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viernes, 30 de diciembre de 2016

LICANTROPÍA (Enrique Ánderson Imbert)


Me trepé al tren justo cuando arrancaba. Recorrí varios coches. ¡Repletos! ¿Qué pasaba ese día? ¿A todo el mundo se le había ocurrido viajar? Por fin descubrí un lugar desocupado. Con esfuerzo coloqué la valija en la red portaequipaje y dando un suspiro de alivio me dejé caer sobre el asiento. Sólo entonces advertí que tenía al frente, sentado también del lado de la ventanilla, nada menos que al banquero que vive en el departamento contiguo al mío.

Me sonrió ("¡qué dientes!", diría Caperucita Roja) y supongo que yo también le sonreí, aunque si lo hice fue sin ganas. A decir verdad, nuestra relación se reducía a saludarnos cuando por casualidad nos encontrábamos en la puerta del edificio o tomábamos juntos el ascensor. Yo no podía ignorar que él se dedicaba a los negocios porque una vez, después de felicitarme por el cuento fantástico que publiqué en el diario, se presentó tendiéndome una tarjeta:

Rómulo Genovesi, doctor en ciencias económicas

y me ofreció sus servicios en caso de que yo quisiera invertir mis ahorros.

-Usted -me dijo- vive en otro mundo; yo vivo en éste, que lo tengo bien medido a palmos; con que ya sabe, si puedo serle útil...

En otras ocasiones, mientras el ascensor subía o bajaba dieciocho pisos, Genovesi me habló de las condiciones económicas del país, de empresas, bancos, intereses, pólizas, mercados y mil cosas que no entiendo. Tal era el genio de las finanzas que me estaba sonriendo cuando me dejé caer sobre el asiento.

Yo hubiera querido olvidar mi pobreza, pero la sola presencia de ese especulador me la recordaba. Me había dispuesto a descansar durante el resto del viaje y de golpe me veía obligado a ser cortés. Si en la jaula del ascensor yo respetaba el talento práctico de mi vecino, ahora, en el vagón de ferrocarril, temía que ese talento, justamente por adaptarse a la realidad ordinaria -realidad que rechazo cada vez que invento una historia- me resultara fastidioso. Mala suerte. El viaje horizontal en tren más largo que el viaje vertical en ascensor, iba a matarme de aburrimiento. Para peor, el éxito que Genovesi obtenía en sus operaciones económicas no se reflejaba en un rostro satisfecho, feliz. Al contrario, su aspecto era tétrico.

Teníamos la misma edad, pero (si el espejo no me engañaba) él parecía más viejo que yo. ¿Más viejo? No, no era eso. Era algo, ¿cómo diré?, algo misterioso. No sé explicarlo. Parecía ¡qué sé yo! que su cuerpo, consumido, desgastado, hubiera sobrevivido a varias vidas. Siempre lo vi flaco, nunca gordo; sin embargo, la suya era la flacura del gordo que ha perdido carnes. Más, más que eso. Era como si la pérdida de carnes le hubiera recurrido varias veces y de tanto engordar y enflaquecer, de tanto meter carnes bajo la piel para luego sacarlas, su rostro hubiera acabado por deformarse. Todavía mantenía erguidas las orejas, prominente la nariz y firmes los colmillos, pero todo la demás se aflojaba y caía: las mejillas, la mandíbula, las arrugas, los pelos, las bolsas de las ojeras...

Desde sus ojos hundidos salía esa mirada fría que uno asocia con la inteligencia, y sin duda Genovesi debía de ser muy inteligente. No había razones para dudarlo, tratándose de un doctor en ciencias económicas. Lo malo era que esa inteligencia, ducha en números, cálculos y resoluciones efectivas, a mí siempre me aburre.

¡Ni que hubiera adivinado mi pensamiento! Abandonó esta vez su tema, la economía, y arrimó la conversación al tema mío: la literatura fantástica. Y del mismo modo que en el ascensor me había dado consejos para ganar dinero, ahora, en el tren, me regaló anécdotas raras para que yo escribiese sobre ellas "y me hiciera famoso..."

¡Como si yo las necesitara! Yo, que con una semillita de locura hacía crecer toda una selva de cuentos sofísticos o que con un suceso callejero construía torres de viento, palacios inhabitables y catedrales ateas; yo, veterano; yo, emotivo, fantasioso, arbitrario, espontáneo, grandílocuo y genial, ¡qué diablos iba a necesitar de ese vulgar agente de bolsa para escribir cuentos! Su fatuidad me sublevó, pero acallé la mía (por suerte, cuando me envanezco oigo en la cabeza el zumbido de una abeja irónica) y lo dejé hablar.

Su monólogo tuvo forma de espiral. Genovesi fue apartándose del punto central, exacto, lógico que hasta entonces yo suponía que era la residencia permanente de todas las profesiones técnicas. La primera vuelta de la espiral fue poco imaginativa. Se limitó a proponerme que yo escribiera un cuento sobre el caso "rigurosamente verídico" de dos hermanos siameses, unidos por la espalda, que fueron separados a cuchillo en el quirófano del sanatorio Güemes. Cada uno de ellos, para no sentir dolor durante la operación, había convocado por telepatía a un anestesista diferente. Uno de los siameses llamó a un hindú, que lo hizo dormir, y el otro llamó a un chino, que le clavó alfileres.

Desde luego que semejante truculencia a mí no me inspiró ningún cuento. Ni siquiera me asombré demasiado de que un doctor en ciencias económicas recontara en serio la atrocidad que le oyó a la cuñada del primo de la enfermera -después de todo la curación por acupuntura, hipnosis y parapsicología, aunque no ortodoxa, ha sido aceptada por algunos médicos- pero sí me asombré bastante cuando, en una segunda vuelta de la espiral, Genovesi dejó atrás a curanderos y manos santas y se apartó hacia la región de las conjeturas pseudocientíficas; una: la de que nuestro planeta ha sido colonizarlo por seres extraterrestres. ¡Nada menos! Y en una tercera vuelta se adhirió a la causa de brujos, chamanes, nigromantes y espiritistas.

Por rara coincidencia, a medida que Genovesi incurría en el obscurantismo, la obscuridad del anochecer iba borrándole la cara. Ya casi no se la distinguía cuando, en otra expansión de su fe, la palabra pasó del mito a la quiromancia y de la astrología a la metempsicosis. No paró allí. En las siguientes espiras de su monólogo Genovesi se alejó hacia lo que está oculto en el más allá.

Él, que como economista jamás hubiera firmado un cheque en blanco, extendía el crédito a cualquier milagrería. Aprovechándose de las críticas a la razón, que la limitan a conocer meros fenómenos, postulaba que debía de haber facultades irracionales y extrasensoriales capaces de conocer la realidad absoluta, y de su axioma deducía que hay que estar predispuesto a creer que aun lo increíble es posible. Posible era que el hombre pudiera vivir en tiempos cíclicos, paralelos o revertidos; posibles eran las reencarnaciones y las telekinesias, la premonición y la levitación, el tabú y el vudú...

Genovesi desenterraba los mismos fantasmas que yo he visto, vivido y vestido en mis propios cuentos, con la diferencia de que para él lo sobrenatural no era un capricho de la fantasía. Le faltaba el don de los poetas para convertir los sentimientos irracionales en bellas imágenes. ¿Cómo explicarle a ese crédulo que la única magia que cuenta es la de la imaginación, que impone sus formas a una amorfa realidad sin más propósito ni beneficios que el de divertimos con el arte de mentir? Y aun esa imaginación no es espontánea pues sólo vale cuando se junta con la inteligencia. La razón es una débil, novata, vacilante y regañada sirvientita, recién advenida en la evolución biológica, pero que sin sus servicios no podríamos disfrutar del ocio, la libertad y la alegría. Ah, Genovesi sería muy hábil en sus tejemanejes con los bancos pero, en su comercio de ficciones conmigo, el pobre emergía de pantanosos sueños con el delirio de un neurótico, la inocencia de un niño y el miedo de un salvaje. Aceptaba todo menos la razón. Cuando por ahí, sin saberlo ni quererlo, merodeó por la frase unamuniana "la razón es antivital", tuve que reprimir las ganas de retrucarle con la frase orteguiana: "El hombre salió de la bestia y en cuanto descuida su razón, vuelve a bestializarse".

Gracias a que todavía no habían encendido las luces del vagón, la noche del campo, una noche sin Luna y sin estrellas, penetró por las ventanillas y reinó adentro tanto como afuera. De no ser por la voz, yo no habría estado seguro de que ese bulto enfrente de mí seguía siendo Genovesi, hasta que el tren se acercó a aquella ciudad perdida en la pampa y faroles a los lados de las vías empezaron a perforar la obscuridad. Cada destello alumbraba a Genovesi por un instante. Mientras el discurso continuaba desenvolviendo la espiral de supersticiones, su rostro reaparecía y desaparecía, y cuando reaparecía ya no era igual. Genovesi se transfiguraba. Los intermitentes resplandores que desde los costados del tren en marcha alteraban sus facciones coincidían con los saltos que la voz daba de una creencia a otra. Lo que yo veía y lo que yo oía se complementaban como en el cine, y el filme era una pesadilla.

En eso entramos en un túnel más tenebroso aún que la noche, y Genovesi fue solamente una voz que me sonó extrañamente ronca. Esa voz se puso a contarme que hay hombres que se convierten en lobos.

-Bah, el cuentito del licántropo -le dije-. Lo contó Petronio en el Satiricón.

-No, no -y su voz salió de la tiniebla misma-. Déjese de licántropos griegos. En la provincia de Corrientes los llamamos lobizones. Le aseguro que existen. Aúllan en las noches sin Luna, como ésta, y matan. Lo sé. Lo sé por experiencia. Créame. Matan...

