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lunes, 30 de noviembre de 2015

EL PEQUEÑO REY ZARRAPASTROSO (Eduardo Galeano)

Tarde a tarde, lo veían. Lejos de los demás, el guri se sentaba a la sombra de la enramada, con la espalda contra el tronco de un árbol y la cabeza gacha. Los dedos de su mano derecha le bailaban bajo el mentón, baila que te baila como si él estuviera rascándose el pecho con alevosa alegría, y al mismo tiempo su mano izquierda, suspendida en el aire, se abría y se cerraba con pulsaciones rápidas. Los demás le habían aceptado, sin preguntas, la costumbre.

El perro se sentaba, sobre las patas de atrás, a su lado. Ahí se quedaban hasta que caía la noche. El perro paraba las orejas y el guri, con el ceño fruncido por detrás de la cortina de pelo sin color, le daba libertad a sus dedos para que se movieran en el aire. Los dedos estaban libres y vivos, vibrándole a la altura del pecho y de las puntas de los dedos nacía el rumor del viento entre las ramas de los eucaliptus y el repiqueteo de la lluvia sobre los techos, nacían las voces de las lavanderas en el río y el aleteo estrepitoso de los pájaros que se abalanzaban, al medio día, con los picos abiertos por la sed. A veces a los dedos les brotaban, de puro entusiasmo, un galope de caballos: los caballos venían galopando por la tierra, el trueno de los cascos sobre las colinas, y los dedos se enloquecían para celebrarlo. El aire olía a hinojos y a cedrones.

Un día le regalaron, los demás, una guitarra. El guri acarició la madera de la caja, lustrosa y linda de tocar, y las seis cuerdas a lo largo del diapasón. La probó, la guitarra sonaba bien. Y él pensó: qué suerte. Pensó: ahora tengo dos.

APARTA DE MÍ ESTE CÁLIZ (Saiz de Marco)

No puedo cantar, ni quiero,
a ese Jesús del madero

(A. MACHADO)


Admitiendo que un relato alegre es una tragedia a la que faltan sus últimas páginas, se propone una Pascua que termine antes de aquella cena.

Habría desfiles procesionales:

En un paso estaría Jesús dando mandobles, echando del templo a los mercaderes.

En otro aparecería en el Tiberíades, andando sobre las aguas. Para que don Antonio lo cantase... a él, al que anduvo en el mar.

Un tercer paso recogería la escena de Lázaro. Cuando le dan la noticia de que ha muerto y, en honor a la amistad (y para desconcierto de teólogos), Jesús llora.

En otro figuraría entre un montón de chavales: jugando con ellos al escondite o pateando una pelota (Dejad que los niños se acerquen a mí).

Cerraría la procesión la entrada en Jerusalén. Como en las demás cofradías, el caperuz estaría prohibido. Los nazarenos gritarían hosanna y marcharían, igual que el Maestro, a lomos de un burro.

viernes, 27 de noviembre de 2015

AGUA (Sandra Sánchez)

Me levanto y observo la cama desde los pies. Lo hago todas las mañanas. Me quedo un rato parada y la observo. Entonces aparece. Lo veo ahí, en “su lado”, durmiendo plácido con su cuerpo joven y desnudo.

No lo despierto, pero me acerco para ponerle en su mesilla un vaso de agua por si abriera los ojos cuando yo no esté.

Antes de irme le paso mis dedos por su cabello mientras se da media vuelta.

Cuando llego al hospital me encuentro con él, como siempre desde hace 15 años. Me acerco a su cama y paso de nuevo mis dedos por su pelo. Tiene menos y más canas, y también alguna arruga alrededor de esos ojos cerrados por tiempo indefinido.

Como cada día, alguien ha retirado el agua que yo le pongo. No importa, vuelvo a llenar el vaso, sé que un día despertará; y lo hará con sed.

miércoles, 25 de noviembre de 2015

RESTAURACIÓN DE LA BÓVEDA CELESTE (Lu Sin)


Nü-wa se ha despertado sobresaltada. Acaba de tener un sueño espantoso, que no recuerda con mayor exactitud; llena de pena, tiene el sentimiento de algo que falta, pero también de algo que sobra. La excitante brisa lleva indolentemente la energía de Nü-wa para repartirla en el universo.

Se frota los ojos.

En el cielo rosa flotan banderolas de nubes verde roca; más allá parpadean las estrellas. En el horizonte, entre las nubes sangrientas, resplandece el sol, semejante a un globo de oro que gira en un flujo de lava; al frente, la luna fría y blanca parece una masa de hierro. Pero Nü-wa no mira cuál de los astros sube ni cuál desciende.

La tierra está vestida de verde tierno; hasta los pinos y los abetos de hojas perennes tienen un atavío fresco. Enormes flores rosa pálido o blanco azulado se funden en la lejanía en una bruma coloreada.

-¡Caramba! ¡Nunca he estado tan ociosa!

En medio de sus reflexiones, se levanta bruscamente: estira los redondos brazos, desbordantes de fuerza, y bosteza hacia el cielo, que de inmediato cambia de tono, coloreándose de un misterioso tinte rosa carne; ya no se distingue dónde se encuentra Nü-wa.

Entre el cielo y la tierra, igualmente rosa carne, ella avanza hacia el mar. Las curvas del cuerpo se pierden en el océano luminoso teñido de rosa; sólo en el medio de su vientre se matiza un reguero de blancura inmaculada. Las olas asombradas suben y bajan a un ritmo regular, mientras la espuma la salpica. El reflejo brillante que se mueve en el agua parece dispersarse en todas partes sin que ella note nada. Maquinalmente dobla una rodilla, extiende el brazo, coge un puñado de barro y lo modela: un pequeño ser que se le parece adquiere forma entre su dedos.

-¡Ah! ¡Ah!

Es ella quien acaba de formarlo. Sin embargo, se pregunta si esa figurita no estaba enterrada en el suelo, como las batatas, y no puede retener un grito de asombro.

Por lo demás, es un asombro gozoso. Con ardor y alegría como no ha sentido jamás, prosigue su obra de modelado, mezclando a ella su sudor...

-¡Nga! ¡Nga!

Los pequeños seres se ponen a gritar.

-¡Oh!

Asustada, tiene la impresión de que por todos sus poros se escapa no sabe qué. La tierra se cubre de un vapor blanco como la leche. Nü-wa se ha recobrado; los pequeños seres se callan también.

Algunos comienzan a parlotear:

-¡Akon! ¡Agon!

-¡Ah, tesoros míos!

Sin quitarles los ojos de encima, golpea dulcemente con sus dedos untados de barro los rostros blancos y gordos.

-¡Uva! ¡Ahahá!

Ríen.

Es la primera vez que oye reír en el universo. Por primera vez también ella ríe hasta no poder cerrar los labios.

Mientras los acaricia, continúa modelando otros. Las pequeñas criaturas dan vueltas a su alrededor alejándose y hablando volublemente. Ella deja de comprenderlos. A sus oídos no llegan sino gritos confusos que la ensordecen.

Su prolongada alegría se transforma en lasitud; ha agotado casi por completo su aliento y su transpiración. La cabeza le da vueltas, sus ojos se oscurecen, sus mejillas arden; el juego ya no la divierte y se impacienta. Sin embargo, sigue modelando maquinalmente.

Por fin, con las piernas y los riñones doloridos, se pone de pie. Apoyada contra una montaña bastante lisa, con el rostro levantado, mira. En el cielo flotan nubes blancas, parecidas a escamas de peces. Abajo, el verde tierno se ha convertido en negro. Sin razón, la alegría se ha marchado. Presa de angustia, tiende la mano y de la cima de la montaña arranca al azar una planta de glicina, cargada de enormes racimos morados y que sube hasta el cielo. La deposita en el suelo, donde hay esparcidos pétalos medio blancos, medio violetas.

Con un ademán, agita la glicina dentro del agua barrosa y deja caer trozos de lodo desmigajado, que se transforman en otros tantos seres pequeñitos parecidos a los que ya ha modelado. Pero la mayor parte de ellos tienen una fisonomía estúpida, el aspecto aburrido, rostro de gamo, ojos de rata; ella no tiene tiempo de ocuparse de semejantes detalles y, con deleite e impaciencia, como en un juego, agita más y más rápido el tallo de glicina que se retuerce en el suelo dejando un reguero de barro, como una serpiente coral alcanzada por un chorro de agua hirviente. Los trozos de tierra caen de las hojas como chaparrón, y ya en el aire toman la forma de pequeños seres plañideros que se dispersan arrastrándose hacia todos lados.

Casi sin conocimiento, retuerce la glicina más y más fuerte. Desde las piernas y la espalda, el dolor sube hacia sus brazos. Se pone en cuclillas y apoya la cabeza contra la montaña. Sus cabellos negros como laca se esparcen sobre la cima, recupera el aliento, deja escapar un suspiro y cierra los ojos. La glicina cae de su mano y, agotada, se tiende desmayadamente en tierra.

II

Un ruido terrible, producido por el derrumbamiento del cielo y la tierra, despierta sobresaltada a Nü-wa. Se desliza en línea recta hacia el sureste.2

Estira un pie para sujetarse, sin lograrlo. De inmediato extiende un brazo y se coge de la cima de la montaña, lo que detiene su caída.

Agua, arena y piedras ruedan por encima de la cabeza y por detrás de la espalda. Se vuelve ligeramente. El agua le penetra por la boca y las orejas. Inclina la cabeza y ve que la superficie del suelo está agitada por una especie de temblor. El temblor parece apaciguarse. Después de retroceder, se instala en un lugar seguro y puede soltar presa, para limpiarse el agua que ha llenado sus sienes y sus ojos, a fin de examinar lo que ocurre.

La situación es confusa. Toda la tierra está llena de corrientes de agua que parecen cascadas. Gigantescas olas agudas surgen de algunos sitios, probablemente del mar. Alelada, espera.

Al fin la gran calma se restablece. Las olas más elevadas ahora no sobrepasan la altura de los viejos picachos; allá donde se halla tal vez el continente, surgen osamentas rocosas. Mientras contempla el mar, ve varias montañas que, llevadas por el océano, avanzan hacia ella girando en inmensos remolinos. Temerosa de que choquen contra sus pies, Nü-wa tiende la mano para detenerlas y distingue, agazapados en cavernas, a una cantidad de seres cuya existencia no sospechaba.

Atrae hacia sí las montañas para observar a gusto. Junto a esos pequeños seres, la tierra está manchada de vómitos semejantes a polvo de oro y jade, mezclados con agujas de abetos y pinos y con carne de pescado, todo masticado junto. Lentamente levantan la cabeza, uno tras otro. Los ojos de Nü-wa se dilatan; le cuesta comprender que son los que ella modeló antes; de manera cómica, se han envuelto los cuerpos y algunos tienen la parte inferior del rostro disimulada por una barba blanca como la nieve, pegada por el agua del mar en forma semejante a las hojas puntiagudas del álamo.

-¡Oh! -exclama asombrada y asustada, como al contacto de una oruga.

-¡Diosa Suprema, sálvanos!...-dice con la voz entrecortada uno de los seres con la parte inferior del rostro cubierta de barba blanca con la cabeza en alto, mientras vomita-: ¡Sálvanos!... Tus humildes súbditos... buscan la inmortalidad. Nadie podía prever el derrumbe del cielo y la tierra... ¡Felizmente... te hemos encontrado, Diosa Soberana!... Te rogamos que nos salves de la muerte... y nos des el remedio que... que procura la inmortalidad...

Baja y sube la cabeza curiosamente, en un movimiento perpetuo.

-¿Cómo? -pregunta ella sin comprender.

