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lunes, 8 de agosto de 2016

EL PRIMER DÍA DESPUÉS DEL APOCALIPSIS (Sebastián Beringheli)


El desenlace se produjo según lo planeado: sin cielos incandescentes, lunas enrojecidas ni jinetes cósmicos desatando plagas. Nada de eso fue necesario. La destrucción bien puede prescindir de las profecías y ciertamente carece de toda espectacularidad.

Las leyes que Él había establecido para el universo simplemente se rompieron. El Verbo fue el principio, el movimiento, la acción, y también el final.

No hubo muertes, al menos no en el sentido que los humanos podemos imaginar; sino más bien la desaparición instantánea de la vida. La humanidad fue barrida hacia el olvido sin dejar atrás un mísero cadáver, un modesto testimonio de su existencia.

Pero la extinción no solo alcanzó a nuestro mundo. Todos los reinos, sutiles y groseros, perecieron en el acto. El cielo se vació de ángeles, de almas, de santos y mártires. El infierno se despobló de réprobos y demonios. El Purgatorio, cuya única función es la espera, se desinfectó de postulantes a la eternidad.

En ese Vacío absoluto, donde ni siquiera el silencio podía existir, el Creador se permitió un último amanecer antes de aniquilarse.

Descendió sobre la esfera arrasada que fue la Tierra, levantó una casa de barro y aguardó la salida del sol, regocijado en la soledad perfecta, en el Tiempo sin Porvenir ni Espera. Y en esa hora incierta que precede al alba, alguien golpeó a la puerta.

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