Entonces sucedió algo espeluznante. Los pelos a mí, o a él, se me pusieron de punta cuando al salir del túnel y entrar en la estación, los focos iluminaron de lleno la cara de Genovesi.

Espantado, noté que mientras repetía "créame, lo sé, el lobizón existe", se metamorfoseaba. Y cuando terminó de metamorfosearse vi que allí, acurrucado en su cubil, el genio de las finanzas se había convertido en un grandísimo tonto.

miércoles, 28 de diciembre de 2016

EN SILENCIO (Javier Giner)


La acostó y acarició su cabeza durante unos minutos. La niña cayó rendida abrazando la almohada. Olvidó, bajo el roce de sus manos, la excitación que sentía hacía escasos minutos ante la promesa de regalos que la esperarían al levantarse, a la mañana siguiente. Ella la miró respirar en silencio, sabiendo que se sentía protegida por su cercanía a los pies de la cama. Se aseguró por última vez de que durmiese antes de salir de la habitación. La cena había transcurrido entre conversaciones mínimas, ausencia de recriminaciones y un ambiente familiar gélido y silencioso. Una postal perfecta. Frente a ellos, en la mesa, platos elaborados, dulces, mundos interiores, pensamientos, ausencias y anhelos que no se atrevían a compartir en alto por miedo a romper el guión. Camino del salón reconoció que su vida se había convertido en una mentira: intentar normalizar y ocultar lo que se había roto hacía tiempo. Qué curioso que todo hubiese resultado tan sencillo, tan casual. Recordó por qué lo hacían cuando apagó la luz del pasillo. Se trataba de ella, de su niña. No podían explicarle que ahora existían otras personas, para cada uno de ellos, a las que prometían lo que una vez, antes de que ella naciese, se prometían el uno al otro. Su niña no sabría que, paradójicamente, ése era el mejor regalo que podían hacerle.

- Se ha quedado dormida en un plis, dijo ella apoyándose en el quicio de la puerta.

- Me alegro, dijo él.

- ¿La has llamado ya?, preguntó ella.

- Sí, claro, ¿tú?, preguntó él.

- Antes, desde el baño. Una tímida sonrisa apareció en su cara. Se encendió un cigarrillo. Volvían a ser niños haciendo travesuras prohibidas a escondidas.¿Dónde está?, preguntó ella.

- En casa de su madre, mañana saldré un momento a verla después de los regalos, contestó él.

- Claro, por supuesto, faltaría más. Es Navidad, contestó ella.

- ¿Y Ernesto, qué hace?, preguntó él.

- Con su hermana, que anda mal, la acaban de despedir… Ya sabes cómo está todo, explicó ella en un susurro mirando las marcas de zapatos sobre el parquet.

- Ya…, contestó él y se le perdió la mirada un segundo en el interior del vaso que sujetaba.

- ¿Colocamos los regalos?, preguntó ella desde la distancia.

- Venga, contestó él.

- Te ayudo luego a montar la cama, añadió ella señalando al sofá donde él estaba sentado.

- No te preocupes, vamos a poner los regalos. Ya veremos luego, dijo él.

Ella se acercó a la cadena y puso un villancico de Elvis.

- Quizás el año que viene podamos decir que son una pareja de amigos, ¿no?, propuso ella.

- Quizás, repitió él.

Abrieron juntos el aparador y comenzaron a sacar los paquetes con lazos de colores y a colocarlos bajo las ramas de plástico llenas de bolas que reflejaban su imagen distorsionada.

- Baja un poco eso, a ver si se despierta y nos descubre con todo el pastel, pidió él.

Ella llegó hasta la cadena y bajó la música. Siguieron colocando los regalos hasta que la disposición les pareció perfecta y ambos estuvieron satisfechos. Miraron el árbol lleno de alegrías en forma de cajas en silencio, preguntándose durante cuánto tiempo más serían capaces de pretender que no pasaba nada. Luego ella se acordó de las maletas vacías que había guardado debajo de la cama de matrimonio, al mudarse al piso hace años. Pero no dijo nada. Se acercó al cenicero y apagó el cigarrillo.

Feliz Navidad, dijo ella.

Feliz Navidad, dijo él.


lunes, 26 de diciembre de 2016

LAS PREOCUPACIONES DE UN PADRE DE FAMILIA (Franz Kafka)


Algunos dicen que la palabra «odradek» precede del esloveno, y sobre esta base tratan de establecer su etimología. Otros, en cambio, creen que es de origen alemán, con alguna influencia del esloveno. Pero la incertidumbre de ambos supuestos despierta la sospecha de que ninguno de los dos sea correcto, sobre todo porque no ayudan a determinar el sentido de esa palabra.

Como es lógico, nadie se preocuparía por semejante investigación si no fuera porque existe realmente un ser llamado Odradek. A primera vista tiene el aspecto de un carrete de hilo en forma de estrella plana. Parece cubierto de hilo, pero más bien se trata de pedazos de hilo, de los tipos y colores más diversos, anudados o apelmazados entre sí. Pero no es únicamente un carrete de hilo, pues de su centro emerge un pequeño palito, al que está fijado otro, en ángulo recto. Con ayuda de este último, por un lado, y con una especie de prolongación que tiene uno de los radios, por el otro, el conjunto puede sostenerse como sobre dos patas.

Uno siente la tentación de creer que esta criatura tuvo, tiempo atrás, una figura más razonable y que ahora está rota. Pero éste no parece ser el caso; al menos, no encuentro ningún indicio de ello; en ninguna parte se ven huellas de añadidos o de puntas de rotura que pudieran darnos una pista en ese sentido; aunque el conjunto es absurdo, parece completo en sí. Y no es posible dar más detalles, porque Odradek es muy movedizo y no se deja atrapar.

Habita alternativamente bajo la techumbre, en escalera, en los pasillos y en el zaguán. A veces no se deja ver durante varios meses, como si se hubiese ido a otras casas, pero siempre vuelve a la nuestra. A veces, cuando uno sale por la puerta y lo descubre arrimado a la baranda, al pie de la escalera, entran ganas de hablar con él. No se le hacen preguntas difíciles, desde luego, porque, como es tan pequeño, uno lo trata como si fuera un niño.

-¿Cómo te llamas? -le pregunto.

-Odradek -me contesta.

-¿Y dónde vives?

-Domicilio indeterminado -dice y se ríe. Es una risa como la que se podría producir si no se tuvieran pulmones. Suena como el crujido de hojas secas, y con ella suele concluir la conversación. A veces ni siquiera contesta y permanece tan callado como la madera de la que parece hecho.

En vano me pregunto qué será de él. ¿Acaso puede morir? Todo lo que muere debe haber tenido alguna razón de ser, alguna clase de actividad que lo ha desgastado. Y éste no es el caso de Odradek. ¿Acaso rodará algún día por la escalera, arrastrando unos hilos ante los pies de mis hijos y de los hijos de mis hijos? No parece que haga mal a nadie; pero casi me resulta dolorosa la idea de que me pueda sobrevivir.

viernes, 23 de diciembre de 2016

LINGÜISTAS (Mario Benedetti)


Tras la cerrada ovación que puso término a la sesión plenaria del congreso internacional de lingüística y afines, la hermosa taquígrafa recogió sus lápices y sus papeles y se dirigió a la salida abriéndose paso entre un centenar de lingüistas, filólogos, eniólogos, críticos estructuralistas y deconstruccionalistas, todos los cuales siguieron su barboso desplazamiento con una admiración rallana en la grosemática. De pronto, las diversas acuñaciones cerebrales adquirieron vigencia fónica: ¡Qué sintagma, qué polisemia, qué significante, qué diacronía, qué centrar ceterorum, qué zungespitze, qué morfema! La hermosa taquígrafa desfiló impertérrita y adusta entre aquella selva de fonemas. Solo se la vio sonreír, halagada y, tal vez, vulnerable, cuando el joven ordenanza, antes de abrirle la puerta, murmuró casi en su oído: ¡Cosita linda!


jueves, 22 de diciembre de 2016

QUISIERA DECIR TU NOMBRE (Saiz de Marco)


Va a la ferretería a comprar tuercas y arandelas. Al pasar por la sección de pinturas se queda mirando las latas. Hay cientos, y en cada una un rótulo con el color de la pintura y su nombre. Se para y lee:

Blanco mármol. Blanco mate. Blanco satén. Blanco marfil…

Verde olivo. Verde laguna. Verde manzana. Cetrino…

Azul cobalto. Azul pastel. Cárdeno. Índigo…

Gris plata. Gris niebla. Gris ceniza. Gris acero…

Marrón cuero. Marrón mostaza. Caoba. Vainilla…

Escarlata. Carmesí. Bermellón. Burdeos…

Sepia. Granate. Magenta. Púrpura…

Pasa más de una hora leyendo los envases. Pide un bolígrafo y anota aquellos nombres. Llena varias cuartillas. Las guarda en el bolsillo.

Seguramente ya conocía esos colores pero, sin llamarlos -sin saber su nombre-, nunca los vio del todo. (Las cosas sin nombre, ¿son del todo reales? Las cosas que no tienen una voz donde ser ellas mismas, ¿existen plenamente?)

Intenta retener cómo son el púrpura, el cárdeno, el sepia, el bermellón…

Al final, casi olvida lo que iba a comprar.

Sale de la ferretería con las tuercas y arandelas, pero sobre todo se lleva un botín de palabras.

martes, 20 de diciembre de 2016

EL AVARO (Anthony de Mello)


Un avaro enterró su oro al pie de un árbol que se alzaba en su jardín. Todas las semanas lo desenterraba y lo contemplaba durante horas. Pero, un buen día, llegó un ladrón, desenterró el oro y se lo llevó. Cuando el avaro fue a contemplar su tesoro, todo lo que encontró fue un agujero vacío.

