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lunes, 24 de agosto de 2015

LA CREMACIÓN (Irma Verolín)


Después de catorce años desde aquel día del entierro, mi hermano, mi tío y yo fuimos a cremar el cuerpo del abuelo. Que si llovía y que si no, por lo visto la lluvia era un impedimento que condenaba al abuelo a seguir bajo tierra. En el cementerio nos explicaron con claridad que no era posible exhumar un cuerpo bajo el agua.

Debíamos encontrarnos en la casa del tío. Yo dejé mi cama de madrugada: Boca de lobo, la calle, faltaba bastante para que amaneciera. Al final nos reunimos los tres y salimos. La oscuridad nos acompañó durante el estirado trayecto. Y también una llovizna que para mí era apenas pasajera y para mi hermano un presagio de aguacero. De cualquier modo, seguimos adelante. Las rutas habían cambiado, ya ninguno de nosotros recordaba la forma de llegar. Nos perdimos y a esa hora no había a quién preguntarle. Volvimos hacia atrás, otra vez el mismo camino, igualmente oscuro, extraño y ni una pista de la resplandeciente fachada que era el ingreso al cementerio. Los ojos largos hacia los costados. Nada, nada. ¿Por qué estarán tan lejos los cementerios? Tan lejos, verdaderamente. Era una lejanía también extraña. Aquella noche preparándome para este trayecto recordé la vigilia de un viaje al extranjero, la salida de madrugada un montón de años atrás, recordé la emoción y luego el estallido de luces del aeropuerto y el sumergirme en un vuelo que atravesó el tiempo. Adonde debíamos llegar ahora no mediaba un océano ni la gente hablaría en otros idiomas. El espacio a franquear estaba hecho de otra clase de sustancia. Mi tío entonces se acordó de algunos hechos que vivimos hace ya mucho. Llenamos con palabras el desconcierto o esa desorientación en medio de la nada o de la noche entera. Fuimos hacia atrás y hacia delante por la misma línea recta, lisa y, por supuesto, oscura. Lamentablemente de la ruta remodelada y de la fachada blanca del cementerio, ni noticias. Mí tío insistía en que la recordaba así: blanca, casi luminosa. Mi hermano no, para él estaba cubierta con piedras marrones. Yo no podía hablar de esa entrada, una franja descolorida ocupaba de punta a punta el itinerario de mi memoria. Además la tarde del entierro yo había tenido dolor de muelas y me apretaban los zapatos y me acordé constantemente de mi primer día de colegio y de mi abuelo llevándome de la mano, después me soltó la mano y me puso en ella una plastilina de color verde. Mientras cerraban el cajón, el color verde de la plastilina se me mezcló con las lágrimas. Ni la más opaca imagen había en mi memoria de la dichosa entrada al cementerio. Mi tío y mi hermano siguieron describiendo lo que en la pantalla de sus recuerdos se presentaba inalterable, la puerta, las piedras marrones o la fachada blanca. A lo mejor ellos veían las cosas diferentes porque tienen los ojos claros, y yo no. Viajar de noche con neblina y llovizna lo convertía todo en una ensoñación. A nadie le pudimos preguntar si conocía el cementerio o su fachada. Dimos vueltas, nos perdimos y nos abrumamos como si hubiésemos estado dentro de una ilustración del Infierno de Dante. Lo cierto es que vaya a saber gracias a qué clase de milagro, por fin llegamos. Y en ese instante respiramos tan hondo que el aire de alrededor se estremeció. Entonces nos quedamos afuera mirando un interior completamente penumbroso, poco se podía distinguir luego de esa fachada que no era blanca ni estaba cubierta con piedras marrones. No había timbre ni garita ni nadie que nos atendiera. Les advertí a mi tío y a mi hermano que los datos eran precisos, le había preguntado con insistencia por la hora y el lugar a la mujer que me atendió por teléfono. Su voz gangosa vino una y otra vez a mí, repasé la conversación hasta el cansancio. Le había hablado a la mujer de los cien años del abuelo, de la prolongada viudez de mi abuela, de esa manera confianzuda que tiene nuestra familia para utilizar el tiempo. Estuve atenta, pensé. Sí, y lo seguía estando. Debíamos llegar antes de que abriera el cementerio porque la gente que viniera a visitar a sus muertos iba a detestar el espectáculo de un agujero en la tierra o de hombres sacando lo que quedaba de un cajón después de tantos años, aplicadamente repasé las instrucciones recibidas. Ahora yo miraba, hurgaba con los ojos detrás de las rejas del cementerio cerrado. Ni una pálida silueta humana se percibía por allí. Desde adentro del coche, nosotros tres manteníamos los ojos bien abiertos contemplando aquella densidad indefinida que estaba del otro lado de la imprecisa fachada.

