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viernes, 15 de enero de 2016

MI AMIGO EL NEPALÍ (Ulises San Juan)


Conocí a Serafín en un bar al día siguiente de mudarme a Ann Arbor. Bryce, un antropólogo norteamericano, nos presentó con la idea de que un estudiante peruano ya afincado podía ayudar a establecerse a su compatriota recién llegado. Yo había terminado en este páramo boreal para empezar mi doctorado en antropología cultural, en el mejor departamento de antropología de la nación norteamericana a fines de los ochenta. Cuando Serafín se enteró de que éramos connacionales cambió de actitud. De una afabilidad plena cuando estaba nuestro amigo común, pasó a una cara de jugador de poker cuando nos quedamos solamente los dos. Contestaba con monosílabos a mis preguntas. La poca información que le saqué fue que iba por su segundo año de doctorado en Ciencias de la Información, era egresado de la UNI, había vivido en el Rímac cuando residía en Lima, participó en cuchipandas con el poeta Róger Santiváñez, en los huariques de Villacampa, y era de Santiago de Chuco. Su mayor orgullo consistía en ser nieto sobrino de César Vallejo. Se sabía de memoria el poema “Masa”. Este primer encuentro resultó incómodo. Teníamos poco en común. Lo prolongamos hasta que se terminó la jarra de cerveza que nos invitó Bryce y nos despedimos rápidamente, sin intercambiar números de teléfono.

A Serafín lo vi hablando animadamente con una bibliotecaria en la sala de referencias de la Biblioteca Central de la Universidad de Michigan a la semana siguiente. Contrastaba la enormidad de una mujer rubia y blanca con la tez, estatura y contextura de Serafín. Calculo que ella medía casi dos metros y pesaba unos 120 kilos por lo menos. Agité la mano pero no me acerqué. Él tampoco hizo el esfuerzo de aproximarse. Yo visitaba la biblioteca Harlan Hatcher todos los días. La escogí como lugar de estudio permanente por su silencio y para no llevar a casa libros de mi interés al pequeñísimo departamento que compartía. Me di cuenta que yo era el único lector de esos libros especializados en los Andes por esa temporada. No había necesidad de pedirlos prestados para llevarlos a casa. Seguía encontrando una o dos veces a la semana a Serafín y a su amiga bibliotecaria en animadas conversaciones. Nunca me la presentó. Sin embargo, cada vez que la veía me otorgaba una sonrisa de alguien que sabía de mí. En su tarjeta de identificación, que llevaba en el pecho, se leía el nombre Gwendolyn Holmquist. Algunas veces les pasaba la voz, otras no. Esta pareja dispareja se convirtió en parte del paisaje universitario. Dejó de llamar la atención.

Pasaron varios meses. Yo seguía con mi rutina de ir a la biblioteca Hatcher todos los días. Permanecía en ella entre cinco a seis horas en mi cubículo. Noté que Serafín ya no conversaba con la bibliotecaria. Ella seguía haciendo su trabajo frente a una pantalla de computadora y atendiendo a estudiantes y catedráticos.

Un día que cenaba en un restaurante, llamado Ali Baba’s, en la conocida State Street, fui interrumpido por Serafín. Estaba desaliñado y ebrio. Solicitó permiso para sentarse. Yo se lo di. Me pidió disculpas por no haberme buscado y haber iniciado una amistad. Le comenté que no teníamos que ser amigos. Terminé de comer un shawarma de cordero y tomar un jugo de cerezas agrias. Lo invité a beber cervezas en el Ashley’s pub. El restaurante de comida del medio oriente no era el lugar adecuado para tener una conversación. Predije que la plática iba a ser muy privada e iba a tomar mucho más tiempo que el que nos podía otorgar un restaurante de un campus universitario. Tenía una lista de espera de media hora de clientes hambrientos.