El hombre comenzó a dar alaridos de dolor, al punto que sus vecinos acudieron corriendo a averiguar lo que ocurría. Y, cuando lo averiguaron, uno de ellos preguntó:

- ¿Empleaba usted su oro en algo?

- No -respondió el avaro- lo único que hacía era contemplarlo todas las semanas.

- Bueno, entonces -dijo el vecino- por el mismo precio puede usted seguir viniendo todas las semanas y contemplar el agujero.

lunes, 19 de diciembre de 2016

LA PIERNA DORMIDA (Enrique Ánderson Imbert)

Esa mañana, al despertarse, Félix se miró las piernas, abiertas sobre la cama, y, ya dispuesto a levantarse, se dijo: "y si dejara la izquierda aquí?" Meditó un instante. "No, imposible; si echo la derecha al suelo, seguro que va a arrastrar también la izquierda, que lleva pegada. ¡Ea! Hagamos la prueba."

Y todo salió bien. Se fue al baño, saltando en un solo pie, mientras la pierna izquierda siguió dormida sobre las sábanas.


domingo, 18 de diciembre de 2016

¡QUE SALGA EL AUTOR! (Otto Raúl González)


Estaba por concluir aquel hermoso día de verano. El ocaso empezaba a mover lentamente sus tramoyas en el escenario del horizonte. Se preparaba así el gran espectáculo del crepúsculo. Los tres jesuitas que se paseaban a aquella hora por los espaciosos jardines del convento, se reunieron en el patio mayor, como si hubiera convenido de antemano el encuentro. Y el gran espectáculo dio principio. El ingenuo nácar, el amarillo limón, el azul desvaído, el ocre profundo, el añil severo, el verde tierno, el café rotundo, el marfil puro, el púrpura definitivo y el anadrio violento bailaron su danza de nubes y de ilusiones efímeras. Y se aproximó el final calmo y supremo.

Se adivinaba caer ya un lento telón de terciopelo negro. Los monjes sonrientes batieron palmas incesantes. Uno de ellos, sin poder dominarse, gritó: ¡Que salga el autor! ¡Que salga el autor! Contagiados los otros, insistieron. Y ya en coro pedían a gritos ¡El autor! ¡El autor!… ¡Que salga el autor! Los tres pensaron lo mismo y volvieron a corear: ¡Queremos la presencia del autor! Varios truenos resonaron en lo alto y se vio una danza de relámpagos, uno de los cuales fulminó a los tres entusiastas jesuitas. Ya en otra dimensión, allá donde todo es armonía, los tres escuchaban la voz de Dios: ¿Queríais estar ante mi presencia, hijos míos…?

sábado, 17 de diciembre de 2016

CRIMEN EJEMPLAR (Max Aub)


Hacía un frío de mil demonios. Me había citado a las siete y cuarto en la esquina de Venustiano Carranza y San Juan de Letrán. No soy de esos hombres absurdos que adoran el reloj reverenciándolo como una deidad inalterable. Comprendo que el tiempo es elástico y que cuando le dicen a uno a las siete y cuarto, lo mismo da que sean las siete y media. Tengo un criterio amplio para todas las cosas. Siempre he sido un hombre muy tolerante: un liberal de la buena escuela. Pero hay cosas que no se pueden aguantar por muy liberal que uno sea. Que yo sea puntual a las citas no obliga a los demás sino hasta cierto punto; pero ustedes reconocerán conmigo que ese punto existe. Ya dije que hacía un frío espantoso. Y aquella condenada esquina abierta a todos los vientos. Las siete y media, las ocho menos veinte, las ocho menos diez. Las ocho. Es natural que ustedes se pregunten que por qué no lo dejé plantado. La cosa es muy sencilla: yo soy un hombre respetuoso de mi palabra, un poco chapado a la antigua, si ustedes quieren, pero cuando digo una cosa, la cumplo. Héctor me había citado a las siete y cuarto y no me cabe en la cabeza el faltar a una cita. Las ocho y cuarto, las ocho y veinte, las ocho y veinticinco, las ocho y media, y Héctor sin venir. Yo estaba positivamente helado: me dolían los pies, me dolían las manos, me dolía el pecho, me dolía el pelo. La verdad es que si hubiese llevado mi abrigo café, lo más probable es que no hubiera sucedido nada. Pero ésas son cosas del destino y les aseguro que a las tres de la tarde, hora en que salí de casa, nadie podía suponer que se levantara aquel viento. Las nueve menos veinticinco, las nueve menos veinte, las nueve menos cuarto. Transido, amoratado. Llegó a las nueve menos diez: tranquilo, sonriente y satisfecho. Con su grueso abrigo gris y sus guantes forrados:

-¡Hola, mano!

Así, sin más. No lo pude remediar: lo empujé bajo el tren que pasaba.

viernes, 16 de diciembre de 2016

LA FRANCESA (Adolfo Bioy Casares)


Me dice que está aburrida de la gente. Las conversaciones se repiten. Siempre los hombres empiezan interrogándola en español: «¿Usted es francesa?» y continúan con la afirmación en francés: « J’aime la France». Cuando, a la inevitable pregunta sobre el lugar de su nacimiento ella contesta «Paris», todos exclaman: «Parisienne!», con sonriente admiración, no exenta de grivoiserie como si dijeran «comme vous devez être cochonne!». Mientras la oigo recuerdo mi primera conversación con ella: fue minuciosamente idéntica a la que me refiere. Sin embargo, no está burlándose de mí. Me cuenta la verdad. Todos los interlocutores le dicen lo mismo. La prueba de esto es que yo también se lo dije. Y yo también en algún momento le comuniqué mi sospecha de que a mí me gusta Francia más que a ella. Parece que todos, tarde o temprano, le comunican ese hallazgo. No comprendo -no comprendemos- que Francia para ella es el recuerdo de su madre, de su casa, de todo lo que ha querido y que tal vez no volverá a ver.

jueves, 15 de diciembre de 2016

TOMABAN EL TÉ (Alejandra Pizarnik)


Debajo de un árbol, frente a la casa, veíase una mesa y sentados a ella, la muerte y la niña tomaban el té.

Una muñeca estaba sentada entre ellas, indeciblemente hermosa, y la muerte y la niña la miraban más que al crepúsculo, a la vez que hablaban por encima de ella.

-Toma un poco de vino -dijo la muerte.

La niña dirigió una mirada a su alrededor, sin ver, sobre la mesa, otra cosa que té.

-No veo que haya vino -dijo.

-Es que no hay -contestó la muerte.

-¿Y por qué me dijo usted que había? -dijo.

-Nunca dije que hubiera sino que tomes -dijo la muerte.

-Pues entonces ha cometido usted una incorrección al ofrecérmelo -respondió la niña muy enojada.

-Soy huérfana. Nadie se ocupó de darme una educación esmerada -se disculpó la muerte.

La muñeca abrió los ojos.


lunes, 12 de diciembre de 2016

Y MIGUEL VIENE A CASA (Francisco Umbral)


Y Miguel viene a casa, por la tarde, Miguel Delibes, y la gata se le sube, "que se te ha subido la gata, Miguel", y está levemente embarnecido, rejuvenecido de una gloria segunda, con ese optimismo que da la corbata, de pronto, a quienes habitualmente no la llevan, y fumando tabaco negro que le traen de Canarias -"por molestar, ya ves, caprichos"-, que ya no lía los pitillotes que liaba.

Juega, y juega muy bien, al provinciano en Madrid. La gata, Ada o el ardor, se le ha subido y la soporta. "Que te va a llenar de pelos". "Que no, que es cariñosa". Miguel Delibes, que, como mi anterior Otero Besteiro y como todo hombre de madurez cumplida, ha comprendido que el único franciscanismo del mundo se hospeda en los animales, aprendió de mí (yo que he aprendido tantas cosas de él) a soportar los gatos, que antes le parecían diabólicos.-¿Y el Rojito?

-Al Rojito aún no te lo mereces, Miguel, y él lo sabe. Juega de momento, con la gata.

Una vez me hablaba de un gato que se expresaba como su dueño muerto en la noche del velatorio. Impropio de un profesional de los bichos. Hace muchos años, venido yo a Madrid, le pedí un cuento para una revista en la que trabajaba, y me mandó Los santos inocentes, primer capítulo de una novela que ha dado lugar a una gran película de Mario Camus. Oscar Estruga ilustró el cuento. Miguel había viajado con Angeles por Extremadura e hizo el poema testimonial y sobrio, en prosa, de lo que allí pasa. Cuando Lara le anticipó unos millones por una novela, Miguel, después de pensárselo mucho, desarrolló aquel cuento y le salió una novela breve y genial, Los santos inocentes.

-Y la picadura, Miguel, ¿por qué has dejado la picadura?

-Porque en aquellos cigarrotes infames que yo me liaba y chupaba, había mucho más veneno que en estos cigarrillos con filtro.

De todos modos, se me hace raro verle sacar la cajetilla y obtener un pitillo, como un ejecutivo. Los cigarros gordos, negros y precisos que liaba Miguel eran como la loseta de Venecia, en Proust, como los tres arbolillos algo que fijó el tiempo y perfumó la impaciencia de unos cuanto jóvenes vallisoletanos con in quietudes.

-Qué pasó, Paco, qué pasó el año sesenta, en Valladolid. Alonso de los Ríos, Pérez Pellón, Jiménez Lozano, Leguineche, Martín Descalzo. Tú te viniste a Madrid, casi todos os vinisteis a Madrid. Pero qué momento aquél, qué momento de El Norte de Castilla.

