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jueves, 18 de diciembre de 2014

LA POSEÍDA (Antonio Muñoz Molina)


Marino alzó los ojos del café y se volvió con disimulo hacia las mesas del fondo. Como ya había presentido, casi temido, la muchacha estaba allí, con sus labios sin pintar y su carpeta de colores vivos, haciendo sitio en la mesa para dejarla sobre ella, examinando el interior de un pequeño monedero de plástico, porque tal vez no estaba segura de poder pagarse un desayuno. Era tan joven que aún faltaban varios años para que en su rostro hubiera rasgos definitivos. La nariz, la boca, los pómulos, eran casi del todo infantiles, y también sus cortos dedos con las uñas mordidas, pero no el gesto con que se ponía el cigarrillo en los labios, ni la mirada, fija en la puerta del bar, casi vidriosa a veces. Dormía mal, desde luego, tenía ojeras y estaba muy pálida, sin duda madrugaba para llegar a tiempo al bar y mentía diciendo que las clases empezaban muy temprano, y era probable que ni siquiera fuese al instituto. Cómo imaginar ese rostro en una fila de bancas, junto a una ventana, atenta a las explicaciones de alguien.

Llegaba uno o dos minutos después de las nueve y se sentaba en la misma mesa. Él lo sabía y la esperaba, ya instalado en la barra, hojeando el periódico mientras tomaba el desayuno. La verdad es que ni siquiera tenía que pedirlo, y que eso le otorgaba una modesta certidumbre de estabilidad. Apenas cruzaba la puerta, el camarero ya se apresuraba a buscar el periódico del día para ofrecérselo y ponía en la cafetera un tazón de desayuno, saludándolo con una sonrisa de hospitalidad, casi de dulzura. Marino llevaba meses apareciendo a la misma hora en el bar y marchándose justo veinte minutos más tarde para volver a tiempo a la oficina, al reloj donde introducía una tarjeta plastificada con su foto, oyendo un seco chasquido como de absolución, las nueve y media en punto. Decían los otros que el reloj era él, que tenía en su alma una puntualidad de cristal líquido.

De nueve a nueve y media, las dimensiones del mundo se ceñían al camino entre la oficina y el bar. Habitar ese tiempo era tan confortable como ser ciudadano de uno de esos principados centroeuropeos que tienen el tamaño de una aldea en la que todos se conocen y donde no hay pobreza ni ejército, sino tranquilos bancos con cuentas numeradas. Un país de aduanas benévolas; bastaba introducir la tarjeta magnética en la ranura del reloj para cruzar su frontera, y luego bajar a la calle y cruzar una plaza donde había árboles y un jardín con una fuente mediocre. Marino sabía exactamente a quién iba a ver en cada esquina y quién estaría ya en el bar cuando él entrara, empleados furtivos, señoras de cierta edad que mojaban con reverencia sus croissants en altos vasos de leche con cacao. Se trataba de gente tan familiar como desconocida, porque Marino no se la encontraba nunca en otros lugares de la ciudad, como si todos, también él, agotaran su existencia en la media hora del desayuno.

A aquel país casi nunca iban extranjeros. Y si llegaba alguno era difícil que los habituales lo notaran, ensimismados en la costumbre de saberse pocos e ignorados, tal vez felices.

Por eso él tardó algunos días en advertir la presencia de la muchacha. Cuando la vio fue como sí concluyera un lento proceso de saturación, semejante a ese goteo de un líquido incoloro en un vaso de agua al que de pronto añade un tono rojizo o azul que ni siquiera se insinuó hasta el instante en que aparece. Se fijó en ella un día sin sorpresa ninguna y tardó menos de diez minutos en enamorarse. Veinte minutos después, en la oficina, ya la había olvidado. Le hizo falta verla a la mañana siguiente para reconocer en sí mismo la dosis justa y letal de desgracia, la sensación de no ser joven y de haber perdido algo, una felicidad o plenitud de las que nada sabía, una noticia fugaz sobre un país adonde no iría nunca.

