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viernes, 19 de diciembre de 2014

MADEJA DE SUAVES PLIEGUES (Miguel Ángel Carcelén)

Madeja de suaves pliegues, diminuto ovillo de piel arrugada, trocito de azabache con rasgados ojos de cuarto menguante, minúsculos dedos que aprisionan el pulgar de su madre, gemidos insonoros a juego con la tregua que concedió el diluvio.
El cordón umbilical picoteado por grajos recelosos que comparten ramas con los humanos, picoteado y disputado hasta que cae a las aguas cenagosas que cubren el mundo. Nunca antes había llovido así, cuatro días con sus cuatro noches sin descanso. Las enormes hormigas de cabeza roja que anuncian próximos aguaceros acuden al olor de la sangre. Los grajos las diezman. La madre también: las agarra por la cabeza apretándoles las mandíbulas y se las lleva a la boca. Es lo primero que come desde que se puso a salvo de la inundación aupándose a las ramas más altas del mangle. La catástrofe la sorprendió lejos de la aldea, ayudando a Mafouera a rebuscar hierbas para hervir y engañar al hambre.
La recién nacida busca el pecho huero de la madre. “Elia, te llamarás Elia”, le susurra al tiempo que le humedece los labios con el jugo de las hormigas machacadas. El misionero les habló de Moisés, del salvado de las aguas, y de Manuel, el Dios con nosotros, nombres preciosos y adecuados para su bebé si no fuera niña. Elia. La niña Elia. La niña mono.
Comienza de nuevo a lloviznar y Felismina aprieta a su hija contra sí en un intento inútil de mantener seco su cuerpo de juguete. Es cuestión de tiempo, sabe que es cuestión de tiempo, pero lo disfrutará. Será el cuarto angelito que envíe al cielo, ninguno de sus niños vivió más de veinte días. Llueve y, a ratos, hace sol, como cuando se anuncia el Hamatan, como cuando clarea el arco iris, como cuando se casa una bruja. Los pájaros buscan el cobijo de las hojas más anchas, señal de que las nubes no concederán descanso. Llueve y hace sol, como cuando Elia gimotea y se ríe. Esta vez su niña no partirá sola, por eso Felismina se consuela y disfruta lo que les queda de vida, porque es cuestión de tiempo, lo sabe. Otro día más lloviendo y la corriente se las llevará. Y ella acompañará a su Elia al lugar donde ya no se pasa hambre, donde no se sufre. Sólo desea que su hermana se haya salvado y pueda mantener su memoria en Muhalaze, que sus nombres no se olviden en la historia.
La brisa te acuna con sus cosquillas. Duerme.
La luna redonda, pan de maíz, torta de azúcar,
te vela, te alumbra, te llama, te quiere.
Y mamá, entre sus brazos, te mece y canta.
Y Elia deja vencer los párpados mientras Felismina va disminuyendo el volumen de la nana.
La niña puede descansar. Ella no. Las ramas sobre las que se apoyó durante las dos primeras noches y durante el parto han perdido consistencia; demasiado tiempo aguantando el peso de su espalda y soportando los goterones del chaparrón. Si Felismina se duerme caerán al agua. Los grajos tampoco duermen. Ellos, al menos, pueden apretarse unos contra otros para proporcionarse calor. Con la humedad las noches se han vuelto frías. ¡Si pudiera dormirse y no despertar jamás!, pero sin sufrimiento, sin sobresaltos, sin asfixias.
Felismina se recita en voz muy queda la lista de sus antepasados, es lo que ha hecho siempre cuando el hambre o el temor se tornaban insoportables; ahora, al miedo, debe unir la urgencia de mantenerse despierta: Soy Felismina, hija de Geralda, hija de Martine, hija de Micaela, hija de Anisia, hija de Josina, hija de Manica, hija de Sinaja, hija de... La sombra de un buitre interrumpe su monólogo. Los buitres jamás vuelan solos. Pronto vendrá otro, y otro, y otro. El buitre planea en círculos. Han tardado mucho en olfatear la sangre reseca, piensa, o quizá hayan estado entretenidos con la mucha carroña que las inundaciones habrán ido proporcionándoles. Ya son tres los que vigilan el mangle. No quiere que su niña sea el desayuno de los buitres, otra vez no. Cuando enterró a Moradicia, su tercera hija -apenas un suspiro de huesos y vientre abultado-, no tuvo fuerzas para excavar muy profundo. A la noche los chacales removieron las piedras y al día siguiente encontró los despojos que no interesaron a los buitres. Fue entonces cuando Felismina comenzó a perder el juicio, a perderle el miedo a los militares, a perder la vergüenza, a perder la dignidad. (Elia es la consecuencia de una lata de leche en polvo y de una barrita energética de cereales con el anagrama del ejército mozambiqueño).