-¿Y qué ha pasado con nosotros, Miguel? Que tú acaricias el recuerdo de una mujer impar, de la que yo mismo estaba enamorado. Que yo acaricio una gata enferma y dulcísima. Que todos somos Azarías, Miguel, inútilmente, innecesariamente dañados por la vida: "Milana bonita, milana bonita...".

-Calla, Pacorris, que me vas a hacer llorar.

-Poder decirle eso a un animal es toda la pureza y toda la ternura del mundo, Miguel, después de que tú y yo hemos vivido tanta vida. Azarías vive en el tiempo natural, no en el tiempo ficticio de la literatura y la política. Desde ahora, Miguel, le diré a mi gata: "Milana bonita, milana bonita...". Y no necesito otra cosa en la vida, Miguel.

-Aquel año sesenta, Paco, qué pasó en Valladolid aquel año sesenta. Yo creía que era un problema de generaciones, Paco, que luego vendrían otros, pero no ha salido nadie. Ahora hacemos el periódico con robots, y el otro día se nos perdieron seis páginas en la pantalla, "se han volado, decían todos, se han volado" esto es cosa de brujas, y estuvimos toda la noche dando teclas, Paco, y no aparecieron las seis páginas.

-¿Sigues muy vinculado a El Norte, Miguel?

-Voy una vez por semana.

Y saca un ejemplar de hoy mismo, hecho ya con computadoras, y me lo deja como al descuido. El periódico es ahora más pequeño y está lleno de blancos estéticos.

-Recuerdo, Miguel, que yo le hablaba a Carlos Campoy de los blancos, y tú le decías a Carlos "Dile a Umbral que un periódico es tinta y no blancos; Umbral es un esteta".

Rie, ríe con su risa de lobo bueno. Era todo él, tras una mampara que le separaba de la redacción (nunca quiso ocupar el despacho de director), una Facultad de Ciencias de la Información. La única que he conocido y respeto. Un día me lo dijo:

-Mira, Pacorris, lo tuyo está muy bien, pero yo quisiera explicarte que hay un nivel literario, ensayístico, de libro, y un nivel periodístico, que es el nuestro.

Sólo con esta lección me hizo periodista. Pacorris se convirtió en Francisco Umbral. Miguel, en casa, esta tarde, toma cualquier bebida inocua. El galán de un Hollywood montaraz se ha convertido en un elegante caballero que no aparenta los años y trae una chaqueta azul/sport de buen corte.

-La neurastenia, Paco. Tengo momentos de bloqueo, de angustia, en que me es imposible escribir nada, ni casi vivir. Antes se producía con el avión. Ahora incluso con el automóvil.

-El valium.

-Se pasó el valium. Ahora tomo otras cosas. Cosas que, como entonces, me deshacen el nudo del pecho y me permiten, cuando menos, dormir.

-Valladolid.

-No puedo salir a la calle, Paco, siempre hay veinte pesados que quieren sobarme. Claro que basta cruzar el puente sobre el Pisuerga para estar en el campo, en diez minutos, y eso es importante para mí.

-Aquel Valladolid.

-Efectivamente, yo me paré en la infancia, como todo el mundo. Si un día vuelvo a escribir la novela de la pequeña burguesía provinciana, serán aquellos burgueses, los de entonces. A los de hoy es que ni siquiera los conozco ni sé por dónde van.

-Pero tú prefieres escribir del campo.

-Sí, me libera más.

-¿Qué escribes ahora?

-Una cosa de unos tíos que descubren un tesoro en Castilla. Parto de un caso real, pero aún no me he reconciliado con el tema. No sé.

-¿De quién es hoy El Norte?

-De un grupo de accionistas. Se opusieron a las operaciones de compra política. Lo único que le falta hoy, al Norte, eres tú, Paco.

-Sedano.

-El otro día se presentó un matrimonio muy culto, dispuesto a conocerme a fondo y tener conversaciones profundas sobre mi obra. Yo estaba fregando los platos y se lo dije: "Pasen a la cocina y vean que estoy fregando los platos para irme. Lo siento, pero no puedo atenderles".

La escena, aunque no se lo digo a Miguel, me ha recordado uno de los textos de Henry Miller, en Big Sur. A Miller se le presentan, cuando está cambiando los pañales de su hija pequeña y tardía, unos cuantos hippies que le dicen: "Venimos aquí porque sabemos que en esta casa se practica la anarquía y el sexo". Miller les cierra la puerta. "En esta casa no se practica la anarquía ni el sexo. Esoy cambiando los pañales a mi niña pequeña. Lárguense". De la orgía anárquico/sexual se deviene enamorado de una niña en pañales, de una milana o de una gata con ojos entre Martha Toren y Charlotte Rampling, tristes y verdes.

-¿Por qué matas bichos, Miguel?

-Ya casi no mato bichos, Paco.

(Miguel siempre ha tenido frente a mí una cierta mala conciencia de depredador.)

-Mira mi gata. Mira qué guapa es. ¿Tú la matarías de un tiro?

-No, por Dios, qué disparate. En Suecia me propusieron, muy ilusionados, una caza del gamo. 'No quiero matar un gamo, con esos grandes ojos que tiene, ni dejarle cojo para toda la vida", les dije, Paco, eso les dije.

-Gracias, Miguel, en nombre de los gamos. Pero ya sabes, Miguel, porque te lo dije hace un año, que yo quiero un estornino. El estornino es negro, malvado y jaspeadito. Es el Baudelaire de los pájaros.

-Es de locos, Paco, que quieras tener un estornino en una jaula. Lo más que puedes hacer es montar un palomar en tu pueblo. El estornino llega, echa a las palomas y se queda con todo. En Francia hay un proyecto para acabar con los estorninos y otros pájaros dañinos, lo cual me parece, asimismo, disparatado.

- La perdiz.

-La perdiz es cauta, sabia huidiza. Se la mata sin sentir. Lo malo es la liebre, Paco, la liebre que queda malherida y gime y hay que rematarla. Eso es horrible, Paco.

-No me lo cuentes. Siempre te he dicho, Miguel, a ti que eres cristiano, que es más pecado matar una perdiz roja que beneficiarse a una señorita.

Los santos inocentes ha resultado una película magistral. Lo mejor que daba en mucho tiempo el cine español. Mario Camus, de gran oficio artesano, está potenciado aquí por una historia excepcional. Lo que no ha descubierto el cine, en un siglo de vida, es que las películas funcionan cuando hay un escritor detrás. Los argumentos escritos en una cafetería, entre los cuatro amiguetes de la oficina de una productora, no funcionan nunca, por más estrellas que se le metan al reparto. El cine no es más que un heredero visual de la novela (de la novela clásica, de acción), y, en cuanto se sale de eso, se pierde entre el esteticismo y el oportunismo. Nadie puede hoy en España construir un guión tan sólido como Miguel Delibes, que no es guionista.

-Y tuve que ocuparme de los diálogos, que eran un error.

En Los santos inocentes, los personajes hablan justo y preciso, perfumados de color local. Hablan como Miguel Delibes ha hecho hablar a todos los campesinos de España.

-¿Cuántas escopetas tienes, Miguel?

-Una, y ni siquiera sé la marca.

Se nota que le molesta el tema, hablando conmigo.

-Lo normal -dice- es que un gran cazador cace con secretarios, de manera que siempre le tienen las escopetas preparadas, y caza las becadas por delante y por detrás.

Siendo mucho más que un realista, Delibes cubre y cumple los expedientes del realismo novelesco mediante la construcción de historias muy ajustadas, muy graduadas, muy eficaces y convincentes. Esto le hace especialmente apto para el cine y las traducciones, ya que su fábula, cada una de sus fábulas, es un cristal tallado que pasa íntegro a las imágenes o a otro idioma. Más que ser nuestro último gran realista, yo diría que Delibes hace de tal, pues si algo caracteriza esa convención llamada realismo es la neutralidad/nulidad estética de la prosa, y los libros de MD se sustentan en un juego de lenguajes aceradísimos -el del campesino, el de la vieja, el del pequeño burgués, el del propio narrador- que posibilitan la credibilidad de la fábula y la enaltecen artísticamente. Se ha estudiado mucho, en el mundo, la severa construcción novelística de MD (realismo). Se ha estudiado menos el juego, igualmente preciso y severo, de sus lenguajes (lirismo), estructura léxica en la cual se sustenta verdaderamente la narración, ya que la narración mal narrada, no narrada se borra sola (pues que nunca ha sido realmente escrita: se nos olvida), como tantas novelas incluso de Balzac.

-¿Sigues con el rollo de los libros cortos, Miguel?

-Sí, me parece que es lo que ahora quiere la gente. Aunque a la vista de tu último libro, tan largo y tan ameno, empiezo a dudar. Pero lo veo por mis hijos. Los mayores de 30 todavía leen, siempre están leyendo algo. Los pequeños sólo leen aquello que les pueda ser útil para su trabajo o su carrera.

Miguel, el hermano mayor que la vida no me dio. En el estreno de la película, por la noche, me dice que no ve estrellas, y le presento a la más luciente de todas, María Luisa San José. En seguida se enrollan. Me cuenta Miguel que, en el rodaje de la peli, cuando los actores tenían que matar palomas, no alcazaban una: "Yo estaba detrás, riéndome, pero no me atreví a pedir una escopeta". En los ojos tristes y magníficos de la milana, como un oro enfermo, he visto los ojos de mi gata, Ada o el ardor, ojos enamorados, tristes y verdes. Enfermos. El burro del Rojito apenas se entera. Dijo Ruano que los animales son siempre niños, y este es el secreto de la ternura que nos promueven. La milana picoteando en el pecho panificado y dormido de Paco Rabal. No hay otra verdad en la tierra. Y Miguel viene a casa, por la tarde, Miguel Delibes, y la gata se le sube, "que se te ha subido la gata, Miguel", y está levemente embarnecido, rejuvenecido en una gloria segunda y como más callejeada que la primera. Se ha puesto corbata y los fuma liados:

-El liarlos y chuparlos daba más cáncer, Paco.