Sentado ante la barra, de espaldas a la puerta, Marino la sentía pasar a su lado, caminando hacia el fondo, tan indudable como un golpe de viento o como el curso de un río. El verano se había adelantado y todo el mundo llevaba camisas de manga corta, menos ella. El hombre a quien esperaba también parecía indiferente al calor. Vestía un traje marrón, de chaqueta ceñida y pantalón ligeramente acampanado, llevaba siempre chaqueta y corbata de nudo grueso y unas gafas de sol, incluso en las mañanas nubladas. Ella lo esperaba ávidamente cada segundo que tardaba en llegar. Se notaba que esperándolo no había dormido y que cuando iba hacia el bar la impulsaba el desesperado deseo de encontrarse allí con él, pero el hombre nunca llegaba antes que ella. La impuntualidad, la indiferencia, eran los privilegios de su hombría.

En el curso de dos o tres desayunos, Marino calculó la historia completa. El hombre tendría treinta y cinco o cuarenta años y la trataba con una frialdad exagerada o dictada por el disimulo. Estaba casado; en el dedo anular de la mano izquierda Marino había visto su anillo. Tendría hijos no mucho más jóvenes que ella, acaso un pequeño negocio no demasiado próspero, una boutique en los suburbios o un taller de aparatos de radio, y se iría a abrirlo en cuanto la dejara a ella en la parada de algún autobús, aliviado, un poco clandestino, permitiéndose una discreta sensación de libertad y de halago; quién a su edad no desea un asunto con una muchacha como ésa, quién lo obtiene.

Él le traía regalos. Paquetes pequeños, sobres con anillos baratos, suponía Marino, cosas así. Objetos fáciles de disimular que el tipo sacaba del bolsillo y deslizaba sobre la mesa con la mano cerrada y que desaparecían en seguida en el bolso o en la carpeta de la muchacha, como si nada más verse cada mañana se entretuvieran en un juego infantil. Marino los espiaba de soslayo pensando con suficiencia y envidia en la estupidez del amor. Algunas veces no se quedaban en el bar ni diez minutos. Una mañana, el hombre ni siquiera entró. Marino vio que la chica levantaba bruscamente los ojos, agrandados y enrojecidos por el insomnio, hacia la puerta de cristal. El hombre estaba parado en la calle, con las manos en los bolsillos, las gafas oscuras, la corbata floja, como si también él hubiera pasado una mala noche, y cuando supo que ella lo había visto le hizo una señal. Como una sonámbula, la chica se puso en pie, recogió su carpeta y su paquete de cigarrillos rubios y salió tras él.

—Otra vez se me ha ido sin pagar -le dijo el camarero.

—La invito yo —Marino a veces tenía inútiles arrebatos de audacia.

—No sabía que la conociera —el camarero lo miraba con una sospecha de reprobación.

—Ella tampoco lo sabe.

—Allá usted.

Marino, que padecía una ilimitada capacidad de vergüenza, pagó los cafés y se arrepintió instantáneamente, pero ya era tarde, siempre lo era cuando decidía hacer o no hacer algo, y ese día terminó de desayunar diez minutos antes de lo acostumbrado, y fichó de regreso en el reloj de la oficina a las nueve y veinticinco, hecho que no dejaron de anotar con agrado sus superiores inmediatos, y que a fin de mes debía suponerle un incremento casi imperceptible en su nómina. De igual modo, si al volver se retrasaba un solo minuto, el ordenador le descontaba una mínima parte proporcional de su sueldo, y lo peor no era el perjuicio económico, difícil de advertir en una paga ya tan baja, sino el oprobio de saber que las impuntualidades más sutiles quedaban automáticamente registradas en su ficha personal. Por eso Marino prefería salir a desayunar con unos segundos de retraso, y volver con un margen de tranquilidad más amplio, un minuto o dos, y cuando daban las nueve treinta él ya estaba sentado en su mesa, ante su máquina de escribir, chupando un pequeño caramelo de menta, porque ya no fumaba, o sacándole punta a un lápiz hasta volverlo tan agudo como un bisturí. En la oficina había quien le llamaba en voz baja esquirol.

Marino pasó tres días sin atreverse a desayunar en el sitio de siempre. Se avergonzaba, casi enrojecía al recordar la cara con que lo había mirado el camarero cuando le pagó los cafés. Le había sonreído, pensaba, como adivinándole un vicio secreto; sin duda lo tomaba por uno de esos hombres maduros y sombríos que se apostan tras las tapias de los colegios de niñas. Esas cosas eran increíbles, pero ocurrían. Marino leía de vez en cuando sobre ellas en las crónicas de sucesos y en una revista de divulgación sanitaria a la que estaba suscrito

