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sábado, 30 de enero de 2016

EL RETRATO OVAL (Edgar Allan Poe)

El castillo al cual mi criado se había atrevido a entrar por la fuerza entes de permitir que, gravemente herido como estaba, pasara yo la noche al aire libre, era una de esas construcciones en las que se mezclan la lobreguez y la grandeza, y que durante largo tiempo se han alzado cejijuntas en los Apeninos, tan ciertas en la realidad como en la imaginación de mistress Radcliffe. Según toda apariencia, el castillo había sido recién abandonado, aunque temporariamente. Nos instalamos en uno de los aposentos más pequeños y menos suntuosos. Hallábase en una apartada torre del edificio; sus decoraciones eran ricas, pero ajadas y viejas. Colgaban tapices de las paredes, que engalanaban cantidad y variedad de trofeos heráldicos, así como un número insólitamente grande de vivaces pinturas modernas en marcos con arabescos de oro. Aquellas pinturas, no solamente emplazadas a lo largo de las paredes sino en diversos nichos que la extraña arquitectura del castillo exigía, despertaron profundamente mi interés, quizá a causa de mi incipiente delirio; ordené, por tanto, a Pedro que cerrara las pesadas persianas del aposento -pues era ya de noche-, que encendiera las bujías de un alto candelabro situado a la cabecera de mi lecho y descorriera de par en par las orladas cortinas de terciopelo negro que envolvían la cama. Al hacerlo así deseaba entregarme, si no al sueño, por lo menos a la alternada contemplación de las pinturas y al examen de un pequeño volumen que habíamos encontrado sobre la almohada y que contenía la descripción y la crítica de aquéllas.
Mucho, mucho leí… e intensa, intensamente miré. Rápidas y brillantes volaron las horas, hasta llegar la profunda media noche. La posición del candelabro me molestaba, pero, para no incomodar a mi amodorrado sirviente, alargué con dificultad la mano y lo coloqué de manera que su luz cayera directamente sobre el libro.
El cambio, empero, produjo un efecto por completo inesperado. Los rayos de las numerosas bujías (pues eran muchas) cayeron en un nicho del aposento que una de las columnas del lecho había mantenido hasta ese momento en la más profunda sombra. Pude ver así, vívidamente, una pintura que me había pasado inadvertida. Era el retrato de una joven que empezaba ya a ser mujer. Miré presurosamente su retrato, y cerré los ojos. Al principio no alcancé a comprender por qué lo había hecho. Pero mientras mis párpados continuaban cerrados, cruzó por mi mente la razón de mi conducta. Era un movimiento impulsivo a fin de ganar tiempo para pensar, para asegurarme de que mi visión no me había engañado, para calmar y someter mi fantasía antes de otra contemplación más serena y más segura. Instantes después volví a mirar fijamente la pintura.
Ya no podía ni quería dudar de qué estaba viendo bien, puesto que el primer destello de las bujías sobre aquella tela había disipado la soñolienta modorra que pesaba sobre mis sentidos, devolviéndome al punto a la vigilia.
Como ya he dicho, el retrato representaba una mujer joven. Sólo abarcaba la cabeza y los hombros, pintados de la manera que técnicamente se denomina vignette, y que se parecía mucho al estilo de las cabezas de Sully. Los brazos, el seno y hasta los extremos del radiante cabello se mezclaban imperceptiblemente en la vaga pero profunda sombra que formaba el fondo del retrato. El marco era oval, ricamente dorado y afiligranado en estilo morisco. Como objeto de arte, nada podía ser tan admirable como aquella pintura. Pero lo que me había emocionado de manera tan súbita y vehemente no era la ejecución de la obra, ni la inmortal belleza del retrato. Menos aún cabía pensar que mi fantasía, arrancada de su semisueño, hubiera confundido aquella cabeza con la de una persona viviente. Inmediatamente vi que las peculiaridades del diseño, de la vignette y del marco tenían que haber repelido semejante idea, impidiendo incluso que persistiera un solo instante. Pensando intensamente en todo eso, quedeme tal vez una hora, a medias sentado, a medias reclinado, con los ojos fijos en el retrato. Por fin, satisfecho del verdadero secreto de su efecto, me dejé caer hacia atrás en el lecho. Había descubierto que el hechizo del cuadro residía en una absoluta posibilidad de vida en su expresión que, sobresaltándome al comienzo, terminó por confundirme, someterme y aterrarme. Con profundo y reverendo respeto, volví a colocar el candelabro en su posición anterior. Alejada así de mi vista la causa de mi honda agitación, busqué vivamente el volumen que se ocupaba de las pinturas y su historia. Abriéndolo en el número que designaba al retrato oval, leí en él las vagas y extrañas palabras que siguen.
“Era una virgen de singular hermosura, y tan encantadora como alegre. Aciaga la hora en que vio y amó y desposó al pintor. Él, apasionado, estudioso, austero, tenía ya una prometida con el Arte; ella, una virgen de sin igual hermosura y tan encantadora como alegre, toda luz y sonrisas, y traviesa como un cervatillo; amándolo y mimándolo, y odiando tan sólo al Arte, que era su rival; temiendo tan sólo la paleta, los pinceles y los restantes enojosos instrumentos que la privaban de la contemplación de su amante. Así, para la dama, cosa terrible fue oírle hablar al pintor de su deseo de retratarla. Pero era humilde y obediente, y durante muchas semanas posó dócilmente en el oscuro y elevado aposento de la torre, donde sólo desde lo alto caía la luz sobre la pálida tela. Mas él, el pintor, gloriábase de su trabajo que avanzaba hora a hora y día a día. Y era un hombre apasionado, violento y taciturno, que se perdía en sus ensueños; tanto, que no quería ver cómo esa luz que entraba, lívida, en la torre solitaria, marchitaba la salud y la vivacidad de su esposa, que se consumía a la vista de todos salvo de la suya. Mas ella seguía sonriendo sin exhalar queja alguna, pues veía que el pintor, cuya nombradía era alta, trabajaba con un placer fervoroso y ardiente, bregando noche y día para pintar a aquélla que tanto le amaba y que, sin embargo, seguía cada vez más desanimada y débil. Y, en verdad, algunos que contemplaban el retrato hablaban en voz baja de su parecido como de una asombrosa maravilla, y una prueba tanto de la excelencia del artista como de su profundo amor por aquélla a quien representaba de manera tan insuperable. Pero, a la larga, a medida que el trabajo se acercaba a su conclusión, nadie fue admitido ya en la torre, pues el pintor habíase exaltado en el ardor de su trabajo y apenas si apartaba los ojos de la tela, ni siquiera para mirar el rostro de su esposa. Y no quería ver que los tintes que esparcía en la tela eran extraídos de las mejillas de aquella mujer sentada a su lado. Y cuando pasaron muchas semanas y poco quedaba por hacer, salvo una pincelada en la boca y un matiz en los ojos, el espíritu de la dama osciló, vacilante como la llama en el tubo de la lámpara. Y entonces la pincelada fue puesta y aplicado el matiz, y durante un momento el pintor quedó en trance frente a la obra cumplida. Pero, cuando estaba mirándola, púsose pálido y tembló mientras gritaba: "Ciertamente ésta es la Vida misma". Y volviose de improviso para mirar a su amada. ¡Estaba muerta!".

viernes, 29 de enero de 2016

LA CARRETERA (Ray Bradbury)


La lluvia fresca de la tarde había caído sobre el valle, humedeciendo el maíz en los sembrados de las laderas, golpeando suavemente el techo de paja de la choza. La mujer no dejaba de moverse en la lluviosa oscuridad, guardando unas espigas entre las rocas de lava. En esa sombra húmeda, en alguna parte, lloraba un niño.

Hernando esperaba que cesara la lluvia, para volver al campo con su arado de rejas de madera. En el fondo del valle hervía el río, espeso y oscuro. La carretera de hormigón —otro río— yacía inmóvil, brillante, vacía. Ningún auto había pasado en esa última hora. Era, en verdad, algo muy raro. Durante años no había transcurrido una hora sin que un coche se detuviese y alguien le gritara:”¡Eh, usted! ¿Podemos sacarle una foto?” Alguien con una cámara de cajón, y una moneda en la mano. Si Hernando se acercaba lentamente, atravesando el campo sin su sombrero, a veces le decían:

—Oh, será mejor con el sombrero puesto —Y agitaban las manos, cubiertas de cosas de oro que decían la hora, o identificaban a sus dueños, o que no hacían nada sino parpadear a la luz del sol como los ojos de una serpiente. Así que Hernando se volvía a recoger el sombrero.

—¿Pasa algo, Hernando? —le dijo su mujer.

—Sí. El camino. Ha ocurrido algo importante. Bastante importante. No pasa ningún auto.

Hernando se alejó de la cabaña, con movimientos lentos y fáciles. La lluvia le lavaba los zapatos de paja trenzada y gruesas suelas de goma. Recordó otra vez, claramente, el día en que consiguió esos zapatos. La rueda se había metido violentamente en la choza, haciendo saltar cacharros y gallinas. Había venido sola, rodando rápidamente. El coche (de donde venía la rueda) siguió corriendo hasta la curva y se detuvo un instante, con los faros encendidos, antes de lanzarse hacia las aguas. El automóvil aún estaba allí. Se lo podía ver en los días de buen tiempo, cuando el río fluía más lentamente y las aguas barrosas se aclaraban. El coche yacía en el fondo del río con sus metales brillantes, largo, bajo y lujoso. Pero luego el barro subía de nuevo, y ya no se lo podía ver.

Al día siguiente Hernando cortó la rueda y se hizo un par de suelas de goma.

Hernando llegó al borde del camino. Se detuvo y escuchó el leve crepitar de la lluvia sobre la superficie de cemento.

Y entonces, de pronto, como si alguien hubiese dado una señal, llegaron los coches. Cientos de coches, miles de coches; pasaron y pasaron junto a él. Los coches, largos y negros, se dirigían hacia el norte, hacia los Estados Unidos, rugiendo, tomando las curvas a demasiada velocidad. Con un incesante ruido de cornetas y bocinas. Y en las caras de las gentes que se amontonaban en los coches, había algo, algo que hundió a Hernando en un profundo silencio. Dio un paso atrás para que pasaran los coches. Pasaron quinientos, mil, y había algo en todas las caras. Pero pasaban tan rápido que Hernando no podía saber qué era eso.

Al fin la soledad y el silencio volvieron a la carretera. Los coches bajos, largos y rápidos, se habían ido. Hernando oyó a lo lejos el sonido de la última bocina.

La carretera estaba otra vez desierta.

Había sido como un cortejo fúnebre. Pero un cortejo desencadenado, enloquecido, un cortejo con los pelos de punta, que perseguía a gritos una ceremonia que se alejaba hacia el norte. ¿Por qué? Hernando sacudió la cabeza y se frotó suavemente las manos contra los costados del cuerpo.

Y ahora, completamente solo, apareció el último coche. Era verdaderamente algo último. Desde la montaña, camino abajo, bajo la fría llovizna, lanzando grandes nubes de vapor, venía un viejo Ford, con toda la rapidez de que era capaz. Hernando creyó que el coche iba a deshacerse en cualquier momento. Cuando vio a Hernando, el viejo Ford se detuvo, cubierto de barro y óxido. El radiador hervía furiosamente.

—¿Nos da un poco de agua? ¡Por favor, señor!

El conductor era un hombre joven de unos veinte años de edad. Vestía un sweater amarillo, una camisa blanca de cuello abierto y pantalones grises. La lluvia caía sobre el coche sin capota, mojando al joven conductor y a las cinco muchachas apretadas en los asientos. Todas eran muy bonitas. El joven y las muchachas se protegían de la lluvia con periódicos viejos. Pero la lluvia llegaba hasta ellos, empapando los hermosos vestidos, empapando al muchacho. El muchacho tenía los cabellos aplastados por la lluvia. Pero nadie parecía preocuparse. Nadie se quejaba, y era raro. Estas gentes siempre estaban quejándose, de la lluvia, el calor, la hora, el frío, la distancia.

Hernando asintió con un movimiento de cabeza.

—Les traeré agua.

—Oh, rápido, por favor —gritó una de las muchachas, con una voz muy aguda y llena de temor. La muchacha no parecía impaciente, sino asustada.

Hernando, ante tales pedidos, solía caminar aún más lentamente que de costumbre; pero ahora, y por primera vez, echó a correr.

Volvió en seguida con la taza de una rueda llena de agua. La taza era, también, un regalo del camino. Una tarde había aparecido como una moneda que alguien hubiese arrojado a su campo, redonda y reluciente. El coche se alejó sin advertir que había perdido un ojo de plata. Hasta hoy lo habían usado en la casa para lavar y cocinar. Servía muy bien de tazón.

Mientras echaba el agua en el radiador hirviente, Hernando alzó la vista y miró los rostros atormentados.

—Oh, gracias, gracias —dijo una de las jóvenes—. No sabe cómo lo necesitamos.

Hernando sonrió.

—Mucho tránsito a esta hora. Todos en la misma dirección. El norte.

No quiso decir nada que pudiese molestarlos. Pero cuando volvió a mirar, ahí estaban las muchachas, inmóviles bajo la lluvia, llorando. Lloraban con fuerza. Y el joven trataba de hacerlas callar tomándolas por los hombros y sacudiéndolas suavemente, una a una; pero las muchachas, con los periódicos sobre las cabezas, y los labios temblorosos, y los ojos cerrados, y los rostros sin color, siguieron llorando, algunas a gritos, otras más débilmente.

Hernando las miró, con la taza vacía en la mano.

—No quise decir nada malo, señor —se disculpó.

—Está bien —dijo el joven.

—¿Qué pasa, señor?

—¿No ha oído? —replicó el muchacho. Y volviéndose hacia Hernando, y asiendo el volante con una mano, se inclinó hacia él—: Ha empezado.

No era una buena noticia. Las muchachas lloraron aún más fuerte que antes, olvidándose de los periódicos, dejando que la lluvia cayera y se mezclara con las lágrimas.

Hernando se enderezó. Echó el resto del agua en el radiador. Miró el cielo, ennegrecido por la tormenta. Miró el río tumultuoso. Sintió el asfalto bajo los pies.