-El que fumaba en pipa era don Francisco de Cossío, Miguel.

-Gran articulista, don Paco. Ruano, Pemán, Cossio, tú, tenéis ese don del artículo, Paco, que pocos tienen, que yo no tengo.

-¿Cuántos artículos haces al mes, Miguel?

-Uno, y no me sale.

-Don Paco Cossío, Miguel; que era el hermano listo, vivía en un hotel modesto, por detrás de la Gran Vía, y bajaba por las mañanas a Chicote, que no había nadie, Miguel, a cubrir las pocas colaboraciones que le quedaban. Qué época aquella del Madrid de los sesenta, Miguel, en que don Paco iba algunas tardes al Gijón, a buscarme, para seguir charlando. Yo, en mi Trilogía, hago un retrato del otro Cossío, don José María, a quien traté mucho, y que tenía en la risa una nota verde de ranita de cuento. Don José María tenía más talento social, y brilló más, pero, como me decía una vez Marino Gómez-Santos, el escritor era don Paco. ¿Y qué ha pasado con nosotros, Miguel? ,

-¿Y qué ha pasado con nosotros, Paco?

-Pues ya lo ves, amor, que cubrimos todos nuestros objetivos, pero eso produce más tristeza que euforia, y yo estoy melancólico de la pura pena de no saber por qué, y tú estás neurasténico, Miguel. ¿Por qué dices neurasténico y no neurótico?

-Porque lo que estamos es neurasténicos, Paco. Tu madre decía "neurastenia". Fernández Flórez escribió Visiones de neurastenia. La neurosis es ya una cosa más moderna, aunque crean que es la misma, Paco. La gente tiene neurosis, Pacorris. Tú y yo tenemos neurastenia. Cuidemos nuestra neurastenia, que a lo mejor es nuestro talento. ¿Qué ha pasado con nosotros, Paco?

-Eso te lo preguntaba yo a ti, Miguel. Que hemos cubierto todos los objetivos que nos proponíamos desde El Norte de Castilla, pero estamos neurasténicos. Que tú tienes una becada de hijas dulcísimas a las que acariciar, Miguel, amor, y yo sólo tengo una gata enferma, con los ojos verdes y tristes de Martha Toren, ¿te acuerdas de Martha Toren, Miguel?, y cuando estoy a solas con ella la beso y lloro y le digo milana bonita, milana bonita.

domingo, 11 de diciembre de 2016

POR QUÉ NO ME DIVIERTO (António Lobo Antunes)

La expresión lucha contra el tiempo, ese lugar común horrible, define, con toda su vulgaridad, lo que ha llegado a ser mi vida. Escribo esto y me acuerdo de la pregunta que le hizo a Júlio Pomar su criada, al ver cómo se afanaba en su taller:

-¿Por qué trabaja tanto, señor Pomar, si ya tiene a sus hijos criados?

A mí me preguntan, con igual incomprensión, por qué no salgo, no me divierto, no vivo. La frase es exactamente ésta:

-¿No te gusta vivir?

y sigue dejándome pasmado. Después me doy cuenta de que no hay nada más aburrido para los demás que un hombre que no se aburre. Las personas que se aburren necesitan, como ellas mismas dicen, distraerse, vivir: cines, viajes, cenas, salidas de fin de semana. Y se ríen, son lo que se llama buenas compañías, conversan. Yo detesto distraerme, tener que ser simpático, escuchar cosas que no me interesan. No suelo ir a presentaciones, ni a fiestas, ni a bares. Casi no doy entrevistas. No hablo. No aparezco. No me ven. No promuevo mis libros. No tengo tiempo. Para mí está muy claro que tengo los días contados y que los días son demasiado pocos para lo que tengo que escribir. Los demás sentencian

Me preguntan por qué no salgo, no me divierto, no vivo

-En el fondo haces lo que te gusta

y tampoco es verdad. Escribir es una ocupación que asocio muy raras veces con el placer. No se trata de eso. Es difícil explicarlo y siempre me han agobiado las explicaciones. Y eso me ha acercado a personas con el mismo designio, aunque no hay designio alguno. Eduardo Lourenço, que entiende de estas cosas, iluminaba el problema con unos versos de Pessoa, que a él le gustan y a mí no: "Emisario de un rey desconocido / cumplo informes instrucciones del Más Allá". Esto en Évora, juntos los dos: con él sí que me divierto. Porque hablamos la misma lengua, una lengua diferente. Tal como me ocurre con José Cardoso Pires, Marianne Eyre, Christian Bourgeois, Júlio, el que mencioné arriba, y algunos más. Los Emisarios. Esos que, por no aburrirse, son considerados aburridísimos por los aburridos. Qué curioso que sean esos tan aburridos los que inundan los estantes, a los que vamos a escuchar a los conciertos, a quienes se visita en los museos. Hace meses invité a una de mis hijas a conocer a un escritor extranjero que le gusta mucho. Y su respuesta me alegró, por sentir que era francamente saludable:

-¿Para qué? Después de confesarle que me gustan sus libros ya no tengo nada más que decirle

y pensé enseguida

-Has ganado el cielo.

No obstante, es curioso, sólo con estos aburridísimos me siento bien. Nunca nos quedamos juntos mucho tiempo porque estamos llenos de imperiosas voces interiores que inapelablemente nos convocan, de informes instrucciones que nos llaman sin cesar. Hace pocas semanas me invitaron para clausurar

(qué espanto de palabra)

un congreso de médicos. Claro que no preparé nada. No tenía tiempo. Así que me puse a enhebrar rezongos al azar. Me acuerdo de lo que dije al principio:

-Me pedisteis que viniese porque dabais por supuesto que un escritor dice cosas interesantes. Esperar que un escritor diga cosas interesantes es lo mismo que esperar de un acróbata que dé saltos mortales en la calle.

En rigor, sólo los artistas mediocres dicen cosas interesantes y tengo una desconfianza instintiva frente a los verbosos, los de habla fluida, los graciosos, los que disertan, sin pudor, acerca de su trabajo. Nunca le cuento a nadie lo que estoy haciendo. Mi hija una vez más

-Papá nunca habla de lo que escribe

y no sé si ella comprende que no es posible hacerlo. Hablar de qué, si trabajo en la oscuridad y no veo. Y, si me fuese posible hablar de un libro, no sería necesario escribirlo. Trabajo en la oscuridad, tanteando, llegan sombras y se van, llegan frases y se van, llegan arquitecturas fragmentarias que confluyen, se unen. Hace unos días, en la primera versión de un capítulo, comencé a llorar mientras escribía. Leí que Dickens

(otro aburridísimo)

reía y lloraba durante la composición de sus libros. No pude creerlo. Ahora lo creo: nunca me había ocurrido antes y dudo que me vuelva a ocurrir. Pero fue un momento único, de felicidad total, la sensación de haber alcanzado y de estar viviendo en el centro del mundo, en el que todo me resultaba claro, de una belleza indescriptible, de una armonía absoluta. Son momentos así los que persigo desde que hacia los doce o los trece años

(para qué estoy haciéndome el tonto, sé perfectamente la fecha exacta)

me vino la certeza fulminante de mi destino: fue el día 22 de diciembre de 1955; a las cinco de la tarde iba yo, pequeño aún, en un autobús a casa, y de repente

-Soy escritor

y palabra de honor que esta evidencia me dio miedo: yo no sabía qué era un escritor. Después me di cuenta de que en la palabra escritor cabían, sin serlo, casi todas las personas que hacen libros y lo comprendí mejor. Pero me hace falta tiempo, más tiempo. Dios mío, dame tiempo. Dame dos, tres, cuatro novelas más, dame esta gracia de Tu bondad

(Daniel Sampaio:

-El otro día me dijeron "usted que es ateo" y me puse furioso)

dame el poder de ser como Tú cuando trabajo mucho, la capacidad de ver nacer un mundo de esta nada, de ver levantarse, entero, el milagro de mi condición. Y, sobre todo, de seguir siendo como el pintor Bonnard

(creo que ya he contado esta historia)

que visitaba los museos con una pequeña cartera y, cuando pillaba al guardián distraído, sacaba un pincel de la cartera y retocaba sus cuadros. Esta prosa me ha salido descosida, la pobre: es que estoy en un brete con una novela que se escurre por todos lados, y soy el perro de aquel rebaño de palabras que siempre huyen del papel mientras yo intento atraerlas otra vez. No se les puede ladrar a las palabras: hay que correr a su alrededor. Llevo ocho versiones de los primeros capítulos de este libro y son ellas las que me advierten

-No es eso, algo falta todavía, vuelve a empezar.

Corro el riesgo, en todo lo que he afirmado aquí, de dar la impresión de que mi vida es un tormento y una carga, cuando se trata, precisamente, de todo lo contrario: me siento como frente a una mujer desnuda, con el fervor que precede al primer beso y unas ganas locas de arrodillarme de ternura, padeciendo, como una alarma feliz, la vehemencia del cuerpo.

sábado, 10 de diciembre de 2016

EL PARTO (Franco Sacchetti)


En otro tiempo había como párroco de una iglesia de Castello, condado del territorio de Florencia, cierto cura llamado Tiraccio, que ya era viejo, pero que en su juventud tuvo por amiga una linda muchacha de la gran villa de Oguissante y había tenido de ella una hija, que en la época de nuestra narración era muy linda y estaba en edad de casarse. La fama divulgaba por todas partes que la sobrina del cura era una hermosa muchacha. En la vecindad habitaba un joven, del cual quiero callar el nombre y el de la familia. Este joven, habiendo visto muchas veces a la sobrina del cura, se enamoró de ella, y tuvo la idea de una astucia sutil para lograrla.

