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martes, 31 de mayo de 2016

RETROVISOR (Carmela Greciet)

Habíamos salido de vacaciones en dos coches, pues mi trabajo me obligaba a regresar a casa unos días antes. Viajaba primero yo, y unos metros más atrás, con los niños, venía Clara.
A medida que caía la noche, la autopista se había ido quedando en calma.
Escuchaba música en la radio cuando, surgido de la nada, apareció frente a mí el Kamikaze. Los ojos amarillos del Kamikaze.
Logré esquivarlo de un volantazo.
Miré hacia atrás sintiendo que yo era ya mi pasado, que el futuro estaba sucediendo a mis espaldas.


lunes, 30 de mayo de 2016

TESOROS (Juan Gracia Armendáriz)

Algo no marchaba bien, y Ana lo sabía. Hasta aquella tarde de agosto -Gabriel y Andrés estaban lejos, de vacaciones inglesas- sus padres la habían mantenido al margen de los acontecimientos familiares que al final del verano adquirieron el cariz de lo inapelable, igual que se barrunta la tormenta en la humedad del viento levantado: las llamadas telefónicas a medianoche, la venta urgente de la casa, las conversaciones de sus padres en el comedor del abuelo, las visitas del abogado... fueron indicios suficientes para que Ana, pequeña aún, relegada al espacio límbico de la infancia, supiera que los hechos se precipitarían sobre todos ellos con la contundencia de lo inevitable.
Hasta esa tarde, la habían entretenido con largos paseos por la playa, por el espigón del puerto o tomando la barca de la isla hacia la posibilidad de un día atrapando cangrejos entre las rocas y bebiendo limonada en el embarcadero. Y Ana, silenciosa y amable, se había dejado convencer por el decorado de la normalidad, anulando en sus padres un nuevo frente de temor. Y así lo hizo, esbozando una sonrisa con los ojos, cuando aquella tarde la auparon sobre la grupa de un caballito, en medio de la feria. Hasta ese instante -sus padres seguían detrás, cogidos de la mano, los pasos del caballo de Ana- su vida había transcurrido con cierta y engañosa placidez en el pueblo. Sus hermanos, modelos a imitar entonces, se tornaban poco a poco en sombras: Andrés, lejano en edad con un pie ya en la adolescencia, y Gabriel, su cómplice en ocasiones, su enemigo en otras.
Ana tenía una mancha cárdena en medio de la palidez de la frente, mácula de los rigores de un parto difícil, que se encendía con el fulgor de la ira cuando sus hermanos la excluían de los juegos, especialmente de los torneos medievales organizados en la cochera y que con el paso de la tarde degeneraban en un combate paleolítico y sin reglas de honor...o cuando le impedían ir a cazar jilgueros con cimbel, liga y cardo. En la marginación había cultivado el silencio.
Acaso esta infancia transcurrida bajo el influjo lúdico de la masculinidad, explique el hecho de que Ana expresara, ante el horror materno, su deseo de hacer la primera comunión vestida de Sandokán, con un sable malayo en el cinto y el tatuaje de la Perla de Labuán en el virginal hombro, o que durante mucho tiempo, su ideal de hombre fuera un trampero del Canadá o un leñador de los Pirineos con quien compartía una cabaña construida con troncos recios de haya en lo más profundo del bosque y un perro mastín que vigilara frente a la chimenea sus sueños de amazona en las noches de invierno...
Cuando acabó el paseo, la bajaron del pony, los tres tomaron una ración de churros y un fotógrafo los retrató de espaldas a la bahía. Luego su padre desapareció en un taxi.
Muchos años después, en esa fotografía en blanco y negro y de bordes dentados, Ana fecharía el día en que acabó su infancia.

domingo, 29 de mayo de 2016

RELATO DE LOS TRES PEQUEÑUELOS (Marcel Schwob)

Nosotros tres, Nicolás, que no sabe hablar, Alain y Denis, nos echamos a los caminos para ir hacia Jerusalén. Hace mucho que caminamos. Fueron unas voces blancas las que nos llamaron en la noche. Llamaban a todos los niños pequeños. Eran como las voces de los pájaros muertos en invierno. Y al principio vimos muchos pobres pájaros tendidos en la tierra helada, muchos pajarillos de pecho rojo. Luego hemos visto las primeras flores y las primeras hojas y con ellas hemos trenzado cruces. Hemos cantado ante las aldeas, como solíamos hacer en el año nuevo. Y todos los niños venían corriendo hacia nosotros. Y hemos avanzado como una tropa. Había hombres que nos maldecían, porque no conocían al Señor. Había mujeres que nos cogían por los brazos y nos interrogaban, y cubrían nuestras caras de besos. Y también ha habido almas buenas, que nos han traído escudillas de madera, con leche tibia y fruta. Y todo el mundo se compadecía de nosotros. Porque no saben adónde vamos y no han oído las voces.
En la tierra hay selvas espesas, y ríos, y montañas, y caminos llenos de zarzas. Y al final de la tierra está el mar que pronto cruzaremos. Y al fin del mar está Jerusalén. No tenemos ni ayos ni guías. Pero todos los caminos nos sirven. Aunque no sepa hablar, Nicolás anda con nosotros, Alain y Denis, y todas las tierras son parejas e igualmente peligrosas para los niños. Por todas partes hay selvas espesas, y ríos, y montañas, y espinos. Pero por todas partes las voces estarán con nosotros. Hay aquí un niño que se llama Eustacio, y que nació con los ojos cerrados. Mantiene los brazos tendidos y sonríe. No vemos nosotros más que él. Es una niñita la que lo guía y lleva su cruz. Se llama Allys. Nunca habla y no llora jamás: tiene los ojos clavados en los pies de Eustacio, para sostenerlo cuando tropieza. Los queremos a los dos. Eustacio no podrá ver las santas lámparas del Sepulcro. Pero Allys le cogerá las manos, para que toque las losas de la tumba.
¡Qué bellas son las cosas de la tierra! No nos acordamos de nada, porque nunca hemos aprendido nada. Sin embargo, hemos visto viejos árboles y rocas rojas. Algunas veces pasamos en medio de largas tinieblas. Algunas veces caminamos hasta la noche por prados claros. Hemos gritado el nombre de Jesús en las orejas de Nicolás, y él lo conoce. Pero no sabe decirlo. Se alegra con nosotros de lo que vemos. Porque sus labios pueden abrirse a la alegría, y nos acaricia los hombros. Y de este modo no son desgraciados; porque Allys vela por Eustacio y nosotros, Alain y Denis, velamos por Nicolás.
Nos decían que en los bosques encontraríamos ogros y fantasmas. Son mentiras. Nadie nos ha espantado; nadie nos ha hecho daño. Los solitarios y los enfermos vienen a mirarnos, y las viejas encienden luces para nosotros en las cabañas. Por nosotros hacen sonar las campanas de las iglesias. Los campesinos se alzan de los surcos para espiarnos. También los animales nos miran y no huyen. Y desde que caminamos, el sol se ha vuelto más cálido y no cogemos ya las mismas flores. Pero todos los tallos pueden trenzarse de la misma forma, y nuestras cruces están siempre frescas. Por eso tenemos gran esperanza y pronto veremos el mar azul. Y al final del mar azul está Jerusalén. Y el Señor dejará llegar hasta su tumba a todos los pequeñuelos. Y las voces blancas serán alegres en la noche.

sábado, 28 de mayo de 2016

SIN TÍTULO (José Emilio Pacheco)

Lo compré hace más de quince años. Pospuse la lectura para un momento que no llegó jamás. Moriré sin haberlo leído. Y en sus páginas estaban el secreto y la clave.

viernes, 27 de mayo de 2016

ELLA NO OLVIDA (Eduardo Galeano)


¿Quién conoce y reconoce los atajos de la selva africana?
¿Quién sabe evitar la peligrosa cercanía de los cazadores de marfiles y otras fieras enemigas?
¿Quién reconoce las huellas propias y las ajenas?
¿Quién guarda la memoria de todas y de todos?
¿Quién emite esas señales que los humanos no sabemos escuchar ni descifrar?
¿Esas señales que alarman o ayudan o amenazan o saludan a más de veinte kilómetros de distancia?
Es ella, la elefanta mayor. La más vieja, la más sabia.
La que camina a la cabeza de la manada.


jueves, 26 de mayo de 2016

GRIETA (Francisco Javier Irazoki)


Uno de los libros que más me instruyeron fue una tabla rota. La encontré en el centro de la habitación de mi infancia. Sus estrías destacaban en el suelo.

En aquel cuarto guardábamos cajas con utensilios, semillas y ropas, y también los recuerdos de un familiar que allí estuvo recluido. Desde la ventana del dormitorio miré los mismos paisajes de tejados, lindes, roderas y árboles que a él lo acompañaron en días de trastorno, furia o remanso.

Nunca lo vi. En los años de estraperlo silencioso, tuvo que irse a otras tierras. Hermano de mi padre, trabajó de criado en la casa donde iba a conocer a su amante. La joven lo puso al cuidado de sus fincas y sentimientos, pero las pasiones acabaron en una ruptura súbita.

Con desequilibrio mental, el hombre regresó a la vivienda en que después yo nací.

Encerrado en las crisis, descargaba el dolor sobre los muebles. Con exasperación quiso romper la tarima de la alcoba. Su desengaño amoroso escarbó hasta encontrar descanso en la demencia. Antes que las medicinas la atenuaran, su ira me dio una página inagotable.

Pasé muchas horas de juventud contemplando las hendiduras de la madera. A veces pisaba con suavidad su superficie, a la espera de que los sonidos me transmitiesen el fervor y la herida del pariente enamorado. Recogí las astillas en un cuenco de dudas; quizá aguardé que los cortes, venas y nudos de la madera fuesen el escondite de algún aviso.

