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lunes, 30 de enero de 2017

OTRO CUENTO RUSO (Roberto Bolaño)


En cierta ocasión, después de discutir con un amigo acerca de la identidad peregrina del arte, Amalfitano le refirió una historia que a él le contaron en Barcelona.

La historia versaba sobre un sorche de la División Azul española que combatió en la Segunda Guerra Mundial, en el frente ruso, más concretamente en el Grupo de Ejércitos Norte, en una zona cercana a Novgorod.

El sorche era un sevillano bajito, delgado como un palillo y de ojos azules que por esas cosas de la vida (no era un Dionisio Ridruejo ni siquiera un Tomás Salvador, y cuando había que saludar a la romana saludaba, pero tampoco era propiamente un fascista o un falangista) fue a parar a Rusia.

Allí, sin que sepa quién empezó, alguien le dijo sorche ven para acá o sorche haz esto o lo otro y al sevillano se le quedó en la cabeza la palabra sorche, pero en la parte oscura de la cabeza, y en ese lugar tan grande y desolador con el paso del tiempo y los sustos diarios se transformó en la palabra chantre.

No sé cómo ocurrió, supongamos que se activó un mecanismo infantil, un recuerdo feliz que esperaba su oportunidad para volver.

De modo que el andaluz pensaba sobre sí mismo en los términos y obligaciones de un chantre aunque conscientemente no tenía idea del significado de esta palabra que designa al encargado del coro en algunas catedrales.

Pero de alguna manera, y esto es lo notable, a fuerza de pensarse chantre se convirtió en chantre.

Durante la terrible navidad del 41 se hizo cargo del coro que cantaba villancicos mientras los rusos machacaban a los del Regimiento 250. En su memoria estos días están llenos de ruido (ruidos secos, constantes) y de una alegría subterránea y un poco fuera de foco. Cantaban, pero era como si las voces llegaran después o incluso antes, y los labios, las gargantas, los ojos de los cantores muchas veces se deslizaban por una suerte de fisura de silencio, en un viaje brevísimo pero igualmente extraño.

Por lo demás, el sevillano se comportó como un valiente, con resignación, aunque el humor se le fue agriando con el paso del tiempo.

No tardó en probar su cuota de sangre. Una tarde, como al descuido, lo hirieron y durante dos semanas permaneció internado en el Hospital Militar de Riga al cuidado de robustas y sonrientes enfermeras del Reich incrédulas ante el color de sus ojos y de algunas feísimas enfermeras españolas voluntarias, probablemente hermanas, cuñadas o primas lejanas de José Antonio.

Cuando lo dieron de alta sucedió algo que para el sevillano tendría graves consecuencias: en vez de recibir un billete con el destino correcto le dieron uno que lo llevó a los cuarteles de un batallón de las SS destacado a unos trescientos kilómetros de su regimiento.

Allí, rodeado de alemanes, austríacos, letones, lituanos, daneses, noruegos y suecos, todos mucho más altos y fuertes que él, intentó deshacer el equívoco utilizando un alemán rudimentario, pero los SS le dieron largas y mientras se aclaraba el asunto lo pusieron con una escoba a barrer el cuartel y con un cubo de agua y un estropajo a fregar la oblonga y enorme instalación de madera en donde retenían, interrogaban y torturaban a toda clase de prisioneros.

Sin resignarse del todo, pero cumpliendo con su nueva tarea a conciencia, el sevillano vio pasar el tiempo desde su nuevo cuartel, comiendo mucho mejor que antes y sin exponerse a nuevos peligros ya que el batallón de las SS estaba destinado en la retaguardia, en lucha contra aquellos a quienes llamaban bandidos.

Entonces, en el lado oscuro de su cabeza volvió a hacerse legible la palabra sorche.

Soy un sorche, se dijo, un recluta bisoño y debo aceptar mi destino. La palabra chantre, poco a poco, desapareció, aunque algunas tardes, bajo un cielo sin límites que lo llenaba de nostalgias sevillanas, resonaba aún por allí, perdida quién sabe dónde. Una vez escuchó cantar a unos soldados alemanes y la recordó, otra vez escuchó cantar a un niño detrás de unas matas y la volvió a recordar, esta vez de forma más precisa, pero cuando dio la vuelta a los arbustos el niño ya no estaba.

Un buen día ocurrió lo que tenía que ocurrir.

El cuartel del batallón de las SS fue asaltado y tomado por un regimiento de caballería ruso, según unos, por un grupo de partisanos, según otros. El combate fue corto y se decantó enseguida en contra de los alemanes. Al cabo de una hora los rusos encontraron al sevillano escondido en el edificio oblongo, vestido con el uniforme de auxiliar de las SS y rodeado de las no tan pretéritas infamias allí cometidas. Como quien dice, con las manos en la masa.

No tardó en ser atado a una de las sillas que los SS usaban en los interrogatorios, una de esas sillas con correas en las patas y en los reposos y a todo lo que los rusos preguntaban él respondía en español que no entendía y que allí sólo era un mandado. También intentó decirlo en alemán, pero en este idioma apenas conocía cuatro palabras y los rusos ninguna. Éstos, tras una rápida sesión de bofetadas y patadas, fueron a buscar a uno que sabía alemán y que se dedicaba a interrogar prisioneros en otra de las celdas del edificio oblongo.

Antes de que regresaran el sevillano escuchó disparos, supo que estaban matando a algunos de los SS y perdió las esperanzas de salir bien librado que aún tenía; no obstante, cuando los disparos cesaron volvió a aferrarse a la vida con todo su ser. El que sabía alemán le preguntó qué hacía allí, cuál era su función y su grado. El sevillano, en alemán, intentó explicarlo, pero en vano. Los rusos entonces le abrieron la boca y con unas tenazas que los alemanes destinaban para otras partes de la anatomía empezaron a tirar y a apretar su lengua. El dolor que sintió lo hizo lagrimear y dijo, o más bien gritó, la palabra coño. Con las tenazas dentro de la boca el exabrupto español se transformó y salió al espacio convertido en la ululante palabra kunst.

El ruso que sabía alemán lo miró extrañado. El sevillano gritaba kunst, kunst, y lloraba de dolor. La palabra kunst, en alemán, quiere decir arte y el soldado bilingüe así lo entendió y dijo que aquel hijo de puta era un artista o algo parecido.

Los que torturaban al sevillano retiraron la tenaza con un trocito de lengua y esperaron, momentáneamente hipnotizados por el descubrimiento.

La palabra arte. Lo que amansa a las fieras. Y así, como fieras amansadas, los rusos se dieron un respiro y esperaron alguna señal mientras el sorche sangraba por la boca y tragaba su sangre mezclada con grandes dosis de saliva y se ahogaba.

La palabra coño, metamorfoseada en la palabra arte, le había salvado la vida. Cuando salió del edificio oblongo el sol estaba ocultándose pero le hirió los ojos como si hubiera sido mediodía.

Se lo llevaron con el resto escaso de prisioneros y poco después otro ruso que sabía español pudo escuchar su historia y el sevillano fue a parar a un campo de prisioneros en Siberia mientras sus accidentales compañeros de iniquidades eran pasados por las armas.

En Siberia estuvo hasta bien entrada la década del cincuenta. En 1957 se instaló en Barcelona. A veces abría la boca y contaba sus batallitas con muy buen humor. Otras abría la boca y mostraba a quien quisiera verlo el trozo de lengua que le faltaba. Apenas era perceptible.

El sevillano, cuando se lo decían, explicaba que la lengua con los años le había crecido. Amalfitano no lo conoció personalmente, pero cuando le contaron la historia el sevillano todavía vivía en una portería de Barcelona.



LA INTRUSA (Jorge Luis Borges)


Dicen (lo cual es improbable) que la historia fue referida por Eduardo, el menor de los Nelson, en el velorio de Cristián, el mayor, que falleció de muerte natural, hacia mil ochocientos noventa y tantos, en el partido de Morón. Lo cierto es que alguien la oyó de alguien, en el decurso de esa larga noche perdida, entre mate y mate, y la repitió a Santiago Dabove, por quien la supe. Años después, volvieron a contármela en Turdera, donde había acontecido. La segunda versión, algo más prolija, confirmaba en suma la de Santiago, con las pequeñas variaciones y divergencias que son del caso. La escribo ahora porque en ella se cifra, si no me engaño, un breve y trágico cristal de la índole de los orilleros antiguos. Lo haré con probidad, pero ya preveo que cederé a la tentación literaria de acentuar o agregar algún pormenor.

En Turdera los llamaban los Nilsen. El párroco me dijo que su predecesor recordaba, no sin sorpresa, haber visto en la casa de esa gente una gastada Biblia de tapas negras, con caracteres góticos; en las últimas páginas entrevió nombres y fechas manuscritas. Era el único libro que había en la casa. La azarosa crónica de los Nilsen, perdida como todo se perderá. El caserón, que ya no existe, era de ladrillo sin revocar; desde el zaguán se divisaban un patio de baldosa colorada y otro de tierra. Pocos, por lo demás, entraron ahí; los Nilsen defendían su soledad. En las habitaciones desmanteladas dormían en catres; sus lujos eran el caballo, el apero, la daga de hojas corta, el atuendo rumboso de los sábados y el alcohol pendenciero. Sé que eran altos, de melena rojiza. Dinamarca o Irlanda, de las que nunca oirían hablar, andaban por la sangre de esos dos criollos. El barrio los temía a los Colorados; no es imposible que debieran alguna muerte. Hombro a hombro pelearon una vez a la policía. Se dice que el menor tuvo un altercado con Juan Iberra, en el que no llevó la peor parte, lo cual, según los entendidos, es mucho. Fueron troperos, cuarteadores, cuatreros y alguna vez tahúres. Tenían fama de avaros, salvo cuando la bebida y el juego los volvían generosos. De sus deudos nada se sabe y ni de dónde vinieron. Eran dueños de una carreta y una yunta de bueyes.

Físicamente diferían del compadraje que dio su apodo forajido a la Costa Brava. Esto, y lo que ignoramos, ayuda a comprender lo unidos que fueron. Malquistarse con uno era contar con dos enemigos.

Los Nilsen eran calaveras, pero sus episodios amorosos habían sido hasta entonces de zaguán o de casa mala. No faltaron, pues, comentarios cuando Cristián llevó a vivir con él a Juliana Burgos. Es verdad que ganaba así una sirvienta, pero no es menos cierto que la colmó de horrendas baratijas y que la lucía en las fiestas. En las pobres fiestas de conventillo, donde la quebrada y el corte estaban prohibidos y donde se bailaba, todavía, con mucha luz. Juliana era de tez morena y de ojos rasgados; bastaba que alguien la mirara, para que se sonriera. En un barrio modesto, donde el trabajo y el descuido gastan a las mujeres, no era mal parecida.

Eduardo los acompañaba al principio. Después emprendió un viaje a Arrecifes por no sé qué negocio; a su vuelta llevó a la casa una muchacha, que había levantado por el camino, y a los pocos días la echó. Se hizo más hosco; se emborrachaba solo en el almacén y no se daba con nadie. Estaba enamorado de la mujer de Cristián. El barrio, que tal vez lo supo antes que él, previó con alevosa alegría la rivalidad latente de los hermanos.

Una noche, al volver tarde de la esquina, Eduardo vio el oscuro de Cristián atado al palenque En el patio, el mayor estaba esperándolo con sus mejores pilchas. La mujer iba y venía con el mate en la mano. Cristián le dijo a Eduardo:

-Yo me voy a una farra en lo de Farías. Ahí la tenés a la Juliana; si la querés, usala.

El tono era entre mandón y cordial. Eduardo se quedó un tiempo mirándolo; no sabía qué hacer. Cristián se levantó, se despidió de Eduardo, no de Juliana, que era una cosa, montó a caballo y se fue al trote, sin apuro.

Desde aquella noche la compartieron. Nadie sabrá los pormenores de esa sórdida unión, que ultrajaba las decencias del arrabal. El arreglo anduvo bien por unas semanas, pero no podía durar. Entre ellos, los hermanos no pronunciaban el nombre de Juliana, ni siquiera para llamarla, pero buscaban, y encontraban razones para no estar de acuerdo. Discutían la venta de unos cueros, pero lo que discutían era otra cosa. Cristián solía alzar la voz y Eduardo callaba. Sin saberlo, estaban celándose. En el duro suburbio, un hombre no decía, ni se decía, que una mujer pudiera importarle, más allá del deseo y la posesión, pero los dos estaban enamorados. Esto, de algún modo, los humillaba.

Una tarde, en la plaza de Lomas, Eduardo se cruzó con Juan Iberra, que lo felicitó por ese primor que se había agenciado. Fue entonces, creo, que Eduardo lo injurió. Nadie, delante de él, iba a hacer burla de Cristián.

La mujer atendía a los dos con sumisión bestial; pero no podía ocultar alguna preferencia por el menor, que no había rechazado la participación, pero que no la había dispuesto.

Un día, le mandaron a la Juliana que sacara dos sillas al primer patio y que no apareciera por ahí, porque tenían que hablar. Ella esperaba un diálogo largo y se acostó a dormir la siesta, pero al rato la recordaron. Le hicieron llenar una bolsa con todo lo que tenía, sin olvidar el rosario de vidrio y la crucecita que le había dejado su madre. Sin explicarle nada la subieron a la carreta y emprendieron un silencioso y tedioso viaje. Había llovido; los caminos estaban muy pesados y serían las once de la noche cuando llegaron a Morón. Ahí la vendieron a la patrona del prostíbulo. El trato ya estaba hecho; Cristián cobró la suma y la dividió después con el otro.