Se acercó a la portezuela. El joven extendió una mano y le dio un peso.

—No —Hernando se lo devolvió—. Es un placer.

—Gracias, es usted tan bueno —dijo una muchacha sin dejar de sollozar—. Oh, mamá, papá. Oh, quisiera estar en casa. Cómo quisiera estar en casa. Oh, mamá, papá.

Y las otras muchachas se unieron a ella.

—No he oído nada, señor —dijo Hernando tranquilamente.

—¡La guerra! —gritó el hombre como si todos fuesen sordos—. ¡Ha empezado la guerra atómica! ¡El fin del mundo!

—Señor, señor —dijo Hernando.

—Gracias, muchas gracias por su ayuda. Adiós —dijo el joven.

—Adiós —dijeron las muchachas bajo la lluvia, sin mirarlo.

Hernando se quedó allí, inmóvil, mientras el coche se ponía en marcha y se alejaba por el valle con un ruido de hierros viejos. Al fin ese último coche desapareció también, con los periódicos abiertos como alas temblorosas sobre las cabezas de las mujeres.

Hernando no se movió durante un rato. La lluvia helada le resbalaba por las mejillas y a lo largo de los dedos, y le entraba por los pantalones de arpillera. Retuvo el aliento y esperó, con el cuerpo duro y tenso.

Miró la carretera, pero ya nada se movía. Pensó que seguiría así durante mucho, mucho tiempo.

La lluvia dejó de caer. El cielo apareció entre unas nubes. En sólo diez minutos la tormenta se había desvanecido, como un mal aliento. Un aire suave traía hasta Hernando el olor de la selva.

Hernando podía oír el río, que seguía fluyendo, suave y fácilmente. La selva estaba muy verde; todo era nuevo y fresco. Cruzó el campo hasta la casa, y recogió el arado. Con las manos sobre su herramienta, alzó los ojos al cielo en donde empezaba a arder el sol.

—¿Qué ha pasado, Hernando? —le preguntó su mujer, atareada.

—No es nada —replicó Hernando.

Hundió el arado en el surco.

—¡Burrrrrrrro! –le gritó al burro, y juntos se alejaron bajo el cielo claro, por las tierras de labranza que bañaba el río de aguas profundas.

—¿A qué llamarán “el mundo”? —se preguntó Hernando.

MIL GRULLAS (Elsa Borneman)

Naomi Watanabe y Toshiro Ueda creían que el mundo era nuevo. Como todos los chicos.
Porque ellos eran nuevos en el mundo. Tambíén, como todos los chicos. Pero el mundo era ya muy viejo entonces, en el año 1945, y otra vez estaba en guerra. Naomi y Toshiro no entendían muy bien qué era lo que estaba pasando.
Desde que ambos recordaban, sus pequeñas vidas en la ciudad japonesa de Hiroshima se habían desarrollado del mismo modo: en un clima de sobresaltos, entre adultos callados y tristes, compartiendo con ellos los escasos granos de arroz que flotaban en la sopa diaria y el miedo que apretaba las reuniones familiares de cada anochecer en torno a la noticia de la radio, que hablaban de luchas y muerte por todas partes.
Sin embargo, creían que el mundo era nuevo y esperaban ansiosos cada día para descubrirlo.
¡Ah... y también se estaban descubriendo uno al otro!
Se contemplaban de reojo durante la caminata hacia la escuela, cuando suponían que sus miradas levantaban murallas y nadie más que ellos podían transitar ese imaginario senderito de ojos a ojos.
Apenas si habían intercambiado algunas frases. El afecto de los dos no buscaba las palabras. Estaban tan acostumbrados al silencio...
Pero Naomi sabía que quería a ese muchachito delgado, que más de una vez se quedaba sin almorzar por darle a ella la ración de batatas que había traído de su casa.
-No tengo hambre —le mentía Toshiro, cuando veía que la niña apenas si tenía dos o tres galletitas para pasar el mediodía—. Te dejo mi vianda —y se iba a corretear con sus compañeros hasta la hora de regreso a las aulas, para que Naomi no tuviera vergüenza de devorar la ración.
Naomi... Poblaba el corazón de Toshiro. Se le anudaba en los sueños con sus largas trenzas negras. Le hacía tener ganas de crecer de golpe para poder casarse con ella. Pero ese futuro quedaba tan lejos aún...
El futuro inmediato de aquella primavera de 1945 fue el verano, que llegó puntualmente el 21 de junio y anunció las vacaciones escolares.
Y con la misma intensidad con que otras veces habían esperado sus soleadas mañanas, ese año los ensombreció a los dos: ni Naomi ni Toshiro deseaban que empezara. Su comienzo significaba que tendrían que dejar de verse durante un mes y medio inacabable.
A pesar de que sus casas no quedaban demasiado lejos una de la otra, sus familias no se conocían. Ni siquiera tenían entonces la posibilidad de encontrarse en alguna visita. Había que esperar pacientemente la reanudación de las clases.
Acabó junio, y Toshiro arrancó contento la hoja del almanaque...
Se fue julio, y Naomi arrancó contenta la hoja del almanaque...
Y aunque no lo supieran: ¡Por fin llegó agosto! —pensaron los dos al mismo tiempo.
Fue justamente el primero de ese mes cuando Toshiro viajó, junto a sus padres, hacia la aldea de Miyashima. Iban a pasar una semana. Allí vivían los abuelos, dos ceramistas que veían apilarse vasijas en todos los rincones de su local.
Ya no vendían nada. No obstante, sus manos viejas seguían modelando la arcilla con la misma dedicación de otras épocas -Para cuando termine la guerra... —decía el abuelo—. Todo acaba algún día... —comentaba la abuela por lo bajo. Y Toshiro sentía que la paz debía de ser algo muy hermoso, porque los ojos de su madre parecían aclararse fugazmente cada vez que se referían al fin de la guerra, tal como a él se le aclaraban los suyos cuando recordaba a Naomi.
¿Y Naomi?
El primero de agosto se despertó inquieta; acababa de soñar que caminaba sobre la nieve. Sola. Descalza. Ni casas ni árboles a su alrededor. Un desierto helado y ella atravesándolo.
Abandonó el tatami, se deslizó de puntillas entre sus dormidos hermanos y abrió la ventana de la habitación. ¡Qué alivio! Una cálida madrugada le rozó las mejillas. Ella le devolvió un suspiro.
El dos y el tres de agosto escribió, trabajosamente, sus primeros haikus:
Lento se apaga
El verano.
Enciendo
Lámpara y sonrisas.
Pronto
Florecerán los crisantemos.
Espera,
Corazón.
Después, achicó en rollitos ambos papeles y los guardó dentro de una cajita de laca en la que escondía sus pequeños tesoros de la curiosidad de sus hermanos.
El cuatro y el cinco de agosto se lo pasó ayudando a su madre y a las tías ¡Era tanta la ropa para remendar!
Sin embargo, esa tarea no le disgustaba. Naomi siempre sabía hallar el modo de convertir en un juego entretenido lo que acaso resultaba aburridísimo para otras chicas. Cuando cosía, por ejemplo, imaginaba que cada doscientas veintidós puntadas podía sujetar un deseo para que se cumpliese.
La aguja iba y venía, laboriosa. Así, quedó en el pantalón de su hermano menor el ruego de que finalizara enseguida esa espantosa guerra, y en los puños de la camisa de su papá, el pedido de que Toshiro no la olvidara nunca...
Y los dos deseos se cumplieron.
Pero el mundo tenía sus propios planes...
Ocho de la mañana del seis de agosto en el cielo de Hiroshima.
Naomi se ajusta el obi de su kimono y recuerda a su amigo: -¿Qué estará haciendo ahora?
"Ahora", Toshiro Pesca en la isla mientras se pregunta:
-¿Qué estará haciendo Naomi?
En el mismo momento, un avión enemigo sobrevuela el cielo de Hiroshima.
En el avión, hombres blancos que pulsan botones y la bomba atómica surca por primera vez un cielo. El cielo de Hiroshima.
Un repentino resplandor ilumina extrañamente la ciudad.
En ella, una mamá amamanta a su hijo por última vez.
Dos viejos trenzan bambúes por última vez.
Una docena de chicos canturrea: "Donguri-Koro Koro- Donguri Ko..." por última vez. [“La bellota que rueda hace koro koro al rodar…”. Canción popular japonesa]
Cientos de mujeres repiten sus gestos habituales por última vez.
Miles de hombres piensan en mañana por última vez.
Naomi sale para hacer unos mandados.
Silenciosa explota la bomba. Hierven, de repente, las aguas del río.
Y medio millón de japoneses, medio millón de seres humanos, se desintegran esa mañana. Y con ellos desaparecen edificios, árboles, calles, animales, puentes y el pasado de Hiroshima.
Ya ninguno de los sobrevivientes podrán volver a reflejarse en el mismo espejo, ni abrir nuevamente la puerta de su casa, ni retomar ningún camino querido.
Nadie será ya quien era.
Hiroshima arrasada por un hongo atómico.
Hiroshima es el sol, ese seis de agosto de 1945. Un sol estallando.
En diciembre logró Toshiro averiguar dónde estaba Naomi. ¡Y que aún estaba viva, Dios!
Ella y su familia, internados en el hospital ubicado en una localidad próxima a Hiroshima, como tantos otros cientos de miles que también habían sobrevivido al horror, aunque el horror estuviera ahora instalado dentro de ellos, en su misma sangre.
Y hacia ese hospital marchó Toshiro una mañana.
El invierno se insinuaba ya en el aire y el muchacho no sabía si era frío exterior o su pensamiento lo que le hacía tiritar.
Naomi se hallaba en una cama situada junto a la ventana. De cara al techo. Ya no tenía sus trenzas. Apenas una tenue pelusita oscura.
Sobre su mesa de luz, unas cuantas grullas de papel desparramadas.
-Voy a morirme, Toshiro... —susurró. No bien su amigo se paró, en silencio, al lado de su cama—. Nunca llegaré a plegar las mil grullas que me hacen falta...
Mil grullas... o "Semba-Tsuru", como se dice en japonés.
Con el corazón encogido, Toshiro contó las que se hallaban dispersas sobre la mesita. Sólo veinte. Después, las juntó cuidadosamente antes de guardarlas en un bolsillo de su chaqueta.
-Te vas a curar, Naomi —le dijo entonces, pero su amiga no le oía ya: se había quedado dormida.
El muchachito salió del hospital, bebiéndose las lágrimas.
Ni la madre, ni el padre, ni los tíos de Toshiro (en cuya casa se encontraban temporariamente alojados) entendieron aquella noche el porqué de la misteriosa desaparición de casi todos los papeles que, hasta ese día, había habido allí.
Hojas de diario, pedazos de papel para envolver, viejos cuadernos y hasta algunos libros parecían haberse esfumado mágicamente. Pero ya era tarde para preguntar. Todos los mayores se durmieron, sorprendidos.
En la habitación que compartía con sus primos, Toshiro velaba entre las sombras. Esperó hasta que tuvo la certeza de que nadie más que él continuaba despierto. Entonces, se incorporó con sigilo y abrió el armario donde se solían acomodar las mantas.
Mordiéndose la punta de la lengua, extrajo la pila de papeles que había recolectado en secreto y volvió a su lecho.
La tijera la llevaba oculta entre sus ropas.
Y así, en el silencio y la oscuridad de aquellas horas, Toshiro recortó primero novecientos ochenta cuadraditos y luego los plegó, uno por uno hasta completar las mil grullas que ansiaba Naomi, tras sumarles las que ella misma había hecho. Ya amanecía, el muchacho se encontraba pasando hilos a través de las siluetas de papel. Separó en grupos de diez las frágiles grullas del milagro y las aprestó para que imitaran el vuelo, suspendidas como estaban de un leve hilo de coser, una encima de la otra.
Con los dedos raspados y el corazón temblando, Toshiro colocó las cien tiras dentro de su furoshiki y partió rumbo al hospital antes de que su familia se despertara. Por esa única vez, tomó sin pedir permiso la bicicleta de sus primos.
No había tiempo que perder. Imposible recorrer a pie, como el día anterior, los kilómetros que lo separaban del hospital. La vida de Naomi dependía de esas grullas.
-Prohibidas las visitas a esta hora —le dijo una enfermera, impidiéndole el acceso a la enorme sala en uno de cuyos extremos estaba la cama de su querida amiga.
Toshiro insistió: -Sólo quiero colgar estas grullas sobre su lecho, Por favor...
Ningún gesto denunció la emoción de la enfermera cuando el chico le mostró las avecitas de papel. Con la misma aparentemente impasibilidad con que momentos antes le había cerrado el paso, se hizo a un lado y le permitió que entrara:
-Pero cinco minutos, ¿eh?
Naomi dormía.
Tratando de no hacer el mínimo ruidito, Toshiro puso una silla sobre la mesa de luz y luego se subió.
Tuvo que estirarse a más no poder para alcanzar el cielorraso. Pero lo alcanzó. Y en un rato estaban las mil grullas pendiendo del techo; los cien hilos entrelazados, firmemente sujetos con alfileres.
Fue al bajarse de su improvisada escalera cuando advirtió que Naomi lo estaba observando. Tenía la cabecita echada hacia un lado y una sonrisa en los ojos.
-Son hermosas, Tosí-can... Gracias...
-Hay un millar. Son tuyas, Naomi. Tuyas —y el muchacho abandonó la sala sin darse vuelta.
En la luminosidad del mediodía que ahora ocupaba todo el recinto, mil grullas empezaron a balancearse impulsadas por el viento que la enfermera también dejó colar, al entreabrir por unos instantes la ventana.
Los ojos de Naomi seguían sonriendo. La niña murió al día siguiente. Un ángel a la intemperie frente a la impiedad de los adultos. ¿Cómo podrían mil frágiles avecitas de papel vencer el horror instalado en su sangre?
[Febrero de 1976]
Toshiro Ueda cumplió cuarenta y dos años y vive en Inglaterra. Se casó, tiene tres hijos y es gerente de sucursal de un banco establecido en Londres.
Serio y poco comunicativo como es, ninguno de sus empleados se atreve a preguntarle por qué, entre el aluvión de papeles con importantes informes y mensajes telegráficos que habitualmente se juntan sobre su escritorio, siempre se encuentran algunas grullas de origami dispersas al azar.
Grullas seguramente hechas por él, pero en algún momento en que nadie consigue sorprenderlo.
Grullas desplegando alas en las que se descubren las cifras de las máquina de calcular.
Grullas surgidas de servilletas con impresos de los más sofisticados restaurantes...
Grullas y más grullas. Y los empleados comentan, divertidos, que el gerente debe de creer en aquella superstición japonesa.
-Algún día completará las mil... —cuchicheaban entre risas— ¿Se animará entonces a colgarlas sobre su escritorio?
Ninguno sospechaba, siquiera, la entrañable relación que esas grullas tienen con la perdida Hiroshima de su niñez. Con su perdido amor primero.

jueves, 28 de enero de 2016

LA CIUDAD DE PLOMO (Georg Heym)


Bum. Un terrible golpe de timbal desgarró el aire y la majestuosa luna se elevó como un gran cohete ardiente. Era como un enorme disco de cobre en el muro de un gigantesco templo. Y planeó en las nubes negras como una roja carcajada que se desliza por el rostro negro de un ángel exterminador.