Otros abren la boca y del mismo modo vomitan al mismo tiempo que exclaman: "¡Diosa Soberana! ¡Diosa Soberana!"; luego se entregan a extrañas contorsiones hasta el punto de que ella, irritada, lamenta el gesto que le provoca molestias incomprensibles. Recorre los alrededores con la mirada: ve un grupo de tortugas gigantes que se divierten en el mar. Exultante de alegría, deposita las montañas sobre sus caparazones y ordena:

-Llévenme esto a un sitio más tranquilo.

Las tortugas gigantes parecen asentir con un movimiento de cabeza y se alejan; pero Nü-wa ha hecho un ademán demasiado brusco: de una montaña cae un pequeño ser con la cara adornada de barba blanca. ¡Helo ahí, separado de los otros! Y como no sabe nadar, se prosterna a la orilla del agua, golpeándose el rostro. Un impulso de piedad cruza el corazón de la diosa, pero no se retrasa: no tiene tiempo que dedicar a semejantes bagatelas.

Suspira; el corazón se le aligera. A su alrededor, el nivel del agua ha bajado notablemente. Por todas partes surgen vastos terrenos cubiertos de limo o de piedras en cuyas hendiduras se hacina una multitud de pequeños seres, unos inmóviles, otros moviéndose todavía. Se fija en uno de ellos que la mira estúpidamente con ojos blancos. El cuerpo entero está cubierto de placas de hierro; en su rostro se pintan la desesperación y el miedo.

-¿Qué te ha ocurrido? -le pregunta en tono indiferente.

-¡Caramba! La desgracia nos ha caído del Cielo -responde con voz triste y lamentable-. Violando el derecho, Chuan Sü se ha rebelado contra nuestro rey; nuestro rey ha querido combatirlo de acuerdo con las leyes del Cielo. La batalla tuvo lugar en el campo; y como el Cielo no nos otorgó su protección, nuestro ejército tuvo que retirarse...

-¿Cómo?

Nü-wa no ha oído jamás nada de tal cosa y su sorpresa se deja ver.

-Nuestro ejército ha tenido que retirarse; nuestro rey ha estrellado la cabeza contra el Monte Hendido, ha quebrado la columna de la bóveda celeste y roto los cables de la tierra. ¡Ha muerto! ¡Caramba! ¡Esta es la verdad que...!

-¡Basta! ¡Basta! ¡No comprendo lo que me cuentas!

Al volverse, ve a otro pequeño ser, cubierto también de placas de hierro, pero con rostro orgulloso y alegre.

-¿Qué ha pasado?

Ella sabe ahora que esas minúsculas criaturas pueden mostrar cien rostros diferentes, por eso quisiera conseguir una respuesta comprensible.

-El espíritu humano rompe con la antigüedad. En realidad, Kang Jui tiene un corazón de cerdo; ha tratado de usurpar el trono celestial; nuestro rey mandó una expedición contra él, conforme con los deseos del Cielo. La batalla tuvo lugar en el campo. Como el Cielo nos diera su protección, nuestras tropas se han mostrado invencibles y han desterrado a Kang Jui al Monte Hendido.

-¿Cómo?

Probablemente Nü-wa no ha comprendido una palabra.

-El espíritu humano rompe con la antigüedad...

-¡Basta! ¡Basta! ¡Siempre la misma historia!

Está furiosa. Sus mejillas enrojecen hasta las orejas. Se vuelve a otro lado y descubre con dificultad a un tercer ser, que no lleva placas de hierro. Su cuerpo desnudo está cubierto de heridas que todavía sangran. Se cubre con rapidez los riñones con un paño desgarrado que acaba de sacar a un compañero ahora inerte. Sus rasgos muestran calma.

Ella se imagina que éste no pertenece a la misma raza que los otros y que acaso él podrá informarla.

-¿Qué ha pasado? -pregunta.

-¿Qué ha pasado? -repite él levantando ligeramente la cabeza.

-¿Qué es este accidente que acaba de producirse?...

-¿El accidente que acaba de producirse?

Ella arriesga una suposición:

-¿Es la guerra?

-¿La guerra?

A su vez, él va repitiendo las preguntas.

Nü-wa aspira una bocanada de aire frío. Con la frente en alto, contempla el cielo que presenta una fisura larga, muy profunda y ancha. Ella se levanta y lo golpea con las uñas: la resonancia no es pura; es más o menos como la de un tazón resquebrajado. Con las cejas fruncidas, escruta hacia las cuatro direcciones. Después de reflexionar, se estruja los cabellos para dejar escurrir el agua, los divide en dos mechones que se echa sobre los hombros y llena de energía se dedica a arrancar cañas: ha decidido "reparar antes que nada la bóveda celeste".

Desde entonces, de día y de noche, amontona las cañas; a medida que el hacinamiento aumenta, ella se debilita, porque las condiciones no son las mismas que otras veces. Arriba está el cielo oblicuo y hendido; abajo, la tierra llena de lodo y grietas. Ya no hay nada que le regocije los ojos y el corazón.

Cuando el montón de cañas llega a la hendidura, va en busca de piedras azules. 'Quiere emplear únicamente piedras azul cielo del mismo tono que el firmamento, pero no hay bastantes en la tierra. Como no quiere usar las grandes montañas, a veces va a las regiones pobladas en busca de los fragmentos que le convienen. Es objeto de burlas y maldiciones. Algunos pequeños seres le quitan lo que ha recogido; otros llegan al extremo de morderle las manos. Tiene que recoger algunas piedras blancas: tampoco ésas son suficientes. Agrega piedras rojas, amarillas, hasta grisáceas. Al fin consigue tapar la hendidura. No le queda sino encender fuego y hacer que los materiales se fundan: su tarea va a terminar. Pero está de tal modo agotada que sus ojos lanzan centellas y los oídos le zumban. Está a punto de que la abandonen las fuerzas.

-¡Caramba! ¡Nunca he sentido tal cansancio! -dice, perdiendo el aliento.

Se sienta en la cima de una montaña y apoya la cabeza en las manos.

En ese instante aún no se extingue el inmenso incendio de los viejos bosques sobre el monte Kunlún. Al oeste, el horizonte está rojo. Echa una mirada hacia allí y decide coger un gran árbol ardiendo para encender la masa de cañas. Cuando va a tender la mano, siente una picadura en el dedo gordo del pie.

Mira hacia abajo: es uno de esos pequeños seres que ella modeló antes, pero éste ha tomado un aspecto aun más curioso que los otros. Pedazos de tela, complicados y molestos, le cuelgan del cuerpo; una docena de cintas flota alrededor de su cintura; la cabeza está velada con quién sabe qué; en la parte más alta del cráneo lleva sujeta una plancha negra rectangular; en la mano tiene una tablilla con la que pica el pie de la diosa.

El ser tocado con la plancha rectangular, de pie junto a Nü-wa, mira hacia lo alto. Al encontrar los ojos de la diosa, se apresura a presentar la tablilla; ella la toma. Es una tablilla de bambú verde, muy pulida, en la cual hay dos columnas de minúsculos puntos negros mucho más pequeños que los que se ven en las hojas de encima. Nü-wa admira la delicadeza del trabajo.

-¿Qué es eso? -pregunta con curiosidad.

El pequeño ser tocado con la plancha rectangular recita con el tono de una lección bien aprendida:

-Al ir completamente desnuda, te entregas al libertinaje, ofendes la virtud, desprecias los ritos y quebrantas las conveniencias; tal conducta es la de un animal. La ley del Estado está firmemente establecida: eso está prohibido.

Nü-wa mira la tablilla y ríe secretamente, pensando que ha sido una tontería formular esa pregunta. Sabe que la conversación con semejantes seres es imposible, de modo que se atrinchera en el silencio. Coloca la tablilla de bambú sobre la plancha que cubre el cráneo del pequeño ser y luego, extendiendo el brazo, arranca del bosque en llamas un gran árbol ardiendo y se prepara para encender el montón de cañas.

De pronto oye sollozos, un ruido nuevo para ella. Al bajar la vista descubre que bajo la plancha, los pequeños ojos retienen dos lágrimas más pequeñas que granos de mostaza. ¡Qué diferencia con los lamentos "nga, nga" que está habituada a escuchar! No entiende lo que sucede.

Enciende el fuego en varios puntos.

Al comienzo éste no es muy vivo, porque las cañas no están completamente secas; crepita, sin embargo. Al cabo de un momento, innumerables llamas se propagan, avanzan, retroceden, se alzan lamiendo las ramas por todos lados y se juntan para formar una flor de corola doble y luego una columna luminosa, cuyo resplandor sobrepasa en intensidad al del incendio del monte Kunlún. Un viento salvaje se levanta. La columna de fuego ruge mientras gira, las piedras azules y de otros tonos toman un color rojo uniforme. Como un torrente de caramelo, las rocas en fusión se deslizan en la brecha como un relámpago inextinguible.

El viento y el soplido de la hoguera desbaratan en cascadas. El resplandor del fuego le ilumina el cuerpo. En el universo aparece por última vez el tono rosa carne.

La columna de fuego continúa subiendo, hasta que no queda de ella más que un montón de cenizas. Cuando el cielo se ha vuelto otra vez enteramente azul, Nü-wa estira la mano para palpar la bóveda, en la cual sus dedos descubren muchas asperezas.

"Ya veré, cuando haya descansado...", piensa.

Se inclina para recoger la ceniza de las cañas, llena con ella el hueco de sus manos juntas y la deja caer sobre el diluvio que cubre la tierra. La ceniza aún caliente provoca la ebullición de las aguas; la ola mezclada de ceniza baña el cuerpo entero de la diosa; el viento que sopla tempestuosamente arroja sobre ella las cenizas.

-¡Oh!...

Exhala un último suspiro.

En el horizonte, entre las nubes sangrientas, el sol resplandeciente, semejante a un globo de oro, gira en un flujo de vieja lava. Al frente, la luna fría y blanca parece una masa de hierro. No se sabe cuál de los astros sube, cuál desciende. Agotada, Nü-wa se tiende; su respiración se detiene.

De arriba abajo reina en las cuatro direcciones un silencio más fuerte que la muerte.

III

En un día frío resuenan los clamores. Las tropas reales llegan al fin. Han esperado que cesaran el resplandor del fuego, el humo y el polvo, por eso han tardado tanto. A la izquierda, un hacha amarilla. A la derecha, un hacha negra. Detrás, un viejo y gigantesco estandarte.

Los hombres avanzan con precaución hasta donde yace el cadáver de Nü-wa. Ningún movimiento. Levantan entonces su campamento en la piel de su vientre, porque es el sitio más blando: son muy hábiles para escoger. Alterando bruscamente el tono de sus fórmulas, se proclaman los únicos herederos de la diosa y cambian la inscripción de los jeroglíficos en forma de renacuajo de su gran estandarte en "Entrañas de Nü-wa".

El viejo taoísta que había caído a orillas del mar tuvo generaciones y generaciones de discípulos. Sólo en el momento de morir reveló a ellos la importancia histórica de las Montañas de los Inmortales, llevadas a alta mar por las tortugas gigantes. Los discípulos transmitieron a los suyos esta tradición. Para terminar, un mago a la caza de favores la comunicó al primer emperador de la dinastía Chin, quien le ordenó partir en busca de ellas.

El mago no encontró nada.

El emperador murió.

Más tarde, el emperador Wu, de la dinastía Jan, hizo que se emprendiera de nuevo la búsqueda, sin obtener resultado alguno.

Las tortugas gigantes probablemente no habían comprendido bien las palabras de Nü-wa. Su aprobación con la cabeza no fue tal vez otra cosa que una coincidencia. Nadaron por aquí y por allá durante cierto tiempo, luego se fueron a dormir y las montañas se derrumbaron. Por eso es que hasta ahora nadie ha podido ver jamás ni la sombra de una de las Montañas de los Inmortales. Cuando mucho se descubre cierto número de islas salvajes.