En Turdera, los Nilsen, perdidos hasta entonces en la mañana (que también era una rutina) de aquel monstruoso amor, quisieron reanudar su antigua vida de hombres entre hombres. Volvieron a las trucadas, al reñidero, a las juergas casuales. Acaso, alguna vez, se creyeron salvados, pero solían incurrir, cada cual por su lado, en injustificadas o harto justificadas ausencias. Poco antes de fin de año el menor dijo que tenía que hacer en la Capital. Cristián se fue a Morón; en el palenque de la casa que sabemos reconoció al overo de Eduardo. Entró; adentro estaba el otro, esperando turno. Parece que Cristián le dijo:

-De seguir así, los vamos a cansar a los pingos. Más vale que la tengamos a mano.

Habló con la patrona, sacó unas monedas del tirador y se la llevaron. La Juliana iba con Cristián; Eduardo espoleó al overo para no verlos.

Volvieron a lo que ya se ha dicho. La infame solución había fracasado; los dos habían cedido a la tentación de hacer trampa. Caín andaba por ahí, pero el cariño entre los Nilsen era muy grande -¡quién sabe qué rigores y qué peligros habían compartido!- y prefirieron desahogar su exasperación con ajenos. Con un desconocido, con los perros, con la Juliana, que habían traído la discordia.

El mes de marzo estaba por concluir y el calor no cejaba. Un domingo (los domingos la gente suele recogerse temprano) Eduardo, que volvía del almacén, vio que Cristián uncía los bueyes. Cristián le dijo:

-Vení, tenemos que dejar unos cueros en lo del Pardo; ya los cargué; aprovechemos la fresca.

El comercio del Pardo quedaba, creo, más al Sur; tomaron por el Camino de las Tropas; después, por un desvío. El campo iba agrandándose con la noche.

Orillaron un pajonal; Cristián tiró el cigarro que había encendido y dijo sin apuro:

-A trabajar, hermano. Después nos ayudarán los caranchos. Hoy la maté. Que se quede aquí con su pilchas, ya no hará más perjuicios.

Se abrazaron, casi llorando. Ahora los ataba otro círculo: la mujer tristemente sacrificada y la obligación de olvidarla.

domingo, 29 de enero de 2017

AÑOS (Cesare Pavese)


De lo que era yo entonces no queda nada: apenas hombre, era aún un crío. Lo sabía hacía tiempo, pero todo ocurrió a finales del invierno, una tarde y una mañana. Vivíamos juntos, casi escondidos, en una habitación que daba a una avenida. Silvia me dijo esa noche que tenía que irme, o irse ella -ya no teníamos nada que hacer juntos. Le supliqué que dejara que probáramos de nuevo; estaba tumbado a su lado y la abrazaba.
Ella me dijo:
-¿Con qué finalidad? -Hablábamos en voz baja, a oscuras.
Luego Silvia se durmió, y yo tuve hasta la mañana una rodilla pegada a la suya. Apareció la mañana como había aparecido siempre, y hacía mucho frío; Silvia tenía el pelo sobre los ojos y no se movía. En la penumbra yo miraba pasar el tiempo, sabía que pasaba y corría, y que afuera había niebla. Todo el tiempo que había vivido con Silvia en aquella habitación era como un solo día y una noche, que ahora terminaba por la mañana. Entonces comprendí que nunca volvería a salir conmigo entre la niebla fresca.
Era mejor que me vistiera y me marchase sin despertarla. Pero ahora tenía en la cabeza una cosa que preguntarle. Esperé, intentando adormilarme.
Cuando estuvo despierta, Silvia me sonrió. Seguimos hablando. Ella dijo:
-Es bonito ser sinceros, como nosotros.
-¡Oh, Silvia! -susurré-, ¿qué haré al salir de aquí? ¿Adónde iré?
Era eso lo que tenía que preguntarle. Sin apartar la nuca del almohadón, ella sonrió de nuevo, beatífica.
-Bobo -dijo-, irás a donde quieras. ¿No es hermoso ser libre? Conocerás a muchas chicas, harás todas las cosas que quieras. Te envidio, palabra.
Ahora la mañana llenaba el cuarto y sólo había un poco de calor en la cama. Silvia esperaba paciente.
-Tú eres como una prostituta -le dije- y siempre lo has sido.
Silvia no abrió los ojos.
-¿Estás mejor ahora que lo has dicho? -me dijo.
Entonces me quedé como si ella no estuviera, y miraba al techo y lloraba sin ruido. Las lágrimas me llenaban los ojos y corrían por la almohada. No valía la pena que se diera cuenta.
Mucho tiempo ha pasado, y ahora sé que aquellas lágrimas mudas fueron la única cosa de hombre que hice con Silvia; sé que lloraba no por ella sino porque había entrevisto mi destino. De lo que era yo entonces no queda nada. Queda sólo que había comprendido quién sería en el futuro.
Luego Silvia me dijo:
-Ya basta. Tengo que levantarme.
Nos levantamos juntos, los dos. No la vi vestirse. Estuve pronto en pie, a la ventana; y miraba vislumbrarse las plantas. Detrás de la niebla estaba el sol, el sol que tantas veces había entibiado el cuarto. También Silvia se vistió pronto, y me preguntó si no me llevaba mis cosas. Le dije que primero quería calentar el café, y encendí el hornillo.
Silvia, sentada al borde de la cama, se puso a arreglarse las uñas. En el pasado se las había arreglado siempre en la mesa. Parecía abstraída y el pelo le caía continuamente sobre los ojos. Entonces daba sacudidas con la cabeza y se liberaba. Yo deambulé por el cuarto y recogí mis cosas. Hice un montón sobre una silla y de repente Silvia saltó en pie y corrió a apagar el café que se derramaba.
Luego saqué la maleta y metí las cosas. Mientras tanto, por dentro me esforzaba en recoger todos los recuerdos desagradables que tenía de Silvia: sus futilidades, sus malos humores, sus frases irritantes, sus arrugas. Eso me llevaba de su cuarto. Lo que dejaba era una niebla.
Cuando hube acabado, el café estaba listo. Lo tomamos de pie, junto al hornillo. Silvia dijo algo, que ese día iría a ver a un tipo, a hablar de un asunto. Poco después dejé la taza y me marché con la maleta. Afuera la niebla y el sol cegaban.

sábado, 28 de enero de 2017

CUÁNTOS AMANECERES NOS QUEDAN (Iván Teruel)


Salgo al balcón y veo a mi padre acodado en la barandilla, fumando. Sus ojos se encuentran más allá del paisaje que tiene enfrente. Quizás en los recuerdos. Yo también he estado buscando recuerdos. Recuerdos y sentimientos. Pero sobre todo palabras. Palabras que definan contornos. Había creído encontrarlas mientras venía hacia aquí: todo parece más fácil cuando está a la espera de cristalizar. Y sin embargo, cuando me decido a hablarle solo consigo pedirle un cigarrillo. Yo, que llevo casi cinco años sin fumar. A mi padre, que me acaba de llamar para decirme que le han diagnosticado cáncer de pulmón.


viernes, 27 de enero de 2017

HORROR A BORDO DEL BORIS BUTOMA (Jon Bilbao)


Desde la ventanilla del tren Anna Ivánovna Pretrova solo veía una llanura nevada. Las únicas alteraciones en el monótono panorama eran las torres de alta tensión y las estacas rojas que asomaban entre la nieve y señalaban las lindes de las propiedades. Sobre todo ello, una techumbre gris de nubes. El límite de los árboles había quedado atrás. Hacía demasiado frío para los árboles. Anna pensaba, sin embargo, que tal ausencia se debía en realidad a lo que moraba en el destino al que se dirigía, algo que con el tiempo lograba corromper árboles y cualquier otra forma de vida. Ni siquiera se podía consolar soñando con la aún lejana primavera. Entonces, cuando la nieve se derritiera, en los espacios despejados no asomarían los brotes nuevos de la tundra, sino que solo vería la luz una tierra negra y pútrida. Así pensaba que sucedería.

Un revisor recorrió el vagón anunciando que acababan de sobrepasar el Círculo Polar Ártico. Sonreía al decirlo. Algunos pasajeros aplaudieron.

Anna no necesitó que le dijeran que estaban llegando a Múrmansk. Un banco de niebla ocultó el triste paisaje. Después comenzaron a vislumbrarse las siluetas de los inmensos tanques de combustible, de los almacenes y de las fábricas.

La corriente del Golfo discurría ante la península de Kola a la altura de Múrmansk y evitaba que el mar se congelara incluso en lo más crudo del invierno, circunstancia que había convertido el lugar en el mayor puerto del norte de Rusia y, posteriormente, en cuartel de la Armada de Guerra Soviética. El precio a pagar por la ausencia de hielo era una niebla permanente, fruto del contraste entre la temperatura del mar y de la atmósfera. Pero Anna tampoco daba crédito a esa explicación.

Caído el comunismo, el dinero para las soldadas y el mantenimiento de los barcos había empezado a escasear. Múrmansk dejó atrás el esplendor vivido durante la Guerra Fría y se sumió en un declive que rebajó el puerto a la categoría de cementerio naval. La desembocadura del río Kola se hallaba erizada de muelles y diques, y estos a su vez de grúas, donde se desmantelaban, cuando no se dejaba que simplemente se pudrieran, naves tanto civiles como de guerra, incluidos los siempre temidos submarinos nucleares.

Su hermana la esperaba en el andén de la estación. A Anna le costó reconocerla. Ella solo era una niña cuando Sofía se casó y se fue de Moscú. Le sorprendió lo envejecida que estaba. Sofía llevaba un anorak con los colores de la bandera nacional, remendado con cinta aislante. Le quedaba demasiado grande; las mangas le tapaban las manos. Las dos hermanas se miraron sin abrazarse.

¿Es tu equipaje?, preguntó Sofía.

Anna asintió. Sostenía una maleta en cada mano.

Te dije que un solo bulto. En casa no tenemos mucho sitio.

Seguro que nos las apañaremos.

Sofía la miró fijamente. Luego dijo:

Ya veremos.

Cogió una de las maletas, hizo una seña a Anna para que la siguiera y echó a caminar hacia el coche. A mitad de camino se detuvo para decir:

Siento lo de tu marido.

Ya. Gracias.

Y siguieron caminando.

El edificio donde vivía Sofía parecía un bloque de nichos: un rectángulo tendido sobre el costado más largo, entre marrón y gris, con hileras de ventanas cuadradas. Alexéi, el marido, estaba sentado a la mesa del salón. Los gemelos, uno a cada lado, observaban lo que hacía. Alexéi aplicaba un soldador a un circuito electrónico. Cuando las dos mujeres entraron ninguno se levantó. Miraron de arriba a abajo a Anna.

Esta es vuestra tía, dijo Sofía.

Alexéi asintió. Los chicos ni siquiera eso. Tenían dieciocho años. A Anna le parecieron indistinguibles. Ambos, y también el padre, eran de rasgos alobunados.

Te enseñaré la casa, dijo Sofía.

Alexéi y los chicos volvieron a lo suyo.

La casa tenía una habitación, que ocupaban los padres; un salón, donde había unas literas para los chicos; una cocina y un baño. La mayor parte de este se hallaba ocupada por una bañera que no era la original de la estancia. Era enorme y reposaba en el suelo como un gran cascarón esmaltado.

Alexéi la trajo de los barcos, explicó Sofía.

También había conseguido en los barcos el calentador de agua, el armario del dormitorio y el óleo cuarteado que adornaba el salón. Anna descubriría más adelante otras cosas, como sábanas y toallas con el nombre de las naves de las que procedían bordado en ellas.

De momento dormirás en la cocina.

¿En el suelo?

Claro, en el suelo.

¿De momento?

Eso es.

Sofía guardó silencio, en guardia por si su hermana replicaba. Como no lo hizo, añadió:

Deja tus cosas donde no molesten demasiado.

Del salón llegaron exclamaciones de alegría. Alexéi y los chicos se daban palmadas en la espalda. Cuando Sofía preguntó qué pasaba, su marido levantó el circuito electrónico, al que había conectado un pequeño altavoz y algo que parecía un tubo negro de un palmo de largo, y dijo:

¡Mira, Sofía! ¡Está funcionando! ¡Funciona!

Del altavoz surgía un tenue crujido.

Muy bien, dijo Sofía, en absoluto impresionada. ¿Podemos cenar ya?

El responsable de que la casa de Sofía y Alexéi, así como varias más en Múrmansk, estuvieran repletas de objetos procedentes de barcos era el mayor Vitali Nóvikov, oficial al mando de la cercana base naval de Severomorsk. Este se veía a sí mismo como una bien aceitada bisagra entre dos eras: la comunista, que continuaba añorando, y la capitalista, que sabía inevitable pero cuya irrupción contemplaba con recelo. Cuando la actividad naval comenzó a mermar y el puerto de Múrmansk pasó a ser un gigantesco desguace y depósito de residuos nucleares, a Nóvikov se le ocurrió una idea para que los habitantes de la ciudad obtuvieran algún beneficio de la nueva situación.

