Nunca supimos si nos podía oír a nosotros o a los pájaros que a veces se acercaban queriendo picotear su pelo abundante y fuerte que salía de la rama y del que colgaba todo aquel cuerpo esplendoroso.
Fuimos a contemplarla juntos bastante tiempo. La llamábamos Pasión, y nos gustaba ver cómo nos contemplaba desde allí arriba con una sonrisa en su boca y un brillo especial en su mirada.
Luego, poco a poco se fue arrugando, secando, haciéndose cada vez más pequeña… como si ella misma se fuera consumiendo en una llama que se apagaba y luego se extinguiría… y así fue. Desapareció por completo y nosotros mirábamos la rama desnuda con nostalgia. Hasta que un día, y en silencio, nos dimos cuenta de que Pasión ya no estaba, que estuvo sí, que existió, que fue real… pero que ya no.
Dejamos grabado el corazón en nuestro árbol -como una cicatriz- y nunca volvimos. Tampoco hablamos nunca de ello; simplemente seguimos con nuestros horarios, con nuestras prisas, turnándonos para hacer la compra… pero cuando me toca ir a la frutería y tienen maracuyá, siempre compro.
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