Iluminó los inmensos e infinitos desiertos, en los que se desvanecían las torres de la ciudad de plomo, pequeñas y arrugadas por la luna como pequeñas y famélicas plantas, y ante los ojos de los caminantes se agitaban en el aire tenue como si las ondas luminosas de la luna las hubiesen transformado por una vibración misteriosa.

Ese era, por tanto, el misterio del desierto. Entonces los vientos, cada vez más altos, habían soplado durante milenios la ardiente sabana de blanca cabeza, las grandes montañas de arena, las enormes dunas, habían quemado cada vez más desoladores, habían calentado cada vez más terribles. Por eso, todos los oasis se habían secado; por eso, el agua en los odres de los camellos se había vuelto tan salobre y fétida como el agua pantanosa.

Sus guías se habían extraviado, ciegos y dementes, seducidos por fuegos fatuos, señales falsas, extraños cambios de lugar de las montañas de arena. Algunos de los tuaregs se habían vuelto locos, habían perdido a sus guías en la arena, algunos habían sido llamados como por voces absolutamente misteriosas, de repente se habían apartado de la hilera de la expedición, precipitadamente habían descendido montados a caballo los valles de arena, todavía se les veía aparecer a veces sobre la cima de una duna lejana. Entonces desaparecían en el desierto. Y la caravana se paralizaba de espanto. Algunos, de repente, habían perdido la vista y agarraban con sus manos el aire vacío, los otros, con frecuencia, se negaban ya a guiarlos. Y sólo los habían podido empujar hacia adelante al ponerles los fusiles en la nuca. La ciudad se había rodeado de una muralla de hechizos, invisible, y los cielos, que ellos atravesaban, eran como grandes muros de vidrio que debían guardar el último secreto del continente negro.

A veces, sus pies habían estado como sujetos; a veces, los asaltaba un sueño excesivamente largo. Y, durante la noche, horribles visiones los expulsaban de sus tiendas.

A veces, ante sus ojos, parecía arder todo el cielo, y arrojar al cenit horribles protuberancias como un monstruoso sol. Entonces sus venas abrasaban por el calor y salían de sus sienes como gruesos bultos azules. Y el desierto se volvía cada vez más solitario e infinito. La caravana, como un caracol blanco, se arrastraba por las montañas de arena hacia arriba y hacia abajo, subiendo, bajando, en una espantosa monotonía. Y el fluir eterno de la arena parecía crecer en sus orejas a veces como un trueno subterráneo.

Cuántos habían muerto. No lo sabían; por último, ya ni se esforzaban en contar los muertos. Tampoco se los enterraba. Si uno caía muerto de la silla, así permanecía tendido, justo donde había caído. Los otros, pronto, cabalgaban sobre él con abúlicos ojos, y su sangre se disecaba en sus sillas. Sus cabellos se volvieron blancos, sus voces se secaron, sus recuerdos se perdieron, se sentían como si sobre ellos se sentaran grandes vampiros amarillos que se balanceaban en sus sienes, y contemplativos hundían su boca, que era como una delgada trompa de elefante, entre las grietas de sus cráneos reventados.

A veces, grandes pájaros blancos pasaban sobre ellos en salvajes bandadas, de dónde venían, adónde volaban.

A veces, detrás de las montañas de arena, que se hundían en la luz del crepúsculo, oían el sonido salvaje de una música militar, como miles de tambores; a veces, desde el horizonte, agitado por el calor, asomaban enormes monstruos como grandes elefantes blancos que otra vez habían desaparecido de pronto. Y la duración de su viaje se hacía cada vez más interminable e interminable; como un hilo blanco manaban los hilos de la barriga de una gran araña blanca, que flotaba a su lado como una enorme nube blanca. Descansaba, cuando ellos descansaban; caminaba, cuando ellos caminaban. Y su cercanía los atormentaba, no se atrevían a mirar; cuando a veces volvían la cabeza para mirarla furtivamente, ya se había ido. Allí sólo quedaba una gran mancha blanca, enigmática, en el aire ardiente. Pero si se giraban, entonces aparecía de nuevo, y les perseguía de forma vampiresca, vigilante, incesante. Y sentían sus grandes ojos saltones, rojos, en su nuca, como el frío tentáculo de un pulpo hinchado.

A veces, les parecía como si vagaran eternamente en círculo, año tras año, bajo el mismo cielo, desterrados al mismo movimiento giratorio, como satélites de una misteriosa constelación invisible que los mantenía en su trayectoria y los hacía oscilar a su alrededor, como un prestidigitador que deja girar en torno a su cabeza una esfera.

Así pasaban ante un cielo eternamente parecido, en el que recortaban sus siluetas, entre la mañana y la tarde.

Casi olvidaron sus nombres, su lenguaje se redujo a las más simples expresiones, hundieron sus pensamientos dentro de sí, como ensordecidos por una catarata que brama eternamente.

Una mañana despertaron en el fondo de un valle cubierto de arena. Estaban solos. Sus guías habían desaparecido con los camellos, sólo unas pocas bolsas de agua se hallaban todavía alrededor en la arena.

Y los guardianes de los guías yacían con las gargantas cercenadas en la arena. Y el blanco sello del horror estaba grabado en sus frentes.

((Ahora avanzan a pie. Oyen rodar una carreta, ven caballos.))

miércoles, 27 de enero de 2016

RESTAURACIÓN DE LA BÓVEDA CELESTE (Lu Sin)

Nü-wa se ha despertado sobresaltada. Acaba de tener un sueño espantoso, que no recuerda con mayor exactitud; llena de pena, tiene el sentimiento de algo que falta, pero también de algo que sobra. La excitante brisa lleva indolentemente la energía de Nü-wa para repartirla en el universo.

Se frota los ojos.

En el cielo rosa flotan banderolas de nubes verde roca; más allá parpadean las estrellas. En el horizonte, entre las nubes sangrientas, resplandece el sol, semejante a un globo de oro que gira en un flujo de lava; al frente, la luna fría y blanca parece una masa de hierro. Pero Nü-wa no mira cuál de los astros sube ni cuál desciende.

La tierra está vestida de verde tierno; hasta los pinos y los abetos de hojas perennes tienen un atavío fresco. Enormes flores rosa pálido o blanco azulado se funden en la lejanía en una bruma coloreada.

-¡Caramba! ¡Nunca he estado tan ociosa!

En medio de sus reflexiones, se levanta bruscamente: estira los redondos brazos, desbordantes de fuerza, y bosteza hacia el cielo, que de inmediato cambia de tono, coloreándose de un misterioso tinte rosa carne; ya no se distingue dónde se encuentra Nü-wa.

Entre el cielo y la tierra, igualmente rosa carne, ella avanza hacia el mar. Las curvas del cuerpo se pierden en el océano luminoso teñido de rosa; sólo en el medio de su vientre se matiza un reguero de blancura inmaculada. Las olas asombradas suben y bajan a un ritmo regular, mientras la espuma la salpica. El reflejo brillante que se mueve en el agua parece dispersarse en todas partes sin que ella note nada. Maquinalmente dobla una rodilla, extiende el brazo, coge un puñado de barro y lo modela: un pequeño ser que se le parece adquiere forma entre su dedos.

-¡Ah! ¡Ah!

Es ella quien acaba de formarlo. Sin embargo, se pregunta si esa figurita no estaba enterrada en el suelo, como las batatas, y no puede retener un grito de asombro.

Por lo demás, es un asombro gozoso. Con ardor y alegría como no ha sentido jamás, prosigue su obra de modelado, mezclando a ella su sudor...

-¡Nga! ¡Nga!

Los pequeños seres se ponen a gritar.

-¡Oh!

Asustada, tiene la impresión de que por todos sus poros se escapa no sabe qué. La tierra se cubre de un vapor blanco como la leche. Nü-wa se ha recobrado; los pequeños seres se callan también.

Algunos comienzan a parlotear:

-¡Akon! ¡Agon!

-¡Ah, tesoros míos!

Sin quitarles los ojos de encima, golpea dulcemente con sus dedos untados de barro los rostros blancos y gordos.

-¡Uva! ¡Ahahá!

Ríen.

Es la primera vez que oye reír en el universo. Por primera vez también ella ríe hasta no poder cerrar los labios.

Mientras los acaricia, continúa modelando otros. Las pequeñas criaturas dan vueltas a su alrededor alejándose y hablando volublemente. Ella deja de comprenderlos. A sus oídos no llegan sino gritos confusos que la ensordecen.

Su prolongada alegría se transforma en lasitud; ha agotado casi por completo su aliento y su transpiración. La cabeza le da vueltas, sus ojos se oscurecen, sus mejillas arden; el juego ya no la divierte y se impacienta. Sin embargo, sigue modelando maquinalmente.

Por fin, con las piernas y los riñones doloridos, se pone de pie. Apoyada contra una montaña bastante lisa, con el rostro levantado, mira. En el cielo flotan nubes blancas, parecidas a escamas de peces. Abajo, el verde tierno se ha convertido en negro. Sin razón, la alegría se ha marchado. Presa de angustia, tiende la mano y de la cima de la montaña arranca al azar una planta de glicina, cargada de enormes racimos morados y que sube hasta el cielo. La deposita en el suelo, donde hay esparcidos pétalos medio blancos, medio violetas.

Con un ademán, agita la glicina dentro del agua barrosa y deja caer trozos de lodo desmigajado, que se transforman en otros tantos seres pequeñitos parecidos a los que ya ha modelado. Pero la mayor parte de ellos tienen una fisonomía estúpida, el aspecto aburrido, rostro de gamo, ojos de rata; ella no tiene tiempo de ocuparse de semejantes detalles y, con deleite e impaciencia, como en un juego, agita más y más rápido el tallo de glicina que se retuerce en el suelo dejando un reguero de barro, como una serpiente coral alcanzada por un chorro de agua hirviente. Los trozos de tierra caen de las hojas como chaparrón, y ya en el aire toman la forma de pequeños seres plañideros que se dispersan arrastrándose hacia todos lados.

Casi sin conocimiento, retuerce la glicina más y más fuerte. Desde las piernas y la espalda, el dolor sube hacia sus brazos. Se pone en cuclillas y apoya la cabeza contra la montaña. Sus cabellos negros como laca se esparcen sobre la cima, recupera el aliento, deja escapar un suspiro y cierra los ojos. La glicina cae de su mano y, agotada, se tiende desmayadamente en tierra.

II

Un ruido terrible, producido por el derrumbamiento del cielo y la tierra, despierta sobresaltada a Nü-wa. Se desliza en línea recta hacia el sureste.2

Estira un pie para sujetarse, sin lograrlo. De inmediato extiende un brazo y se coge de la cima de la montaña, lo que detiene su caída.

Agua, arena y piedras ruedan por encima de la cabeza y por detrás de la espalda. Se vuelve ligeramente. El agua le penetra por la boca y las orejas. Inclina la cabeza y ve que la superficie del suelo está agitada por una especie de temblor. El temblor parece apaciguarse. Después de retroceder, se instala en un lugar seguro y puede soltar presa, para limpiarse el agua que ha llenado sus sienes y sus ojos, a fin de examinar lo que ocurre.

La situación es confusa. Toda la tierra está llena de corrientes de agua que parecen cascadas. Gigantescas olas agudas surgen de algunos sitios, probablemente del mar. Alelada, espera.

Al fin la gran calma se restablece. Las olas más elevadas ahora no sobrepasan la altura de los viejos picachos; allá donde se halla tal vez el continente, surgen osamentas rocosas. Mientras contempla el mar, ve varias montañas que, llevadas por el océano, avanzan hacia ella girando en inmensos remolinos. Temerosa de que choquen contra sus pies, Nü-wa tiende la mano para detenerlas y distingue, agazapados en cavernas, a una cantidad de seres cuya existencia no sospechaba.

Atrae hacia sí las montañas para observar a gusto. Junto a esos pequeños seres, la tierra está manchada de vómitos semejantes a polvo de oro y jade, mezclados con agujas de abetos y pinos y con carne de pescado, todo masticado junto. Lentamente levantan la cabeza, uno tras otro. Los ojos de Nü-wa se dilatan; le cuesta comprender que son los que ella modeló antes; de manera cómica, se han envuelto los cuerpos y algunos tienen la parte inferior del rostro disimulada por una barba blanca como la nieve, pegada por el agua del mar en forma semejante a las hojas puntiagudas del álamo.

-¡Oh! -exclama asombrada y asustada, como al contacto de una oruga.

-¡Diosa Suprema, sálvanos!...-dice con la voz entrecortada uno de los seres con la parte inferior del rostro cubierta de barba blanca con la cabeza en alto, mientras vomita-: ¡Sálvanos!... Tus humildes súbditos... buscan la inmortalidad. Nadie podía prever el derrumbe del cielo y la tierra... ¡Felizmente... te hemos encontrado, Diosa Soberana!... Te rogamos que nos salves de la muerte... y nos des el remedio que... que procura la inmortalidad...