Sirviéndose en parte de su autoridad, en parte de su notable poder de persuasión, había logrado que cada vez que una embarcación era desahuciada y remolcada a los diques de desguace, antes de que las cuadrillas con sopletes comenzaran a despiezarla, la gente de Múrmansk pudiera acceder a la nave y llevarse lo que quisiera. El pueblo recibiría así, sin más coste que el sudor de su frente, a la vieja usanza, unos bienes que podía disfrutar, o bien vender a cambio de unos muy necesarios rublos. Estos desguazadores no profesionales eran como las hormigas que mondan un cadáver hasta no dejar más que el esqueleto; en este caso, el esqueleto era lo realmente valioso: el acero, el noventa por ciento del peso del barco, que los ávidos vecinos de Múrmansk dejaban desnudo, dispuesto para ser troceado y enviado a las acerías, donde se fundía para fabricar los productos de la nueva era.

Anna ayudó a su hermana a preparar la cena. Desde que Sofía se había ido de Moscú solo se habían visto un par de veces; en ambos casos, encuentros breves y de compromiso. En la práctica eran dos desconocidas. Lo que sabían la una de la otra se reducía a recuerdos de una infancia lejana en Moscú; Anna, una niña caprichosa, y Sofía, una adolescente callada que permanentemente parecía estar rumiando algo. Cada una a su modo, siempre insatisfechas.

Anna miraba a Sofía de reojo. No recordaba que su hermana tuviera el rostro tan alargado. Sofía no había cumplido los cuarenta pero ya parecía una anciana. Estaba muy arrugada y tenía las manos callosas, de un color entre rosa y naranja. A Anna no le gustaría que la tocasen unas manos como esas.

Cenaron en el salón y Alexéi explicó a su cuñada cómo iban a ser las cosas en adelante. Toda la familia trabajaba en los barcos, y a partir del día siguiente Anna iría con ellos. A cambio obtendría techo, comida y puede que unos rublos. Por supuesto, también tendría que echar una mano a Sofía en la casa.

Añadió que era un buen trabajo. Algunos desguazadores hacían tonterías. Se metían donde no debían. Habló de cargueros con restos de mineral de uranio en las bodegas. Habló de respirar amianto y asbesto. Pero ellos no, ellos eran listos. Tenían equipos. Además conocían a la gente adecuada. Sabían antes que los demás cuáles eran los barcos que merecían la pena.

Alexéi hablaba con gravedad, los codos apoyados en la mesa, tomando un sorbo de vodka entre frase y frase. Anna le miraba las mejillas, recorridas por un entramado de capilares rotos, y el jersey con puntos saltados. Alexéi se llevó un bocado a la boca y trituró un trozo de cartílago.

El aparato en el que estaba trabajando antes, explicó, era un contador Geiger. Antes tenían otro, pero dejó de funcionar. Le contó, sin ocultar su orgullo, cómo había comprado un tubo Geiger a un soldado de la base y cómo había fabricado él mismo un contador nuevo. Siempre llevaban un contador cuando entraban en un barco. Si detectaba radiación, daban media vuelta.

Anna no supo si sentirse inquieta o tranquilizada por esa información. Lo de la radiación, las historias que había oído, era todo cierto.

No te preocupes, dijo él leyendo su expresión. Es un buen trabajo, repitió. Los hay mucho peores. Desmantelar los submarinos nucleares. Eso sí que es malo. Malo de verdad. No te gustaría nada. A esa gente la desnudan en el mismo muelle y la manguean y la frotan con cepillos, a quince grados bajo cero.

Los chicos no abrieron la boca en toda la cena. Comían con la cabeza muy cerca del plato. Miraban de reojo a Anna, que se había soltado el pelo y llevaba las uñas pintadas de rojo.

Sofía tampoco habló.

En las siguientes semanas Anna descubrió que quizás hubiera trabajos peores, pero que desmantelar barcos no le gustaba nada. Cada mañana la familia acudía a algún muelle para sumarse a una masa de desguazadores pertrechados con palancas, destornilladores eléctricos y sopletes. Cuando los soldados les daban permiso para subir a bordo comenzaba una carrera para llegar los primeros a los camarotes y la cocina, donde se encontraban las mejores piezas. Abundaban los insultos, los empujones y los codazos. Al subir atropelladamente por la pasarela, de vez en cuando alguien caía al agua y los soldados reían a carcajadas. Arramblaban con todo lo que fuera vendible: muebles, vajillas, cocinas, generadores eléctricos, interruptores de la luz, cable, escotillas, ojos de buey, chalecos salvavidas... Para saber cuándo llegaban los barcos, había que pagar a los soldados; para subir a los barcos antes que los demás, había que pagar a los soldados; para acceder a la sala de máquinas y llevarse piezas de los motores, había que pagar a los soldados. Y aun así, instalados al pie de la pasarela, los soldados podían quedarse con lo que quisieran del botín. Del dinero pagado, la mayor parte iba a parar a los bolsillos de Nóvikov.

Había accidentes, había explosiones cuando un soplete cortaba una tubería donde quedaban restos de combustible, había peleas; los desguazadores llevaban cuchillos ocultos bajo las ropas, y algunos, pistolas. Olor a petróleo. El estruendo de los generadores portátiles para alimentar los focos. Días enteros y también noches desmontando tablillas de parqué.

Durante los descansos a Anna le contaban historias. Le hablaron de desguazadores que morían de asfixia al quedar atrapados en espacios confinados; de una bodega repleta de cerdos muertos; de un lobo famélico que encontraron a bordo de un cablero, hecho un ovillo en la cabina del capitán. Nadie sabía cómo había llegado allí. Sus aullidos resonaban en los corredores. Lo dejaron encerrado hasta que enmudeció. A los desguazadores les encantaban esas historias, las repetían una y otra vez, estaban ávidos de ellas, comparaban versiones. Parecían la auténtica razón por la que acudían a los barcos.

Alexéi felicitaba a sus hijos cuando conseguían una buena pieza -una brújula dorada, un samovar, una cristalería casi completa-. Descansaba las manos en la cintura mientras recuperaba el aliento y sonreía viéndolos desmontar una válvula o arrancar un lavabo. Los dos eran obedientes, recios y de pocas palabras. Le gustaría tener no dos, sino diez, veinte como ellos, todos a sus órdenes. Anna seguía sin distinguir a los gemelos, que apenas le hablaban, aunque la observaban fijamente cuando pensaban que ella no se daba cuenta.

Los dos pares de guantes que Anna tenía acabaron destrozados. Los usaba para trabajar. Con el poco dinero que le dio Alexéi, compró una crema para las manos y otros guantes, más resistentes que los anteriores pero no tanto como le recomendó su hermana. Los destrozó igualmente. Continuaba durmiendo en la cocina. Sus cosas, guardadas en las maletas. Cada noche, tumbada en un colchón que debía levantar al amanecer, imaginaba que el resto de la familia susurraba sobre ella. Vestía ropa vieja de los chicos. Se ponía varias camisetas, una encima de otra. Olían a lejía, y debajo de las mangas y a lo largo de la espalda tenían un indeleble color amarillento.

Cada día hacía más frío. Una tarde el sol se puso y ya no volvió a salir. Durante los dos meses siguientes una noche permanente se sumaría a la niebla de Múrmansk. Las chimeneas de las fábricas proyectaban columnas de humo a la oscuridad. Los mejores ratos para Anna llegaban cuando podía disfrutar de aquella inmensa bañera. Su hermana le había prohibido llenarla del todo y siempre aporreaba la puerta en el mejor momento, mientras ella dormitaba con la nuca apoyada en el borde esmaltado. La bañera reposaba sobre calzos de madera y un trozo de manguera conectaba el desagüe con un agujero en el suelo. Mientras Anna se bañaba, la vivienda se sumía en un silencio inhabitual. Cuando salía del baño envuelta en un albornoz y con una toalla en la cabeza, los rostros de todos se volvían hacia ella. Las fosas nasales de Alexéi y de los chicos se dilataban. Anna agachaba la mirada y se metía rápidamente en la cocina.

Por fin consiguió distinguir a los gemelos. Uno la siguió llamando tía pero el otro empezó a dirigirse a ella por su nombre.

Una mañana, mientras ella y el gemelo que la llamaba por su nombre desmontaban lámparas en un viejo dragaminas, este le dijo, sin mirarla a los ojos, que si necesitaba cualquier cosa se lo dijera a él, que podía ayudarla y que le gustaría mucho hacerlo. Añadió que no pensaba dedicarse a eso toda la vida, que iba a dejarlo lo antes posible, que ahorraba para irse a otro sitio.

Y ya no dijo más porque Alexéi apareció en la puerta del camarote donde desmontaban las lámparas y los miró detenidamente y les ordenó darse prisa. Esa noche, durante la cena, Alexéi bebió más vodka del que solía tomar entre semana. Lanzaba miradas de furia al gemelo que llamaba a Anna por su nombre. Después de la cena siguió bebiendo. Sofía intentó quitarle la botella, y él le gritó que se metiera en sus asuntos y la llamó bruja y espantapájaros. Poco después se ponía en pie derribando la silla y empezaba a golpear al gemelo que llamaba Anna a Anna. Este se limitó a cubrirse la cabeza con los brazos mientras su padre le daba puñetazos y patadas. El otro gemelo trataba de detenerlo sin conseguirlo; Alexéi era aún más robusto que sus hijos. Sofía gritaba. Lo llamaba animal y borracho. Por fin Alexéi se detuvo y se metió a zancadas en el dormitorio y cerró la puerta dando un portazo. Anna seguía refugiada en el rincón desde el que, horrorizada, había presenciado la escena.

Algunos días Sofía no iba a los barcos. Hacía la compra o se quedaba en casa limpiando o zurciendo la ropa de su marido y de sus hijos. Esos días le gustaban. Detestaba los barcos. Le habría gustado escapar de Múrmansk en cualquiera de aquellas embarcaciones. Sin embargo se dedicaba a despiezarlas, ayudaba a que nunca más volvieran a navegar.

Cuando se quedaba en casa husmeaba en las cosas de sus hijos y de su hermana. Un día descubrió en una de las maletas de Anna un paquete con tres pastillas de jabón envueltas en papel de celofán; una dorada, una lavanda y una rosa, cada una con su correspondiente lazo plateado. El aroma de las pastillas escapaba de los envoltorios. Y también encontró un par de pendientes que en inspecciones anteriores no estaban allí.

Su hermana no tenía dinero para comprar aquellas cosas. Ni los chicos para regalárselas.

Sofía volvió a dejarlo todo como lo había encontrado.

Alexéi nunca le había regalado pendientes.

Al mayor Nóvikov no le gustaba la comida de la base. Cada mediodía se desplazaba a Múrmansk, a una casa cercana a los muelles, donde una anciana, antigua cocinera de un restaurante en la época dorada del puerto, le preparaba sus platos favoritos. Después de comer hojeaba el periódico o echaba una cabezada en el sofá de la anciana. Si se sentía benevolente atendía a los que, sabiendo que se le podía encontrar allí, acudían a pedirle algo.

Sofía vio el coche de Nóvikov ante la casa de la anciana. Dos soldados montaban guardia en la entrada. Les dijo que quería ver al mayor. Uno pasó adentro mientras el otro se quedaba con ella sin quitarle ojo. Un momento después salía el secretario del mayor y le preguntaba quién era y qué quería. Sofía dijo que era la mujer de Alexéi Vasíliev y que quería hablar con el mayor sobre un barco. El secretario asintió. La iniciativa del mayor de permitir a los vecinos el acceso a los barcos había disfrutado de gran éxito al principio, cuando la gente de Múrmansk había acudido en masa a los muelles, ya fuera por necesidad o como mero pasatiempo. Pero la dureza del trabajo y, sobre todo, el comportamiento territorial de los que afrontaron de forma más profesional la tarea pronto redujeron la afluencia a una serie de grupos organizados. Alexéi y sus gemelos eran bien conocidos por el secretario, que ordenó a Sofía que esperara. Entró en la casa y poco después salía con la noticia de que el mayor hablaría con ella. Antes de permitirle entrar, uno de los soldados la cacheó. En uno de los bolsillos encontró una bolsa de plástico que contenía un fajo de billetes; a Sofía le había costado años ahorrarlos en secreto. El secretario examinó brevemente el dinero y se lo devolvió.

Pasaron al salón, donde el mayor tomaba té en compañía de la anciana. Esta se abrigaba con una bata floreada y de su barbilla crecían unos pelos grises. Nóvikov llevaba la guerrera desabotonada y tenía la cara roja. Los dos habían estado riéndose, recordando viejos cotilleos sobre oficiales que habían pasado por Múrmansk, habituales del restaurante de la anciana. Sofía miró a esta esperando que se levantara y se fuera, pero eso no sucedió. La vieja le dedicó una sonrisa burlona sin moverse de su butaca.

¿Qué quieres?, preguntó el mayor.

Un barco. Antes que los demás.

¿Cuánto tiempo antes?

Unos días. Todos los posibles.

¿Qué tipo de barco?

Uno grande.

El mayor sorbió de su té.

¿Por qué vienes tú en lugar de tu marido?

Él está trabajando.

Está trabajando, y piensa que si te envía a ti a pedírmelo hay más posibilidades de que acceda, dijo el mayor mirándola de la cabeza a los pies.

