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jueves, 8 de enero de 2015

¿CÓMO LE CORTO EL PELO, CABALLERO? (Luis Landero)


Ginés, Gálvez y Sierra: así se llaman y anuncian los tres peluqueros más divulgados de mi barrio. Con ellos he compartido los grandes aconteceres públicos de los últimos lustros y es indudable que los tres han influido decisivamente en mi educación ideológica y hasta sentimental, como por otra parte no podía ser menos en un gremio cuya vasta labor civilizadora se pierde en el confín de las edades. En las peluquerías, con más pujanza acaso que en cualquier otro sitio, se forjan y difunden poderosas corrientes de opinión, se revisan continuamente los códigos éticos de la sociedad y se articulan las vidas privadas hasta crear esa vaga afinidad colectiva del espíritu que define la mentalidad de una época. Ya al entrar en el ámbito coloquial y fragante de una peluquería, y al despojarse del gabán, y no digamos cuando llega el instante supremo de salir a escena y ocupar el sillón, y al ser investido institucionalmente con el babero y al ofrecer después el cogote indefenso, uno siente que el particular que uno es ha devenido de pronto ciudadano. Rigen allí normas de conducta tan misteriosas como inapelables: la opinión del que está en el sitial (si es que no tribuna) vale siempre más que la de los que aguardan turno junto a un velador atestado de prensa, aunque menos sin duda que la del peluquero, cuya veteranía doctrinal y su mismo rango de anfitrión le otorgan una supremacía casi hegemónica. Suyo es el privilegio de subir o bajar el volumen de una radio que, como referencia menor de actualidad, emite un programa de política de vaudeville, y suya la gracia de cambiar el tercio y pasar a otro tema. Ante ese panorama, uno piensa a veces que si se humanizase la preceptiva burocrática y hubiera que hacer constar en los currículos no sólo las escuelas, institutos y universidades donde se han realizado estudios y cursillos, sino también las peluquerías a las que se ha venido asistiendo con constancia y provecho, yo por mi parte habría de empezar alardeando de ese establecimiento cívico que humildemente se titula así: Ginés. Peluquería de caballeros.Con Ginés me ha tocado vivir sucesos tan excitantes como el 23-F o la primera victoria socialista. O, mejor dicho, con los Gineses, porque son dos hermanos gemelos y uno nunca sabe qué Ginés le ha caído en suerte hasta el final de la faena, ya que uno corta al estilo clásico, muy escrupuloso con la raya y con mucho volumen escultórico, y el otro, juvenil y al desgaire, y como entre los hábitos de la casa no figura el de escoger al artífice, es el azar quien decide si uno saldrá de allí con aire muchachero o de galán de medio siglo. Pero, fuera de eso, son iguales en todo, no sólo en el aspecto, sino también en la opinión y en el carácter. Los dos son optimistas, charlatanes y frívolos. A veces disertan a dos voces, como los detectives Hernández y Fernández, y si uno dice, por ejemplo: "Hace muy buen día", el otro remacha: "Yo diría aún más: un día espléndido", y hacen cantar celestialmente sus tijeras. En todo encuentran motivos de regocijo y esperanza. Cuando el 23-F, sentenciaron: "No hay mal que por bien no venga". Si alguien comenta que no le gustan los programas de televisión, Ginés dice: "Pues no la vea", y el otro Ginés añade: "Eso, eso: apáguela"; si alguien se conduele de la miseria de los países pobres, ellos dicen: "No se lamente: ofrezca un donativo"; o aconsejan a coro, si a otro le da por confesar que ningún partido político le convence: "Nada más fácil: ¡vote en blanco!"; o zanjan, si el de más allá se queja del juego de su equipo de fútbol: "Nada, nada, hágase socio de otro club y se acabó el problerna". Una vez que un cliente comentó abrumado al leer el periódico: "Atracos, guerras, amenazas, asesinatos, violaciones... ¡Siempre las mismas malas noticias!", ellos discreparon risueños: "No crea, no crea, busque bien y verá que la bolsa ha subido y la cosecha de naranjas ha sido superior", y se pusieron a silbar a dúo un aire de zarzuela. Porque los hermanos Ginés son así: razonables, moderados, objetivos, prácticos, emprendedores y risueños.