Baja y sube la cabeza curiosamente, en un movimiento perpetuo.

-¿Cómo? -pregunta ella sin comprender.

Otros abren la boca y del mismo modo vomitan al mismo tiempo que exclaman: "¡Diosa Soberana! ¡Diosa Soberana!"; luego se entregan a extrañas contorsiones hasta el punto de que ella, irritada, lamenta el gesto que le provoca molestias incomprensibles. Recorre los alrededores con la mirada: ve un grupo de tortugas gigantes que se divierten en el mar. Exultante de alegría, deposita las montañas sobre sus caparazones y ordena:

-Llévenme esto a un sitio más tranquilo.

Las tortugas gigantes parecen asentir con un movimiento de cabeza y se alejan; pero Nü-wa ha hecho un ademán demasiado brusco: de una montaña cae un pequeño ser con la cara adornada de barba blanca. ¡Helo ahí, separado de los otros! Y como no sabe nadar, se prosterna a la orilla del agua, golpeándose el rostro. Un impulso de piedad cruza el corazón de la diosa, pero no se retrasa: no tiene tiempo que dedicar a semejantes bagatelas.

Suspira; el corazón se le aligera. A su alrededor, el nivel del agua ha bajado notablemente. Por todas partes surgen vastos terrenos cubiertos de limo o de piedras en cuyas hendiduras se hacina una multitud de pequeños seres, unos inmóviles, otros moviéndose todavía. Se fija en uno de ellos que la mira estúpidamente con ojos blancos. El cuerpo entero está cubierto de placas de hierro; en su rostro se pintan la desesperación y el miedo.

-¿Qué te ha ocurrido? -le pregunta en tono indiferente.

-¡Caramba! La desgracia nos ha caído del Cielo -responde con voz triste y lamentable-. Violando el derecho, Chuan Sü se ha rebelado contra nuestro rey; nuestro rey ha querido combatirlo de acuerdo con las leyes del Cielo. La batalla tuvo lugar en el campo; y como el Cielo no nos otorgó su protección, nuestro ejército tuvo que retirarse...

-¿Cómo?

Nü-wa no ha oído jamás nada de tal cosa y su sorpresa se deja ver.

-Nuestro ejército ha tenido que retirarse; nuestro rey ha estrellado la cabeza contra el Monte Hendido, ha quebrado la columna de la bóveda celeste y roto los cables de la tierra. ¡Ha muerto! ¡Caramba! ¡Esta es la verdad que...!

-¡Basta! ¡Basta! ¡No comprendo lo que me cuentas!

Al volverse, ve a otro pequeño ser, cubierto también de placas de hierro, pero con rostro orgulloso y alegre.

-¿Qué ha pasado?

Ella sabe ahora que esas minúsculas criaturas pueden mostrar cien rostros diferentes, por eso quisiera conseguir una respuesta comprensible.

-El espíritu humano rompe con la antigüedad. En realidad, Kang Jui tiene un corazón de cerdo; ha tratado de usurpar el trono celestial; nuestro rey mandó una expedición contra él, conforme con los deseos del Cielo. La batalla tuvo lugar en el campo. Como el Cielo nos diera su protección, nuestras tropas se han mostrado invencibles y han desterrado a Kang Jui al Monte Hendido.

-¿Cómo?

Probablemente Nü-wa no ha comprendido una palabra.

-El espíritu humano rompe con la antigüedad...

-¡Basta! ¡Basta! ¡Siempre la misma historia!

Está furiosa. Sus mejillas enrojecen hasta las orejas. Se vuelve a otro lado y descubre con dificultad a un tercer ser, que no lleva placas de hierro. Su cuerpo desnudo está cubierto de heridas que todavía sangran. Se cubre con rapidez los riñones con un paño desgarrado que acaba de sacar a un compañero ahora inerte. Sus rasgos muestran calma.

Ella se imagina que éste no pertenece a la misma raza que los otros y que acaso él podrá informarla.

-¿Qué ha pasado? -pregunta.

-¿Qué ha pasado? -repite él levantando ligeramente la cabeza.

-¿Qué es este accidente que acaba de producirse?...

-¿El accidente que acaba de producirse?

Ella arriesga una suposición:

-¿Es la guerra?

-¿La guerra?

A su vez, él va repitiendo las preguntas.

Nü-wa aspira una bocanada de aire frío. Con la frente en alto, contempla el cielo que presenta una fisura larga, muy profunda y ancha. Ella se levanta y lo golpea con las uñas: la resonancia no es pura; es más o menos como la de un tazón resquebrajado. Con las cejas fruncidas, escruta hacia las cuatro direcciones. Después de reflexionar, se estruja los cabellos para dejar escurrir el agua, los divide en dos mechones que se echa sobre los hombros y llena de energía se dedica a arrancar cañas: ha decidido "reparar antes que nada la bóveda celeste".

Desde entonces, de día y de noche, amontona las cañas; a medida que el hacinamiento aumenta, ella se debilita, porque las condiciones no son las mismas que otras veces. Arriba está el cielo oblicuo y hendido; abajo, la tierra llena de lodo y grietas. Ya no hay nada que le regocije los ojos y el corazón.

Cuando el montón de cañas llega a la hendidura, va en busca de piedras azules. 'Quiere emplear únicamente piedras azul cielo del mismo tono que el firmamento, pero no hay bastantes en la tierra. Como no quiere usar las grandes montañas, a veces va a las regiones pobladas en busca de los fragmentos que le convienen. Es objeto de burlas y maldiciones. Algunos pequeños seres le quitan lo que ha recogido; otros llegan al extremo de morderle las manos. Tiene que recoger algunas piedras blancas: tampoco ésas son suficientes. Agrega piedras rojas, amarillas, hasta grisáceas. Al fin consigue tapar la hendidura. No le queda sino encender fuego y hacer que los materiales se fundan: su tarea va a terminar. Pero está de tal modo agotada que sus ojos lanzan centellas y los oídos le zumban. Está a punto de que la abandonen las fuerzas.

-¡Caramba! ¡Nunca he sentido tal cansancio! -dice, perdiendo el aliento.

Se sienta en la cima de una montaña y apoya la cabeza en las manos.

En ese instante aún no se extingue el inmenso incendio de los viejos bosques sobre el monte Kunlún. Al oeste, el horizonte está rojo. Echa una mirada hacia allí y decide coger un gran árbol ardiendo para encender la masa de cañas. Cuando va a tender la mano, siente una picadura en el dedo gordo del pie.

Mira hacia abajo: es uno de esos pequeños seres que ella modeló antes, pero éste ha tomado un aspecto aun más curioso que los otros. Pedazos de tela, complicados y molestos, le cuelgan del cuerpo; una docena de cintas flota alrededor de su cintura; la cabeza está velada con quién sabe qué; en la parte más alta del cráneo lleva sujeta una plancha negra rectangular; en la mano tiene una tablilla con la que pica el pie de la diosa.

El ser tocado con la plancha rectangular, de pie junto a Nü-wa, mira hacia lo alto. Al encontrar los ojos de la diosa, se apresura a presentar la tablilla; ella la toma. Es una tablilla de bambú verde, muy pulida, en la cual hay dos columnas de minúsculos puntos negros mucho más pequeños que los que se ven en las hojas de encima. Nü-wa admira la delicadeza del trabajo.

-¿Qué es eso? -pregunta con curiosidad.

El pequeño ser tocado con la plancha rectangular recita con el tono de una lección bien aprendida:

-Al ir completamente desnuda, te entregas al libertinaje, ofendes la virtud, desprecias los ritos y quebrantas las conveniencias; tal conducta es la de un animal. La ley del Estado está firmemente establecida: eso está prohibido.

Nü-wa mira la tablilla y ríe secretamente, pensando que ha sido una tontería formular esa pregunta. Sabe que la conversación con semejantes seres es imposible, de modo que se atrinchera en el silencio. Coloca la tablilla de bambú sobre la plancha que cubre el cráneo del pequeño ser y luego, extendiendo el brazo, arranca del bosque en llamas un gran árbol ardiendo y se prepara para encender el montón de cañas.

De pronto oye sollozos, un ruido nuevo para ella. Al bajar la vista descubre que bajo la plancha, los pequeños ojos retienen dos lágrimas más pequeñas que granos de mostaza. ¡Qué diferencia con los lamentos "nga, nga" que está habituada a escuchar! No entiende lo que sucede.

Enciende el fuego en varios puntos.

Al comienzo éste no es muy vivo, porque las cañas no están completamente secas; crepita, sin embargo. Al cabo de un momento, innumerables llamas se propagan, avanzan, retroceden, se alzan lamiendo las ramas por todos lados y se juntan para formar una flor de corola doble y luego una columna luminosa, cuyo resplandor sobrepasa en intensidad al del incendio del monte Kunlún. Un viento salvaje se levanta. La columna de fuego ruge mientras gira, las piedras azules y de otros tonos toman un color rojo uniforme. Como un torrente de caramelo, las rocas en fusión se deslizan en la brecha como un relámpago inextinguible.

El viento y el soplido de la hoguera desbaratan en cascadas. El resplandor del fuego le ilumina el cuerpo. En el universo aparece por última vez el tono rosa carne.

La columna de fuego continúa subiendo, hasta que no queda de ella más que un montón de cenizas. Cuando el cielo se ha vuelto otra vez enteramente azul, Nü-wa estira la mano para palpar la bóveda, en la cual sus dedos descubren muchas asperezas.

"Ya veré, cuando haya descansado...", piensa.

Se inclina para recoger la ceniza de las cañas, llena con ella el hueco de sus manos juntas y la deja caer sobre el diluvio que cubre la tierra. La ceniza aún caliente provoca la ebullición de las aguas; la ola mezclada de ceniza baña el cuerpo entero de la diosa; el viento que sopla tempestuosamente arroja sobre ella las cenizas.

-¡Oh!...

Exhala un último suspiro.

En el horizonte, entre las nubes sangrientas, el sol resplandeciente, semejante a un globo de oro, gira en un flujo de vieja lava. Al frente, la luna fría y blanca parece una masa de hierro. No se sabe cuál de los astros sube, cuál desciende. Agotada, Nü-wa se tiende; su respiración se detiene.

De arriba abajo reina en las cuatro direcciones un silencio más fuerte que la muerte.

III

En un día frío resuenan los clamores. Las tropas reales llegan al fin. Han esperado que cesaran el resplandor del fuego, el humo y el polvo, por eso han tardado tanto. A la izquierda, un hacha amarilla. A la derecha, un hacha negra. Detrás, un viejo y gigantesco estandarte.

Los hombres avanzan con precaución hasta donde yace el cadáver de Nü-wa. Ningún movimiento. Levantan entonces su campamento en la piel de su vientre, porque es el sitio más blando: son muy hábiles para escoger. Alterando bruscamente el tono de sus fórmulas, se proclaman los únicos herederos de la diosa y cambian la inscripción de los jeroglíficos en forma de renacuajo de su gran estandarte en "Entrañas de Nü-wa".

El viejo taoísta que había caído a orillas del mar tuvo generaciones y generaciones de discípulos. Sólo en el momento de morir reveló a ellos la importancia histórica de las Montañas de los Inmortales, llevadas a alta mar por las tortugas gigantes. Los discípulos transmitieron a los suyos esta tradición. Para terminar, un mago a la caza de favores la comunicó al primer emperador de la dinastía Chin, quien le ordenó partir en busca de ellas.

El mago no encontró nada.

El emperador murió.

Más tarde, el emperador Wu, de la dinastía Jan, hizo que se emprendiera de nuevo la búsqueda, sin obtener resultado alguno.

Las tortugas gigantes probablemente no habían comprendido bien las palabras de Nü-wa. Su aprobación con la cabeza no fue tal vez otra cosa que una coincidencia. Nadaron por aquí y por allá durante cierto tiempo, luego se fueron a dormir y las montañas se derrumbaron. Por eso es que hasta ahora nadie ha podido ver jamás ni la sombra de una de las Montañas de los Inmortales. Cuando mucho se descubre cierto número de islas salvajes.

martes, 26 de enero de 2016

EL REINCIDENTE (Rafael Sánchez Ferlosio)