Cuando íbamos por la segunda jarra de Foster’s, me explicó que no me había buscado porque desconfiaba mucho de los peruanos. En su permanencia en Lima había tenido siempre problemas con los compañeros de clase y los vecinos. Había sido maltratado varias veces y sus acriollados hermanos lo habían desheredado cuando murieron sus padres. Su novia tacneña lo dejó cuando cumplió 25 años porque él no quería casarse y tener hijos. La desaparición de su profesor y amigo Javier Alarcón hizo que decidiera emigrar del Perú. Se fue de su país para curar heridas. En sus cinco años de estadía en los EEUU había tenido experiencias traumáticas con más peruanos. Cada vez que establecía contacto con ellos terminó mal. Me contó muchas historias de desaires y metidas de cabeza. Las que más recuerdo son aquellas en las que él salió muy mal parado. En la primera, Serafín alojó a un compatriota que le habían recomendado. Necesitaba un lugar para dormir mientras esperaba una transferencia bancaria para establecerse en otra ciudad. La convivencia se convirtió en un desastre. La permanencia del alojado se prolongó por varios días, casi un mes. El departamento que alquilaba Serafín, de un solo dormitorio, era muy pequeño. Dos personas eran multitud. Aparte de quedarse más del tiempo debido, el huésped empezó a consumir los alimentos del refrigerador. Para un estudiante graduado esta situación lo llevaba a la bancarrota. Los magros ingresos de Serafín como jefe de práctica no iban alcanzar para dos. El administrador del edificio le recordaba que su visitante ya estaba viviendo demasiado tiempo. Si pasaba de las tres semanas iba a aumentar el monto del alquiler. Además Serafín perdió su privacidad para seguir leyendo y escribiendo. La situación se puso intolerable, Serafín le dijo que no lo podía mantener y le dio un ultimátum. Cuando volvió después de asistir a sus clases ya no estaba el invasor. Tampoco se encontraban su máquina fotográfica, su tocadiscos, su cafetera y la comida del refrigerador. Serafín especulaba que el alojado vendió los aparatos para pagarse un pasaje en Greyhound y fugarse de Ann Arbor. Los alimentos robados iban a ser las provisiones de su largo viaje.

La segunda historia que Serafín me contó estaba relacionada al deporte. Serafín practicaba el fulbito desde muy niño en Santiago de Chuco. Su interés en seguir jugándolo hizo que se conociera en los torneos de fútbol de Ann Arbor con otros peruanos. En la celebración del campeonato de la liga semi profesional ocurrió una acción memorable. Cuatro compatriotas se juntaron para emborracharse en el Alley Bar. Serafín se durmió recostado sobre una mesa por el cansancio y efectos del alcohol. Había jugado como nunca. Fue el autor de los dos goles de la victoria. Cuando el mesero lo despertó para decirle que el bar iba a cerrar a las 2 de la mañana, ya en estado consciente se dio cuenta que lo habían dejado solo. Pidió su última cerveza de la jornada para calmar la sed. Abrió su billetera y se dio cuenta que no tenía dinero. Tampoco estaba su tarjeta de crédito. Sus coterráneos le habían robado la renta del mes y la tarjeta para continuar la borrachera en otro lugar. Cuando recibió su estado de cuenta habían comido y bebido a su nombre por un monto cercano a los quinientos dólares. Estas acciones de aprovechamiento vil, carencia de consideración y solidaridad connacional hicieron que Serafín tomará la decisión de no establecer una vez más contacto con un peruano. Desarrolló una alergia a sus compatriotas. Cada vez que se le presentaba la posibilidad de volver al Perú, le daba náuseas. No escribía, ni llamaba a sus parientes. Cuando mostró indiferencia y parquedad frente a mí, remarcó, estaba cumpliendo una promesa que se había hecho a si mismo. No tenía nada personal contra mí.

Luego de aclarar sobre su antiperuanidad visceral me contó que estaba sumamente deprimido. Había terminado su relación amorosa con Gwendolyn. Recién me enteré que ella era de Duluth, Minnesota. Quería casarse, comprar una casa y ser madre. Cuando Serafín le pidió esperar hasta que terminara su doctorado, ella decidió finalizar el amorío y de inmediato, en menos de un mes, se casó con el camboyano Lam, el encargado del centro de cómputo conocido en el campus por ser un sobreviviente de los campos de concentración de Pol Pot, y se hizo fecundar con él. Cuando yo veía a Gwen en la biblioteca no se le notaba el embarazo por la gordura. Serafín no dijo nada si ya era dueña de casa. Al nieto sobrino de César Vallejo, en un principio no le importó la ruptura. Con cierto aire de suficiencia señaló que ya había empezado a aburrirse con ella. Declaró que Gwen era muy convencional en la intimidad. No quería replicar la sexualidad de los Mochicas. Los únicos platos que sabía cocinar eran espaguetti y macarroni and cheese que los comía en cantidades industriales. Sin embargo, confesó que se había acostumbrado a estar con ella y que no había podido iniciar otra relación amorosa en esta tierra de solitarios. Añadió que su depresión estaba afectando su rendimiento en la universidad. No entendía sus clases y tampoco podía escribir. No necesitaba decir que me había buscado para poder contar a alguien sus cuitas. Por supuesto que se animó a reencontrarse conmigo luego de hacer averiguaciones sobre mi persona. Tuvo varios meses para indagar y así se dio una oportunidad para que un compatriota pudiera reivindicar al Perú como un país que también tiene gente humanitaria. Yo también aproveché la ocasión para hablar de mí. No me había ido tan mal en Ann Arbor. En el primer semestre saqué muy buenas notas que aseguraban la renovación de mi beca. Conseguí una enamorada puertorriqueña con quien combatía el frio nórdico del clima y de la gente. Mi madre se había jubilado del magisterio y mi padre había sido despedido en la privatización de las empresas públicas llevada a cabo por el gobierno de Alberto Fujimori.