En su tabla rota leí por primera vez unas palabras escritas cerca de nuestros barrancos.

martes, 24 de mayo de 2016

BRIZNAS (Saiz de Marco)

EN AGOSTO DE 1914 el ejército alemán abrió el frente occidental invadiendo Bélgica y Luxemburgo. La fuerza de avance fue contenida drásticamente en la primera batalla del Marne. Los taxis de París ayudaron a trasladar a los soldados franceses. El equilibrio de fuerzas impuso la estabilización del frente. Los contendientes se atrincheraron en una línea sinuosa de posiciones fortificadas, que permaneció sin cambios sustanciales durante casi toda la guerra. La combinación de las trincheras, los nidos de ametralladoras, el alambre de espino y la artillería infligían cuantiosas bajas a unos y otros.

LA MATERIA OSCURA desempeña un papel central en la formación de estructuras y en la evolución de las galaxias, y tiene efectos en la anisotropía de la radiación del fondo de microondas. Sólo aproximadamente el 5% de la densidad de energía total en el universo puede observarse directamente.

Todas las estrellas, galaxias y gas observables forman menos de la mitad de bariones, y se cree que esta materia puede estar distribuida en filamentos gaseosos de baja densidad, formando una red por todo el universo en cuyos nodos se encuentran los cúmulos de galaxias.

EL 1 DE septiembre de 1939 Alemania invadió Polonia, usando el pretexto de un ataque polaco simulado en un puesto fronterizo. Alemania avanzó usando la “guerra relámpago”. El Reino Unido y Francia le dieron dos días para retirarse de Polonia. Pasada la fecha límite, el Reino Unido, Australia y Nueva Zelanda declararon la guerra a Alemania, seguidos rápidamente por Francia, Sudáfrica y Canadá.

LA GRAVEDAD DE un agujero negro provoca una singularidad envuelta por una superficie cerrada, llamada “horizonte de sucesos”. Éste separa la región del agujero negro del resto del universo, y es la superficie límite del espacio a partir de la cual ninguna partícula puede salir.

Se cree que en el centro de la mayoría de las galaxias hay agujeros negros supermasivos. La gravedad del agujero negro puede atraer al gas que se encuentra a su alrededor, el cual se arremolina y calienta a temperaturas de hasta 12 millones de grados, esto es, unas 2000 veces la temperatura del sol.

MENOS DE 24 horas después del ataque sobre Pearl Harbour, Japón invadió Hong Kong. Poco después fueron invadidas Filipinas y las colonias británicas de Malasia, Borneo y Birmania, con la intención de apoderarse de los campos petrolíferos de las Indias Holandesas. Aproximadamente 130.000 hombres de la Commonwealth británica fueron recluidos en los campos de concentración japoneses.

TRAS LA EXTINCIÓN total de la energía de una “gigante roja” (estrella de gran masa), la fuerza gravitatoria comienza a ejercer presión sobre sí misma originando una masa concentrada en un pequeño volumen, convirtiéndose en una “enana blanca”. Este proceso puede seguir hasta el colapso de la estrella por su autoatracción gravitatoria, convirtiéndose en un agujero negro.

GUAM FUE INVADIDA el 21 de julio de 1944. Los japoneses lucharon fanáticamente. Las operaciones de limpieza continuaron mucho tiempo después de que la batalla de Guam hubiese acabado. La isla de Tinian fue invadida el 24 de julio. En esta operación se usó por primera vez napalm en una guerra.

Las tropas del general MacArthur liberaron las Filipinas. Los japoneses habían dispuesto una defensa a toda costa y usaron los últimos restos de sus fuerzas navales para hacer frente a la invasión. Fue la primera batalla en que emplearon ataques kamikazes.

Iwo Jima fue conquistada en febrero. La isla estaba fuertemente defendida con multitud de túneles, trincheras y fuertes bajo tierra, pero fue ocupada por los Marines después de tomar el monte Suribachi.

SE ESTIMA QUE existen más de cien mil millones de galaxias en el universo observable. La mayoría de ellas tiene un diámetro entre cien y cien mil parsecs y están generalmente separadas por distancias del orden de un millón de parsecs.

El espacio intergaláctico está compuesto por un tenue gas cuya densidad media no supera un átomo por metro cúbico.

La mayoría de las galaxias están dispuestas en una jerarquía de agregados, llamados cúmulos, que a su vez pueden formar agregados más grandes, llamados supercúmulos. Estas estructuras mayores están dispuestas en hojas o filamentos rodeados de inmensas zonas de vacío.

EL PRINCIPAL LÍDER de los Jemeres Rojos, que tomó por nombre Pol Pot, creó centros de reclusión con el fin de buscar al “enemigo oculto” dentro del Partido y continuar su política de exterminio de cuanto consideraba atentatorio hacia el Estado. El más activo fue el de Tuol Sleng. Salvo los altos mandos nadie sabía qué ocurría allí, pero los campesinos que vivían cerca los llamaban “el sitio donde se entra pero no se sale”. Solamente siete de las 20.000 personas que fueron llevadas para ser “interrogadas” sobrevivieron. Los sospechosos lo eran por razones tan sutiles como usar gafas, conocer un idioma extranjero o tener un título universitario. Tras ser declarados culpables en casi todos los casos, los sospechosos eran condenados a la pena capital, conduciéndoseles a los campos de exterminio. Las ejecuciones se hacían generalmente por contusiones o armas blancas para ahorrar munición. Las víctimas eran aproximadas al borde de la fosa y asesinadas. Para ahogar sus gritos y llantos se colocaba un equipo de sonido con música a todo volumen.

LA VÍA LÁCTEA forma parte de un conjunto de unas 40 galaxias llamado Grupo Local, y es la segunda más grande y brillante tras la galaxia de Andrómeda.

El Sistema Solar se encuentra en el brazo Orión de la Vía Láctea, que forma parte del brazo espiral de Sagitario.

Los brazos son ondas de densidad que se desplazan independientemente de las estrellas contenidas en la galaxia. El brillo de los brazos es mayor porque allí se encuentran las “gigantes azules”, que son las únicas que pueden ionizar grandes extensiones de gas.

LOS HUTUS INTENTARON socavar el poder de los tutsis para lograr un mejor reparto de las tierras. Un incidente en noviembre de 1959 entre jóvenes tutsis y un líder hutu se convirtió en la chispa de una revuelta popular, en la cual los hutus quemaron propiedades tutsis y asesinaron a varios de sus dueños.

En los dos años siguientes unos 20.000 tutsis murieron asesinados.

En 1972, en el vecino Burundi, 350.000 hutus murieron víctimas de los tutsis.

En 1994 el avance del Frente Patriótico Ruandés desencadenó una multitud de masacres contra los tutsis obligando a un desplazamiento masivo de personas hacia campos de refugiados situados en las fronteras.

En agosto de 1995 tropas zaireñas intentaron expulsar a estos desplazados hacia Ruanda. Más de 800.000 personas fueron asesinadas. Casi todas las mujeres que sobrevivieron al genocidio sufrieron violaciones múltiples y muchos de los 5000 niños nacidos de esas agresiones fueron asesinados.

EL MARCO EN que se mueven las cuerdas no es el aparente de cuatro dimensiones temporo-espaciales, sino un escenario en que a las cuatro dimensiones de espacio y tiempo se añaden otras dimensiones compactificadas. Presumiblemente existen una dimensión temporal, tres dimensiones espaciales ordinarias, y siete dimensiones compactificadas imperceptibles para nosotros.

EN OPINIÓN DE Einstein, la realidad que captamos es una especie de ilusión persistente. En tal caso, desconocemos por qué no es una ilusión dulce, ni blanda, ni sencilla.

domingo, 22 de mayo de 2016

ELLA Y ÉL (José Luis Morante)

Ella vive en un tiempo en el que no hay nadie entre las sábanas. Comparte el sexo consigo consigo misma. Él sabe que la ausencia es grande, como un hueco de escalera. Ella rebusca en el contenedor de la costumbre otros pies desnudos porque hace frío. Él maldice, con la dificultad de pronunciar palabras en otro idioma. Ella escucha el goteo de un grifo, mira el desconchón de la pared, oye el eco metálico de un cierre que recuerda el alivio de algún permiso de fin de semana. Ella y él, él y ella. Siluetas de paso, voces que dejó sobre la mesa de trabajo de un narrador omnisciente el viento estepario de la soledad.

viernes, 20 de mayo de 2016

MONSTRUO SE BUSCA (Eduardo Galeano)

San Columba estaba remando en el lago Ness, cuando el Monstruo, inmensa serpiente de fauces abiertas, se abalanzó contra el bote. San Columba, que no tenía el menor interés en ser almorzado, lo conjuró haciendo la señal de la cruz, y el Monstruo huyó.
Catorce siglos después, el Monstruo fue fotografiado por los vecinos del lago, que casualmente llevaban una cámara colgada al cuello, y sus piruetas se publicaron en los diarios de Glasgow y Londres.
El Monstruo resultó ser un muñeco, y sus huellas eran patas de un bebé de hipopótamo, que se vendían como ceniceros.
Las revelaciones no desalentaron a los turistas.
La demanda de monstruos alimenta al mercado del miedo.


EL SOBORNO (Jorge Luis Borges)


La historia que refiero es la de dos hombres o más bien la de un episodio en el que intervinieron dos hombres. El hecho mismo, nada singular ni fantástico, importa menos que el carácter de sus protagonistas. Ambos pecaron por vanidad, pero de un modo harto distinto y con resultado distinto. La anécdota (en realidad no es mucho más) ocurrió hace muy poco, en uno de los estados de América. Entiendo que no pudo haber ocurrido en otro lugar.

A fines de 1961, en la Universidad de Texas, en Austin, tuve ocasión de conversar largamente con uno de los dos, el doctor Ezra Winthrop. Era profesor de inglés antiguo (no aprobaba el empleo de la palabra anglosajón, que sugiere un artefacto hecho de dos piezas). Recuerdo que sin contradecirme una sola vez corrigió mis muchos errores y temerarias presunciones. Me dijeron que en los exámenes prefería no formular una sola pregunta; invitaba al alumno a discurrir sobre tal o cual tema, dejando a su elección el punto preciso. De vieja raíz puritana, oriundo de Boston, le había costado hacerse a los hábitos y prejuicios del Sur. Extrañaba la nieve, pero he observado que a la gente del Norte le enseñan a precaverse del frío, como a nosotros del calor. Guardo la imagen ya borrosa, de un hombre más bien alto, de pelo gris, menos ágil que fuerte. Más claro es mi recuerdo de su colega Herbert Locke, que me dio un ejemplar de su libro Toward a History of the Kenning, donde se lee que los sajones no tardaron en prescindir de esas metáforas un tanto mecánicas (camino de la ballena por mar, halcón de la batalla por águila), en tanto que los poetas escandinavos las fueron combinando y entrelazando hasta lo inextricable. He mencionado a Herbert Locke porque es parte integral de mi relato.