El lobo, viejo, desdentado, cano, despeluchado, desmedrado, enfermo, cansado un día de vivir y de hambrear, sintió llegada para él la hora de reclinar finalmente la cabeza en el regazo del Creador. Noche y día caminó por cada vez más extraviados andurriales, cada vez más arriscadas serranías, más empinadas y vertiginosas cuestas, hasta donde el pavoroso rugir del huracán en las talladas cresterías de hielo se trocaba de pronto, como voz sofocada entre algodones, al entrar en la espesa cúpula de niebla, en el blanco silencio de la Cumbre Eterna. Allí, no bien alzó los ojos -nublada la visión, ya por su propia vejez, ya por el recién sufrido rigor de la ventisca, ya en fin por lágrimas mezcladas de autoconmiseración y gratitud- y entrevió las doradas puertas de la Bienaventuranza, oyó la cristalina y penetrante voz del oficial de guardia, que así lo interpelaba:
-¿Cómo te atreves siquiera a aproximarte a estas puertas sacrosantas, con las fauces aún ensangrentadas por tus últimas cruentas refecciones, asesino?
Anonadado ante tal recibimiento y abrumado de insoportable pesadumbre, volvió el lobo la grupa y, desandando el camino que con tan largo esfuerzo había traído, se reintegró a la tierra y a sus querencias y frecuentaderos, salvo que en adelante se guardó muy bien, no ya de degollar ovejas ni corderos, que eso la pérdida de los colmillos hacía ya tiempo se lo tenía impedido, sino incluso de repasar carroñas o mondar osamentas que otros más jóvenes y con mejores fauces hubiesen dado por suficientemente aprovechadas. Ahora, resuelto a abstenerse de tocar cosa alguna que de lejos tuviese algo que ver con carnes, hubo de hacerse merodeador de aldeas y caseríos, descuidero de hatos y meriendas. Las muelas, que, aunque remeciéndosele ya las más en los alveolos, con todo, conservaba, le permitían roer el pan; pan de panes recientes cuando la suerte daba en sonreír, pan duro de mendrugos casi siempre. Viviendo y hambreando bajo esta nueva ley permaneció, pues, en la tierra y en la vasta espesura de su monte natal por otro turno entero de inviernos y veranos, hasta que, doblemente extenuado y deseoso de descanso tras esta a modo de segunda vuelta de una antes ya larga existencia, de nuevo le pareció llegado el día de merecer reclinar finalmente la cabeza en el regazo del Creador. Si la ascensión hasta la Cumbre Eterna había sido ya acerba la primera vez, cuánto más no se le habría vuelto ahora, de no ser por el hecho de que la disminución de vigor físico causada por aquel recargo de vejez sobreañadido sería sin duda compensada en mayor o menor parte por el correspondiente aumento del ansia de descanso y bienaventuranza. El caso es que de nuevo llegó a alcanzar la Cumbre Eterna, aunque tan insegura se le había vuelto la mirada que casi no había llegado siquiera a vislumbrar las puertas de la Bienaventuranza cuando sonó la esperada voz del querubín de guardia:
-¿Así es que aquí estás tú otra vez, tratando de ofender, con tu sola presencia ante estas puertas, la dignidad de quienes por sus merecimientos se han hecho acreedores a franquearlas y gozar de la Eterna Bienaventuranza, pretendiéndote igualmente merecedor de postulada? ¿A tanto vuelves a atreverte tú? ¡Tú, ladrón de tahonas, merodeador de despensas, salteador de alacenas! ¡Vete! ¡Escúrrete ya de aquí, tal como siempre, por lo demás, has demostrado que sabes escurrirte, sin que te arredren cepos ni barreras ni perros ni escopetas!
¡Quién podrá encarecer la desolación, la amargura, el abandono, la miseria, el hambre, la flaqueza, la enfermedad, la roña, que por otros más largos y más desventurados años se siguieron! Aun así, apenas osaba ya despuntar con las encías sin dientes el rizado festón de las lechugas, o limpiar con la punta de la lengua la almibarada gota que pendía del culo de los higos en la rama, o relamer, en fin, una por una, las manchas circulares dejadas por los quesos en las tablas de los anaqueles del almacén vacío. Pisaba sin pisar, como pisa una sombra, pues tan liviano lo había vuelto la flaqueza, que ya nada podía morir bajo su planta por la sola presión de la pisada. Y al cabo volvió a cumplirse un nuevo y prolongado turno de años y, como era tal vez inevitable, amaneció por tercera vez el día en que el lobo consideró llegada para él la hora de reclinar finalmente la cabeza en el regazo del Creador.
Partió invisible e ingrávido como una sombra, y era, en efecto, de color de sombra, salvo en las pocas partes en las que la roña no le había hecho caer el pelo; donde lo conservaba, le relucía enteramente cano, como si todo el resto de su cuerpo se hubiese ido convirtiendo en roña, en sombra, en nada, para dejar campear más vivamente, en aquel pelo cano, tan sólo la llamada de las nieves, el in extinto anhelo de la Cumbre Eterna. Pero, si ya en los dos primeros viajes tal ascensión había sido excesiva para un lobo anciano, bien se echará de ver cuán denodado no sería el empeño que por tercera vez lo puso en el camino, teniendo en cuenta cómo, sobre aquella primera y, por así decido, natural vejez del primer viaje, había echado encima una segunda y aun una tercera ancianidad, y cuán sobrehumano no sería el esfuerzo con que esta vez también logró llegar. Pisando mansa, dulce, humildemente, ya sólo a tientas reconoció las puertas de la Bienaventuranza; apoyó el esternón en el umbral, dobló y bajó las ancas, adelantó las manos, dejándolas iguales y paralelas ante el pecho, y reposó finalmente sobre ellas la cabeza. Al punto, tal como sospechaba, oyó la metálica voz del querubín de guardia y las palabras exactas que había temido oír:
-Bien, tú has querido, con tu propia obstinación, que hayamos acabado por llegar a una situación que bien podría y debería haberse evitado y que es para ambos igualmente indeseable. Bien lo sabías o lo adivinabas la primera vez; mejor lo supiste y hasta corroboraste la segunda; ¡y a despecho de todo te has empeñado en volver una tercera! ¡Sea, pues! ¡Tú lo has querido! Ahora te irás como las otras veces, pero esta vez no volverás jamás. Ya no es por asesino. Tampoco es por ladrón. Ahora es por lobo.

lunes, 25 de enero de 2016

EL PROYECTO (Ángel Olgoso)

El niño se inclinó sobre su proyecto escolar, una pequeña bola de arcilla que había modelado cuidadosamente. Encerrado en su habitación durante días, la sometió al calor, rodeándola de móviles luminarias, le aplicó descargas eléctricas, separó la materia sólida de la líquida, hizo llover sobre ella esporas sementíferas y la envolvió en una gasa verdemar de humedad. El niño, con orgullo de artífice, contempló a un mismo tiempo la perfección del conjunto y la armonía de cada uno de sus pormenores, las innumerables especies, los distintos frutos, la frescura de las frondas y la tibieza de los manglares, el oro y el viento, los corales y los truenos, los efímeros juegos de luz y sombra, la conjunción de sonidos, colores y aromas que aleteaban sobre la superficie de la bola de arcilla. Contra toda lógica, procesos azarosos comenzaron por escindir átomos imprevistos y el hálito de la vida, desbocado, se extendió desmesuradamente. Primero fue un prurito irregular, luego una llaga, después un manchón denso y repulsivo sobre los carpelos de tierra. El hormigueo de seres vivientes bullía como el torrente sanguíneo de un embrión, hedía como la secreción de una pústula que nadie consigue cerrar. Se multiplicaron la confusión y el ruido, y diminutas columnas de humo se elevaban desde su corteza. Todo era demasiado prolijo y sin sentido. Al niño le había llevado seis días crear aquel mundo y ahora, una vez más en este curso, se exponía al descrédito ante su Maestro y sus Compañeros. Y vio que esto no era bueno. Decidió entonces aplastarlo entre las manos, haciéndolo desaparecer con manifiesto desprecio en el vacío del cosmos: descansaría el séptimo día y comenzaría de nuevo.

domingo, 24 de enero de 2016

EL ÁRBOL (Esther Muntañola)


Cuando llegué a la casa ya estaba el árbol. Apenas vivo, algunas
hojas como plumas, erizadas y sueltas, en desorden. No me
gustó, no me gustó nada, ocupaba un buen espacio, el macetero
medio roto,y no había hoja sana. Mi hermano podó el árbol,
cambié el contenedor y la tierra y conviví con él sin pena ni
gloria los años siguientes. No sabía cómo hacer para que luciera
mejor. El tronco endeble, las hojas duras se resquebrajaban con
mirarlas. Y ya estabas tú en el centro de mi vida cuando cayó
aquella granizada que lo apedreó y estuvo casi un año hecho jirones.

No sé cómo, pero poco a poco comencé a querer a aquel árbol
inútil y feo, a refrescarle el verdor, a mantener la tierra limpia
de minadores, de pulgones, y todas las plagas que residían
encantadas a su lado. Este invierno, ocho años después, me
hizo llorar, lleno de flores, lleno de hermosas abejas zumbando
embriagadas, lleno de vida. Cientos de flores. Qué esfuerzo
tremendo. Y el aire lleno de olor.

Llegó la nieve, tuve miedo por él, las heladas se contaron en
más de diez, volvió el granizo y no pude cubrirlo, pero aún
quedaron granos preñados, se estiraron los días y se volvieron
dorados los frutos. Hoy mordemos a medias este níspero
humilde, hecho de sol y maravilla, y nos sabe dulce y vemos
que está lleno de simiente, como todo aquello que el amor
contiene.

sábado, 23 de enero de 2016

PRIMERA HISTORIA (Giovanni Guareschi)

Yo vivía en Bosque Grande, en la Basa (así llaman, la Bassa, a la llanura del valle del Po. Tierra Baja le llamaremos en adelante en esta traducción), con mi padre, mi madre y once hermanos. Yo, que era el mayor, tocaba apenas los doce años, y Quico, que era el menor, apenas contaba dos. Mi madre me daba todas las mañanas una cesta de pan y un saquito de miel de castañas dulces; mi padre nos ponía en fila en la era y nos hacía decir en voz alta el Padrenuestro; luego marchábamos con Dios y regresábamos al anochecer.
Nuestros campos no acababan nunca y habríamos podido correr todo el día sin salir de sus lindes. Mi padre no hubiera dicho una palabra si le hubiésemos pisoteado una hectárea de trigo en brote o si le hubiésemos arrancado una hilera de vides. Sin embargo, siempre salíamos fuera, y no nos sobraba el tiempo para nuestras fechorías. También Quico, que tenía dos años, la boca pequeñita y rosada, los ojos grandes, de largas cejas, y ricitos que le caían sobre la frente como a un angelito, no se dejaba escapar un ansarón cuando lo tenía a tiro.
Todas las mañanas, a poco de haber partido nosotros, llegaban a nuestra granja viejas con canastos llenos de anserinos, pollas y pollitos asesinados, y mi madre por cada cabeza muerta daba una viva. Teníamos mil gallinas escarbando por nuestros campos, pero cuando queríamos poner algún pollo a hervir en la olla, era preciso comprarlo.
Mi madre, entre tanto, seguía cambiando ansarones vivos por ansarones muertos.
Mi padre ponía cara seria, se ensortijaba los largos bigotes e interrogaba rudamente a las mujerucas para saber si recordaban quién de los doce había sido el culpable.
Cuando alguna le decía que había sido Quico, el más pequeñín, mi padre se hacía contar tres o cuatro veces la historia, y cómo había hecho para tirar la piedra, y si era una piedra grande, y si había acertado el ansarón al primer tiro.
Estas cosas las supe mucho tiempo después: entonces no nos preocupaban. Recuerdo que una vez, mientras yo, después de haber lanzado a Quico contra un ganso que se paseaba como un estúpido por un pradecito pelado, estaba apostado con mis otros diez hermanos detrás de unas matas, vi a mi padre a veinte pasos de distancia, fumando su pipa a la sombra de una gruesa encina.
Cuando Quico hubo despachado el ganso, mi padre se marchó tranquilamente con las manos en los bolsillos, y yo y mis hermanos dimos gracias al buen Dios.
-No se ha dado cuenta -dije en voz baja a mis hermanos. Pero entonces yo no podía comprender que mi padre nos había seguido toda la mañana, ocultándose como un ladrón, nada más que para ver cómo mataba Quico los gansos.
Pero me estoy saliendo del sembrado. Es el defecto de quien tiene demasiados recuerdos.
Debo decir que Bosque Grande era un pueblo donde nadie moría, por virtud del aire extraordinario que allí se respiraba. En Bosque Grande, por lo tanto, parecía imposible que un niño de dos años pudiera enfermarse. Sin embargo, Quico enfermó seriamente. Una tarde, a tiempo ya de regresar a casa, Quico se echó repentinamente al suelo y comenzó a llorar. Al cabo de un rato dejó de llorar y se quedó dormido. No hubo modo de despertarlo. Lo alcé en brazos y sentí que ardía. Parecía de fuego. Todos entonces tuvimos un miedo terrible. Caía el sol, y el cielo estaba negro y rojo; las sombras se hacían largas. Abandonamos a Quico entre los pastos y huimos gritando y llorando como si algo terrible y misterioso nos persiguiera.
- ¡Quico duerme y quema! ¡Quico tiene fuego en la cabeza! -sollocé cuando llegué donde estaba mi padre.
Mi padre, lo recuerdo bien, descolgó la escopeta de doble caño de la pared, la cargó, se la puso bajo el brazo y nos siguió sin hablar. Nosotros íbamos apretados alrededor suyo, ya sin miedo, porque nuestro padre era capaz de fulminar un lebrato a ochenta metros. Quico, abandonado en medio de las oscuras hierbas con su largo vestidito claro y sus bucles sobre la frente, parecía un ángel del buen Dios al que se le hubiese estropeado una alita y hubiera caído en el trebolar.
En Bosque Grande nunca moría nadie, y cuando la gente supo que Quico estaba mal, todos experimentaron una enorme ansiedad. En las casas se hablaba en voz baja. Por el pueblo merodeaba un forastero peligroso y nadie de noche se atrevía a abrir la ventana por miedo de ver, en la era blanqueada por la luna, rondar la vieja vestida de negro con la guadaña en la mano.
Mi padre mandó la calesa en busca de tres o cuatro doctores famosos. Todos palparon a Quico, le apoyaron el oído en la espalda y luego miraron en silencio a mi padre.
Quico seguía dormido y ardiendo; su cara habíase vuelto más blanca que un pañuelo. Mi madre lloraba entre nosotros y se negaba a comer. Mi padre no se sentaba nunca y seguía rizándose el bigote, sin hablar. El cuarto día, los tres últimos doctores que habían llegado juntos abrieron los brazos y dijeron a mi padre: -Solamente el buen Dios puede salvar a su hijo. Recuerdo que era de mañana: mi padre hizo una seña con la cabeza y lo seguimos a la era. Luego, con un silbido llamó a los domésticos, cincuenta personas entre hombres, mujeres y niños.
Mi padre era alto, flaco y fuerte, de largos bigotes, gran sombrero, chaqueta ajustada y corta, pantalones ceñidos a los muslos y botas altas. (De joven mi padre había estado en América, y vestía a la americana). Daba miedo cuando se plantaba con las piernas abiertas delante de alguno. Así se plantó ese día mi padre frente a los domésticos y les dijo:
-Sólo el buen Dios puede salvar a Quico. De rodillas: es preciso rogar al buen Dios que salve a Quico.
Nos arrodillamos todos y empezamos a rogar en voz alta al buen Dios. Por turno las mujeres decían algo y nosotros y los hombres respondíamos: "Amén".
Mi padre, cruzado de brazos, permaneció delante de nosotros, quieto como una estatua, hasta las siete, de la tarde, y todos oraban porque tenían miedo a mi padre y porque querían a Quico.
A las siete, cuando el sol bajaba a su ocaso, vino una mujer en busca de mi padre. Yo lo seguí.
Los tres doctores estaban sentados, pálidos, en torno de la camita de Quico.
-Empeora -dijo el más anciano -. No llegará a mañana.
Mi padre nada contestó, pero sentí que su mano apretaba fuertemente la mía.
Salimos: mi padre tomó la escopeta, la cargó a bala, se la puso en bandolera, alzó un paquete grande, me lo entregó y dijo: "Vamos".
Caminamos a través de los campos. El sol se había escondido tras el último boscaje. Saltamos el pequeño muro de un jardín y llamamos a una puerta.
El cura estaba solo en su casa, cenando a la luz de un candil. Mi padre entró sin quitarse el sombrero. -Reverendo -dijo -, Quico está mal y solamente el buen Dios puede salvarlo. Hoy, durante doce horas, sesenta personas han rogado al buen Dios, pero Quico empeora y no llegará al día de mañana.
El cura miraba a mi padre asombrado. -Reverendo -prosiguió mi padre -, tú sólo puedes hablarle al buen Dios y hacerle saber cómo están las cosas. Hazle comprender que si Quico no sana, yo le hago volar todo. En ese paquete traigo cinco kilos de dinamita. No quedará en pie un ladrillo de toda la iglesia. ¡Vamos!
El cura no dijo palabra; salió seguido de mi padre, entró en la iglesia y fue a arrodillarse ante el altar, juntando las manos.
Mi padre permaneció en medio de la iglesia con el fusil bajo el brazo, abiertas las piernas, plantado como una roca. Sobre el altar ardía una sola vela y el resto estaba oscuro.
Hacia medianoche mi padre me llamó
-Anda a ver cómo sigue Quico y vuelve enseguida.
Volé por los campos y llegué a casa con el corazón en la boca. Luego volví corriendo todavía más ligero. Mi padre estaba todavía allí, quieto, con el fusil bajo el brazo, y el cura rezaba de bruces sobre las gradas del altar.
- ¡Papá! -grité con el último aliento.- ¡Quico ha mejorado! ¡El doctor ha dicho que está fuera de peligro! ¡Un milagro! ¡Todos ríen y están contentos!
El cura se levantó: sudaba y tenía el rostro deshecho.
-Está bien -dijo bruscamente mi padre.
Y mientras el cura lo miraba con la boca abierta, sacó del bolsillo un billete de mil y lo introdujo en el cepillo de los donativos.
-Yo los servicios los pago -dijo mi padre-. Buenas noches.
Mi padre nunca se jactó de este suceso, pero en Bosque Grande hay todavía algún excomulgado el cual dice que aquella vez Dios tuvo miedo.

