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lunes, 28 de marzo de 2016

AUSENCIAS (Juan Antonio Masoliver Ródenas)

¡Treinta años desde entonces! Uno sólo se da cuenta del paso brutal del tiempo cuando de pronto encuentra un punto de referencia tan lejano como el que encuentro ahora. Habíamos estudiado en la misma Universidad. Cinco años. Su novio se llamaba Jerónimo Ondárroa. A Rosa María le gustaba bailar en la playa o por los pasillos de la facultad, cantar las canciones más tontas y más divertidas, tomarse martinis hasta que le brillaban los ojos, y reírse de los hombres a los que abrazaba y besaba. Le gustaba reírse. Un día, en una fiesta que hice en mi casa de Masnou, me agarró por la camisa, me arrastro hacia un rincón y me metió la lengua en la boca. Yo metí la mía en la suya. En el jardín se oía la risa estentórea de Ondárroa. El beso era interminable. Teníamos las bocas llenas de saliva. ¿Cuándo había que acabar? ¿Cómo iba a acabar? ¿Se iba a acabar todo cuando terminara el interminable beso? No fue así: me llevó a un cuarto y empezó a desnudarse. Pero yo era el anfitrión y la fiesta no era sólo para ella. Y en cualquier momento podría entrar alguien a buscarme. El mismo Ondárroa, si no se le había atragantado la risa. Ya estaba desnuda cuando le dije: “Perdona, vuelvo enseguida.” Salí. La verdad es que me olvidé de ella. Y ahora me la encuen­tro, treinta años más tarde, y aunque al principio me he quedado indeciso, su efusividad me ha ayudado a recono­cerla. Han pasado los años, pero también y más para mí. Ella se mantiene en forma. Y la simpatía la rejuvenece. “¿Nos sentamos en el Doria?”, me propone. Siempre es ella la que toma la iniciativa. Nos sentamos en la mesa donde nos sentábamos cuando éramos estudiantes, debajo del plá­tano. Sin preguntarme, me pide una cerveza. “¡Maga!”, le digo. Le brillan los ojos de alegría. Nos preguntamos cosas por preguntar, sin esperar una respuesta, por el puro placer de estar hablando. Y de pronto siento que finalmente, en esta ciudad inhóspita que el tiempo ha hecho todavía más inhóspita, puedo comunicar con alguien. Alguien que fue una buena amiga y con la que comparto tantas cosas del pasado, ese pasado al que cada día vuelvo con más frecuen­cia. Me pregunta si estoy contento en Londres y yo le doy de Londres una imagen muy idílica, para que no se le escape la ironía. “¡Y yo que lo más lejos que he llegado es a Montserrat”, exclama con divertida envidia. Y entonces me entra una especie de hundimiento extraño, como cuando en los sueños nuestra madre se aleja por un paisaje de hojas y cada vez se hace más pequeña hasta que desaparece en el horizonte. Siento que necesito una mano y sé que ella es la única persona ante la que puedo desnudarme y se lo digo, le digo que es conmovedor recuperar algo que creíamos perdido y que de pronto está aquí, a nuestro alcance, como cuando uno está llorando, en los sueños, ante la madre muerta, y le despierta el cálido beso de la madre. “No me gusta la gente que se desnuda sentimentalmente, me parece obsceno y abusivo, pero contigo es distinto.” Le tomo la mano y le hablo de mi acumulación de fracasos sentimenta­les, de mi soledad, de mi incapacidad para identificarme con el lugar donde vivo, de mi impaciencia ante la estupidez humana. Ella escucha y asiente y parece agradecer mis palabras, como si fueran la mejor forma de recuperarme. De pronto me dice: “Perdona que te interrumpa, Juan Antonio, pero me parece que se han olvidado de tu cerveza”, y se levanta para llamar al camarero, como cuando en esta misma mesa yo estaba besando a Helena, lamiéndole el cuello y las orejas, y ella pedía cerveza para los cuatro para que no se rompiera aquella efímera magia. Su ausencia de unos minutos me duele, me cruje la nostalgia, la necesidad de hablarle, esta posibilidad de comunicar que yo creía perdida para siempre. Pero no tardo en darme cuenta. Soy yo el que llama al camarero con un gesto y le pide una cerveza. Y ya de noche, cuando veo que están a punto de cerrar, me levanto y pago, para no sentir que me están expulsando.

jueves, 17 de marzo de 2016

TARDE Y CREPÚSCULO (Julián Ayesta)