No tengo ni idea de lo que piensa mi marido, dijo Sofía tendiendo la bolsa con el dinero.

El secretario se adelantó para cogerla y asintió al mayor, que se acarició el vientre y luego preguntó:

¿Hay algún barco como el que nos pide?

El secretario dijo que el Borís Butoma llevaba varios días atracado pero que no tendría turno en los muelles de desguace hasta, por lo menos, dentro de dos semanas.

¿Qué tipo de barco es?, quiso saber Sofía.

Un buque cisterna militar. Veintidós mil toneladas.

Podéis subir a bordo mañana.

Ella negó con la cabeza.

Iremos dentro de dos días.

El secretario se encogió de hombros.

¿Algo más?, preguntó el mayor. Si no es así, puedes irte.

Dos días después Alexéi y los chicos dedicaron la jornada a recorrer Múrmansk y la vecina ciudad de Kola para vender las últimas cosas recuperadas de los barcos. En ocasiones como esa alquilaban la furgoneta de un conocido. Llevaban hablando de ello una semana. A veces las negociaciones se ponían tensas y a Alexéi le gustaba hacerse acompañar por los gemelos para que le guardasen las espaldas. Salvo en esos casos, era una labor mucho más liviana que el trabajo en los muelles. Volvían a casa con dinero en los bolsillos y caprichos que se concedían, como alguna cinta de música para los chicos y, para Alexéi, vodka mejor que el que bebía habitualmente.

A Anna también le gustaban esos días, en los que se veía liberada de ir a los barcos. Podía quedarse en casa con Sofía, que siempre se las arreglaba para mantenerla ocupada o hacerla sentir culpable por algo, pero eso era mejor que desmontar inodoros cubiertos por una costra de porquería o abrir un armario y que una rata te saltara a la cara.

Se tapó hasta la coronilla cuando su cuñado y los gemelos entraron en la cocina a desayunar. Poco después se relajaba al oírlos salir de casa. Cambió de postura, dispuesta a seguir durmiendo un rato más, pero no le fue posible. Minutos más tarde su hermana le ordenaba ponerse en pie. Tenían que ir a un barco. Ellas dos. Le habían hablado de uno al que los desguazadores no podrían subir hasta más adelante, pero ellas iban a hacerlo hoy. Ya lo había arreglado con los soldados.

Anna se quejó, dijo que ellas solas no conseguirían nada. Su hermana respondió que se centrarían en las cosas valiosas de verdad. Y añadió que si dejaban pasar esa oportunidad y Alexéi se enteraba, las echaría de casa a las dos. Anna se puso en marcha a regañadientes, con los pliegues de la almohada aún marcados en la cara. Era de noche. Seguiría siendo de noche durante unas semanas más.

Sofía llevaba anotada la ubicación del Borís Butoma.El muelle donde estaba atracado se encontraba aguas abajo de Múrmansk, cerca de la desembocadura del Kola. Aquella era una zona que no solían frecuentar, un cajón de sastre donde languidecían barcos cubiertos de herrumbre, algunos de ellos escorados o yaciendo ya en el lecho del puerto, junto a otros que aguardaban un atraque mejor. Sofía se detuvo frente a una garita y entregó al soldado que dormitaba dentro el pase facilitado por el secretario de Nóvikov. El soldado lo echó al fondo de un cajón y siguió dormitando. Ellas condujeron todavía un largo trecho hasta alcanzar el muelle. Pasaron ante hileras de almacenes cerrados o en ruinas.

Aquí no hay nadie, dijo Anna.

Mejor. Menos molestias.

Sofía dejó el coche en un callejón entre dos almacenes. Cuando su hermana le preguntó por qué no aparcaba junto al barco, aquella respondió que debían ser discretas. No querían que el coche llamara la atención de alguien, ¿verdad?

¿Quién va a venir aquí?

Coge tus cosas.

La pasarela era estrecha, empinada y solo teníapasamanos a un costado. Subieron por ella haciendo equilibrios, cargadas con el equipo.

¡Vaya!, exclamó Anna cuando llegaron arriba.

Era el barco más grande en el que había estado. Caminaron por la amplia cubierta, recorrida por elsistema contra incendios y de la que asomaban las salidas de venteo de los inmensos tanques que había debajo. Sofía se detuvo.

Es mayor de lo que pensaba, dijo. Si cargamos con todo esto no nos dará tiempo a acabar hoy. Cogeremos solo lo imprescindible y dejaremos aquí el resto.

Comenzó a seleccionar las herramientas que llevarían y a repartirlas entre ella y su hermana.

¿Solo una linterna?, preguntó Anna.

Será suficiente. Estaremos todo el tiempo juntas.

Llevamos el Geiger, ¿verdad?

Por supuesto.

Se dirigieron a la popa y buscaron una escotilla.

Pero en lugar de subir hacia el puente y los camarotes, Sofía comenzó a bajar hacia las bodegas y la sala de máquinas.

¿Adónde vamos?, quiso saber su hermana.

Hoy no tenemos competencia. Lo que haya en los camarotes seguirá allí dentro de un rato. Por una vezquiero echar un vistazo ahí abajo.

Con Alexéi nunca vamos ahí abajo.

Sofía, que iba en primer lugar y empuñaba la linterna, se detuvo y apuntó a su hermana a la cara. Anna se quejó y alzó una mano para protegerse de la luz.

Alexéi se equivoca a menudo, pero no le gusta que se lo digan. Muchos de estos barcos los usaban parahacer contrabando. Si queda algo, no estará en el puente de mando.

Está bien, dijo Anna con reticencia. Pero enciende el Geiger.

Sofía torció la boca pero obedeció a su hermana pequeña. El contador crujió; la medida correspondía a la radiación de fondo que podía encontrarse en cualquier lugar.

¿Más tranquila?

Anna resopló. Siguieron bajando. Se asomaban a las estancias ante las que pasaban pero no veían nada de interés. El suelo de los corredores estaba cubierto de prendas de ropa sucias y arrugadas, cajas rotas y papeles polvorientos. La linterna dibujaba un cono bien definido en la espesa negrura.

¿Sabes dónde estamos?, preguntó Anna. Esto parece un laberinto.

Deja de decir tonterías y abre los ojos. Busca algo que nos podamos llevar. No me dejes todo el trabajo como de costumbre.

Bajaron aún más. Bajaron tanto que Anna no podía creer que todavía siguieran en el barco. Le parecía que tenían que haber abandonado la nave y que lo que ahora recorrían era una red de túneles que se extendía quién sabe si bajo el muelle o bajo el mar. Los mamparos oxidados, el fuerte olor a humedad y el aire pesado, que costaba introducir en los pulmones, reforzaban su impresión. Se cruzaron con unas cuantas ratas.

Sofía se detuvo junto a una compuerta, la abrió y se asomó adentro.

Parece un almacén. Hay cajas. Puede que hayamos tenido suerte.

Anna entró. La estancia era amplia, el techo se elevaba a unos cuantos metros y, en efecto, al fondo había varias cajas de madera, aunque alguien ya las había revisado; estaban abiertas y el suelo sembrado de espuma de poliestireno. Iba a decírselo a su hermana cuando la compuerta se cerró con un fuerte golpe y el almacén, o lo que fuera aquel lugar, quedó sumido en la oscuridad. No había ni un resquicio de luz. Anna gritó llamando a Sofía. No hubo respuesta. Avanzó a tientas hacia la compuerta, o hacia donde creía que estaba. Tropezó con algo y cayó al suelo, haciéndose daño en una rodilla. Siguió adelante arrastrándose. Tanteó el mamparo hasta dar con la compuerta, que encontró bloqueada. Se puso a golpearla con los puños. Mientras tanto no dejó de llamar a su hermana con todas sus fuerzas.

Después de cerrar la compuerta, Sofía había dejado caer todo lo que llevaba consigo, salvo la linterna, y echado a correr para alejarse de los gritos de Anna. Llegó a unas escaleras que subió de tres en tres. El haz de luz brincaba ante ella. Tomó un corredor por el que no recordaba haber pasado antes; los gritos de Anna cada vez más distantes. Nuevas escaleras y otro corredor, medio obstruido por unas estanterías y una pila de cajones y sillas rotas. Al sobrepasar la barrera, esta se vino abajo y terminó de cegar el pasillo. Siguió corriendo. Su hermana golpeaba un mamparo con algo sólido, seguramente la palanca que llevaba entre su equipo. Todo el Borís Butoma temblaba.

Al acometer un nuevo tramo de escaleras, Sofía tropezó, la linterna se le escapó de la mano, cayó contra un escalón, se oyó el ruido de un cristal al romperse y todo quedó a oscuras. En el almacén, Anna reunió sus últimas fuerzas para dar otro golpe con la palanca. Luego se dejó caer sentada en el suelo. Lloraba. Se le ocurrió que podría aplicar la palanca al borde de la compuerta y que quizás así lograra abrirla. Sin embargo siguió sentada y llorando y repitiendo entre sollozos e hipidos el nombre de su hermana.

Sofía tanteó los escalones hasta dar con la linterna. No hubo forma de encenderla. La bombilla estaba rota. Se cortó en un dedo al comprobarlo. Se maldijo a sí misma. Luego se repitió que tenía que mantener la serenidad, que con serenidad saldría de allí. No sabía en qué parte del barco estaba, pero todo lo que tenía que hacer era subir. Buscar unas escaleras y subir. Siempre hacia arriba. De esa forma llegaría a la cubierta o a algún sitio donde hubiera luz. Entonces recuperaría la otra linterna y volvería a por su hermana.

Solo quería asustarla. Dejarla encerrada a oscuras un rato. Luego le diría que se había desorientado y dado vueltas por los corredores hasta conseguir encontrar de nuevo el almacén. Su hermana no la creería, aunque eso no tendría importancia. Sofía quería que se fuera. Por el miedo producido por el encierro, por la evidencia de que no era querida o por ambas razones. Eso era lo que Sofía había planeado. Quería que las cosas volvieran a ser como antes, cuando Alexéi y ella y los gemelos estaban solos y todo iba bien.

Se pegó a un mamparo y, arrastrando los pies para no tropezar con las cosas que había por el suelo, avanzó en busca de unas escaleras.

Anna dejó de repetir el nombre de su hermana. Calló un momento y empezó a llamar a Alexéi. Él encontraría aquel sitio y la sacaría de allí. Alexéi derribaría la puerta si no quedaba más remedio. En cuanto notara su ausencia se lanzaría a buscarla. Y luego echaría a Sofía de casa por haberle hecho aquello a su hermana. La echaría a patadas.

Alexéi era mucho mejor que su difunto marido. Este se emborrachaba cada noche; Alexéi, solo los fines de semana. Y era inteligente; había fabricado el contador Geiger para protegerse a sí mismo y proteger a su familia. Había mantenido a Anna a salvo de la radiación. Gracias a él seguía conservando los dientes y su bonito pelo. Y la casa no estaba mal, con todas aquellas cosas que había llevado de los barcos. Solo le hacían falta unos arreglos. Los chicos eran mayores y pronto se irían, y entonces ella y Alexéi dispondrían de tranquilidad y de más sitio para ellos.

Alexéi, Alexéi... ¿Dónde estás?

Se abrazó a sí misma y cerró los ojos con fuerza para no ver la oscuridad. Seguiría así todo el tiempo que fuera necesario.

Adelante y hacia arriba.

Sofía subió a tientas un tramo de escaleras y se topó con una compuerta cerrada. Fue incapaz de abrirla. Deshizo el camino. Había adoptado el método de no apartar su mano izquierda del mamparo del mismo lado. Creía que así evitaría moverse en círculos. Respiró hondo. Había que dar con otra escalera. Buscar luz. Cualquier luz.

Maldijo la noche polar.

Adelante y hacia arriba.

Alexéi y los gemelos entraron en casa riéndose. Habían vendido todo el cargamento y a buen precio. Alexéi llegaba achispado. Había comprado una botella de vodka por el camino y la había abierto en la furgoneta. Uno de los gemelos se encargó de conducir.

Se extrañaron al no encontrar en casa a ninguna de las mujeres. Alexéi estaba hambriento y rompió a maldecir. Las cosas de Sofía y Anna seguían donde siempre. No había ninguna nota que informara de que hubieran salido. De pronto Alexéi corrió al dormitorio y miró bajo la cama, donde guardaban el equipo que llevaban a los barcos. Sus maldiciones se redoblaron. Aquellas perras se lo habían llevado todo. Los sopletes, el contador Geiger… Habían abandonado sus escasas y estúpidas pertenencias pero se habían llevado lo único que había de verdadero valor en la casa. A continuación Alexéi miró en el escondite secreto de su mujer, un hueco detrás de un rodapié, donde ella guardaba sus ahorros, y lo encontró vacío. Ordenó a uno de los gemelos que corriera a ver si el coche estaba donde tenía que estar. Mientras tanto siguió insultando a las dos hermanas. Aseguró que ellas solas no conseguirían nada. Que morirían de hambre o que volverían a casa con la cabeza gacha y en adelante tendrían que hacer siempre lo que él dijera. Y añadió que entonces preferirían haber muerto de hambre.

Luego ordenó al otro gemelo que le preparara algo de cenar y él se sentó a la mesa del salón y siguió maldiciendo y bebiendo.