viernes, 22 de enero de 2016

EL PEQUEÑO REY ZARRAPASTROSO (Eduardo Galeano)

Tarde a tarde, lo veían. Lejos de los demás, el guri se sentaba a la sombra de la enramada, con la espalda contra el tronco de un árbol y la cabeza gacha. Los dedos de su mano derecha le bailaban bajo el mentón, baila que te baila como si él estuviera rascándose el pecho con alevosa alegría, y al mismo tiempo su mano izquierda, suspendida en el aire, se abría y se cerraba con pulsaciones rápidas. Los demás le habían aceptado, sin preguntas, la costumbre.

El perro se sentaba, sobre las patas de atrás, a su lado. Ahí se quedaban hasta que caía la noche. El perro paraba las orejas y el guri, con el ceño fruncido por detrás de la cortina de pelo sin color, le daba libertad a sus dedos para que se movieran en el aire. Los dedos estaban libres y vivos, vibrándole a la altura del pecho y de las puntas de los dedos nacía el rumor del viento entre las ramas de los eucaliptus y el repiqueteo de la lluvia sobre los techos, nacían las voces de las lavanderas en el río y el aleteo estrepitoso de los pájaros que se abalanzaban, al medio día, con los picos abiertos por la sed. A veces a los dedos les brotaban, de puro entusiasmo, un galope de caballos: los caballos venían galopando por la tierra, el trueno de los cascos sobre las colinas, y los dedos se enloquecían para celebrarlo. El aire olía a hinojos y a cedrones.

Un día le regalaron, los demás, una guitarra. El guri acarició la madera de la caja, lustrosa y linda de tocar, y las seis cuerdas a lo largo del diapasón. La probó, la guitarra sonaba bien. Y él pensó: qué suerte. Pensó: ahora tengo dos.

jueves, 21 de enero de 2016

VENGANZA (Ednodio Quintero)

Empezó con un ligero y tal vez accidental roce de dedos en los senos de ella. Luego un abrazo y el mirarse sorprendidos. ¿Por qué ellos? ¿Qué oscuro designio los obligaba a reconocerse de pronto? Después largas noches y soleados días en inacabable y frenética fiebre.
Cuando a ella se le notaron los síntomas del embarazo, el padre enfurecido gritó: “Venganza”. Buscó la escopeta, llamó a su hijo y se la entregó diciéndole:
-Lavarás con sangre la afrenta al honor de tu hermana.
Él ensilló el caballo moro y se marchó del pueblo, escopeta al hombro. En sus ojos no brillaba la sed de venganza, pero sí la tristeza del nunca regresar.

martes, 19 de enero de 2016

EPÍSTOLA DE SAN ANTÓNIO LOBO ANTUNES A LOS LECTORES (António Lobo Antunes)


La expresión lucha contra el tiempo, ese lugar común horrible, define, con toda su vulgaridad, lo que ha llegado a ser mi vida. Escribo esto y me acuerdo de la pregunta que le hizo a Júlio Pomar su criada, al ver cómo se afanaba en su taller:

-¿Por qué trabaja tanto, señor Pomar, si ya tiene a sus hijos criados?

A mí me preguntan, con igual incomprensión, por qué no salgo, no me divierto, no vivo. La frase es exactamente ésta:

-¿No te gusta vivir?

y sigue dejándome pasmado. Después me doy cuenta de que no hay nada más aburrido para los demás que un hombre que no se aburre. Las personas que se aburren necesitan, como ellas mismas dicen, distraerse, vivir: cines, viajes, cenas, salidas de fin de semana. Y se ríen, son lo que se llama buenas compañías, conversan. Yo detesto distraerme, tener que ser simpático, escuchar cosas que no me interesan. No suelo ir a presentaciones, ni a fiestas, ni a bares. Casi no doy entrevistas. No hablo. No aparezco. No me ven. No promuevo mis libros. No tengo tiempo. Para mí está muy claro que tengo los días contados y que los días son demasiado pocos para lo que tengo que escribir. Los demás sentencian

-En el fondo haces lo que te gusta

y tampoco es verdad. Escribir es una ocupación que asocio muy raras veces con el placer. No se trata de eso. Es difícil explicarlo y siempre me han agobiado las explicaciones. Y eso me ha acercado a personas con el mismo designio, aunque no hay designio alguno. Eduardo Lourenço, que entiende de estas cosas, iluminaba el problema con unos versos de Pessoa, que a él le gustan y a mí no: "Emisario de un rey desconocido / cumplo informes instrucciones del Más Allá". Esto en Évora, juntos los dos: con él sí que me divierto. Porque hablamos la misma lengua, una lengua diferente. Tal como me ocurre con José Cardoso Pires, Marianne Eyre, Christian Bourgeois, Júlio, el que mencioné arriba, y algunos más. Los Emisarios. Esos que, por no aburrirse, son considerados aburridísimos por los aburridos. Qué curioso que sean esos tan aburridos los que inundan los estantes, a los que vamos a escuchar a los conciertos, a quienes se visita en los museos. Hace meses invité a una de mis hijas a conocer a un escritor extranjero que le gusta mucho. Y su respuesta me alegró, por sentir que era francamente saludable:

-¿Para qué? Después de confesarle que me gustan sus libros ya no tengo nada más que decirle

y pensé enseguida

-Has ganado el cielo.

No obstante, es curioso, sólo con estos aburridísimos me siento bien. Nunca nos quedamos juntos mucho tiempo porque estamos llenos de imperiosas voces interiores que inapelablemente nos convocan, de informes instrucciones que nos llaman sin cesar. Hace pocas semanas me invitaron para clausurar

(qué espanto de palabra)

un congreso de médicos. Claro que no preparé nada. No tenía tiempo. Así que me puse a enhebrar rezongos al azar. Me acuerdo de lo que dije al principio:

-Me pedisteis que viniese porque dabais por supuesto que un escritor dice cosas interesantes. Esperar que un escritor diga cosas interesantes es lo mismo que esperar de un acróbata que dé saltos mortales en la calle.

En rigor, sólo los artistas mediocres dicen cosas interesantes y tengo una desconfianza instintiva frente a los verbosos, los de habla fluida, los graciosos, los que disertan, sin pudor, acerca de su trabajo. Nunca le cuento a nadie lo que estoy haciendo. Mi hija una vez más

-Papá nunca habla de lo que escribe

y no sé si ella comprende que no es posible hacerlo. Hablar de qué, si trabajo en la oscuridad y no veo. Y, si me fuese posible hablar de un libro, no sería necesario escribirlo. Trabajo en la oscuridad, tanteando, llegan sombras y se van, llegan frases y se van, llegan arquitecturas fragmentarias que confluyen, se unen. Hace unos días, en la primera versión de un capítulo, comencé a llorar mientras escribía. Leí que Dickens

(otro aburridísimo)

reía y lloraba durante la composición de sus libros. No pude creerlo. Ahora lo creo: nunca me había ocurrido antes y dudo que me vuelva a ocurrir. Pero fue un momento único, de felicidad total, la sensación de haber alcanzado y de estar viviendo en el centro del mundo, en el que todo me resultaba claro, de una belleza indescriptible, de una armonía absoluta. Son momentos así los que persigo desde que hacia los doce o los trece años

(para qué estoy haciéndome el tonto, sé perfectamente la fecha exacta)

me vino la certeza fulminante de mi destino: fue el día 22 de diciembre de 1955; a las cinco de la tarde iba yo, pequeño aún, en un autobús a casa, y de repente

-Soy escritor

y palabra de honor que esta evidencia me dio miedo: yo no sabía qué era un escritor. Después me di cuenta de que en la palabra escritor cabían, sin serlo, casi todas las personas que hacen libros y lo comprendí mejor. Pero me hace falta tiempo, más tiempo. Dios mío, dame tiempo. Dame dos, tres, cuatro novelas más, dame esta gracia de Tu bondad

(Daniel Sampaio:

-El otro día me dijeron "usted que es ateo" y me puse furioso)

dame el poder de ser como Tú cuando trabajo mucho, la capacidad de ver nacer un mundo de esta nada, de ver levantarse, entero, el milagro de mi condición. Y, sobre todo, de seguir siendo como el pintor Bonnard

(creo que ya he contado esta historia)

que visitaba los museos con una pequeña cartera y, cuando pillaba al guardián distraído, sacaba un pincel de la cartera y retocaba sus cuadros. Esta prosa me ha salido descosida, la pobre: es que estoy en un brete con una novela que se escurre por todos lados, y soy el perro de aquel rebaño de palabras que siempre huyen del papel mientras yo intento atraerlas otra vez. No se les puede ladrar a las palabras: hay que correr a su alrededor. Llevo ocho versiones de los primeros capítulos de este libro y son ellas las que me advierten

-No es eso, algo falta todavía, vuelve a empezar. Corro el riesgo, en todo lo que he afirmado aquí, de dar la impresión de que mi vida es un tormento y una carga, cuando se trata, precisamente, de todo lo contrario: me siento como frente a una mujer desnuda, con el fervor que precede al primer beso y unas ganas locas de arrodillarme de ternura, padeciendo, como una alarma feliz, la vehemencia del cuerpo.

lunes, 18 de enero de 2016

PATENTES Y MARCAS (Saiz de Marco)


Una luz que se enciende cuando vemos a alguien por última vez antes de su muerte o de la nuestra. Que indica que es la última oportunidad de decirle “déjame que te explique” o “perdona” o “te quiero”.

Una lámpara que se ilumina cuando sin saber dañamos a alguien. Que alerta de nuestro poder ignorado. (Es tan difícil no herir a quien nos ama...)

Un interruptor que permite dejar de odiar. No sólo sirve para desistir de la venganza sino que la máquina abduce, disipa el rencor.

Un botón para cesar de envidiar. Sirve para no desear a otros nuestro infortunio ni nuestras carencias; para alegrarnos de que otros tengan lo que nos falta, de que los demás no sufran lo que nosotros sufrimos.

Un pulsador que se aprieta y olvidamos acciones, propias o ajenas. Al pulsar se selecciona “olvidar este trozo de vida” o esa traición o aquel error, y éstos se borran de la memoria.

Una palanca que al moverla nos cambia los gustos, para que nada sórdido ni abyecto nos atraiga.