Y también era espantosamente posible que el camarero, sin malicia, le hubiera hablado de él a la muchacha, lo cual crearía una situación singularmente vidriosa para todos; seguro que ella sospechaba algo y se burlaba, y el hombre podía tomar a Marino por un competidor, uno de esos espías famélicos del amor de los otros. De qué le sirve a uno forjarse una vida respetable, obtener un puesto de trabajo para siempre y cumplir sus horarios y sus obligaciones con fidelidad impoluta, si un solo gesto, si un antojo irreflexivo lo puede arrojar a la intemperie del descrédito. Durante tres días, provisionalmente desterrado de su bar de costumbre, Marino sobrevivió entre nueve y nueve y media a un desorden semejante al que provocan las riadas. Tardó más tiempo del debido en encontrar otra cafetería. El aire olía turbiamente a tabaco y a orines, el suelo estaba sucio de serrín, el café era lamentable, los croissants añejos, el público desconocido, los camareros hostiles. Así que volvió a la oficina con dolor de estómago y con tres minutos de retraso, y a la mañana siguiente cambió de bar, pero fue inútil, y el tercer día ni siquiera desayunó, sumido ya en el abandono enfermizo de la melancolía, como quien renuncia a toda disciplina y se entrega a la bebida. Pasó la aciaga media hora de su libertad dando vueltas por las calles próximas a la oficina, examinando desde fuera bares desconocidos, como un mendigo que si se atreve a entrar será expulsado, mirando rostros de muchachas apresuradas que salían de los portales con carpetas de colores vivos asidas contra el pecho, sin verla nunca a ella, sin darse cuenta exacta de que la estaba buscando. A las diez y diecinueve minutos, después de subrayar con tinta roja el título de un expediente, decidió que se rendía a una doble evidencia: estaba enamorado y no había en la ciudad otro café como el que le daban en su bar de siempre.

Al día siguiente lo despertó la excitación del regreso, igual que cuando era más joven y no lo dejaba dormir la proximidad de un viaje. A las ocho menos tres minutos ya estaba en la oficina, antes que nadie, no como esos bohemios que aparecían jadeando y sin lavar a las ocho y cinco, mintiendo indisposiciones y disculpas. Marino los miraba con profunda piedad, con el alivio de no ser como ellos, y seguía afilando las puntas de sus lápices. Aquella mañana partió varias, si bien el prestigio menor que le había ganado su pericia en esa tarea se mantuvo inalterable, pues nadie se dio cuenta. Marino reprobaba el sacapuntas y usaba siempre, con delicado anacronismo, una cuchilla de afeitar.

A las ocho cincuenta y siete, contra su costumbre, ya se había puesto la chaqueta y cerrado con llave el cajón de su escritorio, donde guardaba los lápices y la cuchilla, así como varias gomas de borrar tinta y lápiz y un muestrario de grapas de diversos tamaños. A y cincuenta y nueve ya estaba al acecho frente al reloj digital de la oficina con su tarjeta perforada en la mano, esperando el instante justo en que aparecieran en la pantalla las nueve cero cero. Cuando vio por fin el deseado temblor rojizo de los números introdujo la tarjeta en la ranura con la misma gallarda exactitud con que hinca un torero las banderillas en la cerviz del animal. Pero Marino estaba enamorado y le era indiferente hasta su propia perfección.

La muchacha ya estaba en el bar, dulce patria recobrada que desplegó ante Marino sus mejores atributos, sus banderas más íntimas, su tal vez inmerecida clemencia. El camarero, en cuyo rostro no pudo descubrir Marino la más lejana seña de reprobación, se apresuró a servirle el café exactamente como a él le gustaba, muy corto, con la leche muy caliente, con una última gota de leche fría, y en cuanto a la tostada, nunca la había probado él más en su punto. Pero todo se volvió súbitamente inútil, porque el amor, como en la adolescencia, le había quitado el apetito.

La muchacha estaba sola en el bar y lo miraba. Sentada en su mesa de siempre, bebiendo con desgana su café, fumando, tan temprano, manchando circularmente con la taza las hojas de apuntes de su carpeta escolar. Más pálida y despeinada que nunca, con un sucio y ceñido pantalón de raso amarillo y un basto jersey del que sobresalían con descuido los faldones de una camisa que debía pertenecer a un hombre mucho más alto que ella, el hombre que esa mañana ya no aparecería, el infiel. El pelo liso y descuidado le tapaba los ojos. Se mordía un mechón con sus agrietados labios rosa, extraviada en la inmóvil desesperación, en la soledad y el insomnio.

