Silencio y moho. Hago memoria y veo décadas de convivencia entre los dos, abriendo un surco vital compartido. Hasta que apareció, después de la tormenta, una gotera. Se instaló, sombría, en el techo azul del dormitorio, como si fuese un invierno fuera de sitio, que pusiera frío en cada gesto.
Así nos convertimos en cuerpos ajenos, sin otro afán que escuchar un goteo que nunca concluye.
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