Arribo ahora al islandés Eric Einarsson, acaso el verdadero protagonista. No lo vi nunca. Llegó a Texas en 1969, cuando yo estaba en Cambridge, pero las cartas de un amigo común, Ramón Martínez López, me han dejado la convicción de conocerlo íntimamente. Sé que es impetuoso, enérgico y frío; en una tierra de hombres altos es alto. Dado su pelo rojo era inevitable que los estudiantes lo apodaran Erico el Rojo. Opinaba que el uso del slang forzosamente erróneo, hace del extranjero un intruso y no condescendió nunca al O.K. Buen investigador de las lenguas nórdicas, del inglés, del latín y –aunque no lo confesara– del alemán, poco le costó abrirse paso en las universidades de América. Su primer trabajo fue una monografía sobre los cuatro artículos que dedicó De Quincey al influjo que ha dejado el danés en la región lacustre de Westmoreland. La siguió una segunda sobre el dialecto de los campesinos de Yorkshire. Ambos estudios fueron bien acogidos, pero Einarsson pensó que su carrera precisaba algún elemento de asombro. En 1970 publicó en Yale una copiosa edición crítica de la balada de Maldon. El scholarship de las notas era innegable, pero ciertas hipótesis del prefacio suscitaron alguna discusión en los casi secretos círculos académicos. Einarsson afirmaba, por ejemplo, que el estilo de la balada es afín, siquiera de un modo lejano, al fragmento heroico de Finnsburh, no a la retórica pausada de Beowulf, y que su manejo de conmovedores rasgos circunstanciales prefigura curiosamente los métodos que no sin justicia admiramos en las sagas de Islandia. Enmendó asimismo varias lecciones del texto de Elphinston. Ya en 1969 había sido nombrado profesor en la Universidad de Texas. Según es fama, son habituales en las universidades americanas los congresos de germanistas. Al doctor Winthrop le había tocado en suerte en el turno anterior, en East Lansing. El jefe del departamento que preparaba su Año Sabático, le pidió que pensara en un candidato para la próxima sesión en Wisconsin. Por lo demás, éstos no pasaban de dos: Herbert Locke o Eric Einarsson.

Winthrop, como Carlyle, había renunciado a la fe puritana de sus mayores, pero no al sentimiento de la ética. No había declinado dar el consejo; su deber era claro. Herbert Locke, desde 1954, no le había escatimado su ayuda para cierta edición anotada de la Gesta de Beowulf que, en determinadas casas de estudio, había reemplazado el manejo de la de Klaeber; ahora estaba compilando una obra muy útil para la germanística: un diccionario inglés-anglosajón, que ahorrara a los lectores el examen, muchas veces inútil, de los diccionarios etimológicos. Einarsson era harto más joven; su petulancia le granjeaba la aversión general, sin excluir la de Winthrop. La edición crítica de Finnsburh había contribuido no poco a difundir su nombre. Era fácilmente polémico; en el Congreso haría mejor papel que el taciturno y tímido Locke. En esas cavilaciones estaba Winthrop cuando el hecho ocurrió.

En Yale apareció un extenso artículo sobre la enseñanza universitaria de la literatura y de la lengua de los anglosajones. Al pie de la última página se leían las transparentes iniciales E.E. y, como para alejar cualquier duda, el nombre de Texas. El artículo, redactado en un correcto inglés de extranjero, no se permitía la menor incivilidad, pero encerraba cierta violencia. Argüía que iniciar aquel estudio por la Gesta de Beowulf, obra de fecha arcaica pero de estilo pseudo virgiliano y retórico, era no menos arbitrario que iniciar el estudio del inglés por los intrincados versos de Milton. Aconsejaba una inversión del orden cronológico: empezar por la Sepultura del siglo once que deja traslucir el idioma actual, y luego retroceder hasta los orígenes. En lo que a Beowulf se refiere, bastaba con algún fragmento extraído del tedioso conjunto de tres mil líneas; por ejemplo los ritos funerarios de Scyld, que vuelve al mar y vino del mar. No se mencionaba una sola vez el nombre de Winthrop, pero éste se sintió persistentemente agredido. Tal circunstancia le importaba menos que el hecho de que impugnaran su método pedagógico.

Faltaban pocos días. Winthrop quería ser justo y no podía permitir que el escrito de Einarsson, ya releído y comentado por muchos, influyera en su decisión. Ésta le dio no poco trabajo. Cierta mañana, Winthrop conversó con su jefe; esa misma tarde Einarsson recibió el encargo oficial de viajar a Wisconsin.

La víspera del diecinueve de marzo, día de la partida, Einarsson se presentó en el despacho de Ezra Winthrop. Venía a despedirse y a agradecerle. Una de las ventanas daba a una calle arbolada y oblicua y los rodeaban anaqueles de libros; Einarsson no tardó en reconocer la primera edición de la Edda Islandorum, encuadernada en pergamino. Winthrop contestó que sabía que el otro desempeñaría bien su misión y que no tenía nada que agradecerle. El diálogo si no me engaño fue largo.

–Hablemos con franqueza –dijo Einarsson–. No hay perro en la Universidad que no sepa que si el doctor Lee Rosenthal, nuestro jefe, me honra con la misión de representarnos, obra por consejo de usted. Trataré de no defraudarlo. Soy un buen germanista; la lengua de mi infancia es la de las sagas y pronuncio el anglosajón mejor que mis colegas británicos. Mis estudiantes dicen cyning, no cunning. Saben también que les está absolutamente prohibido fumar en clase y que no pueden presentarse disfrazados de hippies. En cuanto a mi frustrado rival, sería de pésimo gusto que yo lo criticara; sobre la Kenning demuestra no sólo el examen de las fuentes originales, sino de los pertinentes trabajos de Meissner y de Marquardt. Dejemos esas fruslerías. Yo le debo a usted, doctor Winthrop, una explicación personal. Dejé mi patria a fines de 1967. Cuando alguien se resuelve a emigrar a un país lejano, se impone fatalmente la obligación de adelantar en ese país. Mis dos opúsculos iniciales, de índole estrictamente filológica, no respondían a otro fin que probar mi capacidad. Ello, evidentemente, no bastaba. Siempre me había interesado la balada de Maldon que puedo repetir de memoria, con uno que otro bache. Logré que las autoridades de Yale publicaran mi edición crítica. La balada registra, como usted sabe, una victoria escandinava, pero en cuanto al concepto de que influyó en las ulteriores sagas de Islandia, lo juzgo inadmisible y absurdo. Lo incluí para halagar a los lectores de habla inglesa.

“Arribo ahora a lo esencial: mi nota polémica del Yale Monthly. Como usted no ignora, justifica, o quiere justificar, mi sistema, pero deliberadamente exagera los inconvenientes del suyo, que, a trueque de imponer a los alumnos el tedio de tres mil intrincados versos consecutivos que narran una historia confusa, los dota de un copioso vocabulario que les permitirá gozar, si no han desertado, del corpus de las letras anglosajonas. Ir a Wisconsin era mi verdadero propósito. Usted y yo, mi querido amigo, sabemos que los congresos son tonterías, que ocasionan gastos inútiles, pero que pueden convenir a un curriculum.

Winthrop lo miró con sorpresa. Era inteligente, pero propendía a tomar en serio las cosas, incluso los congresos y el universo, que bien puede ser una broma cósmica. Einarsson prosiguió:

–Usted recordará tal vez nuestro primer diálogo. Yo había llegado de New York. Era un día domingo; el comedor de la Universidad estaba cerrado y fuimos a almorzar al Nighthawk. Fue entonces cuando aprendí muchas cosas. Como buen europeo, yo siempre había presupuesto que la Guerra Civil fue una cruzada contra los esclavistas; usted argumentó que el Sur estaba en su derecho al querer separarse de la Unión y mantener sus instituciones. Para dar mayor fuerza a lo que afirmaba, me dijo que usted era del Norte y que uno de sus mayores había militado en las filas de Henry Halleck. Ponderó asimismo el coraje de los confederados. A diferencia de los demás, yo sé casi inmediatamente quién es el otro. Esta mañana me bastó. Comprendí, mi querido Winthrop, que a usted lo rige la curiosa pasión americana de la imparcialidad. Quiere, ante todo, ser fairminded. Precisamente por ser hombre del Norte, trató de comprender y justificar la causa del Sur. En cuanto supe que mi viaje a Wisconsin dependía de unas palabras suyas a Rosenthal, resolví aprovechar mi pequeño descubrimiento. Comprendí que impugnar la metodología que usted siempre observa en la cátedra era el medio más eficaz de obtener su voto. Redacté en el acto mi tesis. Los hábitos del Monthly me obligaron al uso de iniciales, pero hice todo lo posible para que no quedara la menor duda sobre la identidad del autor. La confié incluso a muchos colegas.

Hubo un largo silencio. Winthrop fue el primero en romperlo.

–Ahora comprendo –dijo–. Yo soy viejo amigo de Herbert, cuya labor estimo; usted, directa o indirectamente, me atacó. Negarle mi voto hubiera sido una suerte de represalia. Confronté los méritos de los dos y el resultado fue el que usted sabe.

Agregó, como si pensara en voz alta:

–He cedido tal vez a la vanidad de no ser vengativo. Como usted ve, su estratagema no le falló.

–Estratagema es la palabra justa –replicó Einarsson–, pero no me arrepiento de lo que hice. Actuaré del modo mejor para nuestra casa de estudios. Por lo demás yo había resuelto ir a Wisconsin.

–Mi primer Viking –dijo Winthrop y lo miró en los ojos.

