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miércoles, 22 de octubre de 2014

UN PIE BALANCEÁNDOSE, DESNUDO, FUERA DE LA SÁBANA (António Lobo Antunes)


Cuando yo era practicante en el Hospital de Santa Maria, me destinaron a un servicio pediátrico donde había niños con enfermedades terminales. Me encariñé con uno de ellos, un chiquillo llamado Zé Francisco: tenía cuatro o cinco años, era muy bonito, muy dulce y, por extraño que parezca, muy alegre en su sufrimiento. Se volvía cada vez más delgado, perdía el pelo, se consumía. Cuando un adulto muere en una enfermería vienen dos enfermeros y se lo llevan en una camilla, cubierto con una sábana. Pero Zé Francisco no era una persona, era un niño y los niños no tienen derecho a camilla: ¿para qué gastar una camilla entera con una criatura insignificante? Por consiguiente, cuando Zé Francisco murió no llegó la camilla ni llegaron los dos enfermeros, llegó solamente uno con la sábana de los difuntos. Envolvió a Zé Francisco en la sábana y lo trasladó en brazos por el pasillo. Uno de los pies del pequeño se balanceaba, desnudo, fuera de la tela. Un pie minúsculo: sigo viéndolo, desapareciendo al fondo, por la puerta. A veces se me ocurre pensar que escribo para ese pie. Hay cosas que se nos adhieren, no nos sueltan, insisten, sin que comprendamos el motivo: trozos de canciones, por ejemplo, frases escuchadas en la radio, mi padre jugando al tenis en Urgeiriça, con pantalones largos blancos y jersey blanco, yo andando en bicicleta, como un burro de noria, alrededor del castaño, y la voz, no sé de quién, que me ordenaba

-Haz un ocho, muchacho, haz un ocho

yo que sólo puedo hacer ceros, por miedo a caerme. El castaño se secó y lo cortaron. ¿Por dónde iba? Iba por el pie de Zé Francisco, decía que el pie de Zé Francisco sigue estando conmigo. Nada importante: un piececito de niño que murió de cáncer, mientras yo continúo dando vueltas alrededor del castaño. La Serra da Estrela azul, salpicada de lucecitas. El olor que, desde Carregal do Sal, nos acompaña. Nunca quise ser médico, quería ser empleado en una biblioteca, en una librería, atiborrarme gratuitamente con todas aquellas páginas porque, con el dinero que tenía, muy poco era lo que podía comprar. Me iba los sábados a las librerías de viejo, contando las monedas que llevaba en el bolsillo: nunca alcanzaban. Si por casualidad le dijese al librero

-Ya sé hacer ochos

¿se conmovería? Lo más seguro sería que me respondiese

-Sólo faltaba que un grandullón como tú no supiese hacerlos

o se demorase mirándome, como si yo fuese el representante de una juventud sin futuro:

-¿Eso es lo que te han enseñado en el colegio, tontainas? ¿A hacer ochos?

cuando en el colegio aprendí (cosa importantísima) a detestar al colegio, y aún lo agradezco. Qué enfermizo el instituto, los profesores, la imbécil tiranía del rector, obligar a los niños a volverse malévolos, cínicos, a fin de sobrevivir a aquello: sólo los hijos de puta respiran, sean hijos de puta. El profesor de Moral nos palpaba bajo los pantalones cortos, nos obligaba a besarle la mano, nos daba, en respuesta, besitos en las orejas, nos apretaba la cabeza contra su barriga. Uno de los profesores de Dibujo nos hacía ir al mingitorio, ordenaba

-Sácala

y, si aparecía un compañero, nos abofeteaba con fuerza

-Sinvergüenza.

La ferocidad de los bedeles, que vendían lencería de contrabando a las profesoras: Dios mío, cómo he soñado con los sostenes negros con encajes rojos que ellas se probaban

-Creo que es demasiado pequeño, señor Gervásio

por encima de la ropa. El escote de la que daba Geografía y nos dejaba pasmados, tartamudeando los ríos, inclinándonos hacia aquellos mundos que se hinchaban, subían, casi llegaban a rozarnos. Su falda ajustada me impidió, para siempre, comprender los husos horarios: veo los relojes en los aeropuertos y no entiendo nada: las manecillas abandonaban la esfera y se cruzaban despacio bajo el escritorio, mientras toda la clase recogía reglas del suelo para poder mirar. El señor Gervásio, el de la lencería de contrabando, pilló la oportunidad e inició con nosotros un comercio próspero de fotografías de mujeres desnudas, tumbadas en sofás, enigmáticas y generosas, que escondíamos de nuestros padres bajo los forros de los libros. El sofá de la mía era de piel de tigre, y el profesor de Moral, el de los besitos, descubrió esa bendita visión, la rasgó con gestos teatrales

-Pecado, pecado

y me aplicó una sanción como castigo asegurando

-Vas a ir al infierno, guarro

lo que no me asustó demasiado porque yo no era tan estúpido como para morirme. Quienes se morían eran los viejos y las gallinas que la cocinera desplumaba y, no siendo viejo ni gallina, siempre habría en alguna parte una mujer desnuda, tumbada en su sofá, esperándome: aún debe de seguir tumbada la pobre, porque no hay manera de dar con ella. ¿Cómo se llamará? ¿Clementina, Berta, Milú? ¿Cómo la reconoceré si me cruzo con ella en la calle, sin maquillaje, con blusa y pantalones? Si tuviese la bicicleta haría un ocho perfecto, Clementina (o Berta, o Milú)

-Te adoro

y le compraría la lencería negra con encajes rojos de las profesoras. Conseguiría un sofá de piel de tigre. Sería feliz. Recogería la regla del suelo para ver mejor, trastornado por la armonía de los tobillos: gracias, señor Gervásio. Gracias a su ayuda casi olvidé al niño del servicio pediátrico de Santa Maria, un chiquillo de cuatro o cinco años, muy bonito, muy dulce, muy alegre en su sufrimiento. Casi olvidé el pie que se balanceaba desnudo, por el pasillo, fuera de la sábana. Casi olvidé las cosas que se nos adhieren, insisten, perduran, sin que comprendamos el motivo: trozos de canciones, frases escuchadas en la radio, mi padre jugando al tenis en Urgeiriça, con pantalones largos blancos y jersey blanco, yo andando en bicicleta, como un burro de noria, alrededor del castaño, únicamente capaz de hacer ceros por miedo a caerme. En la ventana de la enfermería ni una nube. Los árboles allá abajo, pero demasiado lejos como para tocarlos: que conste que lo intenté. El castaño se secó y lo cortaron. Quedó un hoyo en su lugar. El mismo en el que a veces, en momentos muy secretos, me apetece meterme. Y oír, bajo tierra, la bomba para sacar agua del pozo, que un día de éstos, no sé cuándo, ya no me sacará más.

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