INSTRUCCIÓN 11 (Leila Guerriero)
Temprano, recién levantada, mírese en el espejo del baño y sepa que ya no es una mujer de cuarenta con una casa bonita, unos hijos, un marido, la profesión que le gusta. Piense: “Me estoy convirtiendo en mi madre”. Sienta las ondas expansivas de la insatisfacción, las esquirlas de la queja y la protesta, un alien que viene a buscarla desde otro tiempo con el peso lento del desánimo y la ansiedad. Vea, como si lo tuviera frente a usted, el puño cerrado de su madre dando toquecitos irritantes sobre el hule de la mesa después de reclamar —siempre después de reclamar— algo a su padre. Vea el gesto amargo y tísico de su boca, las comisuras frunciéndose con reprobación ante casi todo. Escuche, como si la tuviera frente a usted, las exclamaciones de resignación y los rezongos. Dígase que ahora esos rezongos son también los suyos. Siéntase colonizada por una vida ajena construida con ladrillos tumefactos, una vida que siempre despreció. Mírese las manos. Note que las venas están más visibles que antes, como le pasó a ella con el correr de los años. Piense: “Qué fue de mí”. Sienta que es un fruto en proceso de descomposición, que no queda de lo que usted era más que alguna pincelada escasa: un entusiasmo vago por ciertas cosas, muy desdibujado y cada tanto. Escuche que su marido, en el cuarto, despierta. Pregúntese qué ama él de usted, qué ve cuando la mira. Siéntase la pieza gastada en una maquinaria que todavía funciona. Sienta vergüenza por llevar, dentro de sí, todo lo que odia, un fantasma gris sin soplo de alegría. Piense en ese poema de Anne Carson: “Un barco frío / zarpa de algún lugar dentro de la esposa / y pone rumbo al horizonte plano y gris, / ni pájaro ni soplo a la vista”. Piense “no voy a suspirar”. Suspire, como lo hacía su madre. Lávese los dientes.
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