–Otra superstición romántica. No basta ser escandinavo para descender de los Vikings. Mis padres fueron buenos pastores de la iglesia evangélica; a principios del siglo diez, mis mayores fueron acaso buenos sacerdotes de Thor. En mi familia no hubo, que yo sepa, gente de mar.

–En la mía hubo muchos –contestó Winthrop–. Sin embargo, no somos tan distintos. Un pecado nos une: la vanidad. Usted me ha visitado para jactarse de su ingeniosa estratagema; yo lo apoyé para jactarme de ser un hombre recto.

–Otra cosa nos une –respondió Einarsson–. La nacionalidad. Soy ciudadano americano. Mi destino está aquí, no en la Última Thule. Usted dirá que un pasaporte no modifica la índole de un hombre.

Se estrecharon la mano y se despidieron.

jueves, 19 de mayo de 2016

NOCHE PARALELA (Víctor Lorenzo Cinca)


La primera raya de la noche fue la que dibujó con el peine en su cabeza. La segunda fue la que estaba pintada en los ojos de aquella chica a quien no pudo convencer para que tomaran juntos una copa. La tercera, cuarta y quinta, las trazó con una tarjeta encima de un espejo, solo, en el coche. La sexta raya fue la continua del asfalto que no debió sobrepasar. La séptima es ésta, la que acompañada de un molesto pitido avanza hasta el infinito, verde y recta.


domingo, 15 de mayo de 2016

CATÁSTROFE DE UN JOVEN TURCO (Saki)


El ministro de Bellas Artes (a cuyo ministerio se había anexado últimamente la nueva subsección de Ingeniería Electoral) le hizo una visita de trabajo al gran visir. De acuerdo con la etiqueta oriental, discurrieron un rato sobre temas indiferentes. El ministro se detuvo a tiempo para omitir una referencia casual a la Maratón que se había corrido, cuando recordó que el gran visir tenía una abuela persa y podía considerar la alusión a Maratón como una falta de tacto.
A continuación el ministro entró en el tema de su entrevista.
-¿Bajo la nueva constitución, las mujeres tendrán el voto? – preguntó repentinamente.
-¿Tener el voto? ¿Las mujeres? – exclamó el visir con cierta estupefacción -. Mi querido pashá, la nueva carta tiene cierto sabor de absurdo así como está; no tratemos de convertirlo en algo completamente ridículo. Las mujeres no tienen alma, ni inteligencia, ¿por qué demonios van a tener el voto?
-Sé que suena insensato –dijo el ministro-, pero en occidente están considerando esa idea seriamente.
-Entonces deben estar equipados con mayor solemnidad de la que yo les reconocía. Después de una vida de esfuerzos especiales por mantener mi gravedad, escasamente puedo reprimir mi inclinación a sonreír ante tal sugerencia. Mire usted, nuestras mujeres en la mayoría de los casos no saben leer ni escribir. ¿Cómo pueden ejecutar la operación de votar?
-Se les pueden mostrar los nombres de los candidatos y en dónde pueden marcar con una cruz.
-Discúlpeme, ¿cómo dijo? – lo interrumpió el visir.
-Con una medialuna, quiero decir – se corrigió el ministro-. Sería algo que le gustaría al Partido Turco Juvenil – agregó.
-Bueno –dijo el visir-, si vamos a cambiar las cosas, lleguemos al extremo de una vez. Daré instrucciones para que a las mujeres se les reconozca el voto.


La votación ya llegaba a su fin en la circunscripción de Lakoumistán. El candidato del Partido Turco Juvenil, según se sabía, iba ganando por trescientos o cuatrocientos votos, y estaba ya redactando su discurso, para dar las gracias a los electores. Su victoria era casi un hecho, porque había puesto a funcionar toda la maquinaria electoral de occidente. Había empleado hasta automóviles. Pocos de sus partidarios habían ido a las urnas en esos vehículos, pero gracias a la inteligente manera como los manejaron sus conductores, muchos de sus opositores habían ido a dar a la tumba, a los hospitales locales o se habían abstenido de votar por alguna otra razón. Y luego pasó algo inesperado. El candidato rival, Alí el Escogido, entró en escena con sus esposas y las mujeres de su casa, que llegaban más o menos a seiscientas. Alí no había desperdiciado mucho tiempo en literatura electoral, pero se le había oído afirmar que cada voto que le dieran a su adversario quería decir otro saco arrojado al Bósforo. El juvenil candidato turco, que se había adaptado a la costumbre occidental de una sola esposa y escasamente alguna amante, contempló impotente cómo su adversario llenaba las urnas hasta alcanzar la mayoría triunfante.
-¡Cristabel Colón! – exclamó invocando de modo algo confuso el nombre de un pionero distinguido -, ¿quién lo hubiera pensado?
-Extraño –murmuró Alí-, que alguien que peroraba de manera tan elocuente acerca de la Balota Secreta, no haya tenido en cuenta el Voto Velado.
Y, de regreso a casa con sus electoras, murmuró para sus barbas esta improvisación sobre una estrofa del poeta herético de Persia:


Alguien rico en metáforas y pareceres
ama el verbo afilado como un cuchillo;
y yo que en estos casos soy un chiquillo
sólo llego a las urnas con mis mujeres.

jueves, 12 de mayo de 2016

BASILISA LA HERMOSA (Anónimo ruso)