Su hijo obedeció. Entró en la cocina y cerró la puerta. Apoyado en el borde del fregadero lloró en silencio. Se tapó los ojos con una mano mientras se mordía la otra para que su padre no lo oyera. El llanto le deformó los rasgos. Imposible saber de cuál de los gemelos se trataba.

Primer amanecer después de dos meses de oscuridad. El sol asoma tras el horizonte y tiñe de color salmón las nubes.

La casa de Alexéi está más desordenada y sucia que cuando su mujer vivía allí, pero entre él y los chicos se las apañan. Vuelven de los barcos al final de la tarde, Alexéi se sienta a beber, se acuerda de Sofía. Seguro que ella llevaba tiempo pensando en irse; la llegada de su hermana aceleró sus planes. La echa de menos a ratos. Los gemelos preparan la cena, la llevan a la mesa. Él toma un bocado y dice:

No está mal. No está mal.

Después dice que ha oído hablar de un buque cisterna que llegará a los muelles en pocos días. Podría ser interesante. Se pregunta en voz alta si merecerá la pena pagar a Nóvikov para subir a bordo antes que los demás. Los gemelos cenan en silencio. Su opinión no importa.

Al mayor Nóvikov no le ha sentado bien la comida. La empanada que la anciana le ha servido como segundo plato llevaba demasiadas coles en el relleno. Se suelta el botón del pantalón y resopla. Se pone en pie tambaleándose y llama a su secretario. Cuando este aparece Nóvikov le dice que antes de volver a la base dará un paseo para bajar la comida. Luego le ordena buscar a esa bruja y sacarla del rincón donde esté escondida. Quiere que ella lo acompañe.

Poco después Nóvikov recorre los muelles a pie. Lleva el cuello del abrigo levantado y suelta pequeños eructos por un costado de la boca. La anciana lo sigue a regañadientes. Sopla un viento húmedo y helador. La anciana tirita. Nóvikov se da cuenta pero hace como que no. Esa vieja no se moverá de allí hasta que él le permita irse. La próxima vez tendrá más cuidado a la hora de preparar el relleno de la empanada. Ya le había dicho que tiene problemas para digerir las coles.

El mayor se detiene con expresión contraída en el borde del muelle. El agua es de color grafito y en la superficie flota basura y las manchas de hidrocarburo forman unas auras multicolores alrededor. Si la maldita corriente del Golfo no pasara por allí, tendrían hielo, piensa. El hielo tiene sus cosas buenas. Evita ver el sucio color del agua y también la basura. En otros puertos tienen hielo y se las apañan. A continuación menea la cabeza y sonríe, divertido por la capacidad de las personas para envidiar incluso lo que no quieren.


jueves, 26 de enero de 2017

EL OTRO YO (Mario Benedetti)


Se trataba de un muchacho corriente: en los pantalones se le formaban rodilleras, leía historietas, hacía ruido cuando comía, se metía los dedos a la nariz, roncaba en la siesta, se llamaba Armando Corriente en todo menos en una cosa: tenía Otro Yo.

El Otro Yo usaba cierta poesía en la mirada, se enamoraba de las actrices, mentía cautelosamente , se emocionaba en los atardeceres. Al muchacho le preocupaba mucho su Otro Yo y le hacía sentirse incómodo frente a sus amigos. Por otra parte el Otro Yo era melancólico, y debido a ello, Armando no podía ser tan vulgar como era su deseo.

Una tarde Armando llegó cansado del trabajo, se quitó los zapatos, movió lentamente los dedos de los pies y encendió la radio. En la radio estaba Mozart, pero el muchacho se durmió. Cuando despertó el Otro Yo lloraba con desconsuelo. En el primer momento, el muchacho no supo que hacer, pero después se rehizo e insultó concienzudamente al Otro Yo. Este no dijo nada, pero a la mañana siguiente se había suicidado.

Al principio la muerte del Otro Yo fue un rudo golpe para el pobre Armando, pero enseguida pensó que ahora sí podría ser enteramente vulgar. Ese pensamiento lo reconfortó.

Sólo llevaba cinco días de luto, cuando salió a la calle con el propósito de lucir su nueva y completa vulgaridad. Desde lejos vio que se acercaban sus amigos. Eso le llenó de felicidad e inmediatamente estalló en risotadas.

Sin embargo, cuando pasaron junto a él, ellos no notaron su presencia. Para peor de males, el muchacho alcanzó a escuchar que comentaban: «Pobre Armando. Y pensar que parecía tan fuerte y saludable».

El muchacho no tuvo más remedio que dejar de reír y, al mismo tiempo, sintió a la altura del esternón un ahogo que se parecía bastante a la nostalgia. Pero no pudo sentir auténtica melancolía, porque toda la melancolía se la había llevado el Otro Yo.

martes, 24 de enero de 2017

DI BUENAS NOCHES (Saiz de Marco)


Levántate.

Vístete.

Desayuna.

Despídete de tu mujer.

Cierra la puerta despacio, no sea que despiertes a los niños.

Sal a la calle. Camina.

Saluda a tus compañeros. Espera con ellos el autobús.

Apéate al llegar al campo de prisioneros.

Firma el control de entrada.

Incorpórate a tu puesto.

Separa a los reclusos. A un lado, los válidos para el trabajo. A otro, los inútiles, los viejos, los enfermos. Finalmente las mujeres y los niños.

Destínalos: talleres para unos; gas para otros.

No mires a los ojos. Has de creer que son objetos. Sólo di números y “al taller” o “revisión higiénica”.

No oigas sus gritos. Canturrea, tararea algo mientras sollozan. No mires que se abrazan. No compartas su espanto. Esto no va contigo. Piensa “es mi trabajo, yo sólo cumplo órdenes”.

Comprueba que el dispositivo ha funcionado. Abre la puerta. Manda llevar los cadáveres al horno.

Mira el reloj. Pausa para la comida.

Charla con los colegas. Comenta cotilleos, rumores de la guerra.

Vuelve al trabajo. Ordena que recojan a los de los talleres. Haz recuento.

No admitas preguntas. Silencia, amenaza, castiga a quienes quieran saber.

Ve al pabellón de guardias. Date una ducha, quítate ese olor.

Firma el parte de salida. Espera el autobús.

Baja. Camina hasta tu casa. Besa a tu mujer. Besa a tus hijos. Acaricia al perro. Sácalo a orinar.

Piensa en frivolidades: en el partido del domingo, en el lavabo que gotea… Prohíbete pensar en ojos o en sollozos.

Vuelve a casa. Ayuda a los niños con los deberes. Busca una radio con música. Cena con la familia.

Di “buenas noches, niños”. Ponte el pijama. “Buenas noches, mi amor”. Dale la mano, quizá algo más. Y ahora la pastilla para dormir. No pienses en nada. Sobre todo no pienses. Duérmete. Descansa. Mañana espera otro día de trabajo.



LA VIDA POR LA OPINIÓN (Francisco Ayala)


Esto no son cuentos. Ocurre que, por su carácter vehemente, o quizá por falta de experiencia cívica, los españoles han propendido siempre a tomar la política demasiado a pechos. La última guerra civil los dejó deshechos, orgullosísimos, y con la incómoda sensación de haber sufrido una burla sangrienta. Apenas les consolaba ahora, rencorosamente, el ver a sus burladores enzarzados a su vez en el mismo juego siniestro -pues había comenzado en seguida la que se llamaría luego Segunda Guerra Mundial...-.

Yo soy uno de aquellos españoles. Habiendo leído a Maquiavelo por curiosidad profesional y aun por el puro gusto, no ignoraba que la política tiene sus reglas; que es una especie de ajedrez, y nada se adelanta con volcar el tablero. Pero si envidiaba -y cada día envidio más- la prudente astucia de los italianos, que saben vivir, también me daba cuenta de que, por nuestra parte, nos complacemos nosotros en no tener remedio, y estamos siempre abocados a abrir de nuevo el tajo y caer al hoyo. Ningún escarmiento nos basta, ni jamás aprendemos a distinguir la política de la moral. Recién derrotados, ¿no estábamos cifrando acaso todas nuestras esperanzas en el triunfo de aquellas mismas potencias que, atados de pies y manos, acababan de entregarnos a la voracidad fascista? Sí; como tantos otros exiliados, esperaba yo desde la otra orilla del océano lo mismo que esperaban en la Península millones de españoles: la caída de la sucursal que el eje Berlín-Roma tenía instalada en Madrid; lo mismo que, con temerosa expectativa, aguardaban también los titulares, partidarios y beneficiarios de ese régimen.

Unos y otros, los españoles de ambos bandos estábamos engañados en nuestros cálculos. Podían ser éstos correctos, e irreprochables los razonamientos en que se fundaban; pero ¿a qué confundir lógica e historia, que son dos asignaturas tan distintas? Después de aniquilar a Mussolini y Hitler, las democracias tendieron amorosa mano a su tierno retoño, que se tambaleaba; no fuera, ¡por Dios!, a caerse. En vista de lo cual, amigos, lasciate ogni esperanza.

Para entonces -año de 1945- vivía yo en la ciudad de Río de Janeiro, por cuyo puerto pasaban, rumbo al sur, algunos escapados de aquel infierno. Tuve ocasión de hablar con varios. Recuerdo, entre otros, a un joven de acaso treinta años, o no muchos más, tan nervioso el infeliz que cuando alguien lo interpelaba, saltaba con un repullo. Y se comprende: nueve años había vivido con la barba sobre el hombro, de un lugar a otro, bajo nombre supuesto. Era un maestrito de Ávila, quien, al producirse la sublevación militar en 1936, escapó de la ciudad, y huido había estado desde entonces, prácticamente, hasta ahora. No iba a ser tan cándido -me explicó- que estando inscrito en el Partido Socialista se quedara allí para que lo liquidaran. Su familia había tenido amistad con el diputado don Andrés Manso, y así le fue a su familia. (No conseguí que me contara -ni tampoco me pareció discreto, piadoso, insistir demasiado- lo que a su familia le había pasado. En cuanto al señor Manso, es bien sabido cómo su apellido sugirió a las nuevas autoridades la idea de hacerlo lidiar públicamente en la plaza de toros, y que esa muerte le dieron.) En fin, mientras nos tomábamos nuestros cafeciños en un bar de la avenida Copacabana hasta la hora en que salía su barco, el hombre me contó lo que buenamente quiso, con miradas de soslayo a las mesas vecinas y siempre en palabras medio envueltas, acerca de la que él llamaba su odisea -una odisea de tierra adentro cuyos puertos habían sido poblachones manchegos o andaluces donde trabajaba por nada, apenas por poco más que la comida (y esto era lo prudente), y de donde se largaba tan pronto como lo juzgaba también prudente, casi todas las veces a pie, hacia otro pueblo cualquiera, pues en todos ellos hay estudiantes rezagados a quienes preparar para los exámenes, u opositores al cuerpo de correos o de aduanas, encantados de aprovechar los servicios de profesor tan menesteroso.

¿Que por qué no había intentado salir antes de España? Pues a la espera de que concluyese la guerra mundial y, con el triunfo de las democracias... ¿Que por qué, ahora que había terminado, se iba? Ésta era la cosa.

Sonrió con una sonrisa amarga, y se bebió de un trago el café dulzón (echaba a sus jícaras una cantidad absurda de azúcar, las saturaba: años y años hacía que el azúcar faltaba en España). Me contó luego que la noticia del triunfo laborista en las elecciones inglesas le había sorprendido (aunque, claro está, no fue sorpresa, lo esperaba; la buena racha había empezado); en fin, cuando se supo la noticia estaba él en cierto pueblo de la provincia de Córdoba, creo que me dijo Lucena, donde se ocupaba en llevarle los libros a un estraperlista de marca mayor, aunque no del todo mala persona, a final de cuentas. Aquella noche, en la oscuridad del cine, se formó un tole-tole colosal, con gritos, vivas, mueras y palabras gruesas, hasta que encendieron la luz, y no pasó nada. En lugar de las medidas naturales, se produjo al otro día un fenómeno increíble: las gentes del régimen estaban despavoridas en el pueblo. Es claro: en Madrid, ya los grandes capitostes estarían liando el petate; pero los jerarcas provincianos, con menos recursos, tenían que acudir a congraciarse por todos los medios, y buscaban a los parientes de las víctimas, les daban explicaciones no pedidas, querían convidar, se sinceraban: «Ven acá, hombre, Fulano; anda, vamos a tomarnos una copa de coñac, que tengo que hablar contigo. Mira, yo quiero que sepas... A ti te han contado que a tu padre fui yo quien... Sí, sí, no digas que no. Yo sé muy bien que te han metido esa idea en la cabeza; es más, me consta que Mengano ha sido quien te vino con el cuento. Pero, ¿sabes tú por qué? Pues, precisamente, para sacarse él el muerto de encima. Escúchame, hombre: es bueno que estés enterado de cómo pasó todo. Resulta que ese canallita de Mengano... Pero tómate otra copa de coñac.» Etcétera. Y a vuelta de vueltas se producían protestas de amistad, ofrecimientos de un empleo «digno de ti» o de participación en algún negocio, porque, «lo que yo digo, hoy por ti y mañana por mí»; mientras que los ahora solicitados, que no se chupaban el dedo (¿quién, hoy día, no sabe latín en España?), callaban, asentían, se contemplaban la punta de los zapatos, saltándoles dentro del pecho el corazón de gozo a la vista de portentos tales.

