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lunes, 29 de junio de 2015

LA RAMA SECA (Ana María Matute)


1

Apenas tenía seis años y aún no la llevaban al campo. Era por el tiempo de la siega, con un calor grande, abrasador, sobre los senderos. La dejaban en casa, cerrada con llave, y le decían:

-Que seas buena, que no alborotes: y si algo te pasara, asómate a la ventana y llama a doña Clementina.

Ella decía que sí con la cabeza. Pero nunca le ocurría nada, y se pasaba el día sentada al borde de la ventana, jugando con “Pipa”.

Doña Clementina la veía desde el huertecillo. Sus casas estaban pegadas la una a la otra, aunque la de doña Clementina era mucho más grande, y tenía, además, un huerto con un peral y dos ciruelos. Al otro lado del muro se abría el ventanuco tras el cual la niña se sentaba siempre. A veces, doña Clementina levantaba los ojos de su costura y la miraba.

-¿Qué haces, niña?

La niña tenía la carita delgada, pálida, entre las flacas trenzas de un negro mate.

-Juego con “Pipa” -decía.

Doña Clementina seguía cosiendo y no volvía a pensar en la niña. Luego, poco a poco, fue escuchando aquel raro parloteo que le llegaba de lo alto, a través de las ramas del peral. En su ventana, la pequeña de los Mediavilla se pasaba el día hablando, al parecer, con alguien.

-¿Con quién hablas, tú?

-Con “Pipa”.

Doña Clementina, día a día, se llenó de una curiosidad leve, tierna, por la niña y por “Pipa”. Doña Clementina estaba casada con don Leoncio, el médico. Don Leoncio era un hombre adusto y dado al vino, que se pasaba el día renegando de la aldea y de sus habitantes. No tenían hijos y doña Clementina estaba ya hecha a su soledad. En un principio, apenas pensaba en aquella criatura, también solitaria, que se sentaba al alféizar de la ventana. Por piedad la miraba de cuando en cuando y se aseguraba de que nada malo le ocurría. La mujer Mediavilla se lo pidió:

-Doña Clementina, ya que usted cose en el huerto por las tardes, ¿querrá echar de cuando en cuando una mirada a la ventana, por si le pasara algo a la niña? Sabe usted, es aún pequeña para llevarla a los pagos…

-Sí, mujer, nada me cuesta. Marcha sin cuidado…

Luego, poco a poco, la niña de los Mediavilla y su charloteo ininteligible, allá arriba, fueron metiéndosele pecho adentro.

-Cuando acaben con las tareas del campo y la niña vuelva a jugar en la calle, la echaré a faltar -se decía.
2

Un día, por fin, se enteró de quién era “Pipa”.

-La muñeca -explicó la niña.

-Enséñamela…

La niña levantó en su mano terrosa un objeto que doña Clementina no podía ver claramente.

-No la veo, hija. Échamela…

La niña vaciló.

-Pero luego, ¿me la devolverá?

-Claro está…

La niña le echó a “Pipa” y doña Clementina, cuando la tuvo en sus manos, se quedó pensativa. “Pipa” era simplemente una ramita seca envuelta en un trozo de percal sujeto con un cordel. Le dio la vuelta entre los dedos y miró con cierta tristeza hacia la ventana. La niña la observaba con ojos impacientes y extendía las dos manos.

-¿Me la echa, doña Clementina…?

Doña Clementina se levantó de la silla y arrojó de nuevo a “Pipa” hacia la ventana. “Pipa” pasó sobre la cabeza de la niña y entró en la oscuridad de la casa. La cabeza de la niña desapareció y al cabo de un rato asomó de nuevo, embebida en su juego.

Desde aquel día doña Clementina empezó a escucharla. La niña hablaba infatigablemente con “Pipa”.

-“Pipa”, no tengas miedo, estate quieta. ¡Ay, “Pipa”, cómo me miras! Cogeré un palo grande y le romperé la cabeza al lobo. No tengas miedo, “Pipa”… Siéntate, estate quietecita, te voy a contar, el lobo está ahora escondido en la montaña…

La niña hablaba con “Pipa” del lobo, del hombre mendigo con su saco lleno de gatos muertos, del horno del pan, de la comida. Cuando llegaba la hora de comer la niña cogía el plato que su madre le dejó tapado, al arrimo de las ascuas. Lo llevaba a la ventana y comía despacito, con su cuchara de hueso. Tenía a “Pipa” en las rodillas, y la hacía participar de su comida.

-Abre la boca, “Pipa”, que pareces tonta…

Doña Clementina la oía en silencio. La escuchaba, bebía cada una de sus palabras. Igual que escuchaba al viento sobre la hierba y entre las ramas, la algarabía de los pájaros y el rumor de la acequia.
3

Un día, la niña dejó de asomarse a la ventana. Doña Clementina le preguntó a la mujer Mediavilla:

-¿Y la pequeña?

-Ay, está delicá, sabe usted. Don Leoncio dice que le dieron las fiebres de Malta.

-No sabía nada…

Claro, ¿cómo iba a saber algo? Su marido nunca le contaba los sucesos de la aldea.

