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jueves, 15 de enero de 2015
EL VALOR DE UN INSTANTE (Luis Landero)
Estamos en primavera, es temprano y aún no ha acabado de amanecer del todo. Yo tengo que escribir un artículo pero de momento no tengo tema, ni ganas de buscarlo, así que aguardo a que él mismo me venga al encuentro, y entre tanto miro a la calle y dejo la mente a la deriva. De pronto recuerdo algo que vi el verano pasado (¿o fue quizás el anterior?). Es una escena absurda. Dos hombres juegan al tenis en la cancha de una piscina. El del fondo es un hombre maduro, torpe y voluntarioso. El otro es un joven rubio y delgado y se mueve con una agilidad furiosa de avispa. Los dos juegan muy mal, como si estuvieran representando una parodia. El hombre maduro, de cada tres golpes manda dos bolas fuera de la pista, pero no más allá de la línea sino por encima de la jaula de alambre. El joven falla casi todos los golpes: quiero decir que a menudo ni siquiera acierta a darle a la pelota. Los dos, eso sí, juegan con aplicación y seriedad. Una mujer, quizá la esposa del hombre maduro, los graba en vídeo desde la puerta abierta de la jaula. Los está inmortalizando, pensé entonces yo, y hace bien, porque no sólo merece perpetuarse lo que roza la perfección o aspira a ella, sino también cualquier momento y cualquier obra, por irrelevante que parezca. Ninguno de los tres aspiraban a nada fuera de colmar el presente de esa irrepetible mañana de julio.
Hay una épica de lo cotidiano y esa mujer era sencillamente su juglar. Importa vivir, y no está mal que quede el testimonio de la huella en la arena, un signo dirigido no a la memoria colectiva sino, como mucho, a la amorosa curiosidad de la generación venidera, a los sobrevivientes que acaso te recuerden, te quieran, y donde quede constancia —sin más alarde que la obviedad— de que ese día de julio fue irrepetible como todos los días, y de que alguien tuvo el privilegio de vivirlo, de aspirar sus fragancias, de apurar sus sabores, de llenarse con el simple prodigio de su luz. No otro es el mensaje del vídeo, del documento digital.
He aquí una buena lección para esta primavera. La advertencia de que todo instante vivido es perdurable si se pone fe en él. De que el mundo está lleno de belleza si se sabe mirar sin prisas, al ritmo lúcido y pausado que exige la más alta tarea que ha producido nunca la cultura: la contemplación. De que la felicidad, como nos han dicho los sabios, no excluye la melancolía ni la pizca inevitable de dolor: al contrario, es uno de sus ingredientes, como la sal y el vinagre en los mejores guisos. Para ser razonablemente feliz, lo primero es aceptar las reglas de la vida.
De eso me acuerdo esta mañana de primavera en que, buscando materia para un artículo, ahora me ronda la tentación de preguntarme qué significa este absurdo y apasionante oficio de vivir. De pronto sale el sol y enciende las hojas recién verdes de una maceta, con tanta furia que las transparenta y desentraña. Por un momento las hojas aparecen en todo su esplendor, pero también en toda su delicada condición efímera: la arrebatadora belleza a punto de esfumarse, como un sueño, no más. He visto esa explosión de luz y esa vehemente nitidez repentina en Tiziano, en Velázquez, en instantes que murieron hace siglos pero que esos artífices inmortalizaron en sus lienzos, los congelaron con sus colores y sus líneas para que hoy podamos revivirlos. ¡La luz vibrando en las macetas! Es la naturaleza que se canta a sí misma, que se afirma en su infinita voluntad de permanencia, en apurar la vida en un instante inspiradísimo y exasperado de gracia, de absurda y gloriosa gracia de vivir.
Uno se reconcilia entonces con el mundo, consigo mismo. Aun cuando nada tenga sentido, aun cuando las preguntas esenciales queden sin respuesta, basta con este sol, con este verde que parece reinventarse a sí mismo, para sentir que no es preciso más: sólo un poco de transparencia, y el mero gusto de vivir. Y no necesitamos aportar testigos de que, en efecto, vivimos los días irrepetibles que el destino nos concedió. Ni siquiera nos hace falta el vídeo: que el olvido responda por nosotros.
Y ahora sí, ahora vuelvo al papel y escribo sin esfuerzo la primera frase. No importa sobre qué. Si se acierta a mirar con sentimiento y con paciencia, todo resulta interesante. El arte del artículo es acaso el arte de subrayar lo trivial y lo efímero. Por eso este libro se titula así: «¿Cómo le corto el pelo, caballero?». No es desde luego una pregunta trascendente, pero sí posee una cierta solemnidad, y crea sin duda una razonable expectativa, capaz de conciliar el valor del presente con la humilde vocación de futuro a la que aspira todo instante. El articulista es algo así como el peluquero de la actualidad. Nos deja retocados en sólo unos minutos. Sin ser perdurable su labor, no por ello es efímera, y quizá en esa frontera, en esa delgada línea donde la angustia y la esperanza se neutralizan entre sí para crear un territorio intermedio de buena melancolía, esté un poco la gracia de vivir. Pero estas líneas prefiguran apenas un momento cuya sombra no llegará a mañana. Sí, de esto se trata: de pactar con el tiempo. Ceder el derecho a la eternidad a cambio de vivir el presente como si nos cobrásemos en él la promesa nunca saldada del futuro. Sólo eso. Unas líneas, unos tijeretazos, una huella fugaz en la arena.Un peu d´espoir, / un peu de rêve / et puis bonsoir (un poco de esperanza, un poco de sueño y después buenas tardes).
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