Frente a la chimenea apagada los mayores tomaban café negro y licores dorados. La chimenea olía aún a los leños del invierno, pero era ya verano y el comedor estaba en penumbra porque hacía calor. Las contraventanas estaban entornadas y entraban rayos de sol atravesados por puntos brillantes que subían y bajaban. La conversación sonaba lejana y suave, en tono muy bajo, como unos frailes que estuvieran rezando en el coro y uno los escuchara desde la nave de una catedral vacía. Entraba un rayo de sol nuevo, más brillante, y relucía el collar de cuentas violetas de tía Honorina y los lentes del señor invitado. Hacía calor, un calor como música, que olía a cirio amarillo. Entraron las criadas a quitar la mesa. Los cubiertos, entre el humo de los cigarros de los hombres, tintineaban como esquilas de un rebaño de cabras pastando vagorosas entre la bruma de la siesta. Era la Siesta, toda mullida y tibia, toda desperezándose, adormilada a la sombra de los árboles en un bosque azul, en un país muy hondo, antes de Jesucristo. El comedor estaba en penumbra y desde la oscuridad se oían las chicharras y los grillos que cantaban al sol y el ronrón del sol sobre los prados verdeamarillentos y el fragor fresquísimo de los robles cuando entraba una ráfaga de brisa azul y salada que venía del mar.
Entonces, no pude resistir y escapé a mi habitación; me desnudé, me puse el pantalón de baño y salí corriendo por la puerta de la cocina. Corría cuesta abajo con el viento en la boca y Helena me estaba esperando a la puerta del jardín con su traje de baño de flores rojas y doradas y su sombrero ancho de paja amarillenta, muy alegre, llena de amor y vida, con su pelo rubio lleno de sol y el dedo gordo de un pie saliéndole por un agujero de la alpargata, que se movía como un ratoncito que me provocara y que apetecía morder y estar mordiéndolo toda la vida.
-¡Hola!
-¡Hola!
y marchamos juntos, llenos de amor, hacia los grandes países de la Tarde. El sol-¡el Sol!-roncaba sobre los manzanos y los prados estaban llenos de manchas de luz. Y había también bosques de eucaliptus negros y azulados. Y nos entraba un extraño miedo a aquellos árboles que eran los árboles de los hombres locos, que se paseaban en camisa blanca con la cara muy pálida y un cuchillo en la mano lleno de sangre. Y que eran los árboles de las mujeres tuberculosas que escupían sangre con el pecho hundido y los ojos llenos' de un brillo de odio y que cuando el cielo estaba rojo, al atardecer, aullaban como lobos tristes y hambrientos y se escapaban con la boca llena de espuma y un alfiler negro y brillante muy grande en la mano para pinchar a la gente con su veneno mortal. Y debajo de aquellos árboles había siempre un pobre mascando sin dientes un pedazo de pan.
La luz de la tarde era densa, dorada y azul y negra. Una luz de terror misterioso bajando de un cielo enorme y solitario. Había sobre los prados un sopor, una bruma caliente de chicharras y grillos, y muy alto, altísimo, volaba planeando un milano.
Helena y yo íbamos silenciosos. De cuando en cuando Helena se paraba, cogía unas cuantas zarzamoras y me ofrecía la mitad. Unas, las del sol, estaban calientes y mates; otras, las de la sombra, estaban frías y brillantes. Otras veces las cogía yo y le ofrecía a Helena y comíamos juntos, mirándonos a los ojos, con la cara llena de manchas de jugo morado. Y seguíamos andando muy juntos, sin hablar nada, pero temblando. Algunas veces mi amor -que era Helena, tan hermosa, con la piel tan morena y el pelo rubio y los ojos azules y tan libre y valiente- se paraba otra vez a coger zarzamoras y se pinchaba con una espina. Entonces me ofrecía su dedo ensangrentado y yo le chupaba la sangre, que era tan roja, tan salada, tan hermosa centelleando al sol. Después me besaba y me lavaba con sus labios la sangre que había quedado en los míos. Y después de hacerlo nos entraba como un miedo raro. Porque aquello era un rito secreto, secretísimo, como una especie de pecado; nadie sabía por qué. Helena se apretaba contra mí como una gata misteriosa, y con los ojos llenos de lágrimas murmuraba: «Tengo miedo.» Y yo, lleno de una ternura y un amor que casi me hacían llenárseme los ojos de lágrimas, la apretaba más aún contra mí y la mantenía así, con mis labios sobre su pelo) tiempo y tiempo, hasta que Helena separaba la cabeza de mi pecho y me miraba todavía con lágrimas, pero sonriéndose de amor y de felicidad. Entonces seguíamos andando abrazados, con la cabeza de Helena apoyada en mi hombro. Y así seguíamos hasta el mar.
La playa a la que solíamos ir por las tardes era pequeña y de bajada difícil. Estaba rodeada de acantilados muy altos cubiertos en algunos sitios de helechos y hiedra. Arriba, entre el cielo, se bamboleaban al viento las copas de los pinos. En cuanto pisamos la arena nos quitamos las alpargatas y salimos corriendo como balas a lanzamos a plongeón sobre una ola de espuma que venía a nuestro encuentro. Luego volvíamos a salir a colocar las alpargatas encima de una peña para que no se enterrasen en la arena, y otra carrera a tiramos contra una ola fría, blanca y burbujeante que era una hermosura y una delicia y una furia de felicidad que le volvía a uno loco de alegría. Y a veces yo entraba dando un salto mortal, porque sabía que a Helena le gustaba, aunque me suplicaba que no lo hiciera, porque no sé quién -un francés me parece-se había roto una vez el espinazo. y Helena volvía a salir gritando de alegría, toda embadurnada de arena y de algas rojizas y amarillas y verdes, toda oliendo a sal, con el pelo negruzco y lacio, pero más hermosa todavía que antes, con el cuerpo brillante. Y saltaba como una pantera sobre mí y me hacía tragar agua y salía corriendo hasta que yo la alcanzaba y me montaba encima de ella y le apretaba la cabeza contra la arena hasta rebozarle bien la cara y el pelo de arena y me pedía clemencia casi llorando, y yo -magnánimo Senatus Populusque Romanus- le concedía la libertad.
Entonces volvíamos al agua y nadábamos los dos juntos, más bien despacio, para hacer el famosísimo periplo de Hannon, que era ir primero hasta el Camello, que era una peña en forma de camello, toda rodeada de barbas de espuma, y tumbamos allí panza arriba a tomar el sol, y después bucear en un mar pequeñito, muy transparente y con el fondo muy verde, que había entre las dos jorobas del camello cuando era marea alta. Y luego seguir nadando por un canal rojizo entre algas hasta las Grandes Peñas del Doctor Frankenstein, que siempre estaban sombrías y sonaban a Eco, que era un hombre muy triste encerrado no se sabía dónde, que daba mucha pena de él y que a veces lloraba muy bajito, muy bajito. En las Grandes Peñas del Doctor Frankenstein, se pinchaba uno los pies y había cangrejos escondidos en las cuevas, y una vez encontramos un perro muerto, muy hinchado, con la boca llena de moscas verdes. En las Grandes Peñas del Doctor Frankenstein había grutas muy frías con una luz temblorosa entre verde y azul y más adentro estaban las Ruinas Romanas con grandes tesoros y llenas de misterio muy hermoso, con estatuas de diosas paganas blancas y desnudas, que nos sonreían a Helena y a mí, y entonces, por otra gruta mucho más estrecha y más larga, nos llevaban a la Edad Antigua, que era en aquel mismo momento con un cielo más azul y un mar más azul, casi morado, y una brisa muy azul también y pájaros blancos que volaban cantando. Y se salía a otro mundo extrañísimo y lleno de hermosura que no se puede recordar sin que se le pare a uno el corazón. Porque estaba cayendo el sol y el cielo estaba rojo y dorado y la mar color de vino y no hacía nada de viento y olía a romero, a rosas y a jazmines...
Helena estaba desnuda pastoreando un rebaño de cabras. Estaba sentada junto al mar, en un prado muy verde que llegaba hasta el mar, debajo de un laurel muy grande de hojas muy verdes y brillantes que refulgían rojizas al sol dorado que se hundía en el mar. Yo estaba también desnudo y venía en un barco con velas de oro, porque era un capitán de piratas que en Siracusa de Sicilia mi primera luz había visto, audacísimo en los peligros de la sed, hambre, calor y frío y otras comunes calamidades de la guerra y los viajes, fortísimo soportador hasta lo increíble. Y salté del barco al agua y llegué nadando hasta el prado verde y eché a correr detrás de Helena. Pero Helena corría más y se iba escondiendo entre los árboles hasta que la perdía de vista.
Entonces pasó un hombre que llevaba una guadaña al hombro y que cantaba:
-La pastora que buscas, ¡oh, joven!, hermosa, de Aristóteles el anciano de las venerables palabras hija es -dijo él.
-Antigua y hermosa es la lengua helena -contesté yo, que sólo recordaba aquel ejemplo de la gramática griega.
El hombre de la guadaña corrió y me llevó a su casa, donde me ofreció frugal cena, y tras vestirme con sus andrajos de campesino, bien colocada sobre mi hombro la guadaña, dijo él:
-Ahora preséntate a Aristóteles el de las venerables palabras, de parte de Filemón el pobre, y dile que eres el mancebo que como criado le envío. Yo, mientras tanto, a los dioses inmortales, y en especial a aquella deidad que el dulce y ardiente amor preside, sacrificaré por tu ventura.
Y esto diciendo me señaló el camino de la ciudad.
Del de las venerables palabras la casa descubrí al fin y él viéndome (dijo):
-Alabados mil y mil veces sean los dioses inmortales, pues sin duda tú eres el mancebo que por diligente criado mi amigo me envía Filemón el pobre.
Recibióme con amor el de las venerables palabras y púsome al tanto de mis obligaciones, que bien lejos de saber él estaba cuáles eran mis secretos designios.
Ya los brillantes gemelos (Cástor y Pólux) hundían su brillo tras el oscuro horizonte, cuando la casa sintiendo sosegado y dormido el viejo despojéme de mis pobres andrajos y penetrando en la habitación de mi amada halléla dormida. Transportado de dicha y de contento y a la siempre poderosa deidad del amor mil gracias dando, aparté con cuidado el lienzo que la cubría (a Helena) ya la blanca luz de la luna la hermosura de su cuerpo largamente contemplando estuve.
Beséla después mansamente, porque poco a poco y en amor despertara, y ella entonces, entreabriendo los ojos (dijo):
-Sin duda Afrodita me inspira este hermoso sueño, pues siento a mi lado al joven que amo.
Esto dicho, comenzó con ardor a pagar mis caricias y besos.
No quise yo dejar salir de mi boca ni una sola palabra, pues temía que con aquello se le fuese la ilusión del sueño y que volviendo en sí ásperamente me despechara.
Gocé, pues, en silencio de lo que en silencio debe gozarse, y cuando empezaron a cantar los gallos volvíme al rústico lecho que en establo me aderezaran como criado que era.
Ya estaba Febo ardiente, padre del amor, del gozo y de la vida, en la mitad de su curso cuando me despertaron las descompasadas voces del de las venerables palabras, que gritaba:
-Válganme los dioses inmortales, pues tengo una reina y un rey por criados.
Salté del lecho, presentéme a mi amo y disculpé la pesadez de mi sueño con la fatiga del viaje y otras muchas razones que mi súbito ingenio iba inventando mientras hablaba.
Estaba yo empezando a apartar a mi amo de su primera intención, que era despedirme de su servicio (pues me entristecía el pensamiento de separarme de mi hermosa amiga), cuando con lágrimas en los ojos entró ella, y postrándose a los pies del viejo dijo éstas o parecidas palabras:
-Disculpad, ¡oh buen amo!, mi falta, pues Afrodita me ha enviado tal sueño esta noche, que milagro es que pueda levantarme.
Quedóse el viejo un momento suspenso mirándola, y después, posando los ojos en mí, soltó a reír con gran estrépito.
Quedámonos Helena y yo mirándonos de asombro, y el viejo entonces, tomándonos de la mano, nos acercó a sí y dijo:
-Sabe tú, ¡oh joven!, que la que has conseguido esta noche no es una pobre rústica que yo hubiera tomado por criada (como ella misma cree), sino la hija y heredera del Emperador de Atenas...
Helena estaba muy seria sentada en cuclillas delante de mí mirándome muy fijo.
-¿En qué piensas con esos ojos tan abiertos?
Estaba allí, tan rubia, con la piel tan brillante, tan hermosa, con sus ojos azules que me provocaban mirándome, que no pude resistir más y salté sobre ella como un tigre feroz de Bengala. Pero ella saltó primero al agua y yo detrás de ella y empezamos a nadar y a alcanzamos y darnos aguadillas. Y salimos de la sombra de las peñas, donde el agua era fría y morada, y entramos en el sol, donde el agua era verde y brillante y más tibia y era un gozo calarse y ver salir a Helena removiendo la melena que se le caía sobre la cara y después bucear otra vez y hacer exploraciones por los canales submarinos que estaban llenos de algas.
Salimos a la playa felices y nos tumbamos al sol. El sol iba ya haciéndose naranja y metiéndose detrás de los pinos del acantilado. El cielo estaba verde y lleno de un brillar oscuro que mirándolo fijo era como el Infinito. A veces pasaban bandos de pájaros.
Helena apoyó la cabeza en mi hombro y empezó a hacer dibujos sobre mi cuerpo con un chorrito de arena que me hacía cosquillas. Y me miraba, me miraba.
Volvimos despacio, andando muy juntos, muertos de plenitud, de gozo, de felicidad desconocida e insufrible, muertos de amor, locos de amor. El corazón me llenaba todo el pecho, me hinchaba todo el cuerpo de sangre caliente, me llenaba la boca de sal, llenaba el mundo de alegría rabiosa, de ardor, de colores afilados como cuchillos y a la vez blandos como las hojas de una amapola, como la miel, como la leche recién ordeñada. Temblando, con voz ronca, con una voz que no era la mía, que no se sabía de dónde había salido, le dije:
-Helena..., te quiero.
Y Helena, serena, sin dejar de mirarme a los ojos, grave y hermosa, se fue dejando atraer, y cuando tuvimos los labios muy cerca, me dijo:
-Y yo a ti más.
Y yo bebí el aliento de aquellas palabras; las bebí, las respiré, no las oí.
No hablamos más. Íbamos juntos, solos, entre el silencio del crepúsculo. Íbamos solos entre el silencio del mundo. Solos entre el silencio del tiempo. Solos para siempre. Juntos y solos, andando juntos y solos entre el silencio del mundo y del mar y del mundo, andando andando. Y todo era como un gran arco y nosotros lo íbamos pasando y al otro lado estaba nuestro mundo y nuestro tiempo y nuestro sol y nuestra luz y nuestra noche y estrellas y montes y pájaros y siempre...