Sabe que no tendrá fuerzas para ahuyentar a las carroñeras, duda mucho de ser capaz de aguantar en vela siquiera unas horas más. El sueño, el hambre, el frío la van venciendo. Se pellizca con cuidado para no despertar a Elia. Se pellizca, se pellizca y entorna los ojos, se pellizca y ve el rostro lloroso de su madre cocinando tierra con un puñado de mijo que no llegaría para saciar las hambres atrasadas de siete bocas, se pellizca y arquea las cejas para no sucumbir a la tentación del sueño, le llegan las explosiones y las ráfagas de ametralladora que años atrás acunaron sus sueños, se pellizca y se ve con claridad a sí misma intentando agarrar a la anciana Mafouera para que no la arrastrase la corriente, aún escucha sus gritos, se pellizca y se contempla escalando al magle con una agilidad impensable para su preñez, pateando a las serpientes que reptaban por el tronco queriendo compartir con ella salvación, se pellizca y no es consciente de tener el dorso de la mano ensangrentado. Sus ojos se cierran, sus brazos se relajan, su espalda se va encorvando, los buitres planean a menor altura, la cabeza se comba sobre el pecho y..., un estrépito atroz la despierta de golpe haciéndole casi perder el equilibrio. Ha muerto o está delirando. El buitre se ha convertido en un aparato enorme parecido al que vio una vez en Maputo. Delira. Desde el vientre del animal de metal dos hombres le hacen señas. Se sigue pellizcando pero la pesadilla no desaparece. Sólo cuando madre e hija se encuentran a salvo en el interior del helicóptero de rescate de la Fuerza Aérea Surafricana comprende Felismina que está despierta. ¡Una bendición! Acostumbrada al hambre, a la miseria, a la preterición, al abandono, considera que, por fin, por primera vez en su vida, posiblemente por única vez en su vida, ese bebé, su cuarta hija, no sólo no le será arrebatada por la muerte como había sucedido en los anteriores partos, sino que además nacía con un pan debajo del brazo.
Madeja de suaves pliegues, diminuto ovillo de piel arrugada, trocito de azabache con rasgados ojos de cuarto menguante.
Elia. Elia para su madre, la niña mono para el resto del mundo. Su fotografía dará la vuelta al mundo y habrá cientos de matrimonios británicos que se ofrezcan a adoptarla. Pero Felismina no se separará de ella. Los periodistas la agasajan con toda clase de tesoros: ropa, comida, dinero..., el universo a sus pies a cambio de una foto con la niña mono en su regazo, a poder ser sonriente. Durante dos meses vivirá un adelanto del paraíso narrando su experiencia, siendo mimada por la prensa internacional, por el Gobierno del país que la convertirá en el símbolo de la esperanza tras las inundaciones. “Hemos resurgido de nuestras cenizas -parecen decir los políticos enarbolando su fotografía-; no importa que hayan muerto más de mil personas y ocho millones hayan pasado de la peor de las pobrezas a la más absoluta de las miserias, la niña mono se ha salvado y el mundo entero la admira”.
Felismina creerá que su mala suerte, por fin, ha concluido cuando el Gobierno abra una cuenta bancaria a su nombre (desviando parte de los fondos de ayuda internacional) y le conceda un empleo de limpiadora en el dispensario municipal de Muhalaze. Creen los políticos que el mundo seguirá pendiente de la niña mono durante toda la vida y se esfuerzan por ofrecer, utilizándola, la imagen de un país desarrollado. Elia será flor de un día en la retina de millones de telespectadores: la niña que nació en un árbol, subida de los tipos de interés, sede de las Olimpiadas, atentado en Irak, matrimonio de Angelina Jolie...
Elia, niña mono, madeja de suaves pliegues... Su madre la amamanta, la cubre de besos, la viste de colorines y se la acomoda en la espalda liándola con la paruma. Elia, diminuto ovillo de piel arrugada, trocito de azabache con rasgados ojos de cuarto menguante... Felismina camina hacia el poblado, las aguas se han ido retirando y los caminos son transitables... La brisa te acuna con sus cosquillas. Duerme. La luna redonda, pan de maíz, torta de azúcar... Llueve muy fino y hace sol, Felismina murmura la nana con la felicidad saliéndose por los labios, apenas recuerda cómo duele el hambre.
Sonríe al contemplar la aparición del arco iris.
Fue lo último que vio.
Sintió un chasquido y luego una paz inmensa.
Nadie se hizo eco de la muerte de la niña mono y de su madre, destrozados sus cuerpos por las minas antipersona que infestan todavía el país dieciséis años después del término de la guerra.

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