-Sí -continuó explicando la Mediavilla-. Se conoce que algún día debí dejarme la leche sin hervir… ¿sabe usted? ¡Tiene una tanto que hacer! Ya ve usted, ahora, en tanto se reponga, he de privarme de los brazos de Pascualín.

Pascualín tenía doce años y quedaba durante el día al cuidado de la niña. En realidad, Pascualín salía a la calle o se iba a robar fruta al huerto vecino, al del cura o al del alcalde. A veces, doña Clementina oía la voz de la niña que llamaba. Un día se decidió a ir, aunque sabía que su marido la regañaría.

La casa era angosta, maloliente y oscura. Junto al establo nacía una escalera, en la que se acostaban las gallinas. Subió, pisando con cuidado los escalones apolillados que crujían bajo su peso. La niña la debió oír, porque gritó:

-¡Pascualín! ¡Pascualín!

Entró en una estancia muy pequeña, a donde la claridad llegaba apenas por un ventanuco alargado. Afuera, al otro lado, debían moverse las ramas de algún árbol, porque la luz era de un verde fresco y encendido, extraño como un sueño en la oscuridad. El fajo de luz verde venía a dar contra la cabecera de la cama de hierro en que estaba la niña. Al verla, abrió más sus párpados entornados.

-Hola, pequeña -dijo doña Clementina-. ¿Qué tal estás?

La niña empezó a llorar de un modo suave y silencioso. Doña Clementina se agachó y contempló su carita amarillenta, entre las trenzas negras.

-Sabe usted -dijo la niña-, Pascualín es malo. Es un bruto. Dígale usted que me devuelva a “Pipa”, que me aburro sin “Pipa”…

Seguía llorando. Doña Clementina no estaba acostumbrada a hablar a los niños, y algo extraño agarrotaba su garganta y su corazón.

Salió de allí, en silencio, y buscó a Pascualín. Estaba sentado en la calle, con la espalda apoyada en el muro de la casa. Iba descalzo y sus piernas morenas, desnudas, brillaban al sol como dos piezas de cobre.

-Pascualín -dijo doña Clementina.

El muchacho levantó hacia ella sus ojos desconfiados. Tenía las pupilas grises y muy juntas y el cabello le crecía abundante como a una muchacha, por encima de las orejas.

-Pascualín, ¿qué hiciste de la muñeca de tu hermana? Devuélvesela.

Pascualín lanzó una blasfemia y se levantó.

-¡Anda! ¡La muñeca dice! ¡Aviaos estamos!

Dio media vuelta y se fue hacia la casa, murmurando.

Al día siguiente, doña Clementina volvió a visitar a la niña. En cuanto la vio, como si se tratara de una cómplice, la pequeña le habló de “Pipa”:

-Que me traiga a “Pipa”, dígaselo usted, que la traiga…

El llanto levantaba el pecho de la niña, le llenaba la cara de lágrimas, que caían despacio hasta la manta.

-Yo te voy a traer una muñeca, no llores.

Doña Clementina dijo a su marido, por la noche:

-Tendría que bajar a Fuenmayor, a unas compras.

-Baja -respondió el médico, con la cabeza hundida en el periódico.
4

A las seis de la mañana doña Clementina tomó el auto de línea, y a las once bajó en Fuenmayor. En Fuenmayor había tiendas, mercado, y un gran bazar llamado “El Ideal”. Doña Clementina llevaba sus pequeños ahorros envueltos en un pañuelo de seda. En “El Ideal” compró una muñeca de cabello crespo y ojos redondos y fijos, que le pareció muy hermosa. “La pequeña va a alegrarse de veras”, pensó. Le costó más cara de lo que imaginaba, pero pagó de buena gana.

Anochecía ya cuando llegó a la aldea. Subió la escalera y, algo avergonzada de sí misma, notó que su corazón latía fuerte. La mujer Mediavilla estaba ya en casa, preparando la cena. En cuanto la vio alzó las dos manos.

-¡Ay, usté, doña Clementina! ¡Válgame Dios, ya disimulará en qué trazas la recibo! ¡Quién iba a pensar…!

Cortó sus exclamaciones.

-Venía a ver a la pequeña, le traigo un juguete…

Muda de asombro la Mediavilla la hizo pasar.

-Ay, cuitada, y mira quién viene a verte…

La niña levantó la cabeza de la almohada. La llama de un candil de aceite, clavado en la pared, temblaba, amarilla.

-Mira lo que te traigo: te traigo otra “Pipa”, mucho más bonita.

Abrió la caja y la muñeca apareció, rubia y extraña.

Los ojos negros de la niña estaban llenos de una luz nueva, que casi embellecía su carita fea. Una sonrisa se le iniciaba, que se enfrió en seguida a la vista de la muñeca. Dejó caer de nuevo la cabeza en la almohada y empezó a llorar despacio y silenciosamente, como acostumbraba.

-No es “Pipa” -dijo-. No es “Pipa”.

La madre empezó a chillar:

-¡Habrase visto la tonta! ¡Habrase visto, la desagradecida! ¡Ay, por Dios, doña