De pie, en el centro de la cocina, el dvornik Filipp moralizaba. Sus oyentes eran los lacayos, el cochero, dos doncellas, el cocinero, la cocinera y dos pinches, sus hijos. Todas las mañanas moralizaba sobre algo, siendo en aquella el tema de su discurso la instrucción.
—¡Todos vosotros —decía, sosteniendo con las manos un gorro con insignia de metal— vivís cochinamente!… ¡Os pasáis el tiempo ahí sentados y no se os ve más que ignorancia!… ¡No se os ve civilización!… ¡Mischka, jugando al ajedrez! ¡Matriona, cascando nueces!… ¡Nikifor, siempre a vueltas con sus chuflas!… ¿Es eso acaso inteligencia?… ¡Eso no es inteligencia?… ¡Eso es pura tontería!… ¡Vosotros no tenéis ni una chispa de inteligencia… ¿Y por qué?
—¡Desde luego, Filipp Nikandrich —observó el cocinero—, ya se sabe!… ¿Qué inteligencia va a tener uno?… ¡La del mujik!… ¿Qué va uno a comprender?
—¿Y por qué os falta inteligencia?… ¡Porque no arrancáis de un verdadero punto!… ¡No leéis libros, y para lo tocante a lo escrito, no tenéis ningún sentido!… ¡Si a menos cogierais un librejo, os sentarais y leyerais!… ¡Seguro que sois alfabetos y que comprenderéis lo que está impreso!… ¡Tú, por ejemplo, Mischka, si cogierais un libro y leyeras…, sería un gran provecho para ti y de mucho gusto para los demás!… ¡En lo libros, sobre todo, hay una extensión muy grande!… Allí verás que te hablan de la Naturaleza, de lo divino, de los países terrestres!… ¡De que si esto se hace de lo otro… de las diversas gentes que hay… de los idiomas que hay!… También del paganismo… ¡Sobre todas las cosas encontrarás tema en los libros… sólo hay que tener ganas de buscarlas!… Pero vosotros… ahí os estáis sentados junto a la estufa sin hacer más que zampar y beber!… ¡Exactamente como las bestias!… ¡Pfú!…
—Ya es hora de que se vaya a la guardia, Nikandrich —observó la cocinera.
—¡Lo sé!… ¡No eres tú la que tiene que hacerme observaciones!… ¡Esto, por ejemplo!… ¡Digamos, yo!… ¿En qué puedo yo ocuparme a mi edad?… ¿Con qué puede uno satisfacer el alma?… ¡Para eso no hay cosa mejor que un libro o un periódico! Ahora me voy a la guardia… Me estaré tres horas junto a la puerta cochera…, pero ustedes pensarán que me voy a pasar el tiempo bostezando o charlando con las babas. ¡Nada de eso! ¡Yo no soy así!… Cogeré un librito y me pondré a leer muy a gusto. ¡Eso es!
Y Filipp, sacándose del gorro un libro deteriorado, lo deslizó entre sus ropas.
—¡Así es mi ocupación! Desde que era un crío me acostumbré a que “la sabiduría es luz y la ignorancia tinieblas…” ¿Con seguridad habéis oído eso?… ¡Así es!
Después Filipp se caló el gorro, y mascullando abandonó la cocina. Una vez fuera, con nublado semblante, tomó asiento junto al portalón.
—¡No son personas!… ¡Son unos químicos cochinos! —masculló con el pensamiento siempre en la gente de la cocina. Luego, apaciguándose, sacó un libro, lanzó un suspiro con mucha dignidad y se puso a leer.
“¡Tan bien escrito está que no cabe cosa mejor!”, pensó, moviendo la cabeza al terminar la lectura de la primera página—. ¡Cuánta sapiencia ha concedido el Señor!
El libro, de edición moscovita, era un buen libro: El cultivo de las hortalizas. ¿Tenemos o no necesidad de la calabaza?… Después de leídas las dos primeras hojas, el dvornik movió la cabeza con un gesto lleno de significación, y tosió:
—¡Todo está muy bien dicho!
Terminada la lectura de la tercera página, Filipp quedó pensativo; sentía deseos de meditar sobre la educación y, sin saber por qué, sobre los franceses. Reclinó la cabeza en el pecho y apoyó los codos en las rodillas. Sus ojos se entornaron.
Y Filipp tuvo un sueño. Vio cómo todo había cambiado: la tierra era la misma, las casas las mismas, el portalón el mismo, y, sin embargo, la gente completamente distinta. ¡Todos eran muy sabios! No había ningún tonto, y por las calles andaban franceses y más franceses. Hasta el propio aguador reflexionaba de este modo: “He de confesar que no me siento nada satisfecho del clima. Voy a consultar el termómetro”. Mientras esto decía, sostenía un grueso libro entre las manos.
“Lo que tiene que hacer es leer el calendario —le contestaba Filipp”.
La cocinera, aunque necia, también se mezclaba en las conversaciones inteligentes y se permitía observaciones. Filipp se dirigió a la Comisaría a hacer la inscripción de inquilinos, y por extraño que parezca, incluso en este severo lugar sólo se hablaba de temas inteligentes. Por todas partes, por encima de las mesas, se veían libros… He aquí, sin embargo, que alguien se acercaba al lacayo Mischa y, dándole un empellón, le gritaba:
—¿Te has dormido?… ¿Te pregunto si te has dormido?
—¡Te duermes estando de guardia, estúpido! —oye decir Filipp a una voz tronante—. ¿Duermes, canalla?… ¿Bestia?
Filipp se levanta de un salto y se restriega los ojos. Ante él se encuentra el ayudante del jefe de Policía del distrito.
—¡Hum!… ¿Conque estabas dormido?… ¡Buena multa voy a ponerte, bestia! ¡Ya te enseñaré yo a dormirte mientras estás de guardia!
Dos horas después, el dvornik es reclamado en la Comisaría. Luego vuelve a la cocina. Todos aquí, impresionados por sus sermones, hallábanse sentados alrededor de la mesa, escuchando a Mischa deletrear algo.
Filipp, con el rostro nublando, rojo, se acercó a Mischa, y dando con la manopla de su guante un golpe sobre el libro, dijo sombríamente:
—¡Déjate de todo eso!
MI MADRASTRA ME DICE MOCOSO MALCRIADO Y REBELDE COMO TÉ ATREVES HACER TAN IRRESPONSABLE LO QUE NECESITAS ES UNA SURRA PARA QUE NO SE REPITA DICIENDO ESO MÍ MADRASTRA ME PONE DE RODILLAS Y ME AGARRA A LAPOS Y A CACHETADAS CON TODAS SUS FUERZAS PLAFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFF
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