Cibernética de última generación. Alarmas que se activan a tiempo, botones que automatizan el perdón y el olvido.

sábado, 16 de enero de 2016

LA CAPA (Dino Buzzati)

Al cabo de una interminable espera, cuando la esperanza comenzaba ya a morir, Giovanni regresó a casa. Todavía no habían dado las dos, su madre estaba quitando la mesa, era un día gris de marzo y volaban las cornejas.
Apareció de improviso en el umbral y su madre gritó: «¡Ah, bendito seas!», corriendo a abrazarlo. También Anna y Pietro, sus dos hermanitos mucho más pequeños, se pusieron a gritar de alegría. Había llegado el momento esperado durante meses y meses, tan a menudo entrevisto en los dulces ensueños del alba, que debía traer la felicidad.
Él apenas dijo nada, teniendo ya suficiente trabajo con reprimir el llanto. Había dejado en seguida el pesado sable encima de una silla, en la cabeza llevaba aún el gorro de pelo. «Deja que te vea», decía entre lágrimas la madre retirándose un poco hacia atrás, «déjame ver lo guapo que estás. Pero qué pálido estás...»
Estaba realmente algo pálido, y como consumido. Se quitó el gorro, avanzó hasta la mitad de la habitación, se sentó. Qué cansado, qué cansado, incluso sonreír parecía que le costaba.
-Pero quítate la capa, criatura -dijo la madre, y lo miraba como un prodigio, hasta el punto de sentirse amedrentada; qué alto, qué guapo, qué apuesto se había vuelto (si bien un poco en exceso pálido)-. Quítate la capa, tráela acá, ¿no notas el calor?
Él hizo un brusco movimiento de defensa, instintivo, apretando contra sí la capa, quizá por temor a que se la arrebataran.
-No, no, deja -respondió, evasivo-, mejor no, es igual, dentro de poco me tengo que ir...
-¿Irte? ¿Vuelves después de dos años y te quieres ir tan pronto? -dijo ella desolada al ver de pronto que volvía a empezar, después de tanta alegría, la eterna pena de las madres-. ¿Tanta prisa tienes? ¿Y no vas a comer nada?
-Ya he comido, madre -respondió el muchacho con una sonrisa amable, y miraba en torno, saboreando las amadas sombras-. Hemos parado en una hostería a unos kilómetros de aquí...
-Ah, ¿no has venido solo? ¿Y quién iba contigo? ¿Un compañero de regimiento? ¿El hijo de Mena, quizá?
-No, no, uno que me encontré por el camino. Está ahí afuera, esperando.
-¿Está esperando fuera? ¿Y por qué no lo has invitado a entrar? ¿Lo has dejado en medio del camino?
Se llegó a la ventana y más allá del huerto, más allá del cancel de madera, alcanzó a ver en el camino a una persona que caminaba arriba y abajo con lentitud; estaba embozada por entero y daba sensación de negro. Nació entonces en su ánimo, incomprensible, en medio de los torbellinos de la inmensa alegría, una pena misteriosa y aguda.
-Mejor no -respondió él, resuelto-. Para él sería una molestia, es un tipo raro.
-¿Y un vaso de vino? Un vaso de vino se lo podemos llevar, ¿no?
-Mejor no, madre. Es un tipo extravagante y es capaz de ponerse furioso.
-¿Pues quién es? ¿Por qué se te ha juntado? ¿Qué quiere de ti?
-Bien no lo conozco -dijo él lentamente y muy serio-. Lo encontré por el camino. Ha venido conmigo, eso es todo.
Parecía preferir hablar de otra cosa, parecía avergonzarse. Y la madre, para no contrariarlo, cambió inmediatamente de tema, pero ya se extinguía de su rostro amable la luz del principio.
-Escucha -dijo-, ¿te imaginas a Marietta cuando sepa que has vuelto? ¿Te imaginas qué saltos de alegría? ¿Es por ella por lo que tienes prisa por irte?
Él se limitó a sonreír, siempre con aquella expresión de aquel que querría estar contento pero no puede por algún secreto pesar.
La madre no alcanzaba a comprender: ¿por qué se estaba ahí sentado, como triste, igual que el lejano día de la partida? Ahora estaba de vuelta, con una vida nueva por delante, una infinidad de días disponibles sin cuidados, con innumerables noches hermosas, un rosario inagotable que se perdía más allá de las montañas, en la inmensidad de los años futuros. Se acabaron las noches de angustia, cuando en el horizonte brotaban resplandores de fuego y se podía pensar que también él estaba allí en medio, tendido inmóvil en tierra, con el pecho atravesado, entre los restos sangrientos. Por fin había vuelto, mayor, más guapo, y qué alegría para Marietta. Dentro de poco llegaría la primavera, se casarían en la iglesia un domingo por la mañana entre flores y repicar de campanas. ¿Por qué, entonces, estaba apagado y distraído, por qué no reía, por qué no contaba sus batallas? ¿Y la capa? ¿Por qué se la ceñía tanto, con el calor que hacía en la casa? ¿Acaso porque el uniforme, debajo, estaba roto y embarrado? Pero con su madre, ¿cómo podía avergonzarse delante de su madre? He aquí que, cuando las penas parecían haber acabado, nacía de pronto una nueva inquietud.
Con el dulce rostro ligeramente ceñudo, lo miraba con fijeza y preocupación, atenta a no contrariarlo, a captar con rapidez todos sus deseos. ¿O acaso estaba enfermo? ¿O simplemente agotado a causa de los muchos trabajos? ¿Por qué no hablaba, por qué ni siquiera la miraba? Realmente el hijo no la miraba, parecía más bien evitar que sus miradas se encontraran, como si temiera algo. Y, mientras tanto, los dos hermanos pequeños lo contemplaban mudos, con una extraña vergüenza.
-Giovanni -murmuró ella sin poder contenerse más-. ¡Por fin estás aquí! ¡Por fin estás aquí! Espera un momento que te haga el café.
Corrió a la cocina. Y Giovanni se quedó con sus hermanos mucho más pequeños que él. Si se hubieran encontrado por la calle ni siquiera se habrían reconocido, tal había sido el cambio en el espacio de dos años. Ahora se miraban recíprocamente en silencio, sin saber qué decirse, pero sonriéndose los tres de cuando en cuando, obedeciendo casi a un viejo pacto no olvidado.
Ya estaba de vuelta la madre y con ella el café humeante con un buen pedazo de pastel. Vació la taza de un trago, masticó el pastel con esfuerzo. «¿Qué pasa? ¿Ya no te gusta? ¡Antes te volvía loco!», habría querido decirle la madre, pero calló para no importunarlo.
-Giovanni -le propuso en cambio-, ¿y tu cuarto? ¿no quieres verlo? La cama es nueva, ¿sabes? He hecho encalar las paredes, hay una lámpara nueva, ven a verlo... pero ¿y la capa? ¿No te la quitas? ¿No tienes calor?
El soldado no le respondió, sino que se levantó de la silla y se encaminó a la estancia vecina. Sus gestos tenían una especie de pesada lentitud, como si no tuviera veinte años. La madre se adelantó corriendo para abrir los postigos (pero entró solamente una luz gris, carente de cualquier alegría).
-Está precioso -dijo él con débil entusiasmo cuando estuvo en el umbral, a la vista de los muebles nuevos, de los visillos inmaculados, de las paredes blancas, todos ellos nuevos y limpios. Pero, al inclinarse la madre para arreglar la colcha de la cama, también flamante, posó él la mirada en sus frágiles hombros, una mirada de inefable tristeza que nadie, además, podía ver. Anna y Pietro, de hecho, estaban detrás de él, las caritas radiantes, esperando una gran escena de regocijo y sorpresa.
Sin embargo, nada. «Muy bonito. Gracias, sabes, madre», repitió, y eso fue todo. Movía los ojos con inquietud, como quien desea concluir un coloquio penoso. Pero sobre todo miraba de cuando en cuando con evidente preocupación, a través de la ventana, el cancel de madera verde detrás del cual una figura andaba arriba y abajo lentamente.
-¿Te gusta, Giovanni? ¿Te gusta? -preguntó ella, impaciente por verlo feliz. «¡Oh, sí, está precioso!» respondió el hijo (pero ¿por qué se empeñaba en no quitarse la capa?) y continuaba sonriendo con muchísimo esfuerzo.
-Giovanni -le suplicó-. ¿Qué te pasa? ¿Qué te pasa, Giovanni? Tú me ocultas algo, ¿por qué no me lo quieres decir?
Él se mordió los labios, parecía que tuviese algo atravesado en la garganta.
-Madre -respondió, pasado un instante, con voz opaca-, madre, ahora me tengo que ir.
-¿Que te tienes que ir? Pero vuelves en seguida, ¿no? Vas donde Marietta, ¿a que sí? Dime la verdad, ¿vas donde Marietta? -y trataba de bromear, aun sintiendo pena.
-No lo sé, madre -respondió él, siempre con aquel tono contenido y amargo; entre tanto, se encaminaba a la puerta y había recogido ya el gorro de pelo-, no lo sé, pero ahora me tengo que ir, ése está ahí esperándome.
-¿Pero vuelves luego?, ¿vuelves? Dentro de dos horas aquí, ¿verdad? Haré que vengan también el tío Giulio y la tía, figúrate qué alegría para ellos también, intenta llegar un poco antes de que comamos...
-Madre -repitió el hijo como si la conjurase a no decir nada más, a callar por caridad, a no aumentar la pena-. Ahora me tengo que ir, ahí está ése esperándome, ya ha tenido demasiada paciencia-. Y la miró fijamente...
Se acercó a la puerta; sus hermanos pequeños, todavía divertidos, se apretaron contra él y Pietro levantó una punta de la capa para saber cómo estaba vestido su hermano por debajo.
-¡Pietro! ¡Pietro! Estate quieto, ¿qué haces?, ¡déjalo en paz, Pietro! -gritó la madre temiendo que Giovanni se enfadase.
-¡No, no! -exclamó el soldado, advirtiendo el gesto del muchacho. Pero ya era tarde. Los dos faldones de paño azul se habían abierto un instante.
-¡Oh, Giovanni, vida mía!, ¿qué te han hecho? -tartamudeó la madre hundiendo el rostro entre las manos-. Giovanni, ¡esto es sangre!
-Tengo que irme, madre -repitió él por segunda vez con desesperada firmeza-. Ya lo he hecho esperar bastante. Hasta luego Anna, hasta luego Pietro, adiós madre.
Estaba ya en la puerta. Salió como llevado por el viento. Atravesó el huerto casi a la carrera, abrió el cancel, dos caballos partieron al galope bajo el cielo gris, no hacia el pueblo, no, sino a través de los prados, hacia el norte, en dirección a las montañas. Galopaban, galopaban.
Entonces la madre por fin comprendió; un vacío inmenso que nunca los siglos habrían bastado a colmar se abrió en su corazón. Comprendió la historia de la capa, la tristeza del hijo y sobre todo quién era el misterioso individuo que paseaba arriba y abajo por el camino esperando, quién era aquel siniestro personaje tan paciente. Tan misericordioso y paciente como para acompañar a Giovanni a su vieja casa (antes de llevárselo para siempre), a fin de que pudiera saludar a su madre; de esperar tantos minutos detrás del cancel, de pie, en medio del polvo, él, señor del mundo, como un pordiosero hambriento.

viernes, 15 de enero de 2016

MI AMIGO EL NEPALÍ (Ulises San Juan)


Conocí a Serafín en un bar al día siguiente de mudarme a Ann Arbor. Bryce, un antropólogo norteamericano, nos presentó con la idea de que un estudiante peruano ya afincado podía ayudar a establecerse a su compatriota recién llegado. Yo había terminado en este páramo boreal para empezar mi doctorado en antropología cultural, en el mejor departamento de antropología de la nación norteamericana a fines de los ochenta. Cuando Serafín se enteró de que éramos connacionales cambió de actitud. De una afabilidad plena cuando estaba nuestro amigo común, pasó a una cara de jugador de poker cuando nos quedamos solamente los dos. Contestaba con monosílabos a mis preguntas. La poca información que le saqué fue que iba por su segundo año de doctorado en Ciencias de la Información, era egresado de la UNI, había vivido en el Rímac cuando residía en Lima, participó en cuchipandas con el poeta Róger Santiváñez, en los huariques de Villacampa, y era de Santiago de Chuco. Su mayor orgullo consistía en ser nieto sobrino de César Vallejo. Se sabía de memoria el poema “Masa”. Este primer encuentro resultó incómodo. Teníamos poco en común. Lo prolongamos hasta que se terminó la jarra de cerveza que nos invitó Bryce y nos despedimos rápidamente, sin intercambiar números de teléfono.

A Serafín lo vi hablando animadamente con una bibliotecaria en la sala de referencias de la Biblioteca Central de la Universidad de Michigan a la semana siguiente. Contrastaba la enormidad de una mujer rubia y blanca con la tez, estatura y contextura de Serafín. Calculo que ella medía casi dos metros y pesaba unos 120 kilos por lo menos. Agité la mano pero no me acerqué. Él tampoco hizo el esfuerzo de aproximarse. Yo visitaba la biblioteca Harlan Hatcher todos los días. La escogí como lugar de estudio permanente por su silencio y para no llevar a casa libros de mi interés al pequeñísimo departamento que compartía. Me di cuenta que yo era el único lector de esos libros especializados en los Andes por esa temporada. No había necesidad de pedirlos prestados para llevarlos a casa. Seguía encontrando una o dos veces a la semana a Serafín y a su amiga bibliotecaria en animadas conversaciones. Nunca me la presentó. Sin embargo, cada vez que la veía me otorgaba una sonrisa de alguien que sabía de mí. En su tarjeta de identificación, que llevaba en el pecho, se leía el nombre Gwendolyn Holmquist. Algunas veces les pasaba la voz, otras no. Esta pareja dispareja se convirtió en parte del paisaje universitario. Dejó de llamar la atención.

Pasaron varios meses. Yo seguía con mi rutina de ir a la biblioteca Hatcher todos los días. Permanecía en ella entre cinco a seis horas en mi cubículo. Noté que Serafín ya no conversaba con la bibliotecaria. Ella seguía haciendo su trabajo frente a una pantalla de computadora y atendiendo a estudiantes y catedráticos.

Un día que cenaba en un restaurante, llamado Ali Baba’s, en la conocida State Street, fui interrumpido por Serafín. Estaba desaliñado y ebrio. Solicitó permiso para sentarse. Yo se lo di. Me pidió disculpas por no haberme buscado y haber iniciado una amistad. Le comenté que no teníamos que ser amigos. Terminé de comer un shawarma de cordero y tomar un jugo de cerezas agrias. Lo invité a beber cervezas en el Ashley’s pub. El restaurante de comida del medio oriente no era el lugar adecuado para tener una conversación. Predije que la plática iba a ser muy privada e iba a tomar mucho más tiempo que el que nos podía otorgar un restaurante de un campus universitario. Tenía una lista de espera de media hora de clientes hambrientos.