miércoles, 16 de marzo de 2016

GALEÓN (Manuel Vicent)

En la terraza de un bar de la playa están sentados un viejo y un niño. El mar acaba de purgarse con un temporal y ha dejado la arena cubierta de algas rojas muy amargas, pero las aguas ya se han calmado y el viejo le señala al niño un buque explorador fondeado en un punto del horizonte que está sacando del abismo un galeón de bucaneros que se hundió en tiempos muy remotos. Mira, le dice el viejo, aquel buque tiene un brazo articulado que ha bajado a mil metros de profundidad y ha introducido una cámara entre las cuadernas de la nave donde se ven cofres, vajillas, arcabuces y una sirena color de rosa esculpida en el bauprés. En un camarote aparece todavía la calavera del capitán coronada de lapas. El niño comienza a soñar con los ojos muy abiertos.
Todos nuestros juguetes se han roto, excepto los cuentos que nos contaron en la niñez y que de una forma u otra nos llevan siempre a la isla del tesoro. Gracias al sistema de detección por satélite existen no menos de 4000 barcos localizados en el fondo del mar -trirremes, carabelas, goletas, galeones- que naufragaron a lo largo de la historia. Lo que en el Mediterráneo eran dioses, en el Caribe y en los mares el Sur fueron piratas. Cada abismo contiene sus propios héroes sumergidos, como nuestra imaginación alberga los deseos más remotos. Existen empresas especializadas en sacar a la superficie estos barcos cargados de oro o de esculturas de mármol, lo mismo que la razón extrae las imágenes simbólicas que elabora el cerebro en la oscuridad de los sueños y las convierte en sensaciones a pleno sol.
El viejo le cuenta al niño un cuento de corsarios y en la imaginación del niño se sumerge la figura soñada de un barco fantasma gobernado por unos piratas berberiscos que llegaron a esta playa para raptar a cuantas mujeres hermosas encontraban. El viejo va aflorando desde el fondo de su memoria la historia de Simbad el Marino, la del Capitán Nemo, la de Lord Jim y otros cuentos, juguetes que le habían regalado en la infancia y nunca se le rompieron. Ahora los saca a la superficie, los deposita en la imaginación del niño y estos relatos se hunden en su cerebro hasta alcanzar el fondo de los sueños. Cuando el viejo muera y su cuerpo descienda al abismo como una nave derrotada, un día, al recordar los cuentos que le había contado, el niño lo salvará de las aguas como ese buque explorador está rescatando ahora un galeón de bucaneros que lleva en su vientre cofres repletos de monedas de oro, una sirena labrada en el bauprés y otros tesoros.

martes, 15 de marzo de 2016

NO ES PALABRA (Saiz de Marco)

Esta mañana he vuelto al tiempo, clase de francés, trece años, en que Marie dice “vamos a leer Le Petit Prince”. Es un libro raro, con emociones conocidas que creía inexpresables. Cada día un par de páginas, pero ahora es imposible dejarlo. Necesito leerlo entero, llegar hasta el final.

Busco con fruición las palabras que no sé. Sin embargo, en el diccionario no viene baobab. Pregunto a Marie y contesta “no es palabra francesa, es un árbol africano”.

Fue a causa de los baobabs que el Principito vino a la Tierra. Necesitaba un cordero que comiera los brotes de baobabs, antes de que éstos crecieran e hicieran reventar su asteroide.

Esta mañana hemos hecho la comprobación. Esos pequeños monos se avisan entre sí cuando ven un depredador: si quien ataca es un águila emiten un sonido para que sus congéneres se oculten en los arbustos; si quien viene es un felino vocalizan otro grito distinto para decirles que trepen a un árbol. Algunos zoólogos las llamamos protopalabras. Y esta mañana, desde nuestro puesto de observación, lo he oído. Al ver acercarse una leona, el mono ha movido sus labios y ha dicho claramente baobab.

lunes, 14 de marzo de 2016

DEJAR A MATILDE (Alberto Moravia)


Un amigo mío camionero ha escrito en el cristal del parabrisas: ¿Mujeres y motores, alegrías y dolores? No digo yo que no tenga sus buenas razones para decir que los dolores y las alegrías que le procuran las mujeres tengan más o menos el mismo peso en la balanza de su vida. Digo que, al menos por lo que se refiere a Matilde y a mí, esa balanza andaba muy desequilibrada: por un lado, muy alto, el platillo de las alegrías; por el otro, muy bajo, el platazo de los dolores. De modo que, al final, tras un año de noviazgo de puras peleas, incumplimientos de palabra, bribonadas y traiciones, decidí dejarla a la primera oportunidad.

La oportunidad llegó pronto, una noche que la había citado en la plaza Campitelli, cerca de su casa: Esa noche Matilde, simplemente, no vino. Advertí entonces, tras una horita de espera, que sentía más alivio que disgusto, y comprendí que había llegado el momento de la separación. Incierto entre un dolor amargo y una satisfacción agraz, medio contento y medio desesperado, me fui a casa y me acosté en seguida. Pero antes de apagar la luz me santigüé, solemne, y dije en voz alta:

-Esta vez se acabó, vaya si se acabó.

Este juramento hay que decir que me calmó, porque dormí de corrido nueve horas y sólo me desperté por la mañana cuando mamá vino a avisarme que preguntaban por mí al teléfono.

Fui al teléfono, al apartamento de enfrente, de una modista amiga. De inmediato, la vocecita dulce de Matilde:

-¿Cómo estás?

-Estoy bien -contesté, duro.

-Perdóname por anoche…, pero no pude, de verdad.