Una tarde en que el tiempo estaba lluvioso, hacia el obscurecer, se disfrazó de aldeana, y después de haberse puesto las faldas se amarró sobre el vientre líos de paja y de tela, que le daban el aire de estar embarazada y con el vientre en la boca.

En seguida se fue a la iglesia para pedir confesión, como hacen las mujeres a punto de parir. Llegado a la iglesia, hacia la primera hora de la noche, tocó a la puerta, y habiendo venido a abrirle un clérigo, le preguntó por el párroco. El clérigo le dijo:

-Ha salido hace un momento para llevar la comunión a un enfermo, pero no tardará en volver.

La mujer embarazada dijo entonces:

-¡Desdichada de mí! ¡Estoy rendida de fatiga!

Y se limpiaba a cada instante con su pañuelo, tanto para no ser reconocida como por el sudor que le cubría el rostro. Se dejó caer sentada como si no pudiese más, y quejándose continuó:

-Lo esperaré, porque a causa del peso de mi vientre me sería imposible volver, si el Señor dispone de mi vida, no querría que me cogiese sin confesión.

-Que Dios la proteja, hermana -respondió el clérigo, y la dejó que esperase tranquila.

El párroco volvió hacia la una de la noche. Su parroquia era muy grande y no conocía a todos sus feligreses. Cuando la hubo visto en la penumbra, la mujer, con dificultad, le explicó que lo había esperado, y limpiándose siempre el rostro, le dijo su estado y lo que deseaba. El cura en seguida empezó a confesarla, y el joven vestido de mujer le hizo una confesión muy larga, de manera que se hiciese bien tarde.

Terminada la confesión, la penitente se puso a suspirar diciendo:

-¡Desgraciada de mí! ¿Dónde voy a poder ir ya a estas horas?

El párroco le respondió:

-Sería una temeridad irse. La noche está oscura: llovizna y amenaza llover más fuerte. Puede usted quedarse esta noche en mi casa, y mañana podrá partir cuando guste.

Oyendo estas palabras, el hombre-mujer vio llegada la ocasión de lo que quería, y sintiendo el apetito despertarse con fuerza, respondió:

-Haré, padre mío, lo que usted me aconseja, porque estoy tan fatigada de haber venido, que no creo poder dar cien pasos sin gran peligro. Estando el tiempo malo y la noche avanzada, haré como usted quiera; pero le ruego que si mi marido dice algo me disculpe usted con él.

-Cuente conmigo -repuso el cura.

Por la invitación de éste se marchó a la cocina y cenó con la muchacha, haciendo con frecuencia uso del pañuelo para cubrir su cara. Cuando hubieron cenado, fueron a acostarse en un cuarto que no estaba separado de Tiraccio sino por un tabique.

La joven estaba en su primer sueño; había ya dormido un momento, cuando el otro se puso a tocarle los pechos. Se oía al cura roncar ruidosamente. Como la pretendida mujer encinta estaba colocada cerca de la sobrina, ésta conoció bien pronto lo que sucedía y se puso a gritar llamando al padre Tiraccio y diciendo:

-¡Es un muchacho!

Por tres veces llamó sin que se despertara, repitiendo:

-¡Padre Tiraccio, que es un muchacho!

A la cuarta el párroco, adormilado, le preguntó:

-¿Que es lo que dices?

Digo que es un muchacho.

El párroco, creyendo que se trataba de la buena mujer que paría un niño, respondió:

-Ayúdala, ayúdala, hija mía.

Muchas veces la joven repitió:

-¡Padre Tiraccio... padre Tiraccio! Le digo que es un muchacho.

Y el cura respondía siempre:

-Ayúdala, hija mía, ayúdala, y que Dios la bendiga.

Y fatigado, cayéndose de sueño, volvió a dormirse.

La muchacha, cansada también de luchar contra la embarazada y contra el sueño, y convencida además de que el cura la exhortaba a no resistir, pasó la noche lo mejor posible.

Al amanecer, el joven había satisfecho muchas veces su deseo y descubierto a la muchacha, que ya sin lucha se le entregaba, que por amor a ella se había disfrazado de mujer, y añadió que la amaba sobre todo lo del mundo. Para agasajarla le dio el dinero que llevaba, jurándole que cuanto poseía era para ella. Arregló, además, los medios de volverse a ver con frecuencia en lo sucesivo, y hecho esto, después de muchos besos y abrazos, se despidió diciéndole:

-Cuando el padre Tiraccio te pregunte por la mujer embarazada, le dices: “Ha parido esta noche un niño, mientras que yo te llamaba, y esta mañana al despuntar el día, se ha ido con la ayuda de Dios”.

La mujer embarazada se fue después de haber dejado en el jergón del párroco la paja que inflaba su vientre.

El cura, tan pronto como se levantó, entró en el cuarto de su hija y le dijo:

-¿Qué mala suerte has tenido esta noche que no me has dejado dormir? Toda la noche: “¡Padre Tiraccio! ¡Padre Tiraccio!” ¿Qué sucedía?

-¡Que aquella mujer parió un hermoso niño! -respondió la joven.

-¿Dónde está?

-Esta mañana, al despuntar el día, más por vergüenza, creo, que por otra cosa, se ha ido con su niño.

-¡Ah! -dijo el párroco- que Dios le dé malas Pascuas. Esas criaturas esperan por largo tiempo para ir a parir sus hijos no importándoles adónde. Si pudiese volverla a encontrar o supiera quién es su marido, ya le diría yo alguna cosa.

-Haría usted bien -respondió la joven-, porque a mí tampoco me ha dejado dormir esta noche.

Así terminó la cosa. A partir de este momento no hubo necesidad de grande alquimia para operar la conjunción de los planetas. Frecuentemente los dos amantes se encontraron, y el cura tenía su culpa, porque semejantes ejemplos dan ellos con frecuencia. Sería de desear que sucediera otro tanto a otros, y ya que no se pueden vengar en sus mujeres, que se venguen en sus sobrinas o en sus hijas con chascos parecidos a ese, ciertamente uno de los mejores y de más buen éxito que jamás se han visto.

Por mí creo que no se comete sino un pequeño pecado con faltar contra uno de esos que, bajo la capa de la religión, cometen tantos crímenes contra el prójimo.

lunes, 5 de diciembre de 2016

NIEVE EN LOS OJOS (María Socorro Luis)


La llamada la recibí en la oficina. Un comunicado aséptico, neutro, con la eficacia que da la costumbre: "...el camión perdió el control a causa de la nieve y arrastró el coche hasta la mediana de cemento y...".

Ni su coche ni él sobrevivieron: Traumatismo craneal múltiple. Pérdida de las dos piernas... y de mis esperanzas, sueños, deseos y sentimientos más primarios.


**********

A veces regreso. Vuelvo con un escaso equipaje y me quedo apenas unos días. Solo el tiempo necesario para recorrer los solitarios senderos, el enmarañado jardín. Para deambular por la casa. La casa desierta, fría, tan llena de fantasmas. Y de recuerdos. Y de dolor a oleadas, recurrente.

A lo largo de estos años, a veces lo he pensado: Volver y quedarme. Arreglar la casa. Volver a hacer de ella un lugar confortable, acogedor, como entonces... Lo he intentado. Pero imagino el rostro risueño tras la cortina. El vaivén de la mecedora en el porche. La huella de su cuerpo en la butaca del salón... Y no puedo soportarlo: Me sumerjo en aquella mañana de invierno. Y veo de nuevo la nieve. Y su coche destrozado. Y su cuerpo recorrido por mil trizaduras, desfigurado, roto.

**********

He llegado hasta el acantilado -en el camino encontré una huella de bicicleta-.
El mar, pacífico, grandioso, me devolvió un poco de calma.
Luego, casi sin darme cuenta, seguí el sendero desconocido que nunca habíamos llegado a explorar.

Al doblar un recodo, divisé una pequeña playa, ahora solitaria. Algunos pequeños barcos, veleros en su mayoría, dormían su nostalgia de sol cerca de la arena. Y formando un arco, se desparramaba un pequeño poblado que descansaba en una depresión. Casas blancas, bajas, de techo rojo, se apiñaban alrededor de una iglesia.

Me acerqué. Las notas de una canción melódica me llegaron nítidamente.
"Quizás haya un restaurante con un piano. Quizás pueda descansar y comer algo...".

Cuando entré en el pueblo, me crucé con algunas personas: dos mujeres que se disputaban la palabra. Un viejecito solemne con bastón y un gran sombrero, me miró con curiosidad.
Tres chavales jugaban a las canicas agazapados en el suelo polvoriento.
-Hola, ¿hay algún restaurante en este pueblo?
Uno de los chicos señaló con la mano: En esa esquina, ¿ve el letrero?

Me detuve en la puerta. Una barra se extendía de pared a pared. Detrás, un gran espejo duplicaba cuatro o cinco mesas. Y en el fondo, sentado al piano, un hombre con camisa negra y pelo rubio que le caía sobre la frente, interpretaba la canción "Hay humo en tus ojos".

Me senté en una mesa y pedí algo de comer.
De pronto, el hombre que tocaba el piano, se acercó con un vaso de cerveza en la mano: Me permites?... y sin esperar respuesta se sentó frente a mí. Noté que estaba borracho.

Tal vez mi soledad. Tal vez algo que vi en sus ojos. Tal vez mi forma de ser... Le sonreí, y hablamos.

**********

...Avanza de puntillas la primavera. Se alargan las tardes y se entretienen vistiéndose de luz, de colores vivos.
Se alargan las tardes. y se alargan nuestras charlas... Él ya no bebe y yo he vuelto a sonreír.