Cada vez que aparecía la silueta de alguien tras las cristaleras del bar la muchacha se erguía como si recobrara por un instante la conciencia. En realidad no había mirado a Marino, no parecía que pudiera mirar nada ni a nadie, tan sólo despertaban por un instante sus pupilas para permitirle comprobar de nuevo que quien ella esperaba ya no iba a venir. A las nueve y veinte se marchó. Olía casi intangiblemente a sudor tibio cuando pasó junto a Marino, que sólo se atrevió a volverse hacia ella cuando ya no pudo verla.

—Tengo una hija —le dijo amargamente el camarero—. Me da miedo que crezca. Ve uno tantas cosas.

Marino asintió con fervor. Merecer las confidencias del camarero, un desconocido, lo emocionaba intensamente, mucho más que el amor, sentimiento que ignoraba en gran parte.

Por la noche, hacia las diez, cuando volvía de un cursillo nocturno, vio desde el autobús a un hombre que le resultaba conocido. Antes de que su memoria terminara de reconocerlo ya lo había identificado el rencor. Caminaba solo, con las manos en los bolsillos y la chaqueta abierta, y la punta de su corbata sobresalía casi obscenamente bajo el chaleco marrón. Desde hacía años nadie que tuviera un poco de decencia llevaba tan largas patillas. Marino, sobresaltado, buscó en la acera a la muchacha, y al principio obtuvo la decepción y el alivio de no verla. El hombre quedó atrás, pero luego el autobús se detuvo en un semáforo y los mismos rostros que Marino había visto un minuto antes se repitieron sucesivamente, como si el tiempo retrocediera al pasado inmediato, sensación que con frecuencia inquietaba a Marino cuando iba en autobús.

Ahora sí que la vio. Caminaba tras él, vestida exactamente igual que por la mañana, con los faldones arrugados de la camisa cubriéndole los muslos, con la carpeta entre los brazos, más fatigada y pálida, más obstinada en la desesperación, como si no hubiera dejado de seguir al hombre y de buscarlo inútilmente desde las ocho de la mañana, despeinada, sonámbula bajo las luces de la noche, invulnerable a toda tregua o rendición. El hombre ni siquiera se volvía para mirarla o esperarla, tan seguro de su lealtad como de la de un perro maltratado, ajeno a ella, a todo. Se abrió el semáforo y Marino ya no los vio más.

—Ahí la tiene usted -le dijo a la mañana siguiente el camarero, señalándola sin disimulo-. Lleva media hora esperando. Alguien debería avisarle a su padre.

—Si lo tiene —dijo Marino. Imaginarla huérfana exageraba un poco turbiamente su amor.

—Asco de vida —sin que Marino lo pidiera, el camarero le entregó el periódico, doblado todavía, intacto. Estaba abriéndolo cuando un gesto de la muchacha lo estremeció de cobardía. Se había levantado y pareció mirarlo y caminar hacia él, llevando algo en la mano, un monedero o un estuche de lápices. Pero cuando llegó a la barra y se acodó en ella ya no lo miraba. Bajo el pelo, en los pómulos y en la frente, le brillaban gotas de sudor como pequeñas y fugaces cuentas de vidrio. Por primera vez Marino escuchó su voz cuando le pedía con urgencia un vaso de agua al camarero, tamborileando nerviosamente sobre el mármol con sus cortos dedos de uñas mordidas y pintadas. Ni su voz ni sus pupilas parecían pertenecerle: tal vez serían suyas muchos años más tarde, cuando no hubiera nada en su vida que no fuera irreparable.

Algunas cosas lo eran ya, temió Marino, viéndola ir hacia el lavabo; la soledad y el miedo, el insomnio. Sin duda el hombre del traje marrón había decidido no volver, se había disculpado ante ella con previsible cobardía y mentira, digno padre de nuevo, esposo arrepentido y culpable. Engañada, pensó Marino contemplando el breve pasillo que conducía a los lavabos, envilecida, abandonada. Llorando con las piernas abiertas en el retrete de un bar, temiendo acaso que no hubieran bastado, para ocultarlo todo, el sigilo y las diminutas píldoras blancas numeradas por días, como las lunas sucesivas de los calendarios. Eran las nueve y dieciséis y la muchacha aún no había salido. Haciendo como que leía el periódico, para evitar en el camarero cualquier sospecha de ingratitud, Marino vaticinó: «Cuando salga se habrá pintado los ojos y ya no llorará y será como si hubieran pasado cinco años y lo recordará todo desde muy lejos».