-No importa -le dije-, así que adiós… Nos veremos mañana… Te diré una cosa…

-¿Qué cosa?

-Una importante.

-¿Una cosa buena?

-Según… Para mí sí.

-¿Y para mí?

Dije tras un momento de reflexión:

-Claro, también para ti.

-¿Y qué cosa es?

-Te la diré mañana.

-No, dímela hoy.

-No me mates…

-Está bien… ¿Sabes por qué te he telefoneado hoy? Porque hace un día precioso, es fiesta, y podríamos ir en moto al mar. ¿Qué te parece?

Me quedé incómodo porque no me esperaba esa propuesta tan cariñosa, hecha con una voz tan dulce. Después pensé que, en el fondo, tanto daba hoy como mañana: iríamos a la playa y yo, en lo mejor, le diría que la dejaba y así me vengaría también un poco. Dije:

-Está bien, dentro de media hora paso a buscarte.

Fui a recoger el ciclomotor y luego, a la hora fijada, me presenté en casa de Matilde y le silbé para llamarla, como de costumbre. Se precipitó en seguida abajo, lo noté; normalmente me hacía esperar Dios sabe cuánto. Mientras corría hacia mí atravesando la plaza, la miré y me di cuenta una vez más de que me gustaba: bajita, dura, morenísima, con la cara ancha por abajo como un gato, la boca sombreada de pelusilla, los ojos negros, astutos y vivos, el pelo muy cortito, tan espeso y tan bajo sobre la frente que evocaba el pelamen de un animal salvaje. Pero pensé: ?Desde luego que me gusta, me gusta mucho, pero la dejo?, y advertí con alivio que la idea no me turbaba en absoluto. Cuando la tuve delante, todavía jadeando por la carrera, me preguntó en seguida con voz tierna:

-¿Qué? ¿Aún estás enfadado por lo de ayer?

Contesté huraño:

-Vamos, monta.

Y ella, sin más, subió al sillín de la moto agarrándose a mí con las dos manos. Salimos.

Una vez en la vía Cristoforo Colombo, entre los muchos automóviles y motos del día festivo, con el sol que ya quemaba, empecé a pensar sañudamente en lo que debía hacer. ¿Cuándo tenía que decirle que la dejaba? Al principio pensé que se lo diría en cuanto llegásemos a la playa, para estropearle la excursión y a lo mejor traerla inmediatamente después a Roma: una idea vengativa. Pero después, pensándolo mejor, me dije que, a fin de cuentas, también me estropearía la excursión a mí mismo. Mejor, pensé, disfrutar de la vida y -¿por qué no?- de Matilde hasta cierto momento, digamos que hasta las dos, después de comer. O bien, incluso, esperar al final de la excursión y decírselo mientras regresábamos, por esta misma vía Cristoforo Colombo, sin volverme, así, como por azar. O incluso también esperar a llegar a Roma y decírselo en la puerta de su casa: ?Adiós, Matilde. Te digo adiós porque hoy ha sido la última vez que hemos estado juntos?. Entre tantas ideas no sabía cuál escoger; al final me dije que no debía hacer planes; en el momento oportuno, no sabía cuál, se lo diría. Entre tanto Matilde, como si hubiera adivinado mis reflexiones, se apretaba fuerte a mí, e incluso me había cogido con la mano la piel del brazo, como pellizcándome, con ese pellizco que se llama mordisco del asno, y que en ella era una demostración de afecto. La oí, después, decirme al oído con una voz alegre y tierna:

-¡Eh! ¿Sabes que tienes que ir al peluquero? Con tanto pelo ni hay sitio para un beso.

Digo la verdad, esas palabras y el pellizco me hicieron cierto efecto. Pero de todas formas pensé: ?Sigue, sigue… Ya es demasiado tarde?.

Una vez en Castelfusano cogí hacia Torvaianica, donde sabía que no había balnearios, que sólo agradan a quienes van al mar a ponerse morenos, sino nada más que matorrales y la playa desierta. Al llegar a un sitio muy solitario, con un monte bajo que pululaba, verde e intrincado, por el declive hasta la tira blanca de la playa, dejé la moto en el borde del camino; y después corrimos juntos a más no poder por los senderos, rodeando los gruesos arbustos batidos por el viento, hasta el mar. La llevaba de la mano, pero este gesto cariñoso lo había impuesto ella; y yo la dejé hacer; así me sentí de nuevo enternecido, como en los buenos tiempos en que la quería. Pero me di cuenta de que seguía decidido a dejarla, y esto me devolvió la confianza.

-Voy a desnudarme detrás de aquella mata -dijo ella-. No mires.

Y yo me pregunté si no sería cosa de decírselo ahora; recibiría la ducha fría justo en el momento en que estaba desnuda, llena de la felicidad que le daba aquel sitio tan bonito y la excursión al mar. Pero cuando me volví hacia ella y vi asomar por la mata sus hombros delicados, con los brazos levantados, y quitarse la falda por la cabeza, se me fueron las ganas. Tanto más cuanto que ella decía, siempre con su voz cariñosa:

-Giulio, no te creas que no me doy cuenta; me estás mirando.

Así fuimos a tumbarnos en la arena, yo boca abajo y ella hacia arriba, con la cabeza en mi espalda como en un cojín. El sol quemaba mi espalda, la arena me quemaba el pecho y su cabeza me pesaba en la espalda, pero era un dulce peso. Ella dijo, tras un largo silencio:

-¿Por qué estás tan callado? ¿En qué piensas?

Y yo contesté espontáneamente:

-Pienso en lo que tengo que decirte.

-Pues dilo.

Estaba a punto de decirlo de veras cuando ella, voluble como las mariposas que vuelan de una flor a otra y nunca se dejan coger, dijo de pronto:

-Mira, mientras tanto úntame los hombros, que no quiero quemarme.

Renuncié una vez más a hablar y, cogiendo el frasquito de aceite, le unté la espalda desde el cuello a la cintura. Al final ella anunció:

-Me duermo. ¡No me molestes!

Y me quedé turulato de nuevo, pensando que, en el fondo, no le importaba nada saber lo que quería decirle.

Matilde durmió quizás una hora; después se despertó y propuso:

Caminemos a lo largo del mar. Es pronto para bañarse, pero al menos quiero mojarme los pies en el agua.

Volvió a cogerme de la mano y juntos corrimos a través de la playa hacia la orilla. Las olas eran grandes y ella, siempre de mi mano, empezó a dar carreritas hacia adelante y hacia atrás, según las olas avanzaran o refluyeran, entre un viento que soplaba con fuerza, gritando de alegría cada vez que una ola, más rápida que ella, la embestía y le subía hasta media pierna. No sé por qué, al verla tan feliz, me dieron unas ganas crueles de estropearle la felicidad y grité fuerte, para superar con la voz el estruendo de mar: ?Ahora te digo esa cosa?. Pero ella, de forma imprevista, me abrazó repentinamente con fuerza, diciéndome: ?Cógeme en brazos y llévame al medio del agua, inténtalo, pero no me dejes caer?. De modo que la cogí en brazos, que pesaba mucho aunque era pequeña, y avancé un poco entre toda aquella confusión de olas que se cruzaban, montaban unas sobre otras y refluían. Mientras tanto me preguntaba por qué ella había hecho este gesto; y concluí diciéndome que, con su intuición femenina, había adivinado que lo que quería decirle no le iba a gustar. Ahora, desvanecido el peligro de oírme decir aquella cosa, me invitaba a volver a la orilla. Volví y la dejé con delicadeza en la arena; me dio un beso en la mejilla, diciendo:

-Y ahora comemos.

Abrimos el paquete del almuerzo y comimos los bocadillos de ternera que mi madre me había preparado. Después, durante dos horas, siempre la misma canción. Yo tenía en la punta de la lengua lo que quería decirle, pensaba decírselo porque el momento me parecía favorable, estaba a punto de decirlo cuando ella, de pronto, me hablaba de forma cariñosa o hacía un gesto imprevisto, o incluso me quitaba la palabra de la boca. Varias veces me volvió la idea de una de esas mariposas blancas de la col, que en primavera son las primeras y las más inasibles, feliz de quien consigue echarles mano. Después, cuando ya desesperaba de llegar a mi declaración, me propuso de golpe y porrazo:

-Bueno, dime ahora esa cosa.