Supe que hacía mucho frío bajo la llovizna cuando salí a corroborar que la altísima reja estaba cerrada. Miré y miré, los alrededores eran una continuación de eso que no podíamos ver. Ni cielo parecía existir sobre nosotros, la llovizna provenía de quién sabe dónde e impregnaba mi ropa. Pensé en el engorroso viaje, en las idas y venidas, en los catorce años transcurridos desde aquella tarde de dolor de muelas y zapatos apretados, en aquel día, único, en el que enterramos a mi abuelo y de repente me puse furiosa. Empecé a golpear la puerta de hierro, a zamarrearla con todas mis fuerzas. Pero nada ni nadie se hicieron presentes y no tuve más remedio que volver al coche. En el coche de nuevo las palabras vinieron a apaciguarnos. ¿Irnos? No, no nos íbamos a ir. Sin pensarlo demasiado salí del coche enojada, empecé a trepar por la reja y hablé a los gritos. Hablé para nadie. Así un rato interminable hasta que desde un fondo absolutamente borroso fue surgiendo el contorno del cuerpo de un hombre que, no bien se aproximó a la reja, habló de la llovizna.

-Con esta llovizna –dijo- qué pretenden.

La cara gruesa del otro lado de las rejas moviendo la mano aludiendo a la lluvia como quien anuncia un cataclismo.

-La tierra va a estar húmeda. Usted ya sabe- insistió.

¿Y qué iba a saber yo? Me di vuelta y vi el rostro desencajado de mi tío. Mi hermano, alzándose de hombros. Al final, palabra va, palabra viene, el hombre nos indicó con resignación otro portón de acceso. Y nos dejó pasar. Dos puertas se abrieron solas impulsadas por un misterioso mecanismo. Sí, entramos por fin. El coche masticó el pedregullo debajo de nosotros y adelante, una nebulosa que daban ganas de esparcir con las manos ocupó el primer plano. No quise pensar que era de noche y que el cementerio nos esperaba. No pensé en nada. Entramos y alguien vino a preguntarnos si queríamos llevarnos la lápida. Yo fui la única que dijo que sí. Horas después contemplé el nombre de mi abuelo tallado en negro con las dos fechas sobre un granito gris. Una extensión minúscula entra las dos, apenas un guión. Esperamos en el coche. No alcanzamos a ver el humo, ese hilo que supuse blanco yendo hacia arriba convirtiendo lo que antes fue el cuerpo de mi abuelo en aire, en puro aire. Y nos pusimos a hablar confiadísimos en que las palabras iban a socorrernos del infortunio de la espera. De pronto casi al mismo tiempo los tres dijimos lo mismo: Queríamos que nos cremaran enseguida, nada de entierro. Hablábamos por supuesto del futuro día de nuestra muerte. Al ratito de estar muertos pretendíamos ipso facto una cremación fulminante. Después hicimos un silencio bastante largo. Y después más silencio, como si le diéramos tiempo al Universo para que tomara nota de lo dicho.

Tardó en amanecer, ya para entonces el mismo hombre que había arrastrado la lápida vino a las cansadas trayendo un pequeño recipiente. Eso fue todo. Entre las ráfagas de claridad que se colaban de árbol en árbol, inesperadamente comenzaron a desfilar grupos de personas con sus muertos, hileras de autos negros, flores que relucían en la misma llovizna que antes se desplazó en el interior de la noche.

Durante el viaje de regreso bromeamos sobre las uñas sucias del hombre que trajo la lápida, sobre mi cuerpo alto subido a la reja y mis gritos, sobre la manera de hablar de quien nos mostró primero su cara del otro lado de la reja. Muchas palabras, muchas, asistiendo algo que había quedado fuera del aire, ese aire lluvioso que respiramos hasta que llegamos a casa.

2 comentarios:

  1. Muchas gracias por incluir un cuento de mi autoría. Felicitaciones por el blog ( y por tener la feliz idea de incluir mi texto) Saludísimos para todos

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  2. Muchas gracias por incluir un cuento de mi autoría. Felicitaciones por el blog ( y por tener la feliz idea de incluir mi texto) Saludísimos para todos

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