Serafín se durmió sobre la mesa. Decidí llevarlo a su domicilio. Intenté despertarlo varias veces. Tenía un sueño profundo. Entendí que fue una presa fácil para los peruanos futbolistas. Como último recurso saqué con dificultad la voluminosa billetera de su bolsillo para averiguar su dirección. Contenía dos billetes de cien dólares. Afortunadamente encontré su brevete en medio de varios recibos y notas de banco. Vivía en Camelot Apartments. Llamé un taxi y pagué al chofer con mi propio dinero. Cuando salíamos del vehículo intenté despertarlo una vez más. No quería cargarlo. A pesar de su pequeña estatura era bastante pesado. Felizmente se puso de pie y abrió los ojos contrariado. Desesperado, lo primero que hizo fue buscar su billetera. Cuando encontró el dinero y sus tarjetas se tranquilizó. Me agradeció y me invitó a su departamento para continuar la jornada con un cuarto de botella de tequila “El charro” que había dejado el gringo Bryce luego de volver de su trabajo de campo sobre el zapoteco en Oaxaca. Todos sabíamos que su esposa tenía cero tolerancia con la bebida. No permitía que Bryce llevará alcohol a su casa y no le consentía tomar una gota en su presencia. Por esa razón, Bryce, amante del buen pisco y tequila, buscaba casas para almacenar y compartir con sus amigos las botellas que compraba en sus viajes. Yo estaba muy cansado. Le dije que guardara el tequila para otra oportunidad. Me despedí y salí de su departamento. Serafín desapareció una vez más. Continuaba su vida secreta.

A Serafín lo encontré diez años después en el aeropuerto O’Hare de Chicago. El había perdido su vuelo a Lincoln, Nebraska y yo esperaba el mío con destino a Roma. El encuentro fue muy agradable. Me contó que estaba trabajando en una universidad, se había casado con una nepalí y tenía dos hijos, una mujercita y un varoncito. Todavía no había retornado a Perú. Cuando le pregunté cómo conoció a su esposa, me relató que en los campeonatos de fulbito en Ann Arbor se cocinó a fuego lento su matrimonio. Luego de tener la mala experiencia con los peruanos, buscó otra liga deportiva para practicar su pasión. Encontró un equipo donde la mayoría de los jugadores eran inmigrantes recientes de Nepal. Así entró en un mundo paralelo y alternativo que le dio acogida. Se hizo amigo del mediocampista Sujan, un muchacho de aproximadamente veinte años que inmigró de una aldea ubicada en un valle de los Himalayas. Se convirtieron en una dupla de oro. Se leían las mentes cuando jugaban. Sujan hacía los pases precisos y Serafín metía los goles. Poco a poco se hicieron muy buenos amigos. Sujan lo llevó a su casa y le presentó a su familia. El clan de los Manandhar estaba constituido por abuelo, abuela, dos tíos, madre, padre y seis hijos. La menor de todos ellos era una niña de diez años llamada Loto. Serafín que bordeaba los treinta años no le prestaba atención en sus visitas. Era la hermana pequeña del amigo. Seguía jugando con muñecas y la fiesta del té.

Cuando su nuevo equipo, “The Invencibles of Katmandú”, ganó el campeonato por primera vez, Sujan lo presentó a la comunidad nepalí. Ser campeones fue un gran acontecimiento para ellos. Fue considerado una victoria nacional. A partir de esta fecha, Serafín tuvo una vida social más activa. Lo invitaban a los eventos de la familia Manandhar y de la comunidad. Asistió a cumpleaños, funerales y matrimonios budistas. Pasaron rápidamente cinco años. Se acumularon los campeonatos y subcampeonatos. Serafín y Sujan eran las celebridades de los inmigrantes nepalís. Serafín, meses antes de defender su tesis de doctorado en Ciencias de la Información, empezó a buscar trabajo en todo el país. Le habló a Sujan de estos menesteres y de la soledad que lo esperaba. Le comentó que se sentía muy feliz por la acogida de su familia y la comunidad. Pensaba que no iba a encontrar una aceptación igual. Los iba a extrañar. Sujan escuchaba atentamente sin decir nada.