El tiempo se llevó la nieve. Ahora, en el camino del acantilado, hay dos huellas de bicicleta.



sábado, 3 de diciembre de 2016

MANUAL DE COMBATE (Charles Bukowski)


Dijeron que Céline era un nazi

dijeron que Pound era un fascista

dijeron que Hamsun era un nazi y un fascista.

pusieron a Dostoievsky frente a un pelotón

de fusilamiento

y mataron a Lorca

le dieron electroshocks a Hemingway

(y sabes que se pegó un tiro)

y echaron a Villon de la ciudad (París)

y Mayakovsky

desilusionado con el régimen

y luego de una riña de enamorados,

bueno,

también se pegó un tiro.

Chatterton se tomó veneno de ratas

y funcionó.

y algunos dicen que Malcom Lowry se murió

ahogado en su propio vómito

borracho.

Crane se tiró a las hélices

del barco o a los tiburones.


El sol de Harry Crosby era negro.

Berryman prefirió el puente.

Plath no encendió el horno.


Séneca se cortó las muñecas en la

bañera (es la mejor manera:

en agua tibia)

Thomas y Behan se emborracharon

hasta morir y

hay muchos más.

¿y tú quieres ser

escritor?


es esa clase de guerra:

la creación mata,

muchos se vuelven locos,

algunos pierden el rumbo y

no lo pueden hacer

nunca más.

algunos pocos llegan a viejo.

algunos pocos ganan dinero.

algunos se mueren de hambre (como Vallejo).

es esa clase de guerra:

bajas por todas partes.


está bien, adelante

hazlo

pero cuando te ataquen

por el lado que no ves

no me vengas con

remordimientos.


ahora me voy a fumar un cigarrillo

en la bañera

y luego me iré a

dormir.



viernes, 2 de diciembre de 2016

EL DUENDE DE MADERA (Vladimir Nabokov)


Delineaba pensativamente la sombra circular y temblorosa del tintero. En una lejana habitación un reloj dio la hora mientras yo, soñador que soy, imaginaba que alguien llamaba a la puerta, suavemente al principio, luego más y más fuerte. Llamó doce veces y se detuvo, expectante.

-Sí, aquí estoy, pase…

El pomo de la puerta crujió con timidez, la llama de la vela a medio consumir se agitó y de un salto oblicuo él abandonó un rectángulo de sombra, encorvado, gris, cubierto por el polen de la noche fría y estrellada.

Conocía su rostro -¡oh, hacía tanto que lo conocía!

Su ojo derecho aún se hallaba hundido en la penumbra; el izquierdo me estudiaba con temor, alargado, de un verde nuboso. La pupila brillaba como un destello de herrumbre… Ese mechón de un gris musgoso en su sien, la ceja plateada apenas perceptible, la cómica arruga cerca de su boca lampiña -¡de qué manera todo esto hostigaba e inquietaba vagamente a mi memoria!
Me levanté. Él avanzó un paso.

Su pequeño abrigo raído parecía tener mal los botones -del lado femenino. Llevaba en la mano una gorra -no, un bulto oscuro, pobremente atado, y no había rastro de gorra alguna…

Sí, claro que lo conocía -quizá incluso le había tenido cariño, sólo que no podía ubicar el dónde y el cuándo de nuestros encuentros. Y debíamos habernos encontrado a menudo, de otro modo no tendría un recuerdo tan nítido de esos labios de arándano, esas orejas puntiagudas, esa grácil nuez de Adán…

Con un susurro de bienvenida estreché su mano ligera, helada, y rocé el respaldo de un sillón ajado. El se retrepó como un cuervo en un tocón y empezó a hablar apresuradamente.
-Da mucho miedo la calle. Así que vine. Vine a visitarte. ¿Me reconoces? Solíamos retozar juntos y gritamos días enteros. Allá en la vieja patria. ¿Vas a decirme que lo olvidaste?

Su voz literalmente me cegó. Me sentí deslumbrado y aturdido -recordé la felicidad, la sonora, eterna, irremplazable felicidad…

No, no puede ser: estoy solo… Es un absurdo delirio. Y sin embargo había en efecto alguien sentado junto a mí, huesudo e improbable, con espigadas botitas alemanas, y su voz tintineaba, crepitaba -áurea, de un verde exquisito, familiar- pese a que las palabras eran tan sencillas, tan humanas…

-Allí está -te acuerdas. Sí, soy un antiguo Elfo del Bosque, un duende malicioso. Y aquí estoy, obligado a huir como todos los demás.

Soltó un profundo suspiro y de nuevo imaginé nimbos hinchados, soberbias ondulaciones frondosas, límpidos destellos de abedules como chorros de espuma de mar contra un murmullo melódico, perpetuo… El se inclinó hacia mí y me miró con dulzura a los ojos.

-¿Recuerdas nuestro bosque, abetos negros, blancos abedules? La pena fue insoportable -veía a mis queridos árboles crujiendo y cayendo, ¿y qué podía hacer? Me empujaron a las ciénagas, lloré y aullé, bramé como animal, luego me fui veloz a un pinar vecino.

“Ahí languidecí, no dejaba de sollozar. Apenas me había acostumbrado cuando de golpe ya no había pinos, sólo cenizas azules. Tuve que vagar un poco más. Di con un bosque -un magnífico bosque, denso, oscuro, fresco. Aun así, de alguna forma no era lo mismo. En los viejos tiempos retozaba del alba al ocaso, silbaba apasionadamente, aplaudía, asustaba a los paseantes. Acuérdate de ti -te perdiste una vez en un sombrío rincón de mi bosque, tú y un pequeño vestido blanco, y yo obstruía las veredas, hacía rodar troncos, titilaba en el follaje. Me pasé la noche entera haciendo travesuras. Pero sólo jugaba, todo era en broma, por más que me denigren. Ahora me he calmado, mi nuevo hogar era incómodo. Día y noche extrañas cosas crujían a mi alrededor. Al principio creí que otro elfo acechaba allí; le grité, luego escuché. Algo chasqueaba, algo gruñía… Pero no, no eran los ruidos que nosotros hacemos. Una vez, hacia el anochecer, brinqué a un claro, ¿y qué es lo que veo? Gente tendida, algunos de espaldas, otros bocabajo. Bueno, pensé, los despertaré, ¡haré que se muevan! Y puse manos a la obra, sacudí ramas, arrojé piñas, salté, rugí… Me afané durante una hora en vano. Entonces miré con mayor atención y me estremecí. Aquí está un hombre con la cabeza colgando de un frágil hilo escarlata, allá uno con una pila de gruesos gusanos por estómago… No lo pude aguantar. Solté un aullido, brinqué en el aire y huí…

“Vagué mucho tiempo por distintos bosques, pero no podía hallar la paz. O era silencio, desolación, tedio mortal, o un horror que es mejor no imaginar. Por fin me decidí y me transformé en un mendigo, un pordiosero con alforja, y me fui para siempre: Rus’, adieu! Un espíritu afín, un Duende del Agua, me ayudó. El pobre también huía. No dejaba de admirarse, de decir: ¡qué tiempos nos han tocado, una auténtica desgracia! Y aunque en otra época se había divertido y solía atraer a la gente con señuelos (¡qué hospitalidad la suya!), ¡cómo la mimaba y consentía en el fondo del dorado río, con qué canciones la embrujaba en recompensa! Ahora, dice, sólo pasan flotando hombres muertos, por montones, en grandes cantidades, y la humedad del río es como sangre, espesa, cálida, viscosa, y no hay nada que se pueda respirar… Y así me llevó con él.

“Se fue a errar por algún mar remoto y me desembarcó en una costa brumosa -anda, hermano, ve y encuentra algún follaje cordial. Pero no encontré nada y acabé en esta extraña, atroz ciudad de piedra. Y así me volví humano, con todo y cuellos perfectamente almidonados y botitas, e incluso he aprendido el habla humana…

Calló. Sus ojos brillaron como hojas húmedas; tenía los brazos cruzados y, a la trémula luz de la vela consumida, unas pálidas hebras peinadas hacia la izquierda relumbraron de un modo inquietante.

-Sé que también sufres-fulguró nuevamente su voz-, pero tu sufrimiento, comparado con el mío, mi tempestuoso, turbio sufrimiento, es sólo la respiración pausada del que duerme. Piénsalo: no queda nadie de nuestra tribu en Rus’. Algunos nos alejamos como jirones de niebla, otros se dispersaron por el mundo. Nuestros ríos son melancolía, ninguna mano intranquila esparce los rayos de la luna. Quietas están las huérfanas campánulas que por azar permanecen intactas, el gusli de un deslavado azul que alguna vez mi rival, el Duende de los Campos, empleó en sus canciones. Bañado en lágrimas, el tosco y afable espíritu doméstico ha abandonado tu hogar en deshonra, humillado, y se han marchitado los bosques, su patética luz, su mágica sombra…

“¡Nosotros, Rus’, fuimos tu inspiración, tu insondable belleza, tu encanto perenne ! Y todos nos hemos ido, echados por un inspector enfermo.

“Amigo mío, pronto he de morir, dime algo, dime que amas a este espectro desamparado, siéntate más cerca, dame tu mano…

La vela parpadeó y se extinguió. Fríos dedos acariciaron mi palma. Repicó la conocida carcajada de la melancolía para luego callar.

Cuando encendí la luz no había nadie en el sillón… ¡Nadie!… En la habitación quedaba sólo una fragancia inusitadamente sutil: abedul, húmedo musgo…


jueves, 1 de diciembre de 2016

ALMUERZO Y DUDAS (Mario Benedetti)


El hombre se detuvo frente a la vidriera, pero su atención no fue atraída por el alegre maniquí sino por su propio aspecto reflejado en los cristales. Se ajustó la corbata, se acomodó el gacho. De pronto vio la imagen de la mujer junto a la suya.