Pero, ¿qué sucedió? Sucedió que, antes de que todo se fuera por la posta, le faltó tiempo al compañero Bevin, ahora elevado a ministro del Exterior, para levantarse en la Cámara de los Comunes y ofrecerle a Franco la seguridad de que el nuevo gobierno británico no daría paso alguno en contra suya. Esto ocurrió en agosto; en septiembre empezaron los juicios de Nuremberg, y también los camaradas soviéticos olvidaron magnánimamente que cierta División Azul los había combatido sin declaración de guerra en el suelo mismo de la Santa Rusia.

«Entonces yo -prosiguió el maestrito socialista de Ávila- me eché a andar hacia la frontera portuguesa, pude cruzarla, y aquí estoy ahora rumbo a Buenos Aires, donde tengo parientes.»
No he vuelto a saber nada de él; espero que le haya ido bien, y que tenga a estas horas los nervios más tranquilos.

Esto, como antes decía, no son cuentos. Es que los españoles jamás terminamos de aprender las reglas del juego; somos incapaces de entender la política: la tomamos demasiado a pechos, nos obcecamos, nos empecinamos, y...

Si cuestión fuera de escribir un cuento, bien podría ello hacerse a base de lo que me relató otro fugitivo que, pocos meses después, llegó a mi puerta con carta de presentación de uno de mis antiguos amigos. Se trataría de un «caso de honra», y el cuento podría llevar un título clásico: La vida por la opinión. Pero ¿cómo escribirlo, digo, cómo adobar en una ficción hechos cuya simple crudeza resulta mucho más significativa que cualquier aderezo literario? Me limitaré a referir lo que él me dijo.

Mi nuevo visitante era un sevillano gordete, peludo y de ojos azules, tostado todavía del sol y del aire marino. Llegó a casa, y se instaló en una butaca de la que no había de rebullir ni moverse en cinco horas. Más que nada, quería orientarse, que orientara yo sus pasos primeros por el Nuevo Mundo. Le ofrecí un cigarrillo, y lo rechazó con una sonrisa. «Antes fumaba», me explicó; y yo comprendí que ese antes era antes de la guerra, «pero dejé de fumar, porque hubiera sido un peligro constante. La colilla olvidada en un cenicero, el mero olor del humo, hubiera bastado a delatar la presencia de un hombre en mi casa». Entonces me contó su historia.

Pero al reproducirla debo adelantarme a advertir que es una historia bastante inverosímil. A la invención literaria se le exige verosimilitud; a la vida real no puede pedírsele tanto.

El gordete era también profesor (¡dichosa actividad docente!); pero éste, no de primeras letras como el maestro de Ávila, sino de enseñanza secundaria; era de los que por entonces se llamaron cursillistas, profesores formados a toda prisa para cubrir las plazas de los institutos que la República había creado, y estaba destinado en uno de Cádiz, o cerca de Cádiz, cuando empezó la danza llamada Glorioso Movimiento tuvo que esconderse, claro está: durante la pasada campaña electoral había trabajado con entusiasmo por uno de los partidos republicanos...

Catedrático reciente de un reciente instituto, nuestro hombre estaba también recién casado: se había casado hacia pocas semanas, al principio de las vacaciones estivales, y el susodicho movimiento o danza de la muerte sorprendió a los tórtolos anidados en casa de la madre del novio, viuda, que vivía en Sevilla. Allí se encontraban en aquella fecha memorable.

Se recordará que en Sevilla la lucha fue larga y la confusión grande. Ante la perspectiva del previsible desenlace, el joven profesor imaginó y puso en práctica un ingenioso expediente que le permitiera salvar el pellejo; y fue, conseguir de un albañil vecino suyo que, con el mayor secreto, le ayudara a preparar un escondite, especie de pozo excavado en el rincón oscuro de la sala interior donde el nuevo matrimonio tenía instalada su alcoba; un agujero del ancho de cuatro losetas, y lo bastante hondo para que él se metiera de pie; tras de lo cual, ajustando en su sitio aquellas cuatro losetas pegadas sobre una tabla a modo de tapadera, no había medio de que se notara nada debajo de la cama.

Lo acordado era que nadie sino la madre y la esposa, ellas y nadie más, conocerían su presencia en la casa y su escondite. El albañil amigo, un buen hombre que nunca hubiera hablado, porque en ello le iba la vida, tampoco podía hablar ya, pues de todas maneras los fascistas lo liquidaron no bien se hubieron apoderado del barrio; de modo que era secreto garantizado: la madre y la esposa; el resto de la familia, hermanos, tíos, primos y demás parientes, cuando se interesaban por su paradero obtenían de ambas mujeres la mismísima respuesta que los vecinos curiosos y que las patrullas falangistas: Felipe (Felipe se llamaba) desapareció el día tal sin dejar dicho adónde iba, y desde entonces no habían vuelto a tener noticias suyas; lo más probable era que en aquellos momentos estuviese el infeliz bajo tierra. Esto, entre lágrimas y suspiros que el interesado escuchaba, embutido allí como un apuntador de teatro.

Su vida se redujo, pues, con esto a la de un ratón que a la menor alarma corre a refugiarse en su agujero; o mejor, a la de un topo. En el agujero mismo, sólo se metía cuando alguien llegaba a la casa, ya fueran falangistas husmeantes, y a veces otros imprecisos investigadores, que él oía trajinar, rebuscar e interrogar, y amenazar y hasta maltratar a su madre y a su mujer, saltándosele el corazón de temor y de ira; no sólo -digo- se enterraba vivo cada vez que venían en su busca quienes quisieran matarlo (y no tardaron poco en convencerse y desistir), sino también cuando acudían a preguntar por él quienes lo querían bien: sus hermanos mayores, casados, su suegro, algún temeroso amigo. Y las dos mujeres, que habían sabido mantenerse irreductibles en su negativa, incluso las veces que las llevaron a declarar en el cuartelillo dejándolo a él más muerto que vivo, irreductibles fueron también frente a los que se angustiaban por su suerte. Oculto a pocos metros de ellos, escuchaba esas conversaciones morosas en que se hablaba de lo que estaba ocurriendo y con indignada lástima se comentaba el destino de algún conocido que había caído en sus manos, volviendo siempre al tema de nuestro pobre Felipe, y qué habría sido de él, mientras el pobre Felipe, a dos pasos, se distraía con su charla o, aburrido pronto de los largos silencios, se impacientaba, deseoso de que por fin dieran término a la visita y se marcharan para poder salir de su escondrijo.

Pero si en éste se refugiaba tan sólo cuando llegaba gente a la casa, vivía por lo demás encerrado en ella como un topo, sin salir nunca de la habitación oscura. Habían decidido, por astuta precaución, tener abiertas de par en par las puertas de la calle durante todo el santo día -era la mejor manera de disipar sospechas-, y él se lo pasaba en la alcoba del fondo. Ahí hacía su vida, si vida podía llamarse a semejante confinamiento en el que, para estar ocupado en algo y no volverse loco, se entretenía en tejer toquillas de lana, que su madre vendía luego, o se aplicaba a tareas increíbles, tales como la de redactar, con una letrita minúscula de cegato, un galimatías exclusivamente compuesto por nombres y adjetivos inusuales, expurgados con paciencia benedictina del diccionario cuyos volúmenes adornaban el estantito junto al rincón. A base de vocablos como «dipneo», «gurdo» y «balita», que rebuscaba durante horas y cuyas más raras acepciones retenía en la memoria, iba escribiendo en un cuaderno -que, llegado el caso, sepultaba consigo en el agujero- un absurdo relato ininteligible, a pesar de hallarse formado por palabras todas ellas legítimas de la lengua castellana.

Me tendió el cuaderno, que traía dentro de una cartera; me hizo leer dos o tres párrafos, y aguardó el efecto con sonrisa satisfecha. Yo estaba de veras fascinado: aquello era un arcano; era poesía pura. «¿Cree usted que se podrá hacer algo con este trabajo?», me preguntó. No supe qué contestarle. Agregó: «Me da pena la idea de destruirlo. Son casi nueve años de esfuerzo».

Casi nueve años, pronto se dice. ¡Qué no será capaz de soportar el ser humano! Nueve años, casi. Primero, con la esperanza de que el gobierno republicano ganara la guerra; después, con la esperanza de que las democracias triunfaran del eje Berlín-Roma. Como un topo, nueve años. Y no es que careciera el hombre de compensaciones durante ese tiempo. Aunque los recursos económicos de la casa escaseaban, de un modo u otro procuraban las mujeres prepararle platos sabrosos (y él protestaba, divertido: «Van ustedes a hacer que me ponga gordísimo, y un día no cabré en el agujero. Ha de pasarme como al ratón de la fábula, sino que al revés: él se quedó preso dentro, y yo no voy a poder meterme cuando haga falta.» Ellas se reían, y contestaban a su broma con otras por el estilo). Sin trabajar, tenía Felipe las dos cosas por las cuales, según el libro del Arcipreste, trabaja el hombre: mantenencia, y fembra placentera, pues a la noche disfrutaba el amor conyugal, sazonado por cierto con las especias picantes del furtivo, ya que más de una vez, empujado por alarmas que no siempre resultaron falsas, tuvo que saltar de la cama y esconderse a toda prisa bajo ella, para meterse entero, de cabeza, en el seno de la tierra.

Nueve años, uno tras otro, siempre a la espera de poder asomar sin peligro a la luz del día. Hasta que, por fin, empezó a parecer que se divisaba la salida del largo túnel: desembarco aliado en África, ídem en las playas de Normandía... El momento se acercaba; la hora iba a sonar; ya era cosa hecha: la democracia había destruido al totalitarismo; y, para colmo, los laboristas ingleses, en cuya propaganda electoral se había usado con mucho efecto el tema de España, ganaban el gobierno.

Por Sevilla corrió esta noticia como reguero de pólvora. Llorando de gozo la pobre vieja, la madre de Felipe le preparó aquel día a su hijo un frito riquísimo de criadillas y sesos con pimientos morrones, y trajo una botella de sidra; brindaron los tres alegremente. Y a la noche el matrimonio se abandonó a las naturales efusiones sin precaución, ni postcaución, de clase alguna, puesto que la libertad, y la felicidad, estaban a la vista.

Eso pensaban ellos. Pero ya es sabido lo que ocurrió. Expectativas que tan seguras parecían, se desinflaron en seguida. Y Felipe volvió, rabiosamente, a su diccionario, en busca de palabras raras con que seguir hinchando el volumen de su absurdo manuscrito; encarnizado y oscuro, procuraba no pensar en nada, ahora.

¡No pensar en nada! ¡Como si se pudiera acaso no pensar en nada! El cuaderno crecía y crecía, y seguía creciendo. Pero he aquí que también el vientre de la descuidada esposa empezó muy pronto a dar señales ostensibles de que el fugaz momento de la esperanza no había sido infecundo.

Y esto, que -de no haberse malogrado aquella esperanza- hubiera completado el cuadro de su ventura, en las circunstancias actuales debía traerle a nuestro pobre topo serias tribulaciones. Felipe era hombre de honor. Si todo el mundo, si Sevilla entera lo daba por ausente, ¿con qué cara?..., ¿a dónde iría a parar ese honor cuando se hiciera notorio y no pudiera ocultarse más el embarazo de su esposa? Con toda claridad -pues ya hemos podido darnos cuenta de que era persona tan lúcida como, a pesar de todo, razonablemente previsora- se le planteó este problema no bien el calendario, vigilado con ansiedad por todos tres en la casa, autorizó los primeros barruntos, confirmando los temores de marido, mujer y suegra. De ahí en adelante sería una carrera desesperada con el mismo calendario. No era posible, a pesar de todos los desengaños, que los aliados triunfantes sostuvieran en España al engendro de Mussolini y Hitler. Los juicios de Nuremberg habían comenzado, y el comandante de la División Azul era, en Madrid, capitán general de la región. ¿Cómo no iban los rusos, caramba...?

Pero, supongamos que no -se decía Felipe-. Pongámonos en lo peor, ya que esa gente no da señales de tener prisa ninguna. Digamos que, entre unas cosas y otras, siguen pasando semanas y meses, llega el momento en que ya no pueda disimularse más la preñez de mi mujer. ¿Quién va a adivinar entonces que el gallo tapado es nada menos ni nada más que su legítimo esposo? Felipe está huido, Felipe falta de Sevilla hace dos años; y ahora su señora nos sale con una barriga... No, eso no, eso nunca. ¡Nunca! ¡Mejor la muerte! Aunque me dejen como al gallo de Morón, yo tengo que cantar en lo alto del palo y hacer que me vean antes de que nadie pueda figurarse cosas. ¡Bueno fuera!... Por otro lado -pensaba Felipe-, si el tiempo corre y la situación no cambia, ¿hasta cuándo voy a seguir yo agazapado aquí como un conejo, asustado como un ratón, metido en este agujero como un topo? ¿Es que no voy a asomar ya nunca a la luz del día? ¡De ningún modo! Correría su suerte; y si querían matarlo, que lo mataran.