INDIGNO (Saiz de Marco)

El profesor de Religión lee, del evangelio de san Lucas, el párrafo que explica la genealogía de Jesús.

Uno de los alumnos pregunta:

-Y ese David del que Jesús desciende, ¿es el rey David, aquél del Antiguo Testamento?

El profesor contesta:

-Sí, por supuesto.

Y el alumno:

-O sea, el que forzó a Betsabé a acostarse con él aprovechando que su marido estaba en la guerra. El que después, cuando la dejó embarazada, hizo venir al marido para que durmiera con ella, pero el marido no quiso. Y entonces, para que nadie supiera lo ocurrido, dio orden de que al marido lo pusieran en el sitio más arriesgado de la batalla, para que resultara muerto. Y una vez que al marido lo mataron, se casó con Betsabé.

-Efectivamente.

-¿Y por qué era tan importante que Jesús descendiera de un tipo tan canalla? ¿Por qué tenía que provenir de ese sinvergüenza?

El profesor de Religión se levanta. Algunos piensan que va a reprender al alumno. Pero no. Lo que hace es arrancar la genealogía y las páginas de la Biblia que hablan del rey David. Y mientras dice “-Tienes razón”, las hace trocitos y las tira a la papelera.

martes, 24 de noviembre de 2015

CARPE DIEM (Diego Martín Galisteo)

En mi primer viaje en avión intercambié sin querer mi maleta con la de otro pasajero, y no me di cuenta hasta que llegué al hotel. Como soy pragmático, amoldé mis vacaciones al tipo de equipaje que me tocó.

En otra ocasión, estando en un parque, me llevé por error un cochecito con un niño dentro que no era el mío. Como soy hombre de costumbres fijas, cuando volví a casa lo bañé, le di de comer y lo dejé en la cuna.

De igual modo, le he dicho te quiero muchas veces a la mujer equivocada, pero esa es otra historia…

Tengo que añadir que, después de todo, también soy una persona optimista, y ahora que estoy cayendo por este precipicio en un coche que no es el mío, no me preocupo. Seguro que esta confusión será la última.

domingo, 22 de noviembre de 2015

VIAJE SIN RETORNO (Beatriz Alonzo)

Un señor con barba gris se ha sentado a mi lado. Es el único que no lleva corbata y maletín en este tren de alta velocidad. No sé por qué, me da por imaginar que es un científico que ha inventado el radiocontrol de voluntades ajenas. O un adivino que está leyendo mis pensamientos. O peor aún: un asesino cuyas víctimas son jóvenes incautas que viajan solas como yo. Mi corazón se acelera y cojo el bolso para cambiarme de asiento. "¿Adónde vas, hija?", me frena agarrándome de la mano. "Ya verás qué bien estarás en la clínica junto al mar". Y sus ojos se llenan de lágrimas. Viejo idiota. En la próxima parada saltaré al andén.

jueves, 19 de noviembre de 2015

LA URNA (Antonio Luis Ginés)


Al llegar a casa, ella se sienta en su vieja mecedora, y se balancea suavemente. Los cuadros están todos descolgados, las paredes extrañamente desnudas, todos los cajones abiertos, como si alguien los hubiera estado registrando. A la cocina no quiere ni asomarse, pero puede ver, por la puerta abierta, los cubiertos esparcidos, los cajones desordenados, y el viejo mantel rojo abierto sobre el suelo.

Acaba de incinerar a su esposo. Veinte años bajo el mismo techo. Sólo un hijo. Y muchos recuerdos que ahora parecen querer salir todos a la vez. La ceremonia ha sido breve, concisa. Poemas de Keats y música de The Doors de fondo. Mientras recuerda la cronología de lo acaecido, piensa en cada palabra, cada abrazo, la emoción flotando como un viejo duende que atenaza la voz. Trata de relajarse, pese al desorden reinante, pese a lo acontecido en su ausencia. El balanceo es rítmico, suave, mientras los ojos parecen querer cerrarse. Al final de la ceremonia algunos quieren acompañarla a casa, pero ella no deja que eso ocurra. Prefiere estar sola, con sus pensamientos, sus temores, sus ilusiones. Y con la urna de cenizas. Solos de nuevo.

Ella, por primera vez, esboza una ligera sonrisa. En el contestador hay un par de mensajes, el piloto rojo parpadea. Decide pulsar el botón. Escucha indiferente el primero de ellos. El segundo es de una voz que amplía su sonrisa: ¿Nos vemos esta noche, donde siempre, a las nueve? Igual estás demasiado cansada, lo entendería perfectamente.

Ha dejado de mecerse. Se levanta y sube a su habitación. Abre el armario y saca vestidos que apenas se ha puesto. Prendas alegres, de colores vivos, llamativos. Elige uno. Se quita las prendas negras que cubren su cuerpo, y en su desnudez, frente al espejo, comprueba que aún se siente viva, joven. Elige un vestido de color fucsia y blanco y se lo pone, hasta que queda ceñido, ajustado a cada curva. Se calza unos zapatos de tacón no muy alto. Mientras termina de acicalarse le entra una duda: la urna con las cenizas. No quiere dejarla sola, aunque tampoco puede llevársela. Sin pensarlo dos veces, en un acto repentino, coge la urna, se la lleva hasta el cuarto de baño y, tras darle un último beso, la vacía en la bañera. Echa un poco de agua hasta que toda la ceniza desaparece, desagüe abajo.

Últimos retoques, y se lanza a la calle. En el primer local que entra, pide una copa. Y entonces no puede dejar de oír un extraño ruido que crece pero que solo ella parece escuchar. Un sonido por las tuberías y bajantes del local, un movimiento inusual, como si alguien tratara de liberarse de los tubos de pvc, como si quisiera, de nuevo, revolverlo todo, hacer daño.

PROHIBIDO LEER (Voltaire)


Nos, Yusuf Cheribi, muftí del Santo Imperio otomano por la gracia de Dios, luz de las luces, elegido entre los elegidos, a todos los fieles aquí presentes: majadería y bendición.

Como quiera que Said Effendi, actual embajador de la Sublime Puerta ante un pequeño estado llamado Franquelia, situado entre España e Italia, ha traído entre nosotros elpernicioso uso de la imprenta, y después de haber consultado acerca de esta novedad con nuestros venerables hermanos los cadíes e imanes de la ciudad imperial de Estambul, y sobre todo con los faquires conocidos por su celo contra la inteligencia, ha parecido bien a Mahoma y a nos el condenar, proscribir y anatematizar la antedicha infernal invención de la imprenta por las causas que a continuación serán enunciadas:

1) Esta facilidad de comunicar los pensamientos tiende evidentemente a disipar la ignorancia, la cual es guardiana y salvaguardia de los Estados bien organizados.

2) Hay que temer que, entre los libros traídos de Occidente, se encuentren algunos sobre la agricultura y sobre los medios de perfeccionar las artes mecánicas, obras que podrían a la larga -(Dios no lo quiera!- espabilar el ingenio de nuestros agricultores y nuestros fabricantes, excitar su industria, aumentar sus riquezas e inspirarles algún día cierta elevación de alma y cierto amor del bien público, sentimientos absolutamente opuestos a la sana doctrina.

3) Pudiera suceder finalmente que llegásemos a tener libros de historia despojados de esas fábulas que mantienen a la nación en una feliz imbecilidad. Se cometería en tales libros la imprudencia de hacer justicia a las buenas y a las malas acciones, y de recomendar laequidad y el verdadero amor a la patria, lo que es manifiestamente contrario a los derechos de nuestra elevada autoridad.

4) Es muy posible que, dentro de algún tiempo, miserables filósofos -con el pretextoespecioso pero punible de ilustrar a los hombres y de hacerlos mejores- viniesen a enseñarnos virtudes peligrosas de las que el pueblo nunca debe tener conocimiento.

5) Incluso podrían, aumentando el respeto que tienen por Dios e imprimiendo escandalosamente que lo llena todo con su presencia, disminuir el número de peregrinos a La Meca, con gran detrimento de la salud de las almas.

6) Atendiendo a estas y otras causas, para edificación de los fieles y en pro del bien de sus almas, les prohibimos por siempre jamás leer ningún libro, bajo pena de condenación eterna. Y, temiendo que la tentación diabólica les induzca a instruirse, prohibimos a los padres y a las madres que enseñen a leer a sus hijos, bajo pena de condenación eterna. Y para prevenir cualquier infracción de nuestra ordenanza, les prohibimos expresamente pensar, bajo las mismas penas; exhortamos a todos los verdaderos creyentes para que denuncien ante nuestra oficialidad a cualquiera que haya pronunciado cuatro frases bien coordinadas de las que pudiera inferirse un sentido claro y neto. Ordenamos que en todas las conversaciones hay que servirse de términos que no signifiquen nada, según el antiguo uso de la Sublime Puerta.

Y para impedir que vaya a entrar algún pensamiento de contrabando en la sagrada ciudad imperial, hacemos especial encargo al primer médico de su alteza, nacido en algún remoto pantano del cansado Occidente septentrional; pues dicho médico, que ya ha matado a cuatro augustas personas de la familia otomana, está más interesado que nadie en evitar la menor introducción de conocimientos en el país; por la presente le conferimos el poder de capturar toda idea que se presente por escrito o de palabra ante las puertas de la ciudad y le ordenamos que traiga dicha idea atada de pies y manos ante nuestra presencia para que le inflijamos el castigo que nos parezca más conveniente.

Dado en nuestro palacio, el día 7 de la luna de Maharem, en el año 1143 de la hégira

miércoles, 18 de noviembre de 2015

STRANGERS IN THE NIGHT (Sandra Sánchez)


Vuelven a ser invisibles otra vez, como dos extraños, como si aún no se hubieran conocido por casualidad en la cola de aquel cine del centro.

Se esfuerzan por recuperarse: él le lleva el desayuno a la cama y ella le prepara con esmero su comida favorita. Resulta inútil. Ya son transparentes; y al mirarse en ese espejo, que cada uno de ellos representa para el otro, no son capaces de ver siquiera un reflejo de lo que fueron.

En la cama intentan juntar sus pies, pero el tacto gélido de la nada se vuelve insoportable.

El amor es ciego, decían.

martes, 17 de noviembre de 2015

NON SERVIAM (Vicente Huidobro)

Y he aquí que una buena mañana, después de una noche de preciosos sueños y delicadas pesadillas, el poeta se levanta y grita a la madre Natura: Non serviam.
Con toda la fuerza de sus pulmones, un eco traductor y optimista repite en las lejanías: "No te serviré."
La madre Natura iba ya a fulminar al joven poeta rebelde, cuando éste, quitándose el sombrero y haciendo un gracioso gesto, exclamó: "Eres una viejecita encantadora."
Ese non serviam quedó grabado en una mañana de la historia del mundo. No era un grito caprichoso, no era un acto de rebeldía superficial. Era el resultado de toda una evolución, la suma de múltiples experiencias.
El poeta, en plena conciencia de su pasado y de su futuro, lanzaba al mundo la declaración de su independencia frente a la naturaleza.
Ya no quiere servirla más en calidad de esclavo.
El poeta dice a sus hermanos: "Hasta ahora no hemos hecho otra cosa que imitar al mundo en sus aspectos, no hemos creado nada. ¿Qué ha salido de nosotros que no estuviera antes parado ante nosotros, rodeando nuestros ojos, desafiando nuestros pies o nuestras manos?"
"Hemos cantado a la naturaleza (cosa que a ella bien poco le importa). Nunca hemos creado realidades propias, como ella lo hace o lo hizo en tiempos pasados, cuando era joven y llena de impulsos creadores."
"Hemos aceptado, sin mayor reflexión, el hecho de que no puede haber otras realidades que las que nos rodean, y no hemos pensado que nosotros también podemos crear realidades en un mundo nuestro, en un mundo que espera su fauna y su flora propias. Flora y fauna que sólo el poeta puede crear, por ese don especial que le dio la misma Madre Naturaleza a él y únicamente a él."
Non serviam. No he de ser tu esclavo, madre Natura; seré tu amo. Te servirás de mí; está bien. No quiero y no puedo evitarlo; pero yo también me serviré de ti. Yo tendré mis árboles que no serán como los tuyos, tendré mis montañas, tendré mis ríos y mis mares, tendré mi cielo y mis estrellas.
Y ya no podrás decirme: "Ese árbol está mal, no me gusta ese cielo..., los míos son mejores."
Yo te responderé que mis cielos y mis árboles son los míos y no los tuyos y que no tienen por qué parecerse. Ya no podrás aplastar a nadie con tus pretensiones exageradas de vieja chocha y regalona. Ya nos escapamos de tu trampa.
Adiós, viejecita encantadora; adiós, madre y madrastra, no reniego ni te maldigo por los años de esclavitud a tu servicio. Ellos fueron la más preciosa enseñanza. Lo único que deseo es no olvidar nunca tus lecciones, pero ya tengo edad para andar solo por estos mundos. Por los tuyos y por los míos.
Una nueva era comienza. Al abrir sus puertas de jaspe, hinco una rodilla en tierra y te saludo muy respetuosamente.