Estaba a punto de abrir la boca cuando ella gritó:

-No, no me la digas, espera, déjamela adivinar. Veamos: ¿quieres decirme que me quieres mucho?

-No -respondí.

-¿Entonces quieres decirme que soy muy mona y te gusto?

-No.

-Entonces, ¿que nos casaremos pronto?

-No.

-Estas son las tres únicas cosas que me interesan -dijo ella sacudiendo la cabeza-. Basta, no quiero saber nada.

-No, tengo que decirte que…

Pero ella, tapándome la boca con la mano:

-Chitón, si quieres que te dé un beso.

¿Qué podía hacer yo? Me quedé callado; y ella quitó la mano y puso sus labios, en un beso largo que me pareció sincero.

Al final habíamos hecho de todo: tomado el sol, dormido, un semibaño, habíamos hablado; pero no le había dicho aquella cosa y ya sólo nos quedaba irnos. De modo que nos vestimos cada uno detrás de su mata y yo una vez más, mientras me metía los pantalones, pensé que ese era el momento adecuado. Me levanté y dije con voz natural:

-Lo que quería decirte, Matilde, es esto: he decidido dejarte.

Pronunciadas estas palabras miré hacia la mata tras la que ella se ocultaba, pero no vi nada. El viento ahora soplaba más fuerte que nunca y sólo se oían, en aquel lugar desierto, la voz del viento, baja y modulada, y el estruendo del mar. Matilde parecía que no estaba, como si mis palabras la hubieran hecho desvanecerse en el aire, como los torbellinos de arena que el viento levantaba sin tregua de las dunas blancas y empujaba hacia arriba, hacia el monte bajo. Dije: ?Matilde?, pero no obtuve respuesta. Grité entonces: ¡Matilde!?, y tampoco contestó. Inquieto, incluso un poco asustado, pensando que, quién sabe, estuviera llorando de dolor, o quizá se hubiera desmayado, me puse a toda prisa la camisa y corrí hacia la mata detrás de la cual debería estar. No estaba: en la arena no vi más que su bolso y sus zapatitos rojos. Pero justo en el momento en que me volvía llamándola, la sentí que se me echaba encima, con violencia hasta el punto de que no pude aguantar en pie y caí boca arriba, con ella. Matilde ahora se sentaba a horcajadas en mi pecho y me decía:

-Repite lo que has dicho. Vamos, repítelo.

La arena me soplaba en la cara, punzante; ella reía sin parar y yo por fin contesté flojo:

-Bueno, no lo repito, pero déjame en paz.

Pero ella no se levantó en seguida y dijo:

-¿Y eso era todo? Te digo la verdad, creía que era algo más importante.

Después me soltó; me levanté yo también y, de repente, advertí que estaba contento de habérselo dicho y de que no lo hubiera tomado en serio y se lo tomara como una de las muchas bobadas que se pueden decir entre enamorados. En resumen, volvimos a subir la pendiente cogidos de la cintura. Y yo le dije que la quería mucho; y ella me contestó ya un poco reservada, porque no se temía que la dejara: ?También yo?. Poco después corríamos de nuevo por la vía Cristoforo Colombo.

Pero al llegar a su casa me dijo, cogiéndome la mano:

-Giulio, ahora es mejor que no nos veamos unos días.

Me sentí casi desfallecer y consternado, exclamé:

-Pero, ¿por qué?

Y ella, con una buena carcajada:

-He querido hacer una prueba. Querías dejarme, ¿eh? Y luego, sólo ante la idea de no verme unos días, pones una cara así de triste. Está bien, nos vemos mañana.

Corrió hacia arriba y yo me quedé como un bobo, mirándola alejarse.

sábado, 12 de marzo de 2016

PESADILLA EN AMARILLO (Fredric Brown)

Despertó cuando sonó el despertador, pero se quedó tendido en la cama durante un rato después de haberlo apagado, repasando por última vez los planes que tenía para hacer un desfalco por la mañana y cometer un asesinato por la noche.
Había pensado en todos los detalles, pero les estaba dando el repaso final. Aquella noche, a las ocho y cuarenta y seis minutos, sería libre, en todos los sentidos. Había escogido aquel momento porque cumplía cuarenta años, y aquella era la hora exacta en la que había nacido. Su madre había sido muy aficionada a la astrología, razón por la que conocía tan exactamente el instante de su nacimiento. Él no era supersticioso, pero la idea de que su nueva vida empezara exactamente a los cuarenta años le parecía divertida.
En cualquier caso, el tiempo se le echaba encima. Como abogado especialista en sucesiones y custodia de patrimonios, pasaba mucho dinero por sus manos… Y una parte no había salido de ellas. Un año atrás había "tomado prestados" cinco mil dólares para invertirlos en algo que parecía una manera infalible de duplicar o triplicar el dinero, pero lo había perdido. Luego había "tomado prestado" un poco más, para jugar, de una manera u otra, y tratar de recuperar la primera pérdida. En aquel momento debía la friolera de más de treinta mil; el descuadre sólo podría seguir ocultado unos pocos meses más, y no le quedaban esperanzas de poder restituir el dinero que faltaba para entonces. De modo que había estado reuniendo todo el efectivo que pudo sin despertar sospechas, liquidando diversas propiedades que controlaba, y aquella tarde tendría dinero para escapar; del orden de más de cien mil dólares, lo suficiente para el resto de su vida.
Y no lo atraparían nunca. Había planeado todos los detalles de su viaje, su destino, su nueva identidad… y era un plan a prueba de fallos. Llevaba meses trabajando en él.
La decisión de matar a su esposa había sido casi una ocurrencia de última hora. El motivo era simple: la odiaba. Pero después de tomar la decisión de no ir nunca a la cárcel, de suicidarse si llegaban a arrestarlo alguna vez, se dio cuenta de que, puesto que moriría de todas manera si lo atrapaban, no tenía nada que perder si dejaba una esposa muerta tras él en lugar de una viva.
Casi no había podido contener la risa ante lo adecuado del regalo de cumpleaños que ella le había hecho el día anterior, adelantándose a la fecha: una maleta nueva. También lo había convencido para celebrar el cumpleaños dejando que ella fuera a buscarlo al centro para cenar a las siete. Poco imaginaba ella cómo iría la celebración después de aquello. Planeaba llevarla a casa antes de las ocho y cuarenta y seis para satisfacer su sentido de lo apropiado y convertirse en un viudo en aquel momento exacto. El hecho de dejarla muerta también tenía una ventaja importante. Si la dejaba viva y dormida, cuando despertara y descubriera su desaparición, adivinaría en seguida lo ocurrido y llamaría a la policía. Si la dejaba muerta, tardarían un tiempo en encontrar su cuerpo, posiblemente dos o tres días, y dispondría de mucha más ventaja.
En el despacho, todo fue como la seda; para cuando fue a reunirse con su mujer, todo estaba listo. Pero ella se entretuvo con los aperitivos y la cena, y él empezó a dudar de si le sería posible tenerla en casa a las ocho y cuarenta y seis. Sabía que era ridículo, pero el hecho de que su momento de libertad llegara entonces y no un minuto antes ni después se había vuelto importante. Miró el reloj.
Habría fallado por medio minuto de haber esperado a estar dentro de la casa, pero la oscuridad del porche era perfectamente segura, tan segura como el interior. La porra descendió una vez con todas sus fuerzas, justo mientras ella estaba de pie ante la puerta esperando a que él abriera. La tomó antes de que cayera y consiguió sostenerla con un brazo mientras abría la puerta y volvía a cerrarla desde dentro.
Entonces accionó el interruptor, la habitación se llenó de luz amarilla, y antes de que se dieran cuenta de que sostenía a su esposa muerta en los brazos, los invitados a la fiesta de cumpleaños gritaron a coro:
-¡Sorpresa!

jueves, 10 de marzo de 2016

LA CRIATURA (Patricia Suárez)