Decidido, pues, a salir del escondite, nuestro hombre, que no carecía de recursos, urdió para ello una trama de negociaciones, con cierto tufillo a contubernio, que había de darle resultado positivo. Descubriéndose a un cierto pariente suyo que tenía vinculaciones oficiales, le encargó de sondear a las autoridades. El momento era muy favorable: aún no se habían repuesto éstas del susto pasado; todavía no las tenían todas consigo, y el régimen hacía títeres e insinuaba divertidas morisquetas para congraciarse a los vencedores de la guerra mundial. Cómo se arregló, no lo sé a punto fijo. Mi visitante no se mostraba explícito acerca de los detalles, eludía mis preguntas. Pero el caso es que nuestro gordote, a quien un puntilloso sentimiento del honor había desalojado de su agujero, venía provisto de pasaporte en regla y traía consigo, para venderlos en América, unos cuantos objetos preciosos, imágenes de talla, cofrecillos antiguos y no sé qué más me dijo. De objetos tales está lleno el mundo. El tesoro artístico de España ha debido de sufrir, en siglo y medio, considerables mermas. Si en el muro de una iglesia un lienzo moderno, o primoroso cromo, sustituye a algún viejo retablo, o si falta un crucifijo de marfil, que era bastante feo después de todo, el saqueo se atribuirá a las tropas de Napoleón o, ahora, al vandalismo de los rojos. No quise ver lo que se había confiado a la gestión de mi visitante, ni tampoco supe orientarlo en lo que le interesaba. Tenía urgencia por deshacerse de aquellas cosas; sólo cuando las hubiera vendido podría sacar de Sevilla a su familia: madre, esposa y, ya, una hermosa niña de pocos meses.

«¡Ah! ¿Fue una niña?», dije yo. «Una niña hermosísima, Conchita. Nombre bien español, ¿eh?: Concepción. Y bien sevillano: Murillo no se cansaba de pintar Inmaculadas. Sólo que yo -agregó- bajo esa inicial coloco siempre mentalmente alguna otra palabra: si no Imprudente, o Inoportuna, por lo menos la Incauta Concepción...»

Desde luego, él se había exhibido ampliamente por las calles de Sevilla durante más de un mes antes de emprender su viaje; todo el mundo pudo verlo, y nadie abrigaría duda alguna sobre el embarazo de su mujer; las habladurías estaban eliminadas. «Los primeros días no podía yo ponerme al sol, me dolían los ojos, estaba deslumbrado, no veía, tuve que usar gafas verdes; y también mi cara estaba verde como las acelgas, de tantísimos años en la oscuridad.»

Ahora, tras de cruzar el océano, lucía un saludable color tostado. Con su mano peluda acariciaba todavía, al despedirse de mí, su absurdo manuscrito. Estaba encariñado con él. «Nueve años de mi vida, fíjese; lo mejor de la juventud. ¿Valía para esto la pena...?»

lunes, 23 de enero de 2017

EL LEVE PEDRO (Enrique Ánderson Imbert)


Durante dos meses se asomó a la muerte. El médico refunfuñaba que la enfermedad de Pedro era nueva, que no había modo de tratarse y que él no sabía qué hacer... Por suerte el enfermo, solito, se fue curando. No había perdido su buen humor, su oronda calma provinciana. Demasiado flaco y eso era todo. Pero al levantarse después de varias semanas de convalecencia se sintió sin peso.

-Oye -dijo a su mujer- me siento bien pero ¡no sé!, el cuerpo me parece... ausente. Estoy como si mis envolturas fueran a desprenderse dejándome el alma desnuda

-Languideces -le respondió su mujer.

-Tal vez.

Siguió recobrándose. Ya paseaba por el caserón, atendía el hambre de las gallinas y de los cerdos, dio una mano de pintura verde a la pajarera bulliciosa y aun se animó a hachar la leña y llevarla en carretilla hasta el galpón.

Según pasaban los días las carnes de Pedro perdían densidad. Algo muy raro le iba minando, socavando, vaciando el cuerpo. Se sentía con una ingravidez portentosa. Era la ingravidez de la chispa, de la burbuja y del globo. Le costaba muy poco saltar limpiamente la verja, trepar las escaleras de cinco en cinco, coger de un brinco la manzana alta.

-Te has mejorado tanto -observaba su mujer- que pareces un chiquillo acróbata.

Una mañana Pedro se asustó. Hasta entonces su agilidad le había preocupado, pero todo ocurría como Dios manda. Era extraordinario que, sin proponérselo, convirtiera la marcha de los humanos en una triunfal carrera en volandas sobre la quinta. Era extraordinario pero no milagroso. Lo milagroso apareció esa mañana.

Muy temprano fue al potrero. Caminaba con pasos contenidos porque ya sabía que en cuanto taconeara iría dando botes por el corral. Arremangó la camisa, acomodó un tronco, tomó el hacha y asestó el primer golpe. Entonces, rechazado por el impulso de su propio hachazo, Pedro levantó vuelo.

Prendido todavía del hacha, quedó un instante en suspensión levitando allá, a la altura de los techos; y luego bajó lentamente, bajó como un tenue vilano de cardo.

Acudió su mujer cuando Pedro ya había descendido y, con una palidez de muerte, temblaba agarrado a un rollizo tronco.

-¡Hebe! ¡Casi me caigo al cielo!

-Tonterías. No puedes caerte al cielo. Nadie se cae al cielo. ¿Qué te ha pasado?

Pedro explicó la cosa a su mujer y ésta, sin asombro, le convino:

-Te sucede por hacerte el acróbata. Ya te lo he prevenido. El día menos pensado te desnucarás en una de tus piruetas.

-¡No, no! -insistió Pedro-. Ahora es diferente. Me resbalé. El cielo es un precipicio, Hebe.

Pedro soltó el tronco que lo anclaba pero se asió fuertemente a su mujer. Así abrazados volvieron a la casa.

-¡Hombre! -le dijo Hebe, que sentía el cuerpo de su marido pegado al suyo como el de un animal extrañamente joven y salvaje, con ansias de huir-. ¡Hombre, déjate de hacer fuerza, que me arrastras! Das unas zancadas como si quisieras echarte a volar.

-¿Has visto, has visto? Algo horrible me está amenazando, Hebe. Un esguince, y ya comienza la ascensión.

Esa tarde, Pedro, que estaba apoltronado en el patio leyendo las historietas del periódico, se rió convulsivamente, y con la propulsión de ese motor alegre fue elevándose como un ludión, como un buzo que se quita las suelas. La risa se trocó en terror y Hebe acudió otra vez a las voces de su marido. Alcanzó a agarrarle los pantalones y lo atrajo a la tierra. Ya no había duda. Hebe le llenó los bolsillos con grandes tuercas, caños de plomo y piedras; y estos pesos por el momento dieron a su cuerpo la solidez necesaria para tranquear por la galería y empinarse por la escalera de su cuarto. Lo difícil fue desvestirlo. Cuando Hebe le quitó los hierros y el plomo, Pedro, fluctuante sobre las sábanas, se entrelazó con los barrotes de la cama y le advirtió:

-¡Cuidado, Hebe! Vamos a hacerlo despacio porque no quiero dormir en el techo.

-Mañana mismo llamaremos al médico.

-Si consigo estarme quieto no me ocurrirá nada. Solamente cuando me agito me hago aeronauta.

Con mil precauciones pudo acostarse y se sintió seguro.

-¿Tienes ganas de subir?

-No. Estoy bien.

Se dieron las buenas noches y Hebe apagó la luz.

Al otro día cuando Hebe despegó los ojos vio a Pedro durmiendo como un bendito, con la cara pegada al techo.

Parecía un globo escapado de las manos de un niño.

-¡Pedro, Pedro! -gritó aterrorizada.

Al fin Pedro despertó, dolorido por el estrujón de varias horas contra el cielo raso. ¡Qué espanto! Trató de saltar al revés, de caer para arriba, de subir para abajo. Pero el techo lo succionaba como succionaba el suelo a Hebe.

-Tendrás que atarme de una pierna y amarrarme al ropero hasta que llames al doctor y vea qué pasa.

Hebe buscó una cuerda y una escalera, ató un pie a su marido y se puso a tirar con todo el ánimo. El cuerpo adosado al techo se removió como un lento dirigible.

Aterrizaba.

En eso se coló por la puerta un correntón de aire que ladeó la leve corporeidad de Pedro y, como a una pluma, la sopló por la ventana abierta. Ocurrió en un segundo. Hebe lanzó un grito y la cuerda se le desvaneció, subía por el aire inocente de la mañana, subía en suave contoneo como un globo de color fugitivo en un día de fiesta, perdido para siempre, en viaje al infinito. Se hizo un punto y luego nada.

domingo, 22 de enero de 2017

OTRO CRIMEN PASIONAL (Fernando Quiñones)


En febrero de 1964 y en una cafetería céntrica de P., Alemania (plaza famosa por su secular producción de compositores románticos, niebla, piezas de arte religioso y piezas de materiales de guerra), un obrero de la provincia de Jaén, de veintidós años, y una estudiante de Ciencias Biológicas, nativa y de diecinueve, se conocieron por una de tantas casualidades.
El muchacho sorbía su café de un modo elemental y ruidoso; desde la mesa inmediata, ella, muy hermosa, tuvo por fin que mirar y sintió como un latigazo interior, por otra parte nada nuevo, que la conmovía de pies a cabeza. Entonces, el chico, un animal moreno de grandes ojos, reparó en esa atención y remitió a la desconocida un guiño, al que ella respondió moviendo en el aire una lenta mano expresiva.
Siniestramente, como se verá, tan breves manifestaciones no acabaron ahí: todo eso sucedía a las ocho de la mañana; a las veinte treinta, el irredento social del Sur y la bárbara de las brumas estaban más que distraídos en un departamento de la Schumannstrasse, prontamente cedido para el caso por dos amigas de la afectada.
Estos encuentros cubrieron tres, cuatro impetuosos meses. Sin saberlo, cada mitad de la asociación procuraba en la otra lo que no hallaba en sí misma, sentimiento común y nada vengativo. El chico buscaba en ella el refinamiento de maneras, la desenvoltura, la tersura -algo aséptica- de su cuerpo y su ambiente. Ella en él, el impulso rudimentario y bisóntico, la pasión, el imperio de aquellas manos alegremente salvajes y oscuras, dominadoras. Sin embargo, para ella el amor era una cosa importante pero habitual, y para él una novedad solemne, cegadora y definitiva, algo muy lejos y para muy lejos, vagamente relacionado con la madre y los abuelos y la remota casa junto al olivar, bajo el azul imperturbable.
Según los siempre estimados informes del experto en almas O.Schlesswig-Dalida, en esa diferencia de conceptos está la clave de cuanto ocurrió. Los jueces, forzados a la necesidad de resolver, no dejaron de tener en cuenta las delicadas razones de Schlesswig-Dalida, pero concluyeron adjudicándolo todo a un clásico ejemplo de trastorno mental, de índole pasional y transitoria.
No nos anticipemos, sin embargo, a la primorosa realidad de los hechos, que hallan continuación en el súbito, vertiginoso cansancio de la chica. Reducidos ya a plana costumbre los alicientes amatorios del andaluz, el muchacho comienza a resultarle demasiado incómodo, sobre todo fuera de horas. Nada sabía ni pensaba en nada; ignoraba con intachable imparcialidad a Goethe, al PC, a Beethoven, a Hitler, a Uwe Seeler, a Bertolt Brecht o a Joan Baez; sólo manejaba setenta u ochenta palabras alemanas y ésas a la buena de Dios, vinieran o no al caso excepto "guten Abend" y "auf wiedersehen bis Morgen"; impresentable en los círculos estudiantiles de la muchacha (quien lo exhibió al principio en ellos con cierto aunque no excesivo orgullo, como si se tratara de un jaguar amigo o de una planta bella y peligrosa), ningún otro divertimiento podía él ofrecerle sobre los que ya le había deparado.
Una tarde, pues, resolvió eliminarlo de sus días. Se dedicó a explicarle, por palabras y señas, que todo había concluido, aunque podían quedar como buenos amigos. Lo despidió con cachetadita cariñosa y hasta le gustó el imprevisto adiós del chico, que se fue con un irritado portazo pero entre carcajadas.
Al día siguiente, lunes, él la esperaba como y donde siempre. Ella lo recibió con una amable y fastidiada cortesía distanciadora, y al dejarlo estaba segura de que, por fin, se había hecho entender, de que ya no habría más problemas y de que tampoco hubiera sido correcto no despedirse con un homenaje final, congruente con el rico pasado.
Pero el martes tuvo que insistirle en la conveniencia de no seguir viéndose (ah libido, feelings, Gefuhle, Eurípides, Arthur Miller, Henry Miller, cuánta, cuánta razón), y además le había sido presentado alguien ideal, un ingeniero maduro, casado, dotadísimo y medio francés, estupendamente nuevo para ella. Ahora un tanto extrañada, oyó con impaciente distracción las identificables protestas de "¡imposible, imposible!" por parte del íbero (quien, como todos hemos entendido ya, se había enamorado más bien para siempre).
El miércoles, fiesta, desesperada de tanta terquedad y cerca del mediodía, tuvo el desacierto de acertar a convencerlo de que todo había terminado seriamente y ni vio los tres limpios viajes de la navaja cabritera con que él la echó por tierra casi a las puertas de su misma casa.
Tres meses después, unas quinientas enamoradas de catorce a sesenta y cinco años, todas en posesión de notables existencias de instinto, melancolía, adrenalina, tedio, devoción por el acusado y envidia de la fallecida, tuvieron que ser desalojadas de la sala pública en la que, por fin, pudo celebrarse el juicio contra el muchacho del amor a la antigua.

sábado, 21 de enero de 2017

MANZANAS ROJAS Y BRILLANTES (Raymond Carver)


―No puedo hacer aguas, mami, dijo el Viejo Hutchins saliendo del baño con lágrimas en los ojos.