NI TÚ NI YO SOMOS LOS MISMOS (Ramiro Calle)


El Buda fue el hombre más despierto de su época. Nadie como él comprendió el sufrimiento humano y desarrolló la benevolencia y la compasión. Entre sus primos, se encontraba el perverso Devadatta, siempre celoso del maestro y empeñado en desacreditarlo e incluso dispuesto a matarlo.

Cierto día que el Buda estaba paseando tranquilamente, Devadatta, a su paso, le arrojó una pesada roca desde la cima de una colina, con la intención de acabar con su vida. Sin embargo, la roca sólo cayó al lado del Buda y Devadatta no pudo conseguir su objetivo. El Buda se dio cuenta de los sucedido y permaneció impasible, sin perder la sonrisa de los labios.

Días después, el Buda se cruzó con su primo y lo saludó afectuosamente. Muy sorprendido, Devadatta preguntó:

-¿No estás enfadado, señor?

-No, claro que no.

Sin salir de su asombro, inquirió:

-¿Por qué?

Y el Buda dijo:

-Porque ni tú eres ya el que arrojó la roca, ni yo soy ya el que estaba allí cuando fue arrojada.

El Maestro dice: 

Para el que sabe ver, todo es transitorio; para el que sabe amar, todo es perdonable.

lunes, 16 de noviembre de 2015

LA TRAMA -haikus- (Aitor Suárez)


¿Qué o quién escribe
el entero Argumento,
el total Guion?


Ese libreto
del que supuestamente
no es autor nadie.


La veraz trama.
El relato real:
el que va en serio.


Lo no ficticio.
Lo que no pide ser
imaginado.



El anticuento:
el “érase una vez…
lo que sí pasa”.


Una subtrama
de la global Novela,
en cada vida.


Un figurante
del supremo Teatro,
en cada ser.


¿Quién no simula?
¿Quién no es actor o actriz?
¿Quién no interpreta?


¿Y quién no finge
hasta el punto de no
saber que finge?


Hoy como ayer:
maquíllate, disfrázate
y sal a escena.


¿Y ahora qué debe
decir, qué debe hacer
mi personaje?


¿Quién te ha asignado
este rol en la trama,
este papel?


Si te quitases
la máscara… Si te
des-disfrazases…


De ti, ¿qué parte
es postiza?; y ¿cuál
es tuya propia?


Ni sé qué trozo
es máscara, ni sé
qué trozo es piel.


La trama sigue,
la narración avanza
pero ¿hacia dónde?


Realidad:
el único relato
que no es un cuento.


lunes, 2 de noviembre de 2015

LAS GROSELLAS (Anton Chéjov)


Aún desde la mañana temprana todo el cielo se había cubierto de nubes lluviosas, había calma, no hacía calor y era aburrido, como sucede en los días grises, nublados, cuando las nubes se ciernen ya hace tiempo sobre el campo y esperas la lluvia, pero ésta no llega. El médico veterinario Iván Ivánich y el maestro de gimnasio Búrkin ya estaban cansados de andar, y el campo les parecía ilimitado. En la lejanía de adelante se veían apenas los molinos de viento de la aldea Mironosítzki, a la derecha se extendían y después se esfumaban en la lejanía una serie de colinas, y ambos sabían que eso eran las orillas del río, que allí estaban las praderas, los sauces verdes, las haciendas, y que si uno se paraba en una de las colinas, pues se veía desde allí un campo inmenso, el telégrafo y el tren, que desde lejos parecía un gusano que se arrastra, y con tiempo claro se veía desde allí incluso la ciudad. Ahora, con tiempo calmo, cuando toda la naturaleza parecía dócil y pensativa, Iván Ivánich y Búrkin estaban llenos de amor hacia ese campo, y ambos pensaban en cuán grandioso, cuán hermoso era su país.

-La vez pasada, cuando estuvimos en el cobertizo del alcalde Prokófiev, -dijo Búrkin, -usted se disponía a contar cierta historia.

-Sí, yo quería contarle entonces algo sobre mi hermano.

Iván Ivánich suspiró de modo alargado y prendió su pipa para empezar a contar, pero en ese preciso momento empezó a llover. Y a los cinco minutos llovía ya fuerte, a cántaros, y era difícil prever cuándo terminaría. Iván Ivánich y Búrkin se detuvieron con reflexión; los perros, ya mojados, estaban parados con las colas encogidas, y los miraban con ternura.

-Tenemos que cubrirnos en algún lugar, -dijo Búrkin. –Vamos a casa de Aliójin. Es ahí cerca.

Voltearon hacia un costado y fueron siempre por un campo segado, ya derecho, ya tomando a la derecha, hasta que salieron al camino. Pronto aparecieron los álamos, el jardín, después los tejados rojizos de los graneros; brilló el río, y se desplegó la vista de un cauce ancho con un molino y una caseta blanca. Era Sófino, donde vivía Aliójin.

El molino laboraba, apagando el ruido de la lluvia, la presa temblaba. Allí, junto a las telegas, estaban parados los caballos mojados, con las cabezas bajas, y andaban personas cubiertas con sacos. Había humedad, fango, no era acogedor, y el aspecto del cauce era frío, maligno. Iván Ivánich y Búrkin ya sentían una sensación de humedad, suciedad y embarazo en todo el cuerpo, los pies les pesaban por el fango, y cuando, pasando la presa, subieron hacia los graneros señoriales, callaban, como enojados el uno con el otro.

En uno de los graneros sonaba una aventadora, la puerta estaba abierta, y por ésta salía polvo. En el umbral estaba parado el mismo Aliójin, un hombre de unos cuarenta años, alto, grueso, de cabellos largos, más parecido a un profesor o a un pintor que a un hacendado. Llevaba una camisa blanca, no lavada hacía tiempo, con un cinto de cuerda, en lugar de pantalón unos calzones, y las botas llenas de fango y paja también. Su nariz y sus ojos estaban negros de polvo. Reconoció a Iván Ivánich y a Búrkin, y por lo visto se alegró mucho.

-Dígnense, señores, venir a la casa, -dijo sonriendo. –Yo voy ahora, en un minuto.

La casa era grande, de dos pisos. Aliójin vivía abajo, en dos habitaciones abovedadas y con ventanas pequeñas, donde alguna vez vivieron los intendentes; había allí un ambiente sencillo, y olía a pan de centeno, vodka barato y arneses. Arriba, a las habitaciones principales, iba rara vez, sólo cuando venían los visitantes. A Iván Ivánich y Búrkin los recibió en la casa la sirvienta, una mujer joven tan bonita, que ambos se detuvieron a la vez y se echaron una mirada el uno al otro.

-No se pueden imaginar, cómo me alegra verlos, señores, -decía Aliójin, entrando tras ellos al vestíbulo. -¡Pues no lo esperaba! Pelaguéya, -se dirigió a la sirvienta, -déles algo a los visitantes para cambiarse. Y a propósito, yo también me voy a cambiar. Sólo tengo que ir a bañarme primero, pues me parece que no me he bañado desde la primavera. ¿No quieren acaso, señores, ir a la caseta, mientras disponen todo aquí?

La bonita Pelaguéya, tan delicada y de aire tan suave, trajo sábanas y jabón, y Aliójin fue con los visitantes a la caseta.

-Sí, hacía tiempo ya que no me bañaba -decía desvistiéndose. Mi caseta, como ven, es buena, la construyó mi padre, pero parece que nunca hay tiempo para bañarse.

Se sentó en el banquito y se enjabonó los cabellos largos y el cuello, y el agua a su alrededor se ponía marrón.

-Sí, lo confieso… -profirió Iván Ivánich, mirando su cabeza de modo significativo.

-Hacía tiempo ya que no me bañaba… -repitió Aliójin confundido, y se enjabonó otra vez, y el agua a su alrededor se ponía azul oscuro, como la tinta.

Iván Ivánich salió afuera, se lanzó al agua con estrépito y nadó bajo la lluvia, dando amplias brazadas, y de él salían ondas, y sobre las ondas se mecían los lirios blancos; nadó hasta el mismo medio del cauce y se zambulló, y al minuto apareció en otro lugar y siguió nadando, y siempre se zambullía, intentando alcanzar el fondo. “Ah, Dios mío… -repetía disfrutando. –Ah, Dios mío…” Nadó hasta el molino, habló de algo allí con los mujíks y volvió atrás, y en el medio del cauce se aboyó, poniendo su rostro bajo la lluvia. Búrkin y Aliójin ya se habían vestido y se disponían a irse, y él seguía nadando y se zambullía.

-Ah, Dios mío… -decía. –Ah, apiádate Señor.

-¡Ya tiene! –le gritó Búrkin.

Volvieron a la casa. Y sólo cuando prendieron la lámpara en la sala grande arriba, y Búrkin e Iván Ivánich, vestidos con batas de seda y pantuflas cálidas, estaban sentados en las butacas, y el mismo Aliójin bañado, peinado, con una levita nueva, andaba por la sala, evidentemente, sintiendo con placer el calor, la limpieza, la ropa seca, el calzado ligero, y cuando la bonita Pelaguéya, pisando por la alfombra sin hacer ruido y sonriendo con suavidad, sirvió en una bandeja té con mermelada, sólo entonces Iván Ivánich procedió al cuento, y parecía que lo escuchaban no sólo Búrkin y Aliójin, sino asimismo las damas viejas y jóvenes y los militares, que miraban serenos y severos desde los marcos dorados.

-Somos dos hermanos, -empezó, -yo, Iván Ivánich, y el otro, Nikolai Ivánich, dos años más joven. Yo fui por el lado de las ciencias, me hice veterinario, y Nikolai, ya desde los diecinueve años, estaba en la cámara pública. Nuestro padre, Chimshá-Guimaláiskii, era de los cantonistas, pero después de servir hasta el rango de oficial, nos dejó una nobleza de herencia y una pequeña posesión. Después de su muerte, nos quitaron la posesión por deudas, pero, sea como sea, pasamos la infancia en el campo, en libertad. Nosotros, de todas formas, como niños campesinos, nos pasábamos los días y las noches en el campo, en el bosque, cuidábamos los caballos, quitábamos el líber, pescábamos, y demás cosas por el estilo… Y ustedes saben, el que cazó un erizo, siquiera, una vez en su vida, o vio los zorzales volando en otoño, cómo pasan en bandadas por el pueblo en los días claros y frescos, ése ya no es un habitante de la ciudad, y hasta su misma muerte le va a atraer la libertad. Mi hermano sentía añoranza en la cámara pública. Los años pasaban, y él sentado en el mismo lugar, escribiendo los mismos papeles y pensando siempre en lo mismo, en cómo irse al campo. Y esa añoranza, poco a poco, se le convirtió en un deseo definido, en el sueño de comprarse una hacienda pequeña en algún lugar, a la orilla de un río o un lago.

