Lo primero que debe hacer la familia esa es alimentar al niño destinado a ser poeta, de manera adecuada: le arrojarán migas de pan, granos de cebada y otros cereales, pequeñas lombrices y otras porquerías semejantes. Así, además de habituar su estómago a la más elemental actividad, el futuro poeta contraerá un fuerte complejo de pájaro, y el día de mañana se lo pasará cantando como un descosido.
Cuando el pequeño proyecto de vate crezca, la familia lo conducirá a los parajes ricos en auroras, en ocasos, en señoritas pálidas y en muertes varias. Abandonado allí, el que ha de ser poeta, encontrará la inspiración con gran facilidad y su cerebro comenzará a eliminar las células grises que podían servirle para ganarse la vida de una manera honorable.
Rebosante ya de inspiración, el que ya es casi un poeta hecho y derecho, debe ser puesto en contacto con la cultura. Ofrézcasele una cartilla llena de consonantes, que todas las palabras que contenga el librito terminen en “ton”, en “tin” y similares. Esto le facilitará mucho la tarea al presunto versificador, ya que no sabrá de la existencia de vocablos tan poco poéticos como “dólar”, “fiducia” y “etcétera”.
Si el chico no es tonto de capirote, al llegar a este punto ya hará versos… Malos, seguramente, pero versos al fin y al cabo. Ahora todo se reduce a que la familia se oponga a que el chico se enamore de una señorita determinada, a que no le dé dinero para tabaco y a que no le deje entrar en casa por las noches. El chico, poeta ya de tomo y lomo, escribirá versos como un condenado o como un fabricante de calendarios, a la vez que sufrirá horrores, dejará el café a deber y se hará un bohemio tremendo.
En el caso de que el chico, a pesar de todo, se prepare para ingresar en Hacienda, la familia debe desistir: no es un poeta.
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