Fue en la época en que teníamos todos aquellos problemas y tratábamos de arreglarlos. Estábamos tirados en la cama, a medianoche, desnudos y con los ojos como platos mirando el cielo raso, el calor era intolerable, y estábamos bocarriba en la cama con los ojos tan abiertos, las sábanas hechas un lío, podríamos haber hecho el amor, pero ya no lo hacíamos por aquella época, con todos nuestros problemas, y el gato maullaba con furia para entrar en la pieza, y porque el calor era intolerable.
Entonces oímos la música.
-Ernesto, ¿la oís?- le pregunté. Él murmuró:
-Es un disco.
-Es una polca - dije yo, y aguardé en silencio que la polca corrompiera con su énfasis el calor de la noche y la sombra de los edificios, y socavara todos y cada uno de los cimientos. -No es un disco- aseguré, -No, no es un disco-. Había imperfecciones en la interpretación de esa música, se notaba en el aire: había impurezas. Mi marido se levantó al punto, y fue hacia el balcón. No hizo el menor gesto por cubrirse, y se acercó al balcón, blanco y desnudo, como un cachorro o un niño. En ese instante pensé que él era un hombre hermoso. Sonaron los aplausos en la casa vecina, gritaban "Bravo, Laura". Prácticamente podía ver a Laura, tiesa, al borde de las lágrimas, agradeciendo a la parentela sus aplausos. Nunca antes habíamos visto a Laura, pero podíamos verla, prácticamente, en el momento en que sonaron los aplausos.
-No era un disco- dije. Mi marido se volvió a mirarme, desnudo y blanco, con apenas dos lunares que yo conocía muy bien, en un hombro y en la nalga. El de la nalga era un antojo que su madre había tenido durante el embarazo. Higos, había deseado. Se quedó mirándome como si nunca me hubiera visto, como si nunca me hubiera visto bien, tal vez porque teníamos todos aquellos problemas. Estaba blanco y desnudo, ornado con sus lunares, tan completo en sí, exhalaba una sensación de completud tal, que no fue difícil imaginar por qué ya no me amaba. De pronto, dejó de mirarme, y volvió al balcón, así de desnudo y largo como estaba. Dió dos pasos hacia el balcón, él se movía de una manera que me daban ganas de reir y de llorar a la vez de sólo verlo: hubiera querido pasar toda mi vida con él. Me vino a la mente una frase que había leído mucho tiempo atrás, y que creo que era de Shakespeare. La frase decía: "Cuando era joven y amaba, y amaba, todo muy dulce me parecía...". Después empezó a repicar dentro mío, me sacudía, yo no sé por qué tenía que enredarse en mí de esa manera, pero una y otra vez, durante esa noche, yo oí dentro de mi mente: "Cuando era joven y amaba, y amaba, todo muy dulce me parecía..."
-Es una criatura- dijo cuando estuvo en el balcón. -Y está llorando.
-¿Llorando?
-Sí- contestó mi marido, y salió al balcón, desnudo, a observar a la criatura que pocos segundos antes tocaba una polca y ahora lloraba solitaria en un balcón.
-¿Por qué?- pregunté -¿Por qué está llorando?
-Ay, Irene- suspiró mi marido con un suspiro ardiente. Yo conocía esa clase de suspiro de mi marido, los había bebido, dulces, venenosos y salobres desde el día en que nos casamos y él suspiró el mismo suspiro en el "Sí" delante de un cura y de la estatua de la Virgen de los Ángeles.
Vino luego y volvió a tenderse a mi lado, y nos quedamos otra vez en medio de la oscuridad y del calor, mirando el cielo raso con los ojos como platos. Aún en medio de la oscuridad, sus valijas relumbraban igual que caparazones de insectos gigantescos.
El gato arañó la puerta.
-No va a tocar otra vez- dijo mi marido.
-¿Quién?
-La criatura. Vas a ver.
-¿Por qué?
-Ya vas a ver.
Nos quedamos tensos, expectantes del llanto o de la música de la criatura, en el medio del calor, y la tirantez de nuestros nervios nos hacía sudar. La piel de él era perfecta y deslumbrante aquella noche, lo recuerdo claramente. Era el tipo de piel que todos los de su familia tenían, española. Yo habría querido estirar mi mano y plantarla en el asa de su ancha cadera y el calor me lo impedía. Tampoco él hubiera permitido que lo tocara, su cuerpo entero era para mí un principado de ira. Me había llamado con otro nombre cierta vez. Cecilia. Nunca le pregunté quién era ella. Pero su cuerpo era para mí un principado de ira, y mi cuerpo era para él más hueco que una campana.
Me mordí los labios. Él se sentó, en la oscuridad, destrozando la oscuridad con la fina silueta de su espalda blanca. Él tenía una figura, y se movía de una manera, que podía hacerme llorar. Cuando él no estaba, el aire me sobraba y quemaba a mi alrededor. Tanteó la perilla del velador. Los cuarenta watts de la luz vacilaron y eligieron luego la oscuridad.
-¿Qué pasa?- preguntó.
-Es el enchufe - dije. Él gruñó.
-¿La ves?- preguntó.
-No- respondí.
-Fijate.
Me corrí un poco hacia la derecha, pero yo no quería verla. No tenía interés en ver a la criatura llorando. Era un punto que vibraba al otro lado de la calle, en su balcón, un escarabajo o un grillo.
Mi marido fue hacia nuestro balcón, blanco y desnudo y liso, a excepción por sus dos lunares y la marca de la BCG en el brazo izquierdo. Estuvo un rato fuera, apoyado en la baranda, entre la fragancia indecorosa del jazmín de china que nos había regalado su madre. Estuvo mirando a la criatura, y ella, probablemente lo contemplara a él, los ojos en sus ojos pardos, o en la perfecta y cansina desnudez de él, el arco de sus clavículas o el sexo a medias oculto por la corrupta languidez del jazmín de china. Mi marido era un hombre hermoso. Yo lo conocía desde el corazón al pubis, y así me conocía él a mí.
Hubo un tiempo, muy anterior a nuestros problemas, en que dormíamos abrazados cada noche. Y cuando él no estaba me faltaba el sueño. Estaba perdida cuando él no estaba.
Bastaba verlo desnudo esa noche para que me diera cuenta cuán feliz estaba él consigo mismo, su mundo, el sol, los planetas eran su ombligo. Pero yo era una pelusa a merced del viento. Me sentía igual que una pelusa en el vaivén del viento.
En cambio, él era el mismísmo viento. El viento en persona.
-¿Qué estás haciendo, Laura?- preguntó una voz.
-Nada- contestó la criatura.
Entonces, lo llamé.
-Ernesto.
Mi marido vino a la cama, se acostó. Eran más de las cuatro cuando nos dormimos. Al otro día me desperté, y él ya se había llevado las valijas y se había ido. Me levanté a prepararme un café, y encontré al gato esperándome muy tieso a que le sirviera su alimento de sabor a atún. Le puse su alimento en silencio, y preparé mi café. Hasta hoy no he vuelto a ver a mi marido.

martes, 8 de marzo de 2016

CRÓNICA PARA NO LEER POR LA NOCHE (António Lobo Antunes)

Es como si no hubiese ocurrido nada, yo aquí tan tranquilo, las cosas en el lugar de costumbre (las mismas cosas) muebles, fotografías, todo como siempre, los edificios de costumbre en la ventana, los árboles de costumbre en la otra ventana, la araña en el techo, la lámpara de metal, de pie, al lado del sofá, todo igual, sin mudanza, y a pesar de no haber ocurrido nada especial nos preguntamos

-¿Qué ha sido?

y no encontramos ninguna respuesta concreta, encontramos un malestar, una inquietud vaga, algo por dentro

(no se sabe muy bien qué)

tal vez sea un error, tal vez no sea nada, y no hay error, y algo hay, un malestar real, una inquietud real, ganas de telefonear pero a quién, de decir algo pero qué, la irritación por no comprender lo que no comprendemos y sin embargo existe, miramos la mesa, miramos el estante y la mesa y el estante idénticos, los pasos del vecino de arriba y tan remotos hoy que los queríamos más cerca, si alguien llamase a la puerta, me llamase

(no llaman)

si alguien

-Estoy aquí

y no está, si me levantase

(no me levanto)

el cuerpo pesadísimo, huesos, carne, mejor quedarse quieto, pensar que dentro de poco ya no me acordaré de lo que no me acuerdo ahora, ya he olvidado lo que no sé qué es y por no saber qué es no importa, y por no saber qué es importa, si me echasen al menos una mano

(¿al menos una mano?)

lo conseguiría, pero esto me suena raro porque conseguir no es la palabra y no encuentro la palabra, la bombilla de la lámpara de metal parpadea sin motivo, vuelve a aquietarse, continúo, observo la bombilla y no parpadea, tal vez no ha parpadeado, sólo imaginé que había parpadeado, dejo de observar la bombilla y

¡zas!

un parpadeo, observo de nuevo la lámpara y la lámpara

-No he parpadeado, lo juro

un dechado de inocencia, de asombro, una de las fotografías sonríe cuando no debería sonreír en este momento, me cuesta entender que soy yo el del cuadro, el año pasado, en agosto, la convicción de que he cambiado de todo en todo

-¿Soy yo éste?

las facciones diferentes, la nariz, los ojos, si viniese un amigo le mostraría el cuadro

-¿Conoces a éste?

y el amigo extrañado, sus cejas dos arcos en la frente

-¿Cómo?

incrédulo, desconfiado, lleno de dudas

-¿Te estás quedando conmigo?