Era un hombre bueno, dócil, yo lo quería, pero ese deseo de encerrarse para toda la vida en su hacienda personal, yo nunca lo compartí. Se acostumbra a decir que el hombre sólo necesita tres arshíns de tierra. Pero es que tres arshíns los necesita un cadáver, no un hombre. Y dicen asimismo, que si nuestra intelectualidad siente atracción por la tierra y aspira a una hacienda, pues eso es bueno. Pero es que esas haciendas son los mismos tres arshínes de tierra. Irse de la ciudad, de la lucha, del ruido mundano, irse y esconderse en su hacienda, eso no es vida, eso es egoísmo, pereza, eso es una suerte de monaquismo, pero un monaquismo sin hazaña. El hombre necesita no tres arshínes de tierra, no una hacienda, sino todo el globo terráqueo, toda la naturaleza, para que pueda manifestar en su amplitud todas las cualidades y propiedades de su espíritu libre.

Mi hermano Nikolai, sentado en su cancillería, soñaba con cómo se comería su schi personal, del que saldría un olor sabroso por todo el patio, con comer en la hierba verde, dormir al sol, estar sentado por horas enteras en un banquito tras los portones, y mirar el campo y el bosque. Los libritos agrícolas y todos esos consejos de los calendarios eran su alegría, su alimento espiritual preferido; le gustaba también leer los periódicos, pero leía sólo los anuncios, de que se vendían tantas desiatinas de labrados y praderas con hacienda, río, jardín y molino, con estanques de agua corriente. Y se pintaba en su cabeza los senderos del jardín, las flores, las frutas, los nidos, los carasios en los estanques, ¿y saben?, todas esas cosas. Esos cuadros que se imaginaba eran distintos, según los anuncios que hallaba, pero por alguna razón en cada uno, había seguro grosellas. No se podía imaginar ni una hacienda, ni un rincón poético que no tuviera grosellas.

-La vida campestre tiene sus comodidades, -decía en ocasiones. Estás sentado en el balcón, tomando té, y tus patitos nadando en el estanque, huele tan bien… y la grosella creciendo.

Trazaba el plan de su posesión, y cada vez le salía lo mismo en el plan: a) la casa señorial; b) la casa de la servidumbre; c) el huerto; d) las grosellas. Vivía de modo mezquino: comía poco, bebía poco, se vestía Dios sabe cómo, como un mendigo, y siempre ahorrando y poniendo su dinero en el banco. Era terriblemente tacaño. A mí me dolía verlo, y le daba algo, y le mandaba en las fiestas, pero él escondía eso también. Si al hombre se le metió la idea, pues no puedes hacer nada.

Pasaron los años, lo trasladaron a otro gobierno, ya andaba por los cuarenta, y él leyendo los anuncios de los periódicos y ahorrando. Después oí que se casaba. Siempre con el mismo objetivo, para comprarse una hacienda con grosellas; se casó con una viuda vieja, no bonita, sin ningún sentimiento, y sólo porque ella tenía dinero. Vivió con ella también de modo mezquino, la tenía con hambre, y puso su dinero en un banco a su nombre. Antes, ella había estado casada con un administrador de correos, y se había habituado con él a los pasteles y a los licores, y con el segundo marido no veía ni el pan negro en abundancia; se empezó a marchitar con esa vida, y a los tres años agarró y le dio el alma a Dios. Y por supuesto, mi hermano no pensó ni por un instante que era culpable de su muerte. El dinero, como el vodka, hacen del hombre un excéntrico. En nuestra ciudad se murió un mercader. Antes de morir, ordenó que le sirvieran un plato de miel, y se comió todo su dinero y los billetes de lotería con la miel, para que no le tocaran a nadie. Una vez, en la estación, yo revisaba un rebaño, y en ese momento un señorito cayó bajo la locomotora, y le cortó la pierna. Lo llevamos a la sala de admisión, suelta sangre, un asunto terrible, y él rogando que le busquen la pierna, y se inquieta; en la bota de la pierna cortada había veinte rublos, como que no se pierdan.

-Eso ya es de otra ópera, -dijo Búrkin.

-Después de la muerte de su mujer -continuó Iván Ivánich, pensado medio minuto, -mi hermano empezó a buscarse una posesión. Por supuesto, puedes buscar cinco años, y de todas formas, al final de todo, te equivocas, y no compras en absoluto eso con que soñabas. Mi hermano Nikolai compró a través de un comisionista, con traspaso de deuda, ciento doce desiatíanas con una casa señorial, una casa de servidumbre y un parque, pero sin el jardín frutal, sin las grosellas y sin el estanque con los patitos; había un río, pero el agua era de color café, porque a un lado de la posesión había una fábrica de ladrillos, y del otro lado una fábrica de quema de hueso. Pero mi Nikolai Ivánich no se puso muy triste; encargó veinte arbustos de grosellas, los sembró y empezó a vivir como un hacendado.

El año pasado fui a visitarlo. Voy a ver, pensaba, cómo y qué hay allá. En sus cartas mi hermano llamaba a su posesión así: Baldío Chumbaróklov, actual Guimaláiskii. Llegué al actual Guimaláiskii después del mediodía. Hacía calor. Por todas partes las zanjas, las vallas, los huertos, los pinos plantados en hileras, y no sabías cómo pasar al patio ni dónde poner el caballo. Voy a la casa, y sale a mi encuentro un perro rojizo, gordo, parecido a un cerdo. Quiere ladrar, pero le da pereza. Sale de la cocina una cocinera descalza, gorda, parecida a un cerdo también, y dice que el señor descansa después de almuerzo. Entro a la habitación de mi hermano, está sentado en la cama, con las rodillas cubiertas por la cobija; envejeció, engordó, se puso adiposo; las mejillas, la nariz y los labios se extienden hacia adelante; si te descuidas, gruñe bajo la cobija.

Nos abrazamos y lloramos de júbilo, y por la idea triste de que alguna vez fuimos jóvenes, y ahora ambos estábamos canosos, y ya era hora de morir. Se vistió y me llevó a ver su posesión.

-Bueno, ¿cómo vives aquí? –le pregunté.

-Pues no mal, gracias a Dios, vivo bien.

Ya no era el tímido, antiguo pobretón-funcionario, sino un verdadero hacendado, un señor. Se había amoldado allí, habituado, tomado el gusto; comía mucho, se bañaba en el baño, engordaba, ya había pleiteado con la sociedad y las dos fábricas, y se ofendía mucho cuando los mujíks no lo llamaban “su excelencia”. Y se preocupaba por su alma de modo respetable, a lo señorial, y hacía buenas obras no con un aire sencillo, sino con importancia. ¿Y cuáles buenas obras? Curaba a los mujíks de todas las enfermedades con soda y aceite de ricino, y en sus días de santo oficiaba por los pueblos rogativas de beneficio, y después ponía medio balde, pensaba que así era necesario. ¡Ah, esos medios baldes horribles! Hoy, el hacendado gordo llevaba a los mujíks, por holladura, a donde el jefe del zémstvo, y mañana, el día solemne, les ponía medio balde, y éstos tomaban y gritaban hurra, y borrachos, se inclinaban a sus pies. El cambio hacia una vida mejor, la saciedad, la ociosidad desarrollan en el hombre ruso la presunción más descarada. Nikolai Ivánich, que alguna vez en la cámara pública tuvo miedo de tener ideas personales, incluso para sí en privado, ahora sólo decía verdades, y en tal tono, como un ministro: “La educación es necesaria, pero para el pueblo es prematuro”, “los castigos corporales, en general, son nocivos, pero en ciertos casos son útiles e insustituibles”.

-Yo conozco al pueblo y sé tratarlo -decía. –A mí el pueblo me quiere. Me basta sólo mover un dedo, y el pueblo hará para mí todo lo que yo quiera.

Y todo eso, adviertan, lo decía con una sonrisa inteligente, bondadosa. Repitió unas veinte veces: “nosotros, los nobles”, “yo, como noble”; evidentemente, ya no recordaba que nuestro abuelo había sido mujík, y nuestro padre soldado. Incluso nuestro apellido, Chimshá-Guimaláiskii, en esencia impropio, le parecía ahora sonoro, ilustre y muy agradable.

Pero el asunto no está en él, sino en mí mismo. Yo quiero contarles qué cambio se produjo en mí en esas pocas horas, mientras estaba en su hacienda. Por la tarde, cuando tomábamos té, la cocinera sirvió en la mesa un plato lleno de grosellas. Éstas no eran compradas, sino sus grosellas personales, recogidas por primera vez desde que habían sembrado los arbustos. Nikolai Ivánich se echó a reír y, por un instante, miró las grosellas callado, con lágrimas, no podía hablar por la emoción, después se puso en la boca una uva, me echó una mirada con el aire triunfal de un niño que, finalmente, recibió su juguete preferido, y dijo:

-¡Qué rico!

Y comía con avidez, y siempre repetía:

-¡Ah, qué rico! ¡Prueba tú!

Estaba dura y ácida, pero como dijo Púshkin, “la tiniebla de la verdad nos es más preciada que el engaño que ensalza”. Yo veía a un hombre feliz, cuyo sueño secreto se había realizado de un modo tan evidente, que había alcanzado su objetivo en la vida, había recibido lo que quería, que estaba satisfecho con su destino, consigo mismo. A mis ideas sobre la felicidad humana, siempre, por algo, se añadía algo triste, pero ahora, ante la visión de un hombre feliz, se apoderó de mí una sensación penosa, cercana a la desolación. En particular, era penoso por la noche. Me hicieron la cama en una habitación, junto al dormitorio de mi hermano, y yo oía cómo él no dormía, y cómo se levantaba y se acercaba al plato de grosellas, y tomaba una. Yo pensaba: ¡en esencia, cuántos hombres satisfechos y felices hay! ¡Qué fuerza tan aplastante! Échenle un vistazo a esta vida: el descaro y la ociosidad de los fuertes, la ignorancia y la bestialidad de los débiles, alrededor una pobreza imposible, la estrechez, la decadencia, la embriaguez, la hipocresía, la mentira… Entre tanto, en todas las casas y en las calles el silencio, la tranquilidad; de cincuenta mil que viven en la ciudad, ni uno que grite, que se perturbe en voz alta. Vemos a los que van al mercado por productos, comen de día, duermen de noche, dicen sus tonterías, se casan, envejecen, llevan a sus difuntos al cementerio de modo bondadoso; pero no vemos ni oímos a los que sufren, y lo terrible de la vida pasa en algún lugar, entre bambalinas. Todo está en silencio, tranquilo, y sólo protesta la muda estadística: tantos se volvieron locos, tantos baldes bebidos, tantos niños murieron de inanición… Y este orden, evidentemente, es necesario; evidentemente, el feliz se siente bien, sólo porque los infelices llevan su carga callados, y sin ese callar, la felicidad sería imposible. Es una hipnosis general. Es necesario que en la puerta de cada hombre satisfecho, feliz, esté parado alguien con un martillo, y le recuerde con un martillazo, de modo constante, que hay hombres infelices, que, por muy feliz que él sea, la vida tarde o temprano le enseñará sus garras, llegará la desgracia, la enfermedad, la pobreza, la pérdida, y nadie lo verá ni lo oirá a él, como él no ve ni oye ahora a los otros. Pero no hay el hombre con el martillo, el feliz vive a su gusto, y las pequeñas preocupaciones mundanas lo inquietan levemente, como el viento al roble, y todo está a favor.