Serafín continuó su relato en la sala de espera del aeropuerto. Encontró trabajo en el centro de computación de una universidad de Nebraska. Cuando se graduó, Sujan le organizó una fiesta de despedida con su comunidad. En la mitad de la cena, Sujan pidió silencio para hablar. Elogió las virtudes personales, deportivas y felicitó los logros académicos de Serafín en inglés. Al mismo tiempo una mujer en voz alta traducía el discurso de Sujan al Newari, una de las lenguas de Nepal. De pronto, Sujan cambió de tema. Dijo que Serafín merecía pertenecer con todos los derechos a la comunidad. Sorpresa de sorpresas, anunció en público la boda de su hermana Loto con el goleador de su equipo de fútbol. El flamante doctor en ciencias de información casi se desvanece con la noticia. No quiso aguar la fiesta. Notó que los asistentes estaban muy contentos y realmente lo querían. Aplaudían sin parar. Recién reparó que Loto sonriente estaba vestida con su mejor traje típico y era bellísima.

Terminada la fiesta Serafín buscó a Sujan. Para darse tiempo y tomar una decisión sin quedar mal, le dijo que agradecía la confianza depositada en él pero no podía casarse de inmediato. Todos tenían que esperar hasta que él se estableciera en su nueva morada. Para su sorpresa Sujan le comunicó que no era necesario celebrar la boda antes de la mudanza. El podía llevarse a Loto a Nebraska y vivir con ella para conocerla mejor. Ella ya era toda una mujer a sus quince años y los matrimonios arreglados eran tradición de su comunidad. Los Manandhar lo habían escogido como esposo de Loto por sus virtudes. Loto estaba completamente de acuerdo. Era el esposo ideal.

Luego de varias noches de insomnio por los riesgos económicos y legales de aceptar una novia casi niña, Serafín se mudó con Loto a Nebraska, previa firma de un documento donde sus padres le daban la custodia de la menor de edad. Serafín decidió no tocarla hasta que por lo menos cumpliera dieciocho años. Ella vivía en su propio cuarto. Serafín, antes de acostarse, se encerraba con llave en el suyo para que nadie cayera en la tentación. Su mayor temor era ser acusado de violación de una menor y destruir su carrera profesional recién iniciada. Loto en los tres años que vivieron en la misma casa, pero separados, resultó la mejor compañera y amiga que Serafín pudo conseguir. Mantenía el hogar como una experta ama de casa mientras continuaba sus estudios de contabilidad. Era la única persona que siempre le escuchaba sobre los típicos pleitos de una universidad donde se compite brutalmente por aumento de salarios, sin ninguna ética. Además Loto se convirtió en una ayuda imprescindible por su excelente inglés y su habilidad en llevar cuentas. Ella era su contacto con el mundo exterior. Por primera vez en su vida, Serafín podía cenar comida caliente todos los días. No pagaba intereses en sus tarjetas de crédito. Pudo ahorrar dinero para viajar durante las vacaciones. Serafín terminó enamorándose de ella. Cuando Loto cumplió dieciocho años, se casaron en una ceremonia especial a la que asistieron nepalís de varios pueblos y ciudades norteamericanos. Tuvieron una luna de miel pagada por el clan Manandhar en Hawaii. Nacieron los hijos y obtuvo el nombramiento en su universidad. Serafín finalizó su relato diciéndome que es un miembro pleno de la comunidad nepalí. Viaja por lo menos dos veces al año a Ann Arbor donde sigue residiendo y aumentado en número la comunidad que lo acogió. El Perú sólo es un mal recuerdo.

Dos años después de nuestro encuentro casual en Chicago encontré a Serafín por mera coincidencia en Ann Arbor. El departamento donde obtuve mi doctorado me invitó a dar una charla. Cuando el shuttle ingresaba a la ciudad por la Avenida Washtenaw, luego de recogerme del aeropuerto de Detroit, tuvo que esperar unos minutos. El tránsito había sido interrumpido para que pasara una procesión budista. Era de la comunidad nepalí que acogió a Serafín. Marchaban en dos filas, vestidos con sus trajes típicos dirigidos por monjes con túnicas granates y con un acompañamiento musical tipo Hare Krishna. También estaban haciendo trabajo de campo, estudiantes y catedráticos de budismo de la Universidad de Michigan. Entre ellos reconocí al Doctor López bastante avejentado. De pronto vi a Serafín que hacía acrobacias y círculos con las manos al son de la música, como si estuviera en trance. Vestía de pies a la cabeza con un traje ritual. No le pasé la voz para no interrumpir la ceremonia. Se había vuelto budista. Era difícil imaginar que se trataba de un connacional. El Perú había perdido a uno de sus ciudadanos. Otra cultura lo adoptó.

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