Cuando íbamos por la segunda jarra de Foster’s, me explicó que no me había buscado porque desconfiaba mucho de los peruanos. En su permanencia en Lima había tenido siempre problemas con los compañeros de clase y los vecinos. Había sido maltratado varias veces y sus acriollados hermanos lo habían desheredado cuando murieron sus padres. Su novia tacneña lo dejó cuando cumplió 25 años porque él no quería casarse y tener hijos. La desaparición de su profesor y amigo Javier Alarcón hizo que decidiera emigrar del Perú. Se fue de su país para curar heridas. En sus cinco años de estadía en los EEUU había tenido experiencias traumáticas con más peruanos. Cada vez que establecía contacto con ellos terminó mal. Me contó muchas historias de desaires y metidas de cabeza. Las que más recuerdo son aquellas en las que él salió muy mal parado. En la primera, Serafín alojó a un compatriota que le habían recomendado. Necesitaba un lugar para dormir mientras esperaba una transferencia bancaria para establecerse en otra ciudad. La convivencia se convirtió en un desastre. La permanencia del alojado se prolongó por varios días, casi un mes. El departamento que alquilaba Serafín, de un solo dormitorio, era muy pequeño. Dos personas eran multitud. Aparte de quedarse más del tiempo debido, el huésped empezó a consumir los alimentos del refrigerador. Para un estudiante graduado esta situación lo llevaba a la bancarrota. Los magros ingresos de Serafín como jefe de práctica no iban alcanzar para dos. El administrador del edificio le recordaba que su visitante ya estaba viviendo demasiado tiempo. Si pasaba de las tres semanas iba a aumentar el monto del alquiler. Además Serafín perdió su privacidad para seguir leyendo y escribiendo. La situación se puso intolerable, Serafín le dijo que no lo podía mantener y le dio un ultimátum. Cuando volvió después de asistir a sus clases ya no estaba el invasor. Tampoco se encontraban su máquina fotográfica, su tocadiscos, su cafetera y la comida del refrigerador. Serafín especulaba que el alojado vendió los aparatos para pagarse un pasaje en Greyhound y fugarse de Ann Arbor. Los alimentos robados iban a ser las provisiones de su largo viaje.

La segunda historia que Serafín me contó estaba relacionada al deporte. Serafín practicaba el fulbito desde muy niño en Santiago de Chuco. Su interés en seguir jugándolo hizo que se conociera en los torneos de fútbol de Ann Arbor con otros peruanos. En la celebración del campeonato de la liga semi profesional ocurrió una acción memorable. Cuatro compatriotas se juntaron para emborracharse en el Alley Bar. Serafín se durmió recostado sobre una mesa por el cansancio y efectos del alcohol. Había jugado como nunca. Fue el autor de los dos goles de la victoria. Cuando el mesero lo despertó para decirle que el bar iba a cerrar a las 2 de la mañana, ya en estado consciente se dio cuenta que lo habían dejado solo. Pidió su última cerveza de la jornada para calmar la sed. Abrió su billetera y se dio cuenta que no tenía dinero. Tampoco estaba su tarjeta de crédito. Sus coterráneos le habían robado la renta del mes y la tarjeta para continuar la borrachera en otro lugar. Cuando recibió su estado de cuenta habían comido y bebido a su nombre por un monto cercano a los quinientos dólares. Estas acciones de aprovechamiento vil, carencia de consideración y solidaridad connacional hicieron que Serafín tomará la decisión de no establecer una vez más contacto con un peruano. Desarrolló una alergia a sus compatriotas. Cada vez que se le presentaba la posibilidad de volver al Perú, le daba náuseas. No escribía, ni llamaba a sus parientes. Cuando mostró indiferencia y parquedad frente a mí, remarcó, estaba cumpliendo una promesa que se había hecho a si mismo. No tenía nada personal contra mí.

Luego de aclarar sobre su antiperuanidad visceral me contó que estaba sumamente deprimido. Había terminado su relación amorosa con Gwendolyn. Recién me enteré que ella era de Duluth, Minnesota. Quería casarse, comprar una casa y ser madre. Cuando Serafín le pidió esperar hasta que terminara su doctorado, ella decidió finalizar el amorío y de inmediato, en menos de un mes, se casó con el camboyano Lam, el encargado del centro de cómputo conocido en el campus por ser un sobreviviente de los campos de concentración de Pol Pot, y se hizo fecundar con él. Cuando yo veía a Gwen en la biblioteca no se le notaba el embarazo por la gordura. Serafín no dijo nada si ya era dueña de casa. Al nieto sobrino de César Vallejo, en un principio no le importó la ruptura. Con cierto aire de suficiencia señaló que ya había empezado a aburrirse con ella. Declaró que Gwen era muy convencional en la intimidad. No quería replicar la sexualidad de los Mochicas. Los únicos platos que sabía cocinar eran espaguetti y macarroni and cheese que los comía en cantidades industriales. Sin embargo, confesó que se había acostumbrado a estar con ella y que no había podido iniciar otra relación amorosa en esta tierra de solitarios. Añadió que su depresión estaba afectando su rendimiento en la universidad. No entendía sus clases y tampoco podía escribir. No necesitaba decir que me había buscado para poder contar a alguien sus cuitas. Por supuesto que se animó a reencontrarse conmigo luego de hacer averiguaciones sobre mi persona. Tuvo varios meses para indagar y así se dio una oportunidad para que un compatriota pudiera reivindicar al Perú como un país que también tiene gente humanitaria. Yo también aproveché la ocasión para hablar de mí. No me había ido tan mal en Ann Arbor. En el primer semestre saqué muy buenas notas que aseguraban la renovación de mi beca. Conseguí una enamorada puertorriqueña con quien combatía el frio nórdico del clima y de la gente. Mi madre se había jubilado del magisterio y mi padre había sido despedido en la privatización de las empresas públicas llevada a cabo por el gobierno de Alberto Fujimori.

Serafín se durmió sobre la mesa. Decidí llevarlo a su domicilio. Intenté despertarlo varias veces. Tenía un sueño profundo. Entendí que fue una presa fácil para los peruanos futbolistas. Como último recurso saqué con dificultad la voluminosa billetera de su bolsillo para averiguar su dirección. Contenía dos billetes de cien dólares. Afortunadamente encontré su brevete en medio de varios recibos y notas de banco. Vivía en Camelot Apartments. Llamé un taxi y pagué al chofer con mi propio dinero. Cuando salíamos del vehículo intenté despertarlo una vez más. No quería cargarlo. A pesar de su pequeña estatura era bastante pesado. Felizmente se puso de pie y abrió los ojos contrariado. Desesperado, lo primero que hizo fue buscar su billetera. Cuando encontró el dinero y sus tarjetas se tranquilizó. Me agradeció y me invitó a su departamento para continuar la jornada con un cuarto de botella de tequila “El charro” que había dejado el gringo Bryce luego de volver de su trabajo de campo sobre el zapoteco en Oaxaca. Todos sabíamos que su esposa tenía cero tolerancia con la bebida. No permitía que Bryce llevará alcohol a su casa y no le consentía tomar una gota en su presencia. Por esa razón, Bryce, amante del buen pisco y tequila, buscaba casas para almacenar y compartir con sus amigos las botellas que compraba en sus viajes. Yo estaba muy cansado. Le dije que guardara el tequila para otra oportunidad. Me despedí y salí de su departamento. Serafín desapareció una vez más. Continuaba su vida secreta.

A Serafín lo encontré diez años después en el aeropuerto O’Hare de Chicago. El había perdido su vuelo a Lincoln, Nebraska y yo esperaba el mío con destino a Roma. El encuentro fue muy agradable. Me contó que estaba trabajando en una universidad, se había casado con una nepalí y tenía dos hijos, una mujercita y un varoncito. Todavía no había retornado a Perú. Cuando le pregunté cómo conoció a su esposa, me relató que en los campeonatos de fulbito en Ann Arbor se cocinó a fuego lento su matrimonio. Luego de tener la mala experiencia con los peruanos, buscó otra liga deportiva para practicar su pasión. Encontró un equipo donde la mayoría de los jugadores eran inmigrantes recientes de Nepal. Así entró en un mundo paralelo y alternativo que le dio acogida. Se hizo amigo del mediocampista Sujan, un muchacho de aproximadamente veinte años que inmigró de una aldea ubicada en un valle de los Himalayas. Se convirtieron en una dupla de oro. Se leían las mentes cuando jugaban. Sujan hacía los pases precisos y Serafín metía los goles. Poco a poco se hicieron muy buenos amigos. Sujan lo llevó a su casa y le presentó a su familia. El clan de los Manandhar estaba constituido por abuelo, abuela, dos tíos, madre, padre y seis hijos. La menor de todos ellos era una niña de diez años llamada Loto. Serafín que bordeaba los treinta años no le prestaba atención en sus visitas. Era la hermana pequeña del amigo. Seguía jugando con muñecas y la fiesta del té.

Cuando su nuevo equipo, “The Invencibles of Katmandú”, ganó el campeonato por primera vez, Sujan lo presentó a la comunidad nepalí. Ser campeones fue un gran acontecimiento para ellos. Fue considerado una victoria nacional. A partir de esta fecha, Serafín tuvo una vida social más activa. Lo invitaban a los eventos de la familia Manandhar y de la comunidad. Asistió a cumpleaños, funerales y matrimonios budistas. Pasaron rápidamente cinco años. Se acumularon los campeonatos y subcampeonatos. Serafín y Sujan eran las celebridades de los inmigrantes nepalís. Serafín, meses antes de defender su tesis de doctorado en Ciencias de la Información, empezó a buscar trabajo en todo el país. Le habló a Sujan de estos menesteres y de la soledad que lo esperaba. Le comentó que se sentía muy feliz por la acogida de su familia y la comunidad. Pensaba que no iba a encontrar una aceptación igual. Los iba a extrañar. Sujan escuchaba atentamente sin decir nada.

Serafín continuó su relato en la sala de espera del aeropuerto. Encontró trabajo en el centro de computación de una universidad de Nebraska. Cuando se graduó, Sujan le organizó una fiesta de despedida con su comunidad. En la mitad de la cena, Sujan pidió silencio para hablar. Elogió las virtudes personales, deportivas y felicitó los logros académicos de Serafín en inglés. Al mismo tiempo una mujer en voz alta traducía el discurso de Sujan al Newari, una de las lenguas de Nepal. De pronto, Sujan cambió de tema. Dijo que Serafín merecía pertenecer con todos los derechos a la comunidad. Sorpresa de sorpresas, anunció en público la boda de su hermana Loto con el goleador de su equipo de fútbol. El flamante doctor en ciencias de información casi se desvanece con la noticia. No quiso aguar la fiesta. Notó que los asistentes estaban muy contentos y realmente lo querían. Aplaudían sin parar. Recién reparó que Loto sonriente estaba vestida con su mejor traje típico y era bellísima.

Terminada la fiesta Serafín buscó a Sujan. Para darse tiempo y tomar una decisión sin quedar mal, le dijo que agradecía la confianza depositada en él pero no podía casarse de inmediato. Todos tenían que esperar hasta que él se estableciera en su nueva morada. Para su sorpresa Sujan le comunicó que no era necesario celebrar la boda antes de la mudanza. El podía llevarse a Loto a Nebraska y vivir con ella para conocerla mejor. Ella ya era toda una mujer a sus quince años y los matrimonios arreglados eran tradición de su comunidad. Los Manandhar lo habían escogido como esposo de Loto por sus virtudes. Loto estaba completamente de acuerdo. Era el esposo ideal.

Luego de varias noches de insomnio por los riesgos económicos y legales de aceptar una novia casi niña, Serafín se mudó con Loto a Nebraska, previa firma de un documento donde sus padres le daban la custodia de la menor de edad. Serafín decidió no tocarla hasta que por lo menos cumpliera dieciocho años. Ella vivía en su propio cuarto. Serafín, antes de acostarse, se encerraba con llave en el suyo para que nadie cayera en la tentación. Su mayor temor era ser acusado de violación de una menor y destruir su carrera profesional recién iniciada. Loto en los tres años que vivieron en la misma casa, pero separados, resultó la mejor compañera y amiga que Serafín pudo conseguir. Mantenía el hogar como una experta ama de casa mientras continuaba sus estudios de contabilidad. Era la única persona que siempre le escuchaba sobre los típicos pleitos de una universidad donde se compite brutalmente por aumento de salarios, sin ninguna ética. Además Loto se convirtió en una ayuda imprescindible por su excelente inglés y su habilidad en llevar cuentas. Ella era su contacto con el mundo exterior. Por primera vez en su vida, Serafín podía cenar comida caliente todos los días. No pagaba intereses en sus tarjetas de crédito. Pudo ahorrar dinero para viajar durante las vacaciones. Serafín terminó enamorándose de ella. Cuando Loto cumplió dieciocho años, se casaron en una ceremonia especial a la que asistieron nepalís de varios pueblos y ciudades norteamericanos. Tuvieron una luna de miel pagada por el clan Manandhar en Hawaii. Nacieron los hijos y obtuvo el nombramiento en su universidad. Serafín finalizó su relato diciéndome que es un miembro pleno de la comunidad nepalí. Viaja por lo menos dos veces al año a Ann Arbor donde sigue residiendo y aumentado en número la comunidad que lo acogió. El Perú sólo es un mal recuerdo.

Dos años después de nuestro encuentro casual en Chicago encontré a Serafín por mera coincidencia en Ann Arbor. El departamento donde obtuve mi doctorado me invitó a dar una charla. Cuando el shuttle ingresaba a la ciudad por la Avenida Washtenaw, luego de recogerme del aeropuerto de Detroit, tuvo que esperar unos minutos. El tránsito había sido interrumpido para que pasara una procesión budista. Era de la comunidad nepalí que acogió a Serafín. Marchaban en dos filas, vestidos con sus trajes típicos dirigidos por monjes con túnicas granates y con un acompañamiento musical tipo Hare Krishna. También estaban haciendo trabajo de campo, estudiantes y catedráticos de budismo de la Universidad de Michigan. Entre ellos reconocí al Doctor López bastante avejentado. De pronto vi a Serafín que hacía acrobacias y círculos con las manos al son de la música, como si estuviera en trance. Vestía de pies a la cabeza con un traje ritual. No le pasé la voz para no interrumpir la ceremonia. Se había vuelto budista. Era difícil imaginar que se trataba de un connacional. El Perú había perdido a uno de sus ciudadanos. Otra cultura lo adoptó.