-Esa noche entendí cuán satisfecho y feliz estaba yo también, -continuó Iván Ivánich, levantándose. –Yo también, en el almuerzo y en la caza, enseñaba cómo vivir, cómo creer, cómo dirigir al pueblo. Yo también decía que el estudio era la luz, que la educación era necesaria, pero que para las gentes sencillas, por ahora, era suficiente sólo saber leer y escribir. La libertad es un bien, decía, sin ésta no se puede vivir, como sin el aire, pero hay que esperar. Sí, yo decía así, y ahora digo: ¿en nombre de qué esperar? –preguntó Iván Ivánich, mirando enojado a Búrkin.

-¿En nombre de qué esperar?, le pregunto. ¿En nombre de qué argumentos? Me dicen que no todo de una vez, que cada idea se realiza en la vida gradualmente, a su tiempo. ¿Pero quién dice eso? ¿Dónde están las pruebas, de que eso es justo? Ustedes se remiten al orden natural de las cosas, a la ley de los fenómenos, pero, ¿hay acaso orden y ley en el hecho de que yo, un hombre vivo, pensante, estoy parado ante un foso, y espero a que se cubra por sí mismo, o se llene de lodo, al mismo tiempo que yo, acaso, podría saltarlo o construir un puente sobre éste? ¿Y de nuevo, en nombre de qué esperar? ¡Esperar a que no haya fuerzas para vivir, y entre tanto es necesario vivir, y se quiere vivir!

Me fui de casa de mi hermano por la mañana temprano, y desde entonces no soporté estar en la ciudad. A mí me oprime el silencio y la tranquilidad, me da miedo mirar por las ventanas, ya que para mí ahora no hay visión más penosa que una familia feliz, sentada a la mesa y tomando té. Yo ya estoy viejo y no sirvo para la lucha, y soy incapaz incluso de odiar. Yo sólo sufro de alma, me irrito, me fastidio, me arde la cabeza por las noches, por el aluvión de ideas, y no puedo dormir… ¡Ah, si yo fuera joven!

Iván Ivánich se paseó con inquietud de una esquina a la otra, y repitió:

-¡Si yo fuera joven!

De pronto se acercó a Aliójin, y le empezó a estrechar ya una mano, ya la otra.

-¡Pável Konstantínich -profirió con voz suplicante, -no se anquilose, no se permita dormirse! ¡Mientras sea joven, fuerte, vigoroso, no se canse de hacer el bien! La felicidad no existe y no debe existir, y si en la vida hay un sentido y un objetivo, pues ese sentido y ese objetivo, en general, no están en nuestra felicidad, sino en algo más racional y grandioso. ¡Haga el bien!

Y todo eso Iván Ivánich lo profirió con una sonrisa lastimera, suplicante, como si pidiera personalmente para sí mismo.

Después, los tres se quedaron sentados en las butacas, en distintas esquinas de la sala, y callaron. El cuento de Iván Ivánich no satisfizo ni a Búrkin ni a Aliójin. Escuchar el cuento de un pobretón-funcionario que comía grosellas, mientras los generales y las damas, que en el crepúsculo parecían vivos, miraban desde los marcos dorados, fue aburrido. Habrían preferido hablar y oír de personas elegantes, de mujeres. Y el hecho de que estaban sentados en una sala, donde todo –la araña con la funda, las butacas y las alfombras bajo los pies –hablaban de que por aquí, alguna vez, pasaron, se sentaron y tomaron té esas mismas personas que miraban ahora desde los marcos, y el hecho de que pasara por allí ahora la bonita Pelaguéya sin hacer ruido, era mejor que todos los cuentos.

A Aliójin le dieron fuertes deseos de dormir; se había levantado a trabajar temprano, a las tres de la mañana, y ahora se le cerraban los ojos, pero temía que los visitantes empezaran a contar algo interesante en su ausencia, y no se iba. Si era inteligente, si era justo lo que recién decía Iván Ivánich, en eso no se detenía; los visitantes no hablaban de granos, ni de heno, ni de alquitrán, sino de algo que no tenía relación directa con su vida, y estaba contento, y quería que continuaran…

-Pero es hora de dormir, -dijo Búrkin, levantándose. –Permítanme desearle buenas noches.

Aliójin se despidió y fue a su habitación abajo, y los visitantes se quedaron arriba. A ambos les asignaron para la noche una habitación grande, donde había dos viejas camas de madera con adornos tallados, y en la esquina había un crucifijo de marfil; sus camas anchas, frescas, que había hecho la bonita Pelaguéya, olían gratamente a ropa de cama fresca.

Iván Ivánich, callado, se desvistió y se acostó.

-¡Señor, perdónanos a los pecadores! –profirió, y se cubrió hasta la cabeza.

Su pipa, que yacía en la mesa, olía fuerte a tabaco, y Búrkin no se durmió en largo tiempo, y no podía entender de ningún modo de dónde venía ese olor pesado.

La lluvia golpeó en la ventana toda la noche.

LOS ASESINOS (Ernest Hemingway)


La puerta del restaurante de Henry se abrió y entraron dos hombres que se sentaron al mostrador.

-¿Qué van a pedir? -les preguntó George.

-No sé -dijo uno de ellos-. ¿Tú qué tienes ganas de comer, Al?

-Qué sé yo -respondió Al-, no sé.

Afuera estaba oscureciendo. Las luces de la calle entraban por la ventana. Los dos hombres leían el menú. Desde el otro extremo del mostrador, Nick Adams, quien había estado conversando con George cuando ellos entraron, los observaba.

-Yo voy a pedir costillitas de cerdo con salsa de manzanas y puré de papas -dijo el primero.

-Todavía no está listo.

-¿Entonces para qué carajo lo pones en la carta?

-Esa es la cena -le explicó George-. Puede pedirse a partir de las seis.

George miró el reloj en la pared de atrás del mostrador.

-Son las cinco.

-El reloj marca las cinco y veinte -dijo el segundo hombre.

-Adelanta veinte minutos.

-Bah, a la mierda con el reloj -exclamó el primero-. ¿Qué tienes para comer?

-Puedo ofrecerles cualquier variedad de sándwiches -dijo George-, jamón con huevos, tocineta con huevos, hígado y tocineta, o un bisté.

-A mí dame suprema de pollo con arvejas y salsa blanca y puré de papas.

-Esa es la cena.

-¿Será posible que todo lo que pidamos sea la cena?

-Puedo ofrecerles jamón con huevos, tocineta con huevos, hígado…

-Jamón con huevos -dijo el que se llamaba Al. Vestía un sombrero hongo y un sobretodo negro abrochado. Su cara era blanca y pequeña, sus labios angostos. Llevaba una bufanda de seda y guantes.

-Dame tocineta con huevos -dijo el otro. Era más o menos de la misma talla que Al. Aunque de cara no se parecían, vestían como gemelos. Ambos llevaban sobretodos demasiado ajustados para ellos. Estaban sentados, inclinados hacia adelante, con los codos sobre el mostrador.

-¿Hay algo para tomar? -preguntó Al.

-Gaseosa de jengibre, cerveza sin alcohol y otras bebidas gaseosas -enumeró George.

-Dije si tienes algo para tomar.

-Sólo lo que nombré.

-Es un pueblo caluroso este, ¿no? -dijo el otro- ¿Cómo se llama?

-Summit.

-¿Alguna vez lo oíste nombrar? -preguntó Al a su amigo.

-No -le contestó éste.

-¿Qué hacen acá a la noche? -preguntó Al.

-Cenan -dijo su amigo-. Vienen acá y cenan de lo lindo.

-Así es -dijo George.

-¿Así que crees que así es? -Al le preguntó a George.

-Seguro.

-Así que eres un chico vivo, ¿no?

-Seguro -respondió George.

-Pues no lo eres -dijo el otro hombrecito-. ¿No es cierto, Al?

-Se quedó mudo -dijo Al. Giró hacia Nick y le preguntó-: ¿Cómo te llamas?

-Adams.

-Otro chico vivo -dijo Al-. ¿No es vivo, Max?

-El pueblo está lleno de chicos vivos -respondió Max.

George puso las dos bandejas, una de jamón con huevos y la otra de tocineta con huevos, sobre el mostrador. También trajo dos platos de papas fritas y cerró la portezuela de la cocina.

-¿Cuál es el suyo? -le preguntó a Al.

-¿No te acuerdas?

-Jamón con huevos.

-Todo un chico vivo -dijo Max. Se acercó y tomó el jamón con huevos. Ambos comían con los guantes puestos. George los observaba.

-¿Qué miras? -dijo Max mirando a George.

-Nada.

-Cómo que nada. Me estabas mirando a mí.

-En una de esas lo hacía en broma, Max -intervino Al.

George se rió.

-Tú no te rías -lo cortó Max-. No tienes nada de qué reírte, ¿entiendes?

-Está bien -dijo George.

-Así que piensas que está bien -Max miró a Al-. Piensa que está bien. Esa sí que está buena.

-Ah, piensa -dijo Al. Siguieron comiendo.

-¿Cómo se llama el chico vivo ése que está en la punta del mostrador? -le preguntó Al a Max.

-Ey, chico vivo -llamó Max a Nick-, anda con tu amigo del otro lado del mostrador.

-¿Por? -preguntó Nick.

-Porque sí.

-Mejor pasa del otro lado, chico vivo -dijo Al. Nick pasó para el otro lado del mostrador.

-¿Qué se proponen? -preguntó George.

-Nada que te importe -respondió Al-. ¿Quién está en la cocina?

-El negro.

-¿El negro? ¿Cómo el negro?

-El negro que cocina.

-Dile que venga.

-¿Qué se proponen?

-Dile que venga.

-¿Dónde se creen que están?

-Sabemos muy bien dónde estamos -dijo el que se llamaba Max-. ¿Parecemos tontos acaso?

-Por lo que dices, parecería que sí -le dijo Al-. ¿Qué tienes que ponerte a discutir con este chico? -y luego a George-: Escucha, dile al negro que venga acá.

-¿Qué le van a hacer?

-Nada. Piensa un poco, chico vivo. ¿Qué le haríamos a un negro?

George abrió la portezuela de la cocina y llamó:

-Sam, ven un minutito.

El negro abrió la puerta de la cocina y salió.

-¿Qué pasa? -preguntó. Los dos hombres lo miraron desde el mostrador.

-Muy bien, negro -dijo Al-. Quédate ahí.

El negro Sam, con el delantal puesto, miró a los hombres sentados al mostrador:

-Sí, señor -dijo. Al bajó de su taburete.

-Voy a la cocina con el negro y el chico vivo -dijo-. Vuelve a la cocina, negro. Tú también, chico vivo.

El hombrecito entró a la cocina después de Nick y Sam, el cocinero. La puerta se cerró detrás de ellos. El que se llamaba Max se sentó al mostrador frente a George. No lo miraba a George sino al espejo que había tras el mostrador. Antes de ser un restaurante, el lugar había sido una taberna.

-Bueno, chico vivo -dijo Max con la vista en el espejo-. ¿Por qué no dices algo?

-¿De qué se trata todo esto?

-Ey, Al -gritó Max-. Acá este chico vivo quiere saber de qué se trata todo esto.

-¿Por qué no le cuentas? -se oyó la voz de Al desde la cocina.

-¿De qué crees que se trata?

-No sé.

-¿Qué piensas?

Mientras hablaba, Max miraba todo el tiempo al espejo.

-No lo diría.

-Ey, Al, acá el chico vivo dice que no diría lo que piensa.