A las nueve y veintiuno el camarero ya no reparaba en Marino, porque la barra se había llenado de gente, y la única mesa que quedaba vacía era la de la chica abandonada: una carpeta rosa con fotografías de cantantes y actores de televisión, una taza de café, un cenicero con una sola colilla en la que Marino creía distinguir huellas de lápiz de labios. Pero a Marino el amor también le borraba los detalles y era posible que la chica no se pintara los labios. Para distraer su impaciencia imaginaba secretas obligaciones femeninas, el ácido, el escondido olor de celulosa adherida a las ingles. Era como estar espiando algo que no debía tras una puerta entornada, como oler su pelo o su jersey sin que ella lo supiera.

Pero nunca salía y el tiempo se desgranaba en la conciencia de Marino con el vertiginoso parpadeo con que se transfiguraban los números de los segundos en el reloj donde debía fichar al cabo de seis minutos, porque ya eran las nueve y veinticuatro, y aún debía pagar su desayuno y doblar el periódico y cruzar la plaza hasta el portal de su oficina y subir a ella en el ascensor, todo lo cual, en el mejor de los casos, y si se iba ahora mismo, le ocuparía más de cinco minutos, plazo arriesgado, pero ya imposible, porque el camarero, agobiado por el público, no le hacía ningún caso, y él no tenía suelto ni se atrevía a marcharse sin pagar el desayuno, y quién sabe si cuando a las y veintisiete llegara al portal no estaría bloqueado el ascensor, desgracia que le ocurría con alguna frecuencia.

El pasillo oscuro de los lavabos era como un reloj sin agujas. Marino calculó que la chica llevaba encerrada más de veinte minutos. En su trato con las fracciones menores del tiempo la gente suele actuar con una ciega inconsciencia. Armándose de audacia, Marino decidió que tenía ganas de orinar. A las nueve y veintiséis podría estar en la calle. Como última precaución observó al camarero: hablaba a voces con alguien mientras limpiaba la barra con un paño húmedo, y, de cualquier modo, nadie podría desconfiar del comportamiento de Marino; cualquiera puede bajar de su taburete y caminar hacia el lavabo.

Hacía al menos diez años que no le latía tan fieramente el corazón, que no notaba en el estómago ese vacío de náusea. En la puerta del lavabo de mujeres había una silueta japonesa con paraguas. Estaba entornada y se oía tras ella el agua del depósito. Eran las nueve y veintisiete y Marino ya no tuvo coraje para seguir simulando. Como quien se arroja a la indignidad y al vicio la empujó. Notó con desesperación una resistencia obstinada e inerte. Junto al bidé, en el suelo, sin entrar todavía, vio una mano extendida hacia arriba, desarbolada como un pájaro muerto.

«Se ha desmayado», pensó Marino, como si oyera esas palabras en una pesadilla, y siguió empujando hasta que su cuerpo fue atrapado entre la puerta y el dintel, y, ya ahogado por la desdicha, sintió que iban a sorprenderlo y que perdería el trabajo y que nunca más introduciría su tarjeta de plástico a la hora exacta en la ranura del reloj. Sólo a la mañana siguiente, al leer el periódico no en el bar, adonde nunca volvería-pudo entender lo que estaba viendo. La cara de la muchacha era tan blanca y fría como la loza del bidé, y también su brazo desnudo, que tenía una mancha morada un poco más oscura que la de los labios contraídos sobre las encías. En sus ojos abiertos brillaba la luz de la sucia bombilla como en un vidrio escarchado. Yacía doblada contra el suelo en una postura imposible, y parecía que en el último instante hubiera querido contener una hemorragia, porque tenía un largo pañuelo con dibujos atado al antebrazo. Antes de salir, Marino pisó algo, una cosa de plástico que crujió bajo su pie derecho reventando como una sanguijuela.

Temblando cruzó el bar. Nadie se fijó en él, nadie vio las rojas pisadas que iba dejando tras de sí. A las nueve y treinta y dos introdujo su tarjeta magnética en el reloj de la oficina. Mucho más tarde, como en sueños, subió hasta él el sonido de una sirena de la policía o del hospital, hendiendo amortiguadamente el aire cálido, el rumor de los acondicionadores y de las máquinas de escribir.

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