-¿Has estado bebiendo?

-¿No te sientes bien?

las tres interrogaciones simultáneas y no me estoy quedando con él, no he bebido, en cuanto a que me sienta o no me sienta bien ya es más difícil saberlo, mejor decir

-Claro que me siento bien

cómo no sentirme bien si no ha ocurrido nada, las cosas en el lugar de costumbre

(las mismas cosas)

los edificios de costumbre en la ventana, los árboles de costumbre en la otra ventana, todo igualito, sin diferencias

-Claro que me siento bien

el cuadro serio

(-¿Y tú qué? ¿Ya no te ríes?)

advirtiéndome de lo que no comprendo, mirando fijamente, más allá de mí, un punto difuso, me concentro en el punto y el punto vacío, qué estaría mirando cuando pulsaron el botón de la cámara, el amigo arqueando las cejas de nuevo

-¿Estás seguro de que te sientes bien?

los pasos del vecino se han detenido, el timbre de la puerta mudo, el teléfono mudo, el silencio que cae, como ceniza, a mi alrededor, intento uno de esos gestos que, por no querer decir nada, lo dicen todo, y el gesto torcido, incompleto, desistiendo, regresando a la rodilla de la que ha salido la mano y en la que se apoya

(el anillo en el meñique, la cicatriz de la navaja de cuando era un niño)

no sólo una de las manos, ambas manos en las rodillas, las que me llevo a la cara con la esperanza de formar con ellas una máscara que me esconda, oculto en las manos se acabaron los muebles, las fotografías, los edificios, si las apartase de repente y me encontrase en el espejo

quién soy

no me atrevo a apartar las manos y me refugio entero en las palmas, me alarmo entero

-¿Seré yo?

con la impresión de que no soy yo y en esto la lluvia que multiplica los cristales, en esto la bombilla que parpadea y se apaga, en esto el amigo que me llama

-João

con un tono de miedo en la oscuridad, insistiendo

-João

sus manos en mis hombros, mis manos en la cara, no aparto las manos de la cara para que él no se asuste

-¿João?

yo inmóvil, inclinado hacia delante, con ganas de soltar un grito, con ganas de afirmar

-No es nada

sabiendo que desde la ventana de este apartamento hasta la calle son siete pisos, así que ni siquiera queda tiempo, a pesar de la lluvia, de mojarme un poco.

sábado, 5 de marzo de 2016

FIGURACIONES Y CERTEZAS (José Luis Morante)

Viajo mucho a ciudades distintas y lejanas, pero casi nunca abandono la habitación del hotel donde me alojo. Es una costumbre arraigada. Nació el día en que encontré en el espejo de mi cuarto de baño el rostro del huésped anterior. Fue él, con gesto tranquilo, quien me desveló su identidad y quien, tras una larga charla cuajada de interés, me facilitó el contacto con huéspedes encerrados en otros espejos. Todos resultan interlocutores amenos, que buscan el aire fresco de la confidencia.
Sigo en ruta. También la soledad en los espejos es una calle que espera transeúntes.


viernes, 4 de marzo de 2016

CONSIGO MISMO (Cuqui Covaleda)


Discutía mucho consigo mismo. El problema vino cuando, enzarzados en acalorada discusión, Sigo y Mismo llegaron a las manos. No ya un rifirrafe apasionado, sino una pelea a puñetazo limpio. Quienes presenciaron la riña no sabían cómo separarlos.


miércoles, 2 de marzo de 2016

AUTÉNTICO AMOR (Isaac Asimov)

Mi nombre es Joe. Así es como me llama mi colega, Milton Davidson. Él es un programador, y yo soy un programa de computadora. Formo parte del complejo Multivac, y estoy conectado con otros componentes esparcidos por todo el mundo. Lo sé todo. Casi todo. Soy el programa privado de Milton. Su Joe. Milton sabe más acerca de programación que cualquiera en el mundo, y yo soy su modelo experimental. Ha conseguido que yo hable mejor que cualquier otra computadora puede hacerlo.


-Es simplemente cuestión de hacer encajar sonidos con símbolos, Joe -me dijo-. Así es como funciona el cerebro humano, pese a que no sabemos todavía qué símbolos particulares emplea el cerebro. Sé los símbolos que hay en el tuyo, y puedo convertirlos en palabras, uno a uno. De modo que hablo. No creo que hable tan bien como pienso, pero Milton dice que hablo muy bien. Milton no se ha casado nunca, aunque está a punto de cumplir los cuarenta años. Nunca ha encontrado la mujer adecuada, me dice. Un día me comentó:


-Algún día la encontraré, Joe. Quiero lo mejor. Quiero conseguir el auténtico amor, y tú vas a ayudarme. Estoy cansado de mejorarte a fin de que resuelvas los problemas del mundo. Resuelve mi problema. Encuéntrame el auténtico amor.


-¿Qué es el auténtico amor? -pregunté yo.


-No importa. Se trata de una abstracción. Simplemente encuéntrame a la chica ideal. Estás conectado con el complejo de Multivac, de modo que tienes acceso a los bancos de datos de todos los seres humanos del mundo. Resuelve mi problema. Encuéntrame el auténtico amor.


-Estoy listo -dije.


-Primero elimina a todos los hombres -dijo él.


Eso era fácil. Sus palabras activaban símbolos en mis válvulas moleculares. Podía entrar en contacto con los datos acumulados de todos los seres humanos del mundo. Como resultado de aquellas palabras, descarté a 3.784.982.874 hombres.

Mantuve el contacto con 3.786.112.090 mujeres.


-Elimina a todas las menores de veinticinco años -me dijo-; a todas las mayores de cuarenta. Luego elimina a todas las que tengan un CI inferior a 120; a todas las que midan menos de 150 centimetros y más de 175 centimetros de estatura.

Fue dándome instrucciones exactas; eliminó a las mujeres con hijos vivos; eliminó a las mujeres con diversas características genéticas.


-No estoy seguro del color de los ojos -dijo-. Dejemos ese dato por el momento. Pero elimina a las pelirrojas. No me gustan.


Al cabo de dos semanas, habíamos reducido la lista a 235 mujeres. Todas ellas hablaban correctamente el inglés. Milton dijo que no quería problemas con el idioma. Aunque podía recurrir a la traducción por computadora, eso resultaba un engorro en los tiempos íntimos.


-No puedo entrevistarme con 235 mujeres -dijo-. Tomaría demasiado tiempo, la gente podría llegar a descubrir lo que estoy haciendo.


-Eso traería problemas -le advertí.


Milton había arreglado las cosas de modo que yo pudiera hacer cosas que no estaba diseñado para hacer. Nadie sabía nada al respecto.


-No es asunto tuyo -dijo él, y su rostro enrojeció ligeramente-. Te diré lo que vamos a hacer, Joe. Te proporcionaré holografías, y comprobarás la lista en busca de similitudes.


Me alimentó holografías de mujeres.


-Esas son tres ganadoras de concursos de belleza -dijo-. ¿Alguna de las 235 encaja con ellas?


Ocho de ellas encajaban, y Milton dijo:


-Bien, tienes su banco de datos. Estudia las demandas y necesidades del mercado de trabajo y arregla las cosas de modo que sean asignadas temporalmente aquí. Una a una, por supuesto. -Pensó unos instantes, agitó sus hombros arriba y abajo, y dijo-: Por orden alfabético.


Esta es una de las cosas que no estoy diseñado para hacer. Trasladar a gente de trabajo a trabajo por razones personales es algo llamado manipulación. Puedo hacerlo ahora porque Milton lo agregó así. De todos modos se suponía que solamente lo hacía por él.