-Está bien, puedo oírte -dijo Al desde la cocina, que con una botella de ketchup mantenía abierta la ventanilla por la que se pasaban los platos-. Escúchame, chico vivo -le dijo a George desde la cocina-, aléjate de la barra. Tú, Max, córrete un poquito a la izquierda -parecía un fotógrafo dando indicaciones para una toma grupal.

-Dime, chico vivo -dijo Max-. ¿Qué piensas que va a pasar?

George no respondió.

-Yo te voy a contar -siguió Max-. Vamos a matar a un sueco. ¿Conoces a un sueco grandote que se llama Ole Andreson?

-Sí.

-Viene a comer todas las noches, ¿no?

-A veces.

-A las seis en punto, ¿no?

-Si viene.

-Ya sabemos, chico vivo -dijo Max-. Hablemos de otra cosa. ¿Vas al cine?

-De vez en cuando.

-Tendrías que ir más seguido. Para alguien tan vivo como tú, está bueno ir al cine.

-¿Por qué van a matar a Ole Andreson? ¿Qué les hizo?

-Nunca tuvo la oportunidad de hacernos algo. Jamás nos vio.

-Y nos va a ver una sola vez -dijo Al desde la cocina.

-¿Entonces por qué lo van a matar? -preguntó George.

-Lo hacemos para un amigo. Es un favor, chico vivo.

-Cállate -dijo Al desde la cocina-. Hablas demasiado.

-Bueno, tengo que divertir al chico vivo, ¿no, chico vivo?

-Hablas demasiado -dijo Al-. El negro y mi chico vivo se divierten solos. Los tengo atados como una pareja de amigas en el convento.

-¿Tengo que suponer que estuviste en un convento?

-Uno nunca sabe.

-En un convento judío. Ahí estuviste tú.

George miró el reloj.

-Si viene alguien, dile que el cocinero salió. Si después de eso se queda, le dices que cocinas tú. ¿Entiendes, chico vivo?

-Sí -dijo George-. ¿Qué nos harán después?

-Depende -respondió Max-. Esa es una de las cosas que uno nunca sabe en el momento.

George miró el reloj. Eran las seis y cuarto. La puerta de la calle se abrió y entró un conductor de tranvías.

-Hola, George -saludó-. ¿Me sirves la cena?

-Sam salió -dijo George-. Volverá en alrededor de una hora y media.

-Mejor voy a la otra cuadra -dijo el chofer. George miró el reloj. Eran las seis y veinte.

-Estuviste bien, chico vivo -le dijo Max-. Eres un verdadero caballero.

-Sabía que le volaría la cabeza -dijo Al desde la cocina.

-No -dijo Max-, no es eso. Lo que pasa es que es simpático. Me gusta el chico vivo.

A las siete menos cinco George habló:

-Ya no viene.

Otras dos personas habían entrado al restaurante. En una oportunidad George fue a la cocina y preparó un sándwich de jamón con huevos “para llevar”, como había pedido el cliente. En la cocina vio a Al, con su sombrero hongo hacia atrás, sentado en un taburete junto a la portezuela con el cañón de un arma recortada apoyado en un saliente. Nick y el cocinero estaban amarrados espalda con espalda con sendas toallas en las bocas. George preparó el pedido, lo envolvió en papel manteca, lo puso en una bolsa y lo entregó. El cliente pagó y salió.

-El chico vivo puede hacer de todo -dijo Max-. Cocina y hace de todo. Harías de alguna chica una linda esposa, chico vivo.

-¿Sí? -dijo George- Su amigo, Ole Andreson, no va a venir.

-Le vamos a dar otros diez minutos -repuso Max.

Max miró el espejo y el reloj. Las agujas marcaban las siete en punto, y luego siete y cinco.

-Vamos, Al -dijo Max-. Mejor nos vamos de acá. Ya no viene.

-Mejor esperamos otros cinco minutos -dijo Al desde la cocina.

En ese lapso entró un hombre, y George le explicó que el cocinero estaba enfermo.

-¿Por qué carajo no consigues otro cocinero? -lo increpó el hombre- ¿Acaso no es un restaurante esto? -luego se marchó.

-Vamos, Al -insistió Max.

-¿Qué hacemos con los dos chicos vivos y el negro?

-No va a haber problemas con ellos.

-¿Estás seguro?

-Sí, ya no tenemos nada que hacer acá.

-No me gusta nada -dijo Al-. Es imprudente, tú hablas demasiado.

-Uh, qué te pasa -replicó Max-. Tenemos que entretenernos de alguna manera, ¿no?

-Igual hablas demasiado -insistió Al. Éste salió de la cocina, la recortada le formaba un ligero bulto en la cintura, bajo el sobretodo demasiado ajustado que se arregló con las manos enguantadas.

-Adiós, chico vivo -le dijo a George-. La verdad es que tuviste suerte.

-Cierto -agregó Max-, deberías apostar en las carreras, chico vivo.

Los dos hombres se retiraron. George, a través de la ventana, los vio pasar bajo el farol de la esquina y cruzar la calle. Con sus sobretodos ajustados y esos sombreros hongos parecían dos artistas de variedades. George volvió a la cocina y desató a Nick y al cocinero.

-No quiero que esto vuelva a pasarme -dijo Sam-. No quiero que vuelva a pasarme.

Nick se incorporó. Nunca antes había tenido una toalla en la boca.

-¿Qué carajo…? -dijo pretendiendo seguridad.

-Querían matar a Ole Andreson -les contó George-. Lo iban a matar de un tiro ni bien entrara a comer.

-¿A Ole Andreson?

-Sí, a él.

El cocinero se palpó los ángulos de la boca con los pulgares.

-¿Ya se fueron? -preguntó.

-Sí -respondió George-, ya se fueron.

-No me gusta -dijo el cocinero-. No me gusta para nada.

-Escucha -George se dirigió a Nick-. Tendrías que ir a ver a Ole Andreson.

-Está bien.

-Mejor que no tengas nada que ver con esto -le sugirió Sam, el cocinero-. No te conviene meterte.

-Si no quieres no vayas -dijo George.

-No vas a ganar nada involucrándote en esto -siguió el cocinero-. Mantente al margen.

-Voy a ir a verlo -dijo Nick-. ¿Dónde vive?

El cocinero se alejó.

-Los jóvenes siempre saben qué es lo que quieren hacer -dijo.

-Vive en la pensión Hirsch -George le informó a Nick.

-Voy para allá.

Afuera, las luces de la calle brillaban por entre las ramas de un árbol desnudo de follaje. Nick caminó por el costado de la calzada y a la altura del siguiente poste de luz tomó por una calle lateral. La pensión Hirsch se hallaba a tres casas. Nick subió los escalones y tocó el timbre. Una mujer apareció en la entrada.

-¿Está Ole Andreson?

-¿Quieres verlo?

-Sí, si está.

Nick siguió a la mujer hasta un descanso de la escalera y luego al final de un pasillo. Ella llamó a la puerta.

-¿Quién es?

-Alguien que viene a verlo, señor Andreson -respondió la mujer.

-Soy Nick Adams.

-Pasa.

Nick abrió la puerta e ingresó al cuarto. Ole Andreson yacía en la cama con la ropa puesta. Había sido boxeador peso pesado y la cama le quedaba chica. Estaba acostado con la cabeza sobre dos almohadas. No miró a Nick.

-¿Qué pasa? -preguntó.

-Estaba en el negocio de Henry -comenzó Nick-, cuando dos tipos entraron y nos ataron a mí y al cocinero, y dijeron que iban a matarlo.

Sonó tonto decirlo. Ole Andreson no dijo nada.

-Nos metieron en la cocina -continuó Nick-. Iban a dispararle apenas entrara a cenar.

Ole Andreson miró a la pared y siguió sin decir palabra.

-George creyó que lo mejor era que yo viniera y le contase.

-No hay nada que yo pueda hacer -Ole Andreson dijo finalmente.

-Le voy a decir cómo eran.

-No quiero saber cómo eran -dijo Ole Andreson. Volvió a mirar hacia la pared: -Gracias por venir a avisarme.

-No es nada.

Nick miró al grandote que yacía en la cama.

-¿No quiere que vaya a la policía?

-No -dijo Ole Andreson-. No sería buena idea.

-¿No hay nada que yo pueda hacer?

-No. No hay nada que hacer.

-Tal vez no lo dijeron en serio.

-No. Lo decían en serio.

Ole Andreson volteó hacia la pared.

-Lo que pasa -dijo hablándole a la pared- es que no me decido a salir. Me quedé todo el día acá.

-¿No podría escapar de la ciudad?

-No -dijo Ole Andreson-. Estoy harto de escapar.

Seguía mirando a la pared.

-Ya no hay nada que hacer.

-¿No tiene ninguna manera de solucionarlo?

-No. Me equivoqué -seguía hablando monótonamente-. No hay nada que hacer. Dentro de un rato me voy a decidir a salir.

-Mejor vuelvo adonde George -dijo Nick.

-Chau -dijo Ole Andreson sin mirar hacia Nick-. Gracias por venir.

Nick se retiró. Mientras cerraba la puerta vio a Ole Andreson totalmente vestido, tirado en la cama y mirando a la pared.

-Estuvo todo el día en su cuarto -le dijo la encargada cuando él bajó las escaleras-. No debe sentirse bien. Yo le dije: “Señor Andreson, debería salir a caminar en un día otoñal tan lindo como este”, pero no tenía ganas.

-No quiere salir.

-Qué pena que se sienta mal -dijo la mujer-. Es un hombre buenísimo. Fue boxeador, ¿sabías?

-Sí, ya sabía.

-Uno no se daría cuenta salvo por su cara -dijo la mujer. Estaban junto a la puerta principal-. Es tan amable.

-Bueno, buenas noches, señora Hirsch -saludó Nick.

-Yo no soy la señora Hirsch -dijo la mujer-. Ella es la dueña. Yo me encargo del lugar. Yo soy la señora Bell.

-Bueno, buenas noches, señora Bell -dijo Nick.

-Buenas noches -dijo la mujer.

Nick caminó por la vereda a oscuras hasta la luz de la esquina, y luego por la calle hasta el restaurante. George estaba adentro, detrás del mostrador.

-¿Viste a Ole?

-Sí -respondió Nick-. Está en su cuarto y no va a salir.

El cocinero, al oír la voz de Nick, abrió la puerta desde la cocina.

-No pienso escuchar nada -dijo y volvió a cerrar la puerta de la cocina.

-¿Le contaste lo que pasó? -preguntó George.

-Sí. Le conté pero él ya sabe de qué se trata.

-¿Qué va a hacer?

-Nada.

-Lo van a matar.

-Supongo que sí.

-Debe haberse metido en algún lío en Chicago.

-Supongo -dijo Nick.

-Es terrible.

-Horrible -dijo Nick.

Se quedaron callados. George se agachó a buscar un repasador y limpió el mostrador.

-Me pregunto qué habrá hecho -dijo Nick.

-Habrá traicionado a alguien. Por eso los matan.

-Me voy a ir de este pueblo -dijo Nick.

-Sí -dijo George-. Es lo mejor que puedes hacer.

-No soporto pensar que él espera en su cuarto y sabe lo que le pasará. Es realmente horrible.

-Bueno -dijo George-. Mejor deja de pensar en eso.

DISPUTA CONYUGAL (Anton Chéjov)


-¡Al diablo! ¡Llegas del trabajo a casa con un hambre de lobo, y a saber qué te dan de comer! ¡Y no se puede decir! ¡Lo dices, y enseguida el llanto, las lágrimas! ¡Que me maldigan tres veces por haberme casado!

Dicho esto, el esposo tintineó con la cuchara en el plato, se levantó y, con exasperación, azotó la puerta. La esposa empezó a sollozar, se pegó al rostro la servilleta y salió también. El almuerzo terminó.