―Abróchate la bragueta, pa, gritó Rudy. El viejo hizo un gesto de rabia con la mano. Saltó de la silla y buscó el boomerang.

―¿Has visto mi boomerang, ma?

―No, no lo he visto, dijo Mamá Hutchins con paciencia.

―Pórtate bien, Rudy, mientras ayudo a tu pa. Ya le has oído, no puede orinar. Pero abróchate la bragueta, papi, como dice Rudy.

Suspirando, el Viejo Hutchins hizo lo que le decía. Mamá Hutchins se acercó con mirada preocupada. Las manos en el mandil.

―Es lo que me dijo el Dr. Porter que me pasaría, mami, dijo el Viejo Hutchins dejándose caer de espaldas contra la pared como si se fuera a morir en aquel instante.

―Un día te levantarás y no podrás hacer aguas.

―¡Cállate!, gritó Rudy.

―¡Todo el día hablando, hablando y hablando! ¡Ya estoy harto!

―Cálmate, Rudy, le dijo Mamá Hutchins con un hilo de voz mientras se iba un paso o dos hacia atrás con el Viejo Hutchins en brazos.



Rudy pateaba arriba y abajo el suelo de linóleo de la sala escasamente amueblada pero limpia. Metía y sacaba las manos en los bolsillos y le lanzaba miradas amenazantes al Viejo Hutchins, que se balanceaba flácidamente en los brazos de Mamá Hutchins.

En aquel instante llegó de la cocina un apetitoso olor a tarta de manzana recién hecha. Rudy se pasó la lengua por los labios y se acordó, a pesar del enfado, de que era hora de comer algo. De vez en cuando miraba por el rabillo del ojo a Ben, sentado en su silla de roble cerca de la máquina de coser a pedales. Pero Ben no levantaba la vista de su ejemplar de Restless Guns.

Rudy no le entendía. Seguía vagando por la sala. De vez en cuando golpeaba una silla o rompía una lámpara.

Mamá Hutchins y el Viejo Hutchins intentaban llegar al baño. Rudy se detuvo de repente y les miró fijamente. Luego miró a Ben otra vez. No podía entender a Ben. No entendía a ninguno, pero a Ben menos que a los otros dos. A veces le apetecía prestarle un poco de atención, pero Ben siempre tenía la nariz metida en un libro. Ben leía a Zane Grey, Louis L’Amour, Ernest Haycox, Luke Short. Ben pensaba que Zane Grey, Louis L’Amour y Ernest Haycox estaban bien, pero no eran tan buenos como Luke Short.

Pensaba que Luke Short era el mejor de todos. Había leído sus libros cuarenta o cincuenta veces. Tenía que matar el tiempo de algún modo. Hacía ya siete u ocho años que se había caído podando árboles para la Pacific Lumber y tenía que pasar el rato de algún modo. Sólo podía mover la parte superior de su cuerpo, así que también había perdido agilidad, rapidez de movimientos. No había pronunciado una sola palabra desde el día de la caída. Hasta entonces había sido un chico tranquilo, no molestaba a nadie.

―Sigue sin molestar, decía la madre cuando le preguntaban. Tranquilo como un ratón y necesitando muy poca cosa.

Además, a principios de cada mes, Ben recibía una pequeña pensión como discapacitado. No mucho, pero lo suficiente para vivir todos. El Viejo Hutchins dejó de trabajar cuando empezó a llegar el cheque. No le gustaba su jefe, eso es lo que dijo. Rudy nunca se fue de casa. Tampoco terminó los estudios. Ben sí, pero Rudy lo había dejado. Ahora tenía miedo de que lo reclutaran. La idea de ser alistado le ponía nervioso. No podía soportarlo. Mamá Hutchins había sido siempre ama de casa. No era muy inteligente pero sabía bien cómo llegar a fin de mes. No obstante, si se veían apretados, iba a la ciudad con una buena caja de manzanas a la espalda y las vendía frente a la farmacia Johnson a diez centavos. El señor Johnson y sus empleados la conocían y siempre les daba una manzana roja y brillante que frotaba con el borde del vestido.

Rudy empezó a dar violentas cuchilladas de un lado a otro. El cuchillo zumbando en el aire. Parecía haberse olvidado de la vieja pareja que se agachaba en el pasillo.

―No te preocupes más, cariño, le decía débilmente Mamá Hutchins al Viejo Hutchins.

―El doctor Porter te pondrá bien. Una operación de próstata es algo habitual, se hacen muchas todos los días. Mira a McMillian, el Primer Ministro. ¿Recuerdas al Primer Ministro McMillian, papi? Cuando era Primer Ministro y se operó de próstata se puso bien en poco tiempo, muy poco. Así que arriba ese ánimo, porque…

―¡Cállate, cállate ya! Rudy hizo una embestida con el cuchillo para asustarlos, pero ellos retrocedieron. Afortunadamente, Mamá Hutchins tuvo fuerza suficiente como para llamar con un silbido a Yeller, un perro grande y desgreñado que rápidamente entró en la casa por el porche trasero y se abalanzó sobre Rudy, empujándolo hacia atrás.

Rudy retrocedió despacio, asustado por la forma de respirar del perro. Al pasar caminando de espaldas por la salita cogió de la mesa el objeto más querido del Viejo Hutchins, un cenicero hecho con la pezuña de un arce, y lo arrojó al jardín.

El Viejo Hutchins perdió los nervios y empezó a llorar otra vez. Desde hacía un mes Rudy no paraba de meterse con él y tenía los nervios destrozados, aunque nunca los había tenido muy bien.

Esto es lo que había pasado: el Viejo Hutchins estaba tomando un baño cuando Rudy entró a hurtadillas y le arrojó el fonógrafo a la bañera.

Pudo haber sido grave, incluso fatal, si con las prisas Rudy no hubiera olvidado conectarlo. Así y todo, el Viejo Hutchins había recibido un fuerte golpe en su muslo derecho cuando el fonógrafo voló desde la puerta abierta. Ocurrió justo después de que Rudy hubiera visto una película en la ciudad titulada Goldfinger. Ahora nadie bajaba la guardia en ningún momento, especialmente cuando Rudy se acercaba a la ciudad. A saber lo que se le podía ocurrir viendo una película. Era muy impresionable

―Está en una edad muy impresionable, le decía Mamá Hutchins al Viejo Hutchins. Ben nunca decía nada, ni a favor ni en contra. Nadie podía llegar a Ben. Ni siquiera su madre, Mamá Hutchins.

Rudy se encerró en el establo el tiempo suficiente como para zamparse media tarta. Encabestró a Em, su camella favorita. La sacó por la puerta de atrás atravesando tranquilamente la intrincada red de trampas, hoyos tapados y cepos. Una vez en terreno despejado, tiró de la oreja de Em y le ordenó arrodillarse. Montó y se fue.

Se alejó por detrás de la casa y subió las colinas cubiertas de artemisa. Se detuvo en un pequeño saliente para mirar la casa familiar. Le hubiera gustado tener a mano dinamita y un detonador para borrarla de la faz de la tierra, como había hecho Lawrence de Arabia con aquellos trenes. Le molestaba simplemente el verla, la hacienda familiar. Todos estaban locos allí abajo. No se les echaría de menos. ¿Los echaría de menos él? No, no los echaría de menos. Aún le quedarían las tierras y las manzanas. Al diablo también con las tierras y las manzanas. Le hubiera gustado tener un poco de dinamita.

Guió a Em hacia el arroyo seco. Con el sol pegado a la espalda, trotó hasta el final del cañón. Se detuvo, desmontó y tras una roca destapó la lona que cubría el gran revólver Smith & Wesson, el poncho y el sombrero. Se vistió y metió el revólver por el cinturón. Se le cayó. Lo metió otra vez y se le cayó de nuevo. Entonces decidió llevarlo en la mano, aunque pesaba bastante y era complicado guiar a Em. Exigía mucha destreza por su parte, pero pensaba que podría hacerlo, que sería capaz.

De vuelta en la granja, dejó a Em en el establo y se dirigió a la casa. Vio el cenicero de pezuña de arce todavía en el jardín con unas pocas moscas volando por encima. Se rió despectivamente: el viejo no se había atrevido a salir para cogerlo. Tuvo una idea.

Irrumpió en la cocina. El Viejo Hutchins, sentado tranquilamente a la mesa de la cocina, sorbía su café con leche y se quedó pasmado mirándole. Mamá Hutchins estaba metiendo otra tarta de manzana en el horno.

―Manzanas, manzanas, manzanas, chilló Rudy en un ataque de ira seguido de una risa nerviosa. Blandía su colt 45 en el aire. Los empujó hasta la sala. Ben alzó la vista con una ligera muestra de interés y luego volvió a su libro. Era Rawhide Trail, de Luke Short.

―Eso es, dijo Rudy levantando la voz. ―Eso es, eso es, eso es.

Casi como si esperara un beso, Mamá Hutchins se mordió un labio intentando llamar a Yeller, pero Rudy se reía dando alaridos. Apuntó a la ventana con el cañón de su Winchester.

―Ahí está Yeller, dijo. Mamá Hutchins y el Viejo Hutchins se acercaron y vieron a Yeller corriendo por el huerto con el cenicero en la boca.

―Ahí está tu viejo Yeller, dijo Rudy.

El Viejo Hutchins empezó a gemir cayéndose de rodillas. Mamá Hutchins se agachó echándole una mirada de súplica a Rudy. Rudy, que estaba a unos cuatro pies de ellos, a la derecha del escabel rojo.

―Rudy, no vas a hacernos nada, querido, luego te arrepentirías. No vas a hacernos daño ni a tu pa ni a mí, ¿verdad?

―No es mi padre, no lo es, no lo es y no lo es, dijo Rudy moviéndose por la sala y mirando a Ben de vez en cuando, que no se había vuelto a mover.

―No digas que no lo es, Rudy, le reprochó suavemente Mamá Hutchins.

―Hijo -le dijo el Viejo Hutchins dejando de suspirar―, ¿verdad que no harías daño a un pobre viejo inválido y enfermo?

―Resopla, resopla otra vez y te resoplo yo, le dijo Rudy balanceando el cañón recortado del calibre 38 bajo la nariz respingona del Viejo Hutchins.

―Te diré lo que voy a hacer contigo. Se movía de lado a lado, como columpiándose. Luego volvió a caminar por la sala.

―No, no voy a dispararte, sería demasiado bueno para ti. Pero disparó una ráfaga hacia la pared de la cocina para demostrarles que dominaba la situación.

Ben alzó la vista del libro. Tenía una expresión tierna e indolente. Miró fijamente a Rudy como si no lo reconociera. Luego volvió al libro. Estaba en una elegante habitación del hotel The Palace en Virginia City. Abajo le esperaban tres o cuatro hombres en el bar para ajustar cuentas, pero ahora iba a darse tranquilamente el primer baño desde hacía tres meses.

Rudy vaciló un momento. Luego miró alrededor, nervioso. Sus ojos se posaron en el gran reloj de cuerda que llevaba siete años en la familia.

―¿Ves el reloj, ma? Cuando la manecilla grande se ponga encima de la pequeña habrá una explosión. ¡Bumm! Saltará todo por los aires. Dio un brinco hasta la puerta y saltó al porche.

Se sentó apoyado en un manzano a unos cien metros de la casa. Iba a esperar hasta que aparecieran todos por el porche: Mamá Hutchins, el Viejo Hutchins e incluso Ben. Allí los tres con las pocas pertenencias que quisieran salvar. Ya se las quitaría luego. Hizo un barrido con su telescopio, enfocando la ventana, una silla de mimbre, un tiesto agrietado secándose al sol en uno de los peldaños. Suspiró profundamente y se sentó a esperar.

Esperó y esperó, pero no aparecían. Una pequeña bandada de codornices de California rondaba el huerto, posándose de vez en cuando para picar una manzana del suelo o buscar en el suelo alrededor del árbol un sabroso gusano. Se quedó mirándolas y se olvidó del porche. Se tumbó tras el árbol, casi sin respirar. Las codornices no le veían y se acercaban cada vez más, hablando entre ellas mientras picaban las manzanas o escrutaban el suelo. Se inclinó hacia delante con la mano en la oreja para escuchar lo que se decían. Las codornices hablaban de Vietnam.

Esto era ya demasiado. Es posible que pegara un grito. Dio una palmada y las espantó. Ben, Vietnam, las manzanas, la próstata: ¿Qué sentido tenía? ¿había alguna conexión entre Marshall Dillon y James Bond? ¿entre Oddjob y el Capitán Easy? Y si fuera así, ¿cómo podría relacionarlo todo Luke Short? ¿y Ted Trueblood? La cabeza le daba vueltas.

Con una mirada desamparada al porche vacío, se metió en la boca el doble cañón recientemente pavonado del calibre 12.