-Hola, Matilde -dijo y se dio vuelta.

La mujer sonrió y le tendió la mano.

-No sabía que los hombres fueran tan presumidos.

Él se rió, mostrando los dientes.

-Pero a esta hora -dijo ella- usted tendría que estar trabajando.

-Tendría. Pero salí en comisión.

Él le dedicó una insistente mirada de reconocimiento, de puesta al día.

-Además -dijo- estaba casi seguro de que usted pasaría por aquí.

-Me encontró por casualidad. Yo no hago más este camino. Ahora suelo bajarme en Convención.

Se alejaron de la vidriera y caminaron juntos. Al llegar a la esquina, esperaron la luz verde. Después cruzaron.

-¿Dispone de un rato? -preguntó él.

-Sí.

-¿Le pido entonces que almuerce conmigo? ¿O también esta vez se va a negar?

-Pídamelo. Claro que... no sé si está bien.

Él no contestó. Tomaron por Colonia y se detuvieron frente a un restorán. Ella examinó la lista, con más atención de la que merecía.

-Aquí se come bien -dijo él.

Entraron. En el fondo había una mesa libre. Él la ayudó a quitarse el abrigo.

Después de examinarlos durante unos minutos, el mozo se acercó. Pidieron jamón cocido y que marcharan dos churrascos. Con papas fritas.

-¿Qué quiso decir con que no sabe si está bien?

-Pavadas. Eso de que es casado y qué sé yo.

-Ah.

Ella puso manteca sobre la mitad de un pancito marsellés. En la mano derecha tenía una mancha de tinta.

-Nunca hemos conversado francamente -dijo-. Usted y yo.

-Nunca. Es tan difícil. Sin embargo, nos hemos dicho muchas veces las mismas cosas.

-¿No le parece que sería el momento de hablar de otras? ¿O de las mismas, pero sin engañarnos?

Pasó una mujer hacia el fondo y saludó. Él se mordió los labios.

-¿Amiga de su mujer? -preguntó ella.

-Sí.

-Me gustaría que lo rezongaran.

Él eligió una galleta y la partió, con el puño cerrado.

-Quisiera conocerla -dijo ella.

-¿A quién? ¿A esa que pasó?

-No. A su mujer.

Él sonrió. Por primera vez, los músculos de la cara se le aflojaron.

-Amanda es buena. No tan linda como usted, claro.

-No sea hipócrita. Yo sé cómo soy.

-Yo también sé cómo es.

Él mozo trajo el jamón. Miró a ambos inquisidoramente y acarició la servilleta. «Gracias», dijo él, y el mozo se alejó.

-¿Cómo es estar casado? -preguntó ella.

Él tosió sin ganas, pero no dijo nada. Entonces ella se miró las manos.

-Debía haberme lavado. Mire qué mugre...

La mano de él se movió sobre el mantel hasta posarse sobre la mancha.

-Ya no se ve más.

Ella se dedicó a mirar el plato y él entonces retiró la mano.

-Siempre pensé que con usted me sentiría cómoda -dijo la mujer-, que podría hablar sencillamente, sin darle una imagen falsa, una especie de foto retocada.

-Y a otras personas, ¿les da esa imagen falsa?

-Supongo que sí.

-Bueno, esto me favorece, ¿verdad?

-Supongo que sí.

Él se quedó con el tenedor a medio camino. Luego mordió el trocito de jamón.

-Prefiero la foto sin retoques.

-¿Para qué?

-Dice «¿para qué?» como si sólo dijera «¿por qué?», con el mismo tonito de inocencia.

Ella no dijo nada.

-Bueno, para verla -agregó él-. Con esos retoques ya no sería usted.

-¿Y eso importa?

-Puede importar.

El mozo llevó los platos, demorándose. El pidió agua mineral. «¿Con limón?» «Bueno, con limón.»

-La quiere, ¿eh? -preguntó ella. -¿A Amanda?

-Sí.

-Naturalmente. Son nueve años.

-No sea vulgar. ¿Qué tienen que ver los años?

-Bueno, parece que usted también cree que los años convierten el amor en costumbre.

-¿Y no es así?

-Es. Pero no significa un punto en contra, como usted piensa.

Ella se sirvió agua mineral. Después le sirvió a él.

-¿Qué sabe usted de lo que yo pienso? Los hombres siempre se creen psicólogos, siempre están descubriendo complejos.

Él sonrió sobre el pan con manteca.

-No es un punto en contra -dijo- porque el hábito también tiene su fuerza. Es muy importante para un hombre que la mujer le planche las camisas como a él le gustan, o no le eche al arroz más sal de la que conviene, o no se ponga guaranga a media noche, justamente cuando uno la precisa.

Ella se pasó la servilleta por los labios que tenía limpios.

-En cambio a usted le gusta ponerse guarango al mediodía.

Él optó por reírse. El mozo se acercó con los churrascos, recomendó que hicieran un tajito en la carne a ver si estaba cruda, hizo un comentario sobre las papas fritas y se retiró con una mueca que hacía quince años había sido sonrisa.

-Vamos, no se enoje -dijo él-. Quise explicarle que el hábito vale por sí mismo, pero también influye en la conciencia.

-¿Nada menos?

-Fíjese un poco. Si uno no es un idiota, se da cuenta de que la costumbre conyugal lava de a poco el interés.

-¡Oh!

-Que uno va tomando las cosas con cierta desaprensión, que la novedad desaparece, en fin, que el amor se va encasillando cada vez más en fechas, en gestos, en horarios.

-¿Y eso está mal?

-Realmente, no lo sé.

-¿Cómo? ¿Y la famosa conciencia?

-Ah, sí. A eso iba. Lo que pasa es que usted me mira y me distrae.

-Bueno, le prometo mirar las papas fritas.

-Quería decir que, en el fondo, uno tiene noticias de esa mecanización, de ese automatismo. Uno sabe que una mujer como usted, una mujer que es otra vez lo nuevo, tiene sobre la esposa una ventaja en cierto modo desleal.

Ella dejó de comer y depositó cuidadosamente los cubiertos sobre el plato.

-No me interprete mal -dijo él-. La esposa es algo conocido, rigurosamente conocido. No hay aventura, ¿entiende? Otra mujer..

-Yo, por ejemplo.

-Otra mujer, aunque más adelante esté condenada a caer en el hábito, tiene por ahora la ventaja de la novedad. Uno vuelve a esperar con ansia cierta hora del día, cierta puerta que se abre, cierto ómnibus que llega, cierto almuerzo en el Centro. Bah, uno vuelve a sentirse joven, y eso, de vez en cuando, es necesario.

-¿Y la conciencia?

-La conciencia aparece el día menos pensado, cuando uno va a abrir la puerta de calle o cuando se está afeitando y se mira distraídamente en el espejo. No sé si me entiende. Primero se tiene una idea de cómo será la felicidad, pero después se van aceptando correcciones a esa idea, y sólo cuando ha hecho todas las correcciones posibles, uno se da cuenta de que se ha estado haciendo trampas.

«¿Algún postrecito?», preguntó el mozo, misteriosamente aparecido sobre la cabeza de la mujer. «Dos natillas a la española», dijo ella. Él no protestó. Esperó que el mozo se alejara, para seguir hablando.

-Es igual a esos tipos que hacen solitarios y se estafan a sí mismos.

-Esa misma comparación me la hizo el verano pasado, en La Floresta. Pero entonces la aplicaba a otra cosa.

Ella abrió la cartera, sacó el espejito y se arregló el pelo.

-¿Quiere que le diga qué impresión me causa su discurso?

-Bueno.

-Me parece un poco ridículo, ¿sabe?

-Es ridículo. De eso estoy seguro.

-Mire, no sería ridículo si usted se lo dijera a sí mismo. Pero no olvide que me lo está diciendo a mi.

El mozo depositó sobre la mesa las natillas a la española. Él pidió la cuenta con un gesto.

-Mire, Matilde -dijo-. Vamos a no andar con rodeos. Usted sabe que me gusta mucho.

-¿Qué es esto? ¿Una declaración? ¿Un armisticio?

-Usted siempre lo supo, desde el comienzo.

-Está bien, pero, ¿qué es lo que supe?

-Que está en condiciones de conseguirlo todo.

-Ah sí... ¿y quién es todo? ¿Usted?

Él se encogió de hombros, movió los labios pero no dijo nada, después resopló más que suspiró, y agitó un billete con la mano izquierda.

El mozo se acercó con la cuenta y fue dejando el vuelto sobre el platillo, sin perderse ni un gesto, sin descuidar ni una sola mirada. Recogió la propina, dijo «gracias» y se alejó caminando hacia atrás.

-Estoy seguro de que usted no lo va a hacer -dijo él-, pero si ahora me dijera «venga», yo sé que iría. Usted no lo va a hacer, porque lógicamente no quiere cargar con el peso muerto de mi conciencia, y además, porque si lo hiciera no sería lo que yo pienso que es.

Ella fue moviendo la mano manchada hasta posarla tranquilamente sobre la de él. Lo miró fijo, como si quisiera traspasarlo.

-No se preocupe -dijo, después de un silencio, y retiró la mano-. Por lo visto usted lo sabe todo.

Se puso de pie y él la ayudó a ponerse el abrigo. Cuando salían, el mozo hizo una ceremoniosa inclinación de cabeza. Él la acompañó hasta la esquina. Durante un rato estuvieron callados. Pero antes de subir al ómnibus, ella sonrió con los labios apretados, y dijo: «Gracias por la comida. » Después se fue.