La primera chica llegó una semana más tarde. Milton enrojeció cuando la vió. Habló como si realmente le costara hacerlo. Estuvieron juntos durante mucho rato, y él no prestó la menor atención. En un momento determinado le dijo:

-Permítame invitarla a cenar.


Al día siguiente me informó:


-De alguna manera, no era lo suficientemente buena. Le faltaba algo. Es una mujer hermosa, pero no capté nada del auténtico amor. Probemos la siguiente.

Ocurrió lo mismo con todas las ocho. Eran muy parecidas. Sonreían mucho y tenían voces extremadamente agradables, pero Milton encontraba siempre algo que no encajaba.

-No puedo comprenderlo, Joe. Tú y yo hemos escogido a las ocho mujeres de todo el mundo que parecen más adecuadas para mí. Son ideales. ¿Por qué no me gustan?


-¿Tú les gustas? -pregunté.

Alzó las cejas, y dio un puñetazo con una mano en contra la palma de la otra.


-Eso es, Joe. Es como una calle con dos direcciones. Si yo no soy su ideal, ellas no pueden actuar de tal modo que se conviertan en mi ideal. Yo debo ser también su auténtico amor, pero ¿cómo puedo conseguirlo? -Pareció pensarlo todo el día.

A la mañana siguiente vino a mí y dijo:


-Voy a dejártelo a ti, Joe. Todo a ti. Tienes en tu poder mi banco de datos, y además voy a decirte todo lo que sé de mi mismo. Llenarías mi banco de datos con todos los detalles posibles, pero guarda los añadidos para ti mismo.

-¿Qué debo hacer con ese banco de datos, Milton?


-Lo comparas con los de las 235 mujeres. No, 227. Deja aparte a las ocho que ya hemos visto. Arregla las cosas de modo que se sometan a un examen psiquiatrico.


Llena sus bancos de datos y compáralos con el mío. Busca correlaciones.


(Arreglar examenes psiquiátricos es otra de las cosas que están en contra de mis instrucciones originales.)


Durante semanas, Milton no dejó de hablarme. Me contó de sus padres y de sus demás familiares. Me contó de su infancia y de sus días de escuela y de su adolescencia. Me contó de mujeres jóvenes a las que gabía admirado a distancia.

Su banco de datos fue creciendo, y él me ajustó de modo que yo pudiera ampliar y profundizar mi comprensión simbólica.


-¿Te das cuenta, Joe? A medida que voy introduciendo más y más de mí en ti, te voy ajustando para que encajes mejor conmigo. Si llegas a comprenderme lo suficientemente bien, entonces cualquier mujer cuyo banco de datos puedas comprender perfectamente será mi auténtico amor.


Siguió hablándome, y yo fui comprendiéndole cada vez mejor y mejor.


Podía construir frases más largas, y mis expresiones se hacían más y más complicadas. Mi forma de hablar empezó a sonar muy parecida a la suya en vocabulario, sintaxis y estilo.


En una ocasión le dije:


-¿Sabes, Milton? No se trata tan sólo de encontrar en una chica un ideal físico. Necesitas una chica que encaje contigo personal, emocional y temperamentalmente. Si eso ocurre, su apariencia es algo secundario. Si no podemos encontrar entre esas 227 la que encaje, entonces buscaremos en otra parte. Encontraremos a alguien a la que no le importe tampoco tu aspecto, si las personalidades encajan. Al fin y al cabo, ¿qué es la apariencia?


-Absolutamente de acuerdo -dijo-. Hubiera debido darme cuenta de eso si me hubiera relacionado más con mujeres a lo largo de mi vida. Por supuesto, pensar en ellas lo hace ahora todo más claro.


Siempre estábamos de acuerdo; pensábamos de forma tan parecida.


-No vamos a tener ningún problema, Milton, si me permites hacerte algunas preguntas. Puedo ver donde hay lagunas y contradicciones en tu banco de datos.


Lo que siguió, dijo Milton, fue el equivalente de un cuidadoso psicoanálisis. Por supuesto, yo estaba aprendiendo del examen psiquiátrico de las 227 mujeres..., con todas las cuales me mantenía en estrecho contacto.


Milton parecía completamente feliz.


Hablar contigo, Joe, es casi como hablar conmigo mismo. Nuestras
personalidades han empezado a encajar perfectamente.


-Como lo hará la personalidad de la mujer a la que escojamos.


Porque ya la había escogido, y después de todo era una de las 227. Su nombre era Charity Jones, y era catalogadora en la Biblioteca de Historia de Wichita. Su banco de datos ampliado encajaba perfectamente con el nuestro. Todas las demás mujeres habían sido desechadas por uno y otro motivo a medida que los bancos de datos iban engrosando, pero con Charity la resonancia era cada vez más perfecta.


No tuve que describírsela a Milton. Milton Había coordinado tan perfectamente mi simbolismo con el suyo propio que pude transmitirle directamente la resonancia.


Encajaba conmigo.

El siguiente paso fue ajustar las hojas de trabajo y los requerimientos laborales de modo que Charity nos fuera asignada a nosotros. Eso debía hacerse muy delicadamente, de modo que nadie se diera cuenta de que se producía algo ilegal.

Por supuesto, Milton lo sabía muy bien, puesto que era él quien lo había arreglado todo y había cuidado de ello. Cuando vinieron a arrestarlo bajo la acusación de abuso de sus atribuciones, fue, afortunadamente, por algo que se había producido hacía diez años. Me había hablado de ello, por supuesto, gracias a lo cual había sido fácil arreglarlo todo..., y él no iba a hablar de mí, porque eso haría que su delito fuera considerado mucho más grave.


Ahora él ya no está, y mañana es el 14 de febrero, el Día de San Valentín. Charity llegará entonces, con sus frías manos y su dulce voz. Le enseñaré como manejarme y como cuidarme. ¿Qué importa la materia cuando nuestras personalidades resuenan de tal modo?


Le diré:


-Soy Joe, y tú eres mi auténtico amor.

martes, 1 de marzo de 2016

LA ZONA OSCURA (Saiz de Marco)

La intimidad de los muertos. Secretos guardados en sus armarios, papeles, estantes... La parte de ellos que ni siquiera revelaron a sus íntimos.

El cajón de la mesa donde trabajaba Javier.

De un sobre extraes la foto amarillenta de una muchacha, probablemente su primer amor; un collar de cuero con el nombre de “Rayo”, el perro de su infancia; y un plano.

Un plano, sí. Un croquis del barrio en que vivías con tus padres: tu casa, las calles próximas, la plaza donde aparcabas el coche.

Anotaciones junto al plano: “Suele llegar a la plaza a las nueve. Cuando ella cruce de acera y antes de que suba a su coche, girar marcha atrás hacia la derecha. Conviene que la chica vea el golpe. Asegurarme de que golpeo el faro. De inmediato bajar y decirle: -¿Es tuyo el coche? Vaya, lo siento, he roto el faro. Perdona, ahora tengo mucha prisa. Pero esta tarde te llamo y arreglamos lo del seguro. No olvidar pedirle el teléfono. Después llamarla y quedar en una cafetería.

La chica” eres tú.

Veinte años sin contártelo, haciéndote creer que vuestro primer encuentro fue casual. Disfrutabas diciendo “nos conocimos por casualidad: gracias a que Javier rompió el faro de mi coche”. Y sin embargo no fue un accidente. Él lo había planeado con detalle: dónde girar, dar marcha atrás, un golpe en el faro… “Perdona, lo siento, qué despiste. Mira, ahora tengo mucha prisa, pero dame tu teléfono y te llamo esta tarde. Tomamos un café y rellenamos el parte del seguro”. Luego más llamadas, citas… Y después, una vida entera juntos.

Trozos de él que no quiso compartir contigo, tal vez con nadie.

Tu voluntad se divide: entre el deseo de saber más y la sensación de allanar un espacio sagrado. Finalmente encuentras un cuaderno de hojas manuscritas, algo parecido a un diario. Si Javier viviera no lo leerías, pero ahora es distinto. ¿Es distinto?

Empiezas a leer su diario pero, en la segunda página, tus pies te llevan a la cocina, enciendes una cerilla y mientras el cuaderno arde te preguntas, como cuando eras niña, de qué color es el fuego.