque de cólera. La otra mujer y yo, muy asustadas, corremos a protegernos a una especie de cuartito con trastos de limpieza. Corremos el cerrojo, pero la puerta es tan endeble que tememos que el hombre la eche abajo. Nos miramos aterrorizadas. Ella tiene los ojos muy azules, desorbitados. Fuera, el hombre grita como un endemoniado. Grita como jamás he oído gritar a nadie. Dice: “¡La violaré!”, y también: “¡La mataré!”. Se refiere a mí y parece más un juramento que una amenaza. Pienso que alguien oirá los gritos, que la policía acudirá a rescatarnos. Sin embargo, los gritos cesan, y no podemos saber si es porque han detenido al hombre o porque permanece callado al otro lado de la puerta, al acecho. No podemos salir. No nos atrevemos. De pronto recuerdo de qué conozco a la mujer —¿cómo pude olvidar esos ojos?— y comprendo que el odio que me tiene ese hombre procede de algo que le hice en el pasado, algo que tiene que ver con ella y conmigo —con los tres—, pero que todavía se me escurre de la memoria. Retrocedo unos pasos y es entonces cuando descubro que en la pared trasera del cuartillo hay una puerta de la que parte un pasillo estrecho y húmedo. Me escapo por allí, reptando, y al abrir una trampilla en el techo desemboco en una plaza porticada, de consistencia irreal, como un decorado extendido bajo un cielo verde, que dibuja sombras perfectas en el suelo. Es como un cuadro de Chirico, pienso deslumbrada. Algunas personas vagan por la plaza; otras, por las colinas del fondo; estén a la distancia que estén, todas tienen exactamente el mismo tamaño.
—¿Ves? —oigo a mi espalda—. No hay salida.
La mujer de los ojos azules ha debido de seguirme, porque está otra vez conmigo, aunque ahora mucho más tranquila.
—Ellos —añade señalando a las figuras— no están en tiempo alguno, por eso nos parecen iguales.
No entiendo bien a qué se refiere. Lo único que necesito saber, le digo, es si estamos a salvo. Ella encoge los hombros. Por supuesto que sí, responde. En cuanto despierte, lo estaré. Las figuras cogerán profundidad y el mundo volverá a su dimensión de siempre. Ella desaparecerá. Es otra forma de mirar, concluye, distintas perspectivas. No hay que lamentarlo.
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