El esposo llegó a su gabinete, se tumbó en el diván y hundió su rostro en la almohada.

“¡El diablo te mandó casarte! –pensó. -¡Buena vida 'familiar', no te digo! ¡No has acabado de casarte y ya te quieres suicidar!”

Al cuarto de hora, tras la puerta se oyeron unos pasos ligeros...

“Sí, pongamos en orden las cosas... Me faltó al respeto y ahora anda por la puerta, quiere reconciliarse... ¡Pero qué diablos! ¡Antes me cuelgo que reconciliarme!"

La puerta se abrió con un suave chirrido y no se cerró. Alguien entró y, con pasos suaves y tímidos, se dirigió al diván.

“¡Está bien! Pide perdón, suplica, llora... ¡Una higa vas a recibir!, ¡al diablo! Ni una palabra me sacarás, aunque te mueras... ¡Yo duermo y no quiero hablar!”

El esposo metió su cabeza en la almohada de modo más profundo, y empezó a roncar suavemente. Pero los hombres son tan débiles como las mujeres. A éstos es fácil amargarlos y calentarlos. Al sentir a su espalda un cuerpo cálido, el esposo se arrimó con terquedad al espaldar del diván, y dio una patada.

“Sí... Ahora se mete, se acerca a mí, se me pega... Pronto va a empezar a besarme el hombro, a ponerse de rodillas. ¡No soporto esas ternuras! Con todo... habrá que perdonarla. Para ella, en su estado, es perjudicial angustiarse. Le haré que se torture durante una hora y luego la perdonaré...”.

Sobre su misma oreja voló suavemente un suspiro profundo. Tras éste otro, un tercero... El esposo sintió en el hombro el roce de una mano pequeña.

“¡Bueno, qué le vamos a hacer! La perdonaré por última vez. ¡Basta de torturarla, pobrecita! ¡Además, yo mismo soy culpable! Por una tontería armé un berrinche...” -¡Bueno, basta, mi trocito de pan!

El esposo extendió su mano hacia atrás y abrazó un cuerpo cálido.

-¡No puede ser!

Junto a él yacía su gran perra Diánka.


QUÉ LÁSTIMA PERO ADIÓS (Saiz de Marco)

Soñé que estaba en un bar. Aparte del camarero y de mí, sólo había un hombre mayor. No nos conocíamos de nada, pero se dirigió a mí:

-Permita que le invite. Hoy es el primer día de mi jubilación.

Entonces, mientras me bebía la cerveza, empezó a contarme su historia.

-Mi vida ha sido dura. De pequeño no fui a la escuela. Tenía que ayudar a mi padre en el trabajo. Iba con él a los ríos y arroyos, en un carro tirado por mulos, a recoger la arena de los bordes. Después de cargarla la cribábamos para limpiarla de guijarros, y luego íbamos por las obras vendiendo la arena como material de construcción.

También me contó que más tarde trabajó de mecánico.

-Un día, sin venir a cuento, el dueño del taller me despidió. Esa noche, con la preocupación, me dio un infarto y estuve a punto de morir. Pero me repuse. Unos meses después abrí mi propio taller y acabé obligando a quien me había echado a trasladar su negocio.

La suya no era una historia especialmente interesante, pero me gustaba oírla. (En general me gusta que la gente me cuente sus historias, sus vivencias reales.) Me sentía bien en aquel sitio y con aquella compañía.

Sin embargo, indiferente a mis gustos, el despertador sonó.

Con su riiiiing se borró todo: el bar, el camarero, el hombre que me contaba su vida…, todo.

Es verdad que, de algún modo, dentro del sueño ya sabía que probablemente no vería más a aquel hombre. Pero una vez despierto me dolió irme de allí de esa manera: sin despedirme de él y sin siquiera agradecer su invitación.

domingo, 1 de noviembre de 2015

LOS SIMULADORES (Anton Chéjov)


Marfa Petrovna, la viuda del general Pechonkin, ejerce, unos diez años ha, la medicina homeopática; recibe los martes por la mañana a los aldeanos enfermos que acuden a consultarla.

Es una hermosa mañana del mes de mayo. Delante de ella, sobre la mesa, se ve un estuche con medicamentos homeopáticos, los libros de medicina y las cuentas de la farmacia donde se surte la generala.

En la pared, con marcos dorados, figuran cartas de un homeópata de Petersburgo, que Marfa Petrovna considera como una celebridad, así como el retrato del padre Aristarco, que la libró de los errores de la alopatía y la encaminó hacia la verdad.

En la antesala esperan los pacientes. Casi todos están descalzos, porque la generala ordena que dejen las botas malolientes en el patio.

Marfa Petrovna ha recibido diez enfermos; ahora llama al onceno:

-¡Gavila Gruzd!

La puerta se abre; pero en vez de Gavila Gruzd entra un viejecito menudo y encogido, con ojuelos lacrimosos: es Zamucrichin, propietario, arruinado, de una pequeña finca sita en la vecindad.

Zamucrichin coloca su cayado en el rincón, se acerca a la generala y sin proferir una palabra se hinca de rodillas.

-¿Qué hace usted? ¿Qué hace usted, Kuzma Kuzmitch? -exclama la generala ruborizándose-. ¡Por Dios!...

-¡Me quedaré así en tanto que no me muera! -respondió Zamucrichin, llevándose la mano a los labios-. ¡Que todo el mundo me vea a los pies de nuestro ángel de la guarda! ¡Oh, bienhechora de la Humanidad! ¡Que me vean postrado de hinojos ante la que me devolvió la vida, me enseñó la senda de la verdad e iluminó las tinieblas de mi escepticismo, ante la persona por la cual me hallaría dispuesto a dejarme quemar vivo! ¡Curandera milagrosa, madre de los enfermos y desgraciados! ¡Estoy curado! Me resucitaste como por milagro.

-¡Me... me alegro muchísimo!... -balbucea la generala henchida de satisfacción-. Me causa usted un verdadero placer... ¡Haga el favor de sentarse! El martes pasado, en efecto, se encontraba usted muy mal.

-¡Y cuán mal! Me horrorizo al recordarlo -prosigue Zamucrichin sentándose-; se fijaba en todos los miembros y partes el reuma. Ocho años de martirio sin tregua..., sin descansar ni de noche ni de día. ¡Bienhechora mía! He visto médicos y profesores, he ido a Kazan a tomar baños de fango, he probado diferentes aguas, he ensayado todo lo que me decían... ¡He gastado mi fortuna en medicamentos! ¡Madre mía de mi alma!

"Los médicos no me hicieron sino daño, metieron mi enfermedad para dentro; eso sí, la metieron hacia dentro; mas no acertaron a sacarla fuera; su ciencia no pasó de ahí. ¡Bandidos; no miran más que el dinero! ¡El enfermo les tiene sin cuidado! Recetan alguna droga y nos obligan a beberla! ¡Asesinos! Si no fuera por usted, ángel mío, hace tiempo que estaría en el cementerio. Aquel martes, cuando regresé a mi casa después de visitarla, saqué los globulitos que me dio y pensé: «¿Qué provecho me darán? ¿Cómo estos granitos, apenas invisibles, podrán curar mi enorme padecimiento, extinguir mi dolencia inveterada?» Así lo pensé; me sonreí; no obstante, tomé el granito y momentáneamente me sentí como si no hubiera estado jamás enfermo; ¡aquello fue una hechicería! Mi mujer me miró con los ojos muy abiertos y no lo creía. «¿Eres tú, Kolia?», me preguntó. «Soy yo», y nos pusimos los dos de rodillas delante de la Virgen Santa y suplicamos por usted, ángel nuestro: «Dale, Virgen Santa, todo el bien que nosotros deseamos»."

Zamucrichin se seca los ojos con su manga, se levanta e intenta arrodillarse de nuevo; pero la generala no lo admite y lo hace sentar.

-¡No me dé usted las gracias! ¡A mí, no! -y se fija con admiración en el retrato del padre Aristarco-. Yo no soy más que un instrumento obediente... Usted tiene razón, ¡es un milagro! ¡Un reuma de ocho años, un reuma inveterado y curado de un solo globulito de escrofuloso!

-Me hizo usted el favor de tres globulitos. Uno lo tomé en la comida y su efecto fue instantáneo, otro por la noche, el tercero al otro día, y desde entonces no siento nada. Estoy sano como un niño recién nacido. ¡Ni una punzada! ¡Y yo que me había preparado a morir y tenía una carta escrita para mi hijo, que reside en Moscú, rogándole que viniera! ¡Es Dios quien la iluminó con esa ciencia! Ahora me parece que estoy en el Paraíso... El martes pasado, cuando vine a verle, cojeaba. Hoy me siento en condiciones de correr como una liebre... Viviré unos cien años. ¡Lástima que seamos tan pobres! Estoy sano; pero de qué me sirve la salud si no tengo de qué vivir. La miseria es peor que la enfermedad. Ahora, por ejemplo, es tiempo de sembrar la avena, ¿y cómo sembrarla si carezco de semillas? Hay que comprar... y no tengo dinero...

-Yo le daré semillas, Kuzma Kuzmitch... ¡No se levante, no se levante! Me ha dado usted una satisfacción tal, una alegría tan grande, que soy yo, no usted, quien ha de dar las gracias.

-¡Santa mía! ¡Qué bondad es ésta! ¡Regocíjese, regocíjese usted, alma pura, contemplando sus obras de caridad! Nosotros sí que no tenemos de qué alegrarnos... Somos gente pequeña..., inútil, acobardada... No somos cultos más que de nombre; en el fondo somos peor que los campesinos... Poseemos una casa de mampostería que es una ilusión, pues el techo está lleno de goteras... Nos falta dinero para comprar tejas...

-Le daré tejas, Kuzma Kuzmitch.

Zamucrichin obtiene además una vaca, una carta de recomendación para su hija, que quiere hacer ingresar en una pensión. Todo enternecido por los obsequios de la generala rompe en llanto y saca de su bolsillo el pañuelo. A la par que extrae el pañuelo deja caer en el suelo un papelito encarnado.

-No lo olvidaré siglos enteros; mis hijos y mis nietos rezarán por usted... De generación a generación pasará... «Vean, hijos, les diré, la que me salvó de la muerte, es la...» Después de haber despachado a su cliente, la generala contempla algunos momentos, con los ojos llenos de lágrimas, el retrato del padre Aristarco; luego sus miradas se detienen con cariño en todos los objetos familiares de su gabinete: el botiquín, los libros de medicina, la mesa, los cuentos, la butaca donde estaba sentado hace un momento el hombre salvado de la muerte, y acaba por fijarse en el papelito perdido por el paciente. La generala lo recoge, lo despliega y ve los mismos tres granitos que dio a Zamucrichin el martes pasado.

-Son los mismos... -se dice con perplejidad- hasta el papel es el mismo. ¡Ni siquiera lo abrió! En tal caso, ¿qué es lo que ha tomado? ¡Es extraordinario! No creo que me engañe...

En el pecho de la generala penetra por primera vez durante sus diez años de práctica la duda... Hace entrar los otros pacientes, e interrogándolos acerca de sus enfermedades nota lo que antes le pasaba inadvertido. Los enfermos, todos, como si se hubieran puesto de acuerdo, empiezan por halagarla, ensalzando sus curas milagrosas; están encantados de su sabiduría médica; reniegan de los alópatas, y cuando se pone roja de alegría, le explican sus necesidades. Uno pide un terrenito, otro leña, el tercero solicita el permiso de cazar en sus bosques, etc. Levanta sus ojos hacia la faz ancha y bondadosa del padre Aristarco, que le enseñó los senderos de la verdad, y una nueva verdad entra en su corazón... Una verdad mala y penosa... ¡Qué astuto es el hombre!