Pero ahora es mucho tiempo seguido sin que el anciano viaje. Demasiados días en que el perro, con ojos anhelantes, esperó inútilmente y se marchó decepcionado.
El conductor del autobús observa que últimamente el perro ha enflaquecido, y entonces ata cabos: Lo que el viejecito traía en la bolsa era comida para el perro. Tal vez el anciano esté enfermo (o haya muerto) y ahora no puede traérsela.
Entonces el conductor decide suplir al viejo. Todos los días lleva al perro los huesos sobrantes del cocido o algún despojo que compra en el mercado.
El perro sigue alegrándose cuando ve llegar el autobús. Ya no sólo espera al viejecito, ahora también busca al conductor.
Un día, de pronto, el anciano reaparece. Envuelto en una bufanda, con aspecto de haber pasado alguna enfermedad y con una bolsa en la mano, vuelve a ocupar su asiento en el autobús. El conductor lo nota tenso, con un sinvivir que le impide dejarse caer en el respaldo. Así que le dice:
-No se preocupe por su perro. Está bien. Sigue viniendo todos los días a esperarle.
Entonces el anciano sonríe y se acomoda.
El conductor no dice nada de que, durante semanas, ha sido él quien ha alimentado al perro. Y al llegar al destino no sale del autobús: contempla desde su cabina el alborozo del reencuentro humano y perruno.
-¡Canelo! ¡Canelo!
Y el rabo de Canelo gira como un aspa.
En el regreso el conductor no pone la radio. Prefiere pensar en las palabras del judío que recorría los desiertos:
“No hagas el bien pensando en que te alaben. Que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu mano derecha”.
Y concluye: -Puede que el que dijo eso no fuera Dios, pero en todo caso era un tío cojonudo.
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