En un reino vivía una vez un comerciante con su mujer y su única hija, llamada Basilisa la Hermosa. Al cumplir la niña los ocho años se puso enferma su madre, y presintiendo su próxima muerte llamó a Basilisa, le dio una muñeca y le dijo:
—Escúchame, hijita mía, y acuérdate bien de mis últimas palabras. Yo me muero y con mi bendición te dejo esta muñeca; guárdala siempre con cuidado, sin mostrarla a nadie, y cuando te suceda alguna desdicha, pídele consejo.
Después de haber dicho estas palabras, la madre besó a su hija, suspiró y se murió.
El comerciante, al quedarse viudo, se entristeció mucho; pero pasó tiempo, se fue consolando y decidió volver a casarse. Era un hombre bueno y muchas mujeres lo deseaban por marido; pero entre todas eligió una viuda que tenía dos hijas de la edad de Basilisa y que en toda la comarca tenía fama de ser buena madre y ama de casa ejemplar.
El comerciante se casó con ella, pero pronto comprendió que se había equivocado, pues no encontró la buena madre que para su hija deseaba. Basilisa era la joven más hermosa de la aldea; la madrastra y sus hijas, envidiosas de su belleza, la mortificaban continuamente y le imponían toda clase de trabajos para ajar su hermosura a fuerza de cansancio y para que el aire y el sol quemaran su cutis delicado. Basilisa soportaba todo con resignación y cada día crecía su hermosura, mientras que las hijas de la madrastra, a pesar de estar siempre ociosas, se afeaban por la envidia que tenían a su hermana. La causa de esto no era ni más ni menos que la buena Muñeca, sin la ayuda de la cual Basilisa nunca hubiera podido cumplir con todas sus obligaciones. La Muñeca la consolaba en sus desdichas, dándole buenos consejos y trabajando con ella.
Así pasaron algunos años y las muchachas llegaron a la edad de casarse. Todos los jóvenes de la ciudad solicitaban casarse con Basilisa, sin hacer caso alguno de las hijas de la madrastra. Ésta, cada vez más enfadada, contestaba a todos:
—No casaré a la menor antes de que se casen las mayores.
Y después de haber despedido a los pretendientes, se vengaba de la pobre Basilisa con golpes e injurias.
Un día el comerciante tuvo necesidad de hacer un viaje y se marchó. Entretanto, la madrastra se mudó a una casa que se hallaba cerca de un espeso bosque en el que, según decía la gente, aunque nadie lo había visto, vivía la terrible bruja Baba Yaga ; nadie osaba acercarse a aquellos lugares, porque Baba Yaga se comía a los hombres como si fueran pollos.
Después de instaladas en el nuevo alojamiento, la madrastra, con diferentes pretextos, enviaba a Basilisa al bosque con frecuencia; pero a pesar de todas sus astucias la joven volvía siempre a casa, guiada por la Muñeca, que no permitía que Basilisa se acercase a la cabaña de la temible bruja.
Llegó el otoño, y un día la madrastra dio a cada una de las tres muchachas una labor: a una le ordenó que hiciese encaje; a otra, que hiciese medias, y a Basilisa le mandó hilar, obligándolas a presentarle cada día una cierta cantidad de trabajo hecho. Apagó todas las luces de la casa, excepto una vela que dejó encendida en la habitación donde trabajaban sus hijas, y se acostó. Poco a poco, mientras las muchachas estaban trabajando, se formó en la vela un pabilo, y una de las hijas de la madrastra, con el pretexto de cortarlo, apagó la luz con las tijeras.
—¿Qué haremos ahora? —dijeron las jóvenes—. No había más luz que ésta en toda la casa y nuestras labores no están aún terminadas. ¡Habrá que ir en busca de luz a la cabaña de Baba Yaga !
—Yo tengo luz de mis alfileres —dijo la que hacía el encaje—. No iré yo.
—Tampoco iré yo —añadió la que hacía las medias—. Tengo luz de mis agujas.
—¡Tienes que ir tú en busca de luz! —exclamaron ambas—. ¡Anda! ¡Ve a casa de Baba Yaga !
Y al decir esto echaron a Basilisa de la habitación. Basilisa se dirigió sin luz a su cuarto, puso la cena delante de la Muñeca y le dijo:
—No tengas miedo —le contestó la Muñeca—; ve donde te manden, pero no te olvides de llevarme contigo; ya sabes que no te abandonaré en ninguna ocasión.
Basilisa se metió la Muñeca en el bolsillo, se persignó y se fue al bosque. La pobrecita iba temblando, cuando de repente pasó rápidamente por delante de ella un jinete blanco como la nieve, vestido de blanco, montado en un caballo blanco y con un arnés blanco; en seguida empezó a amanecer. Siguió su camino y vio pasar otro jinete rojo, vestido de rojo y montado en un corcel rojo, y en seguida empezó a levantarse el sol. Durante todo el día y toda la noche anduvo Basilisa, y sólo al atardecer del día siguiente llegó al claro donde se hallaba la cabaña de Baba Yaga ; la cerca que la rodeaba estaba hecha de huesos humanos rematados por calaveras; las puertas eran piernas humanas; los cerrojos, manos, y la cerradura, una boca con dientes. Basilisa se llenó de espanto. De pronto apareció un jinete todo negro, vestido de negro y montando un caballo negro, que al aproximarse a las puertas de la cabaña de Baba Yaga desapareció como si se lo hubiese tragado la tierra; en seguida se hizo de noche.
No duró mucho la oscuridad: de las cuencas de los ojos de todas las calaveras salió una luz que alumbró el claro del bosque como si fuese de día. Basilisa temblaba de miedo y no sabiendo dónde esconderse, permanecía quieta.
De pronto se oyó un tremendo alboroto: los árboles crujían, las hojas secas estallaban y la espantosa bruja Baba Yaga apareció saliendo del bosque, sentada en su mortero, arreando con el mazo y barriendo sus huellas con la escoba. Se acercó a la puerta, se paró, y husmeando el aire, gritó:
—¡Huele a carne humana! ¿Quién está ahí?
Basilisa se acercó a la vieja, la saludó con mucho respeto y le dijo:
—Soy yo, abuelita; las hijas de mi madrastra me han mandado que venga a pedirte luz.
—Bueno —contestó la bruja—, las conozco bien; quédate en mi casa y si me sirves a mi gusto te daré la luz.
Luego, dirigiéndose a las puertas, exclamó:
—¡Ea!, mis fuertes cerrojos, ¡ábranse! ¡Ea!, mis anchas puertas, ¡déjenme pasar!
Las puertas se abrieron; Baba Yaga entró silbando, acompañada de Basilisa, y las puertas se volvieron a cerrar solas. Una vez dentro de la cabaña, la bruja se echó en un banco y dijo:
—¡Quiero cenar! ¡Sirve toda la comida que está en el horno!
Basilisa encendió una tea acercándola a una calavera, y se puso a sacar la comida del horno y a servírsela a Baba Yaga; la comida era tan abundante que habría podido satisfacer el hambre de diez hombres; después trajo de la bodega vinos, cerveza, aguardiente y otras bebidas. Todo se lo comió y se lo bebió la bruja, y a Basilisa le dejó tan sólo un poquitín de sopa de coles y una cortecita de pan.
Se preparó para acostarse y dijo a la nueva doncella:
—Mañana tempranito, después que me marche, tienes que barrer el patio, limpiar la cabaña, preparar la comida y lavar la ropa; luego tomarás del granero un celemín de trigo y lo expurgarás del maíz que tiene mezclado. Procura hacerlo todo, porque si no te comeré a ti.
Después de esto, Baba Yaga se puso a roncar, mientras que Basilisa, poniendo ante la Muñeca las sobras de la comida y vertiendo amargas lágrimas, dijo:
—Toma, Muñeca mía, come y escúchame. ¡Qué desgraciada soy! La bruja me ha encargado que haga un trabajo para el que harían falta cuatro personas y me amenazó con comerme si no lo hago todo.
La Muñeca contestó:
—No temas nada, Basilisa; come, y después de rezar, acuéstate; mañana arreglaremos todo.
Al día siguiente se despertó Basilisa muy tempranito, miró por la ventana y vio que se apagaban ya los ojos de las calaveras. Vio pasar y desaparecer al jinete blanco, y en seguida amaneció. Baba Yaga salió al patio, silbó, y ante ella apareció el mortero con el mazo y la escoba. Pasó a todo galope el jinete rojo, e inmediatamente salió el sol. La bruja se sentó en el mortero y salió del patio arreando con el mazo y barriendo con la escoba.
Basilisa se quedó sola, recorrió la cabaña, se admiró al ver las riquezas que allí había y se quedó indecisa sin saber por qué trabajo empezar. Miró a su alrededor y vio que de pronto todo el trabajo aparecía hecho; la Muñeca estaba separando los últimos granos de trigo de los de maíz.
—¡Oh mi salvadora! —exclamó Basilisa—. Me has librado de ser comida por Baba Yaga.
—No te queda más que preparar la comida —le contestó la Muñeca al mismo tiempo que se metía en el bolsillo de Basilisa—. Prepárala y descansa luego de tu labor.
Al anochecer, Basilisa puso la mesa, esperando la llegada de Baba Yaga. Ya anochecía cuando pasó rápidamente el jinete negro, e inmediatamente obscureció por completo; sólo lucieron los ojos de las calaveras. Luego crujieron los árboles, estallaron las hojas y apareció Baba Yaga , que fue recibida por Basilisa.
—¿Está todo hecho? —preguntó la bruja.
—Examínalo todo tú misma, abuelita.
Baba Yaga recorrió toda la casa y se puso de mal humor por no encontrar un solo motivo para regañar a Basilisa.
—Bien —dijo al fin, y se sentó a la mesa; luego exclamó—: ¡Mis fieles servidores, vengan a moler mi trigo!
En seguida se presentaron tres pares de manos, cogieron el trigo y desaparecieron. Baba Yaga, después de comer hasta saciarse, se acostó y ordenó a Basilisa:
—Mañana harás lo mismo que hoy, y además tomarás del granero un montón de semillas de adormidera y las escogerás una a una para separar los granos de tierra.
Y dada esta orden se volvió del otro lado y se puso a roncar, mientras Basilisa pedía consejo a la Muñeca. Ésta repitió la misma contestación de la víspera:
—Acuéstate tranquila después de haber rezado. Por la mañana se es más sabio que por la noche; ya veremos cómo lo hacemos todo.
Por la mañana la bruja se marchó otra vez, y la muchacha, ayudada por su Muñeca, cumplió todas sus obligaciones. Al anochecer volvió Baba Yaga a casa, visitó todo y exclamó:
—¡Mis fieles servidores, mis queridos amigos, vengan a prensar mi simiente de adormidera!
Se presentaron los tres pares de manos, cogieron las semillas de adormidera y se las llevaron. La bruja se sentó a la mesa y se puso a cenar.
—¿Por qué no me cuentas algo? —preguntó a Basilisa, que estaba silenciosa—. ¿Eres muda?
—Si me lo permites, te preguntaré una cosa.
—Pregunta; pero ten en cuenta que no todas las preguntas redundan en bien del que las hace. Cuanto más sabio se es, se es más viejo.
—Quiero preguntarte, abuelita, lo que he visto mientras caminaba por el bosque. Me adelantó un jinete todo blanco, vestido de blanco y montado sobre un caballo blanco. ¿Quién era?
—Es mi Día Claro —contestó la bruja.
—Más allá me alcanzó otro jinete todo rojo, vestido de rojo y montando un corcel rojo. ¿Quién era éste?
—Es mi Sol Radiante.
—¿Y el jinete negro que me encontré ya junto a tu puerta?
—Es mi Noche Oscura.
Basilisa se acordó de los tres pares de manos, pero no quiso preguntar más y se calló.
—¿Por qué no preguntas más? —dijo Baba Yaga .
—Esto me basta; me has recordado tú misma, abuelita, que cuanto más sepa seré más vieja.
—Bien —repuso la bruja—; bien haces en preguntar sólo lo que has visto fuera de la cabaña y no en la cabaña misma, pues no me gusta que los demás se enteren de mis asuntos. Y ahora te preguntaré yo también. ¿Cómo consigues cumplir con todas las obligaciones que te impongo?
—La bendición de mi madre me ayuda —contestó la joven.
—¡Oh lo que has dicho! ¡Vete en seguida, hija bendita! ¡No necesito almas benditas en mi casa! ¡Fuera!
Y expulsó a Basilisa de la cabaña, la empujó también fuera del patio; luego, tomando de la cerca una calavera con los ojos encendidos, la clavó en la punta de un palo, se la dio a Basilisa y le dijo:
—He aquí la luz para las hijas de tu madrastra; tómala y llévatela a casa.
La muchacha echó a correr alumbrando su camino con la calavera, que se apagó ella sola al amanecer; al fin, a la caída de la tarde del día siguiente llegó a su casa. Se acercó a la puerta y tuvo intención de tirar la calavera pensando que ya no necesitarían luz en casa; pero oyó una voz sorda que salía de aquella boca sin dientes, que decía: «No me tires, llévame contigo.» Miró entonces a la casa de su madrastra, y no viendo brillar luz en ninguna ventana, decidió llevar la calavera consigo.
La acogieron con cariño y le contaron que desde el momento en que se había marchado no tenían luz, no habían podido encender el fuego y las luces que traían de las casas de los vecinos se apagaban apenas entraban en casa.
—Acaso la luz que has traído no se apague —dijo la madrastra.
Trajeron la calavera a la habitación y sus ojos se clavaron en la madrastra y sus dos hijas, quemándolas sin piedad. Intentaban esconderse, pero los ojos ardientes las perseguían por todas partes; al amanecer estaban ya las tres completamente abrasadas; sólo Basilisa permaneció intacta.
Por la mañana la joven enterró la calavera en el bosque, cerró la casa con llave, se dirigió a la ciudad, pidió alojamiento en casa de una pobre anciana y se instaló allí esperando que volviese su padre. Un día dijo Basilisa a la anciana:
—Me aburro sin trabajo, abuelita. Cómprame del mejor lino e hilaré, para matar el tiempo.
La anciana compró el lino y la muchacha se puso a hilar. El trabajo avanzaba con rapidez y el hilo salía igualito y finito como un cabello. Pronto tuvo un gran montón, suficiente para ponerse a tejer; pero era imposible encontrar un peine tan fino que sirviese para tejer el hilo de Basilisa y nadie se comprometía a hacerlo. La muchacha pidió ayuda a su Muñeca, y ésta en una sola noche le preparó un buen telar.
A fines del invierno el lienzo estaba ya tejido y era tan fino que se hubiera podido enhebrar en una aguja. En la primavera lo blanquearon, y entonces dijo Basilisa a la anciana:
—Vende el lienzo, abuelita, y guárdate el dinero.
La anciana miró la tela y exclamó:
—No, hijita; ese lienzo, salvo el zar, no puede llevarlo nadie. Lo enseñaré en palacio.
Se dirigió a la residencia del zar y se puso a pasear por delante de las ventanas de palacio.
El zar la vio y le preguntó:
—¿Qué quieres, viejecita?
—Majestad —contestó ésta—, he traído conmigo una mercancía preciosa que no quiero mostrar a nadie más que a ti.
El zar ordenó que la hiciesen entrar, y al ver el lienzo se quedó admirado.
—¿Qué quieres por él? —preguntó.
—No tiene precio, padre y señor; te lo he traído como regalo.
El zar le dio las gracias y la colmó de regalos. Empezaron a cortar el lienzo para hacerle al zar unas camisas; cortaron la tela, pero no pudieron encontrar lencera que se encargase de coserlas. La buscaron largo tiempo, y al fin el zar llamó a la anciana y le dijo:
—Ya que has sabido hilar y tejer un lienzo tan fino, por fuerza tienes que saber coserme las camisas.
—No soy yo, majestad, quien ha hilado y tejido esta tela; es labor de una hermosa joven que vive conmigo.
—Bien; pues que me cosa ella las camisas.
Volvió la anciana a su casa y contó a Basilisa lo sucedido y ésta repuso:
—Ya sabía yo que me llamarían para hacer este trabajo
Se encerró en su habitación y se puso a trabajar. Cosió sin descanso y pronto tuvo hecha una docena de camisas. La anciana las llevó a palacio, y mientras tanto Basilisa se lavó, se peinó, se vistió y se sentó a la ventana esperando lo que sucedie
Al poco rato vio entrar en la casa a un lacayo del zar, que dirigiéndose a la joven dijo:
—Su Majestad el zar quiere ver a la hábil lencera que le ha cosido las camisas, para recompensarla según merece.
Basilisa la Hermosa se encaminó a palacio y se presentó al zar. Apenas éste la vio se enamoró perdidamente de ella.
—Hermosa joven —le dijo—, no me separaré de ti, porque serás mi esposa.
Entonces tomó a Basilisa la Hermosa de la mano, la sentó a su lado y aquel mismo día celebraron la boda.
Cuando volvió el padre de Basilisa tuvo una gran alegría al conocer la suerte de su hija y se fue a vivir con ella. En cuanto a la anciana, la joven zarina la acogió también en su palacio y a la Muñeca la guardó consigo hasta los últimos días de su vida, que fue toda ella muy feliz.

