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viernes, 28 de agosto de 2015

BALBUCEANDO (Sebastián Beringheli)

La cena fue simplemente una excusa para comerse con la mirada.

Apuraron el último trago y ganaron la noche.

Anduvieron sin apuro, besándose cada pocos pasos. Lejos de buscar resguardo bajo los balcones se ofrecían mutuamente a la lluvia.

Y así llegaron a la habitación en esa hora incierta que precede al amanecer.

Se desnudaron observando un rito de sutiles retrasos. Desordenaron caricias a un ritmo vertiginoso. Una mano torpe, ansiosa, recorrió el arco tenso de una espalda. Entonces se oyó un golpe sordo, como el de una puerta muy lejana que se cierra.

—Pará —dijo ella, cubriéndose instintivamente con las sábanas—. ¿No lo sentís?

Claro que lo sentía. No era ese golpe seco, distante, lo que le preocupaba, sino la atroz certeza de que no podía moverse.

Recuperó el control sobre sus músculos cuando otro sonido saturó el aire. Sonó como si la misma puerta lejana se abriera, pero esta vez sobre chirriantes bisagras de papel.

Entonces corrió hasta la puerta y se asomó al pasillo listo para enfrentarse a cualquier intruso. Nada. Todo estaba en calma.

Cerró la puerta con llave. Bajó las cortinas e incluso revisó debajo de la cama y en el interior del placard.

—¿Todavía lo sentís? —preguntó ella.

Claro que lo sentía.

—¿Qué hacemos entonces? —insistió ella.

—Ignorarlo —dijo él, viéndola en esa penumbra reciclada, con la piel blanquísima contrastando con las sábanas.

Reanudaron el rito ya sin solución de continuidad. La sensación, la hostil presencia que iba y venía irregularmente, insistió durante algún tiempo, flotando sobre ellos como una densa nube de vapor, hasta que por fin se evaporó como una superficial sombra de duda.

Un último golpe, más rotundo, definitivo, impregnó la oscuridad.

Ya no les importaba que alguien los estuviese leyendo.

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