No sé muy bien si fue por cansancio ante aquel optimismo irrebatible, o por desavenencias estéticas con el Ginés clásico, pero el caso es que al cabo de unos años dejé de frecuentarlos. Una mañana me sentí intrépido y, con un sentimiento de culpa muy parecido al de una infidelidad conyugal, entré en un local que ya otra veces me había llamado la atención por el añejo colorín de barbería que colgaba a un lado del dintel. Era un lugar mínimo y sombrío, con espejos roñosos y cegatos, y por él transitaba lúgubremente Gálvez, un hombre otoñal con cara de legumbre en remojo que, nada más investirme con el babero, me dijo: "Cómo se notan los años, ¿eh?", y ante mi desconcierto me fue señalando con el peine en mi propia cara las manchas de la piel, las arrugas, las carnes sedentarias, los pelos en la nariz y en las orejas, y acto seguido me arrancó uno de la cabeza y me lo puso ante los ojos: "Vea usted mismo: despuntado, lacio, descalibrado, frágil y caedizo. Una ruina". Tres o cuatro clientes, o meros ociosos, que hacían vez y asamblea apiñados en una esquina, gruñeron y se conjuntaron en un profundo cabeceo de aflicción. Así era Gálvez, y así el espíritu de fatalidad y de infortunio que saturaba aquel ambiente. No había noticia o experiencia personal que no confirmara inapelablemente la decadencia y perversión de los tiempos. "¿Ha leído los periódicos de hoy?", me preguntaba desalentado, y no sé si secretamente eufórico, nada más ocupar el sitial, y a partir de ahí todo era una sucesión de catástrofes y presagios funestos. Alguien tenía un familiar que había contraído una enfermedad incurable, y de inmediato intervenía el coro del rincón aportando otros casos terribles. " "¿Y de los políticos, qué me dicen ustedes de esos sinvergüenzas?", mudaba el tercio Gálvez, suspendiendo la tijera en el aire hasta comprobar con satisfacción que el silencio se cargaba de elocuencia ominosa. "Y usted, ¿en qué trabaja?", me preguntó un día. "Pues verá: soy profesor de bachillerato", me disculpé. "Mal asunto", dictaminó él. "Los jóvenes de hoy son todos unos golfos, y los profesores, salvo quizá usted y algún otro, unos vagos". Cuando cayó el muro de Berlín, Gálvez, que ya muchas veces había echado pestes del comunismo, comentó: "Se jodió el invento. A partir de ahora, se acabaron las alternativas". Porque por todas partes, en efecto, reinaban la corrupción y la codicia, y no había modo de escapar a la encerrona de la historia. La bondad era sólo artería; la libertad, filfa y apariencia; la autoridad, oprobio y dictadura; la gallardía, arrogancia; a los diligentes los acusaba de agresivos, a los parsimoniosos de holgazanes, a los placenteros de libertinos y a los escépticos de apáticos. "Vamos hacia el abismo", aseveraba Gálvez, y los del coro nos abismábamos en un cabeceo unánime de perdición y de evidencia.

Cursé unos cuatro años bajo el lúcido magisterio de Gálvez, al que tanto debo, y si lo abandoné fue porque al cabo creí poder dominar por mí mismo el arte de la pesadumbre, y también porque solía dejarme un corte taciturno a juego con su visión desolada de la realidad. Así que me cambié a Sierra's Esthéticien. Recuerdo que al entrar allí por primera vez, me preguntó: "¿Qué tipo de corte prefiere: estilista o top estilista?". Ofuscado, me decidí por estilista. Sierra es un hombre joven, moderno, dinámico y de pocas palabras. Ante su silencio incomprensible, y ya que estábamos en plena campaña electoral, hice un comentario alusivo al objeto de incitar al maestro. "Mire usted, yo soy un profesional, y votaré al partido que considere más profesional, porque en España, ¿sabe usted lo que se necesita?". "Profesionales", aventuré tímidamente. "Profesionales, usted mismo lo ha dicho". Tal es, como enseguida supe, la perspectiva con que Sierra enjuicia el mundo. Cuando una revista publicó las fotos procaces, obtenidas furtivamente, de una mujer famosa, él resolvió de inmediato el conflicto moral: "Esos periodistas han actuado profesionalmente". En la guerra del Golfo tomó partido por Estados Unidos porque su Ejército le parecía más profesional que el iraquí. "Usted, Sierra", le dije, "tiene las ideas claras, ¿eh?". Él me miró con ojos desapasionados, hizo una pausa y repuso lacónico: "Es que usted está hablando también con un profesional". Y es muy cierto: corta muy bien el pelo, y es discreto, afable, servicial y metódico: un gran profesional, sin duda alguna.

Sin embargo, también acabé por abandonarlo, y desde entonces, por vergüenza y por no tener que dar explicaciones de mi deslealtad, rehúyo las calles donde ejercen Ginés, Gálvez y Sierra, de modo que esto me obliga a veces a dar grandes rodeos para salir o entrar en casa. He pensado incluso en mudarme de barrio, pero de momento lo que sí he determinado es cortarme el pelo yo mismo, con todo lo que esta decisión supone de melancolía, de orfandad y de riesgo.

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