martes, 10 de mayo de 2016

UNA PIEDRA DEL CAMINO (Saiz de Marco)

En aquella época tenía a mi cargo velar por el orden en un edificio público. Sonó el teléfono y me informaron de un incidente ocurrido en la puerta. Un hombre se mostraba enojado porque, después de decírsele que con la piedra que llevaba en el bolsillo no podía entrar y haberla depositado en el servicio de seguridad, cuando al abandonar el edificio quiso recuperar su piedra, ésta no aparecía. Sin apenas entender nada, acudí a la planta baja. Lo que vi no era alguien furioso, sino un hombre derrumbado, como si en ese momento lo hubiera perdido todo. Pero de repente su expresión cambió: la piedra había sido encontrada (al parecer accidentalmente había caído en una papelera). El hombre la tomó, la besó y la colocó en su pecho, al lado del corazón. No era una piedra preciosa ni tenía nada especial. Era una piedra fea, vulgar y alargada. Un pedrusco. Intrigado, le pregunté por qué aquello era tan importante para él, y así fue como me contó la historia de

Una piedra del camino.

Hace veinte años recorría con mi familia las ferias de los pueblos. Vendíamos turrones y chucherías. En verano dormíamos a la intemperie, con una lona en el suelo y otra por encima para protegernos de los mosquitos y del sol tempranero. Una noche, al ir a acostarme se me clavó algo en la espalda. Era una piedra acabada en punta que había debajo de la lona. Dado que el resto de la familia estaba ya durmiendo, no era cuestión de despertar a todos para cambiarnos de sitio. Intenté apartar la piedra por encima de la lona, pero estaba bien incrustada en al suelo. Así que al final tuve que aguantarme e intentar dormir sobre aquella piedra. Pero era imposible. Conforme pasaba el tiempo, más se me hincaba y más me dolía. Tendría que haber oído lo que rumiaba: “guarra, jodida, cabrona…”. Ya ve usted qué tontería, decirle eso a una piedra, como si pudiera entenderlo. Me entraban ganas de levantar la lona, coger la piedra y mandarla todo lo lejos que pudiera. Desvaríos por la rabia de no poder dormirme. Era ya muy tarde cuando noté un ruido extraño y, enseguida, un resplandor. La lona estaba ardiendo. Una brasa, procedente de alguna hoguera mal apagada, debió de prenderla. Inmediatamente desperté a mi mujer y a mis hijos y salimos corriendo. Mi mujer cogió en brazos a nuestra hija pequeña, que aún dormía en cuna. En cuestión de segundos ambas lonas, arriba y abajo, ardían por entero. De no haber sido porque al empezar el fuego yo estaba despierto, habríamos muerto todos. ¿Y sabe por qué estaba despierto? Bueno, ya se lo he dicho: por la piedra que se me clavaba. Ella nos salvó. Cuando todo había ardido la cogí y, desde entonces, la llevo siempre conmigo. Y créame que esto que le digo no es ningún cuento.

(Pues para mí sí.)

lunes, 9 de mayo de 2016

POR QUÉ NO ME DIVIERTO (António Lobo Antunes)

La expresión lucha contra el tiempo, ese lugar común horrible, define, con toda su vulgaridad, lo que ha llegado a ser mi vida. Escribo esto y me acuerdo de la pregunta que le hizo a Júlio Pomar su criada, al ver cómo se afanaba en su taller:

-¿Por qué trabaja tanto, señor Pomar, si ya tiene a sus hijos criados?

A mí me preguntan, con igual incomprensión, por qué no salgo, no me divierto, no vivo. La frase es exactamente ésta:

-¿No te gusta vivir?

y sigue dejándome pasmado. Después me doy cuenta de que no hay nada más aburrido para los demás que un hombre que no se aburre. Las personas que se aburren necesitan, como ellas mismas dicen, distraerse, vivir: cines, viajes, cenas, salidas de fin de semana. Y se ríen, son lo que se llama buenas compañías, conversan. Yo detesto distraerme, tener que ser simpático, escuchar cosas que no me interesan. No suelo ir a presentaciones, ni a fiestas, ni a bares. Casi no doy entrevistas. No hablo. No aparezco. No me ven. No promuevo mis libros. No tengo tiempo. Para mí está muy claro que tengo los días contados y que los días son demasiado pocos para lo que tengo que escribir. Los demás sentencian

Me preguntan por qué no salgo, no me divierto, no vivo

-En el fondo haces lo que te gusta

y tampoco es verdad. Escribir es una ocupación que asocio muy raras veces con el placer. No se trata de eso. Es difícil explicarlo y siempre me han agobiado las explicaciones. Y eso me ha acercado a personas con el mismo designio, aunque no hay designio alguno. Eduardo Lourenço, que entiende de estas cosas, iluminaba el problema con unos versos de Pessoa, que a él le gustan y a mí no: "Emisario de un rey desconocido / cumplo informes instrucciones del Más Allá". Esto en Évora, juntos los dos: con él sí que me divierto. Porque hablamos la misma lengua, una lengua diferente. Tal como me ocurre con José Cardoso Pires, Marianne Eyre, Christian Bourgeois, Júlio, el que mencioné arriba, y algunos más. Los Emisarios. Esos que, por no aburrirse, son considerados aburridísimos por los aburridos. Qué curioso que sean esos tan aburridos los que inundan los estantes, a los que vamos a escuchar a los conciertos, a quienes se visita en los museos. Hace meses invité a una de mis hijas a conocer a un escritor extranjero que le gusta mucho. Y su respuesta me alegró, por sentir que era francamente saludable:

-¿Para qué? Después de confesarle que me gustan sus libros ya no tengo nada más que decirle

y pensé enseguida

-Has ganado el cielo.

No obstante, es curioso, sólo con estos aburridísimos me siento bien. Nunca nos quedamos juntos mucho tiempo porque estamos llenos de imperiosas voces interiores que inapelablemente nos convocan, de informes instrucciones que nos llaman sin cesar. Hace pocas semanas me invitaron para clausurar

(qué espanto de palabra)

un congreso de médicos. Claro que no preparé nada. No tenía tiempo. Así que me puse a enhebrar rezongos al azar. Me acuerdo de lo que dije al principio:

-Me pedisteis que viniese porque dabais por supuesto que un escritor dice cosas interesantes. Esperar que un escritor diga cosas interesantes es lo mismo que esperar de un acróbata que dé saltos mortales en la calle.

En rigor, sólo los artistas mediocres dicen cosas interesantes y tengo una desconfianza instintiva frente a los verbosos, los de habla fluida, los graciosos, los que disertan, sin pudor, acerca de su trabajo. Nunca le cuento a nadie lo que estoy haciendo. Mi hija una vez más

-Papá nunca habla de lo que escribe

y no sé si ella comprende que no es posible hacerlo. Hablar de qué, si trabajo en la oscuridad y no veo. Y, si me fuese posible hablar de un libro, no sería necesario escribirlo. Trabajo en la oscuridad, tanteando, llegan sombras y se van, llegan frases y se van, llegan arquitecturas fragmentarias que confluyen, se unen. Hace unos días, en la primera versión de un capítulo, comencé a llorar mientras escribía. Leí que Dickens

(otro aburridísimo)

reía y lloraba durante la composición de sus libros. No pude creerlo. Ahora lo creo: nunca me había ocurrido antes y dudo que me vuelva a ocurrir. Pero fue un momento único, de felicidad total, la sensación de haber alcanzado y de estar viviendo en el centro del mundo, en el que todo me resultaba claro, de una belleza indescriptible, de una armonía absoluta. Son momentos así los que persigo desde que hacia los doce o los trece años

(para qué estoy haciéndome el tonto, sé perfectamente la fecha exacta)

me vino la certeza fulminante de mi destino: fue el día 22 de diciembre de 1955; a las cinco de la tarde iba yo, pequeño aún, en un autobús a casa, y de repente

-Soy escritor

y palabra de honor que esta evidencia me dio miedo: yo no sabía qué era un escritor. Después me di cuenta de que en la palabra escritor cabían, sin serlo, casi todas las personas que hacen libros y lo comprendí mejor. Pero me hace falta tiempo, más tiempo. Dios mío, dame tiempo. Dame dos, tres, cuatro novelas más, dame esta gracia de Tu bondad

(Daniel Sampaio:

-El otro día me dijeron "usted que es ateo" y me puse furioso)

dame el poder de ser como Tú cuando trabajo mucho, la capacidad de ver nacer un mundo de esta nada, de ver levantarse, entero, el milagro de mi condición. Y, sobre todo, de seguir siendo como el pintor Bonnard

(creo que ya he contado esta historia)

que visitaba los museos con una pequeña cartera y, cuando pillaba al guardián distraído, sacaba un pincel de la cartera y retocaba sus cuadros. Esta prosa me ha salido descosida, la pobre: es que estoy en un brete con una novela que se escurre por todos lados, y soy el perro de aquel rebaño de palabras que siempre huyen del papel mientras yo intento atraerlas otra vez. No se les puede ladrar a las palabras: hay que correr a su alrededor. Llevo ocho versiones de los primeros capítulos de este libro y son ellas las que me advierten

-No es eso, algo falta todavía, vuelve a empezar.

Corro el riesgo, en todo lo que he afirmado aquí, de dar la impresión de que mi vida es un tormento y una carga, cuando se trata, precisamente, de todo lo contrario: me siento como frente a una mujer desnuda, con el fervor que precede al primer beso y unas ganas locas de arrodillarme de ternura, padeciendo, como una alarma feliz, la vehemencia del cuerpo.

sábado, 7 de mayo de 2016

UNA HOJA VIEJA (Franz Kafka)

Es como si se hubieran descuidado muchas cosas para la defensa de nuestra patria. Hasta ahora nos hemos desentendido de ello y nos hemos dedicado a hacer en nuestro trabajo, pero los acontecimientos de los últimos tiempos nos preocupan.
Tengo un taller de zapatería en la plaza que está ante el palacio imperial. Apenas abro mi tienda al amanecer ya veo los accesos de todas las calles que llegan hasta aquí ocupados por gentes armadas. Pero no se trata de nuestros soldados, sino, evidentemente, de nómadas del norte. De una forma incomprensible para mí se han abierto paso hasta la capital, que, sin embargo, está muy alejada de la frontera. En cualquier caso, están aquí y parece que cada día hay más.
Conforme a su modo de ser, acampan al aire libre porque detestan las casas. Ocupan su tiempo en afilar las espadas, sacar punta a las lanzas, hacer ejercicios a caballo. Han hecho un verdadero establo de esta tranquila plaza mantenida siempre escrupulosamente limpia. Bien es verdad que nosotros a veces intentamos salir de nuestras tiendas y quitar al menos la mayor parte de la basura, pero cada vez ocurre esto con menos frecuencia porque el esfuerzo es inútil y además nos pone en peligro de caer bajo los furiosos caballos o ser heridos por el látigo.
No se puede hablar con los nómadas. No conocen nuestra lengua y apenas tienen una lengua propia. Entre sí se entienden de una forma parecida a como lo hacen los grajos. Una y otra vez se oye ese grito de los grajos. Nuestra forma de vida, nuestras instituciones, les son tan incomprensibles como indiferentes. Por esta razón también se niegan a adoptar todo lenguaje por señas. Ya te puedes dislocar las mandíbulas o retorcerte las manos en torno a las muñecas, ellos no te han entendido ni jamás te entenderán. A veces hacen muecas, entonces el blanco de los ojos les da vueltas y les sale espuma por la boca; sin embargo, no pretenden decir nada con esto ni tampoco quieren asustar, lo hacen porque es su forma de ser. Toman lo que necesitan. No se puede decir que usen de la violencia; ante su intervención uno se echa a un lado y lo deja todo a su merced.
También han cogido más de una buena pieza de mis provisiones, pero no me pudo quejar de ello si veo cómo le va al carnicero. Apenas introduce sus mercancías ya se lo han arrebatado todo, y todo es devorado por los nómadas. También sus caballos comen carne. A veces un jinete está tumbado junto a su caballo y ambos se alimentan con el mismo trozo de carne, cada uno por una punta. El carnicero tiene miedo y no se atreve a poner fin al suministro de carne. No obstante, nosotros lo comprendemos, juntamos dinero y le ayudamos. Si los nómadas no recibieran carne alguna, quién sabe lo que se les ocurriría hacer. De todas formas, quién sabe lo que se les ocurrirá hacer incluso consiguiendo diariamente la carne.
Hace poco el carnicero pensó que podría ahorrarse, al menos, el esfuerzo de matar, y por la mañana trajo un buey vivo. Jamás volverá a repetirlo. Yo permanecí tumbado aproximadamente una hora en la parte de atrás de mi taller, aplastado contra el suelo y con todas mis ropas, cobertores y almohadas colocados sobre mí, sólo por no oír los mugidos del buey sobre el que se arrojaban los nómadas desde todas partes para arrancar con los dientes trozos de carne caliente. Ya hacía rato que todo estaba tranquilo antes de yo me atreviera a salir. Cansados, estaban tumbados en torno a los restos del buey como los borrachos alrededor de un barril de vino.
Precisamente en aquella ocasión me pareció haber visto al mismo emperador en una ventana del palacio. Nunca en otras ocasiones viene a estos aposentos exteriores, habita solamente el jardín más interior, pero, en esta, al menos, así me lo pareció, estaba en la ventana y miraba con la cabeza agachada lo que ocurría ante su palacio.
¿Qué ocurriría?, nos preguntamos todos, ¿por cuánto tiempo aguantaremos esta carga y este tormento? El palacio imperial ha atraído a los nómadas, pero no sabe cómo expulsarlos de nuevo. La puerta permanece cerrada. La guardia, que antes entraba y salía desfilando solemnemente, permanece ahora detrás de las ventanas enrejadas. La salvación de la patria nos ha sido confiada a nosotros, artesanos y comerciantes, pero nosotros no estamos en condiciones de hacer frente a semejante misión, tampoco nos hemos vanagloriado nunca de ser capaces de ello. Esto es un malentendido y nosotros perecemos como consecuencia de él.

jueves, 5 de mayo de 2016

SREDNI VASHTAR (Saki)

Conradín tenía diez años y, según la opinión profesional del médico, el niño no viviría cinco años más. Era un médico afable, ineficaz, poco se le tomaba en cuenta, pero su opinión estaba respaldada por la señora De Ropp, a quien debía tomarse en cuenta. La señora De Ropp, prima de Conradín, era su tutora, y representaba para él esos tres quintos del mundo que son necesarios, desagradables y reales; los otros dos quintos, en perpetuo antagonismo con aquéllos, estaban representados por él mismo y su imaginación. Conradín pensaba que no estaba lejos el día en que habría de sucumbir a la dominante presión de las cosas necesarias y cansadoras: las enfermedades, los cuidados excesivos y el interminable aburrimiento. Su imaginación, estimulada por la soledad, le impedía sucumbir.
La señora De Ropp, aun en los momentos de mayor franqueza, no hubiera admitido que no quería a Conradín, aunque tal vez habría podido darse cuenta de que al contrariarlo por su bien cumplía con un deber que no era particularmente penoso. Conradín la odiaba con desesperada sinceridad, que sabía disimular a la perfección. Los escasos placeres que podía procurarse acrecían con la perspectiva de disgustar a su parienta, que estaba excluida del reino de su imaginación por ser un objeto sucio, inadecuado.
En el triste jardín, vigilado por tantas ventanas prontas a abrirse para indicarle que no hiciera esto o aquello, o recordarle que era la hora de ingerir un remedio, Conradín hallaba pocos atractivos. Los escasos árboles frutales le estaban celosamente vedados, como si hubieran sido raros ejemplares de su especie crecidos en el desierto. Sin embargo, hubiera resultado difícil encontrar quien pagara diez chelines por su producción de todo el año. En un rincón, casi oculta por un arbusto, había una casilla de herramientas abandonada, y en su interior Conradín halló un refugio, algo que participaba de las diversas cualidades de un cuarto de juguetes y de una catedral. La había poblado de fantasmas familiares, algunos provenientes de la historia y otros de su imaginación; estaba también orgulloso de alojar dos huéspedes de carne y hueso. En un rincón vivía una gallina del Houdán, de ralo plumaje, a la que el niño prodigaba un cariño que casi no tenía otra salida. Más atrás, en la penumbra, había un cajón, dividido en dos compartimentos, uno de ellos con barrotes colocados uno muy cerca del otro. Allí se encontraba un gran hurón de los pantanos, que un amigo, dependiente de carnicería, introdujo de contrabando, con jaula y todo, a cambio de unas monedas de plata que guardó durante mucho tiempo. Conradín tenía mucho miedo de ese animal flexible, de afilados colmillos, que era, sin embargo, su tesoro más preciado. Su presencia en la casilla era motivo de una secreta y terrible felicidad, que debía ocultársele escrupulosamente a la Mujer, como solía llamar a su prima. Y un día, quién sabe cómo, imaginó para la bestia un nombre maravilloso, y a partir de entonces el hurón de los pantanos fue para Conradín un dios y una religión.
La Mujer se entregaba a la religión una vez por semana, en una iglesia de los alrededores, y obligaba a Conradín a que la acompañara, pero el servicio religioso significaba para el niño una traición a sus propias creencias. Pero todos los jueves, en el musgoso y oscuro silencio de la casilla, Conradín oficiaba un místico y elaborado rito ante el cajón de madera, santuario de Sredni Vashtar, el gran hurón. Ponía en el altar flores rojas cuando era la estación y moras escarlatas cuando era invierno, pues era un dios interesado especialmente en el aspecto impulsivo y feroz de las cosas; en cambio, la religión de la Mujer, por lo que podía observar Conradín, manifestaba la tendencia contraria.
En las grandes fiestas espolvoreaba el cajón con nuez moscada, pero era condición importante del rito que las nueces fueran robadas. Las fiestas eran variables y tenían por finalidad celebrar algún acontecimiento pasajero. En ocasión de un agudo dolor de muelas que padeció por tres días la señora De Ropp, Conradín prolongó los festivales durante todo ese tiempo, y llegó incluso a convencerse de que Sredni Vashtar era personalmente responsable del dolor. Si el malestar hubiera durado un día más, la nuez moscada se habría agotado.
La gallina del Houdán no participaba del culto de Sredni Vashtar. Conradín había dado por sentado que era anabaptista. No pretendía tener ni la más remota idea de lo que era ser anabaptista, pero tenía una íntima esperanza de que fuera algo audaz y no muy respetable. La señora De Ropp encarnaba para Conradín la odiosa imagen de la respetabilidad.
Al cabo de un tiempo, las permanencias de Conradín en la casilla despertaron la atención de su tutora.
-No le hará bien pasarse el día allí, con lo variable que es el tiempo -decidió repentinamente, y una mañana, a la hora del desayuno, anunció que había vendido la gallina del Houdán la noche anterior. Con sus ojos miopes atisbó a Conradín, esperando que manifestara odio y tristeza, que estaba ya preparada para contrarrestar con una retahíla de excelentes preceptos y razonamientos. Pero Conradín no dijo nada: no había nada que decir. Algo en esa cara impávida y blanca la tranquilizó momentáneamente. Esa tarde, a la hora del té, había tostadas: manjar que por lo general excluía con el pretexto de que haría daño a Conradín, y también porque hacerlas daba trabajo, mortal ofensa para la mujer de la clase media.
-Creí que te gustaban las tostadas -exclamó con aire ofendido al ver que no las había tocado.
-A veces -dijo Conradín.
Esa noche, en la casilla, hubo un cambio en el culto al dios cajón. Hasta entonces, Conradín no había hecho más que cantar sus oraciones: ahora pidió un favor.
-Una sola cosa te pido, Sredni Vashtar.
No especificó su pedido. Sredni Vashtar era un dios, y un dios nada lo ignora. Y ahogando un sollozo, mientras echaba una mirada al otro rincón vacío, Conradín regresó a ese otro mundo que detestaba.
Y todas las noches, en la acogedora oscuridad de su dormitorio, y todas las tardes, en la penumbra de la casilla, se elevó la amarga letanía de Conradín:
-Una sola cosa te pido, Sredni Vashtar.
La señora De Ropp notó que las visitas a la casilla no habían cesado, y un día llevó a cabo una inspección más completa.
-¿Qué guardas en ese cajón cerrado con llave? -le preguntó-. Supongo que son conejitos de la India. Haré que se los lleven a todos.
Conradín apretó los labios, pero la mujer registró su dormitorio hasta descubrir la llave, y luego se dirigió a la casilla para completar su descubrimiento. Era una tarde fría y Conradín había sido obligado a permanecer dentro de la casa. Desde la última ventana del comedor se divisaba entre los arbustos la casilla; detrás de esa ventana se instaló Conradín. Vio entrar a la mujer, y la imaginó después abriendo la puerta del cajón sagrado y examinando con sus ojos miopes el lecho de paja donde yacía su dios. Quizá tantearía la paja movida por su torpe impaciencia. Conradín articuló con fervor su plegaria por última vez. Pero sabía al rezar que no creía. La mujer aparecería de un momento a otro con esa sonrisa fruncida que él tanto detestaba, y dentro de una o dos horas el jardinero se llevaría a su dios prodigioso, no ya un dios, sino un simple hurón de color pardo, en un cajón. Y sabía que la Mujer terminaría como siempre por triunfar, y que sus persecuciones, su tiranía y su sabiduría superior irían venciéndolo poco a poco, hasta que a él ya nada le importara, y la opinión del médico se vería confirmada. Y como un desafío, comenzó a cantar en alta voz el himno de su ídolo amenazado:

Sredni Vashtar avanzó:
Sus pensamientos eran pensamientos rojos y sus dientes eran blancos.
Sus enemigos pidieron paz, pero él le trajo muerte.
Sredni Vashtar el hermoso.

De pronto dejó de cantar y se acercó a la ventana.
La puerta de la casilla seguía entreabierta. Los minutos pasaban. Los minutos eran largos, pero pasaban. Miró a los estorninos que volaban y corrían por el césped; los contó una y otra vez, sin perder de vista la puerta. Una criada de expresión agria entró para preparar la mesa para el té. Conradín seguía esperando y vigilando. La esperanza gradualmente se deslizaba en su corazón, y ahora empezó a brillar una mirada de triunfo en sus ojos que antes sólo habían conocido la melancólica paciencia de la derrota. Con una exultación furtiva, volvió a gritar el peán de victoria y devastación. Sus ojos fueron recompensados: por la puerta salió un animal largo, bajo, amarillo y castaño, con ojos deslumbrados por la luz del crepúsculo y oscuras manchas mojadas en la piel de las mandíbulas y del cuello. Conradín se hincó de rodillas. El Gran Hurón de los Pantanos se dirigió al arroyuelo que estaba al extremo del jardín, bebió, cruzó un puentecito de madera y se perdió entre los arbustos. Ese fue el tránsito de Sredni Vashtar.
-Está servido el té -anunció la criada de expresión agria-. ¿Dónde está la señora?
-Fue hace un rato a la casilla -dijo Conradín.
Y mientras la criada salió en busca de la señora, Conradín sacó de un cajón del aparador el tenedor de las tostadas y se puso a tostar un pedazo de pan. Y mientras lo tostaba y lo untaba con mucha mantequilla, y mientras duraba el lento placer de comérselo, Conradín estuvo atento a los ruidos y silencios que llegaban en rápidos espasmos desde más allá de la puerta del comedor. El estúpido chillido de la criada, el coro de interrogantes clamores de los integrantes de la cocina que la acompañaba, los escurridizos pasos y las apresuradas embajadas en busca de ayuda exterior, y luego, después de una pausa, los asustados sollozos y los pasos arrastrados de quienes llevaban una carga pesada.
-¿Quién se lo dirá al pobre chico? ¡Yo no podría! -exclamó una voz chillona.
Y mientras discutían entre sí el asunto, Conradín se preparó otra tostada.

miércoles, 4 de mayo de 2016

EL BIÓGRAFO DE BORGES (José Luis Morante)

Labró durante una década una biografía minuciosa de Jorge Luis Borges. Se encerró en el silencio de la buhardilla, ahuyentó afectos y compromisos, y ascendió con paciencia hasta la cumbre de una cordillera erudita, hecha de ensayos, cuentos, poemarios, reseñas, artículos de prensa y panegíricos circunstanciales que glosaban la exitosa carrera literaria. Tras la enésima corrección de pruebas, la obra cumplió trámites de edición. Con cansancio feliz, el biógrafo nunca más pensó en aquel libro.
Todo estaba en su sitio. Solo tenía una errata, una paradoja casual. Confundió fechas y anticipó la muerte en Ginebra ochenta y siete años antes del nacimiento en Buenos Aires. Un lapsus ligero que no hubiese disgustado al paciente bastón del mismo Borges.


lunes, 2 de mayo de 2016

ÁNGELUS (Pío Baroja)

Eran trece los hombres, trece valientes curtidos en el peligro y avezados a las luchas del mar. Con ellos iba una mujer, la del patrón.
Los trece hombres de la costa tenían el sello característico de la raza vasca: cabeza ancha, perfil aguileño, la pupila muerta por la constante contemplación de la mar, la gran devoradora de hombres.
El Cantábrico los conocía; ellos conocían las olas y el viento.
La trainera, larga, estrecha, pintada de negro, se llamaba Arantza, que en vascuence significa espina. Tenía un palo corto, plantado junto a la proa, con una vela pequeña...
La tarde era de otoño; el viento, flojo; las olas, redondas, mansas, tranquilas. La vela apenas se hinchaba por la brisa, y la trainera se deslizaba suavemente, dejando una estela de plata en el mar verdoso.
Habían salido de Motrico y marchaban a la pesca con las redes preparadas, a reunirse con otras lanchas para el día de Santa Catalina. En aquel momento pasaban por delante de Deva.
El cielo estaba lleno de nubes algodonosas y plomizas. Por entre sus jirones, trozos de un azul pálido. El sol salía en rayos brillantes por la abertura de una nube, cuya boca enrojecida se reflejaba temblando sobre el mar.
Los trece hombres, serios e impasibles, hablaban poco; la mujer, vieja, hacía media con gruesas agujas y un ovillo de lana azul. El patrón, grave y triste, con la boina calada hasta los ojos, la mano derecha en el remo que hacía de timón, miraba impasible al mar.
Un perro de aguas, sucio, sentado en un banco de popa, junto al patrón, miraba también al mar, tan indiferente como los hombres.
El sol iba poniéndose... Arriba, rojos de llama, rojos cobrizos, colores cenicientos, nubes de plomo, enormes ballenas; abajo, la piel verde del mar, con tonos rojizos, escarlata y morados. De cuando en cuando el estremecimiento rítmico de las olas...
La trainera se encontraba frente a Iciar. El viento era de tierra, lleno de olores de monte; la costa se dibujaba con todos sus riscos y sus peñas.
De repente, en la agonía de la tarde, sonaron las horas en el reloj de la iglesia de Iciar, y luego las campanadas del ángelus se extendieron por el mar como voces lentas, majestuosas y sublimes.
El patrón se quitó la boina y los demás hicieron lo mismo. La mujer abandonó su trabajo, y todos rezaron, graves, sombríos, mirando al mar tranquilo y de redondas olas.
Cuando empezó a hacerse de noche el viento sopló ya con fuerza, la vela se redondeó con las ráfagas de aire, y la trainera se hundió en la sombra, dejando una estela de plata sobre la negruzca superficie del agua...
Eran trece los hombres, trece valientes, curtidos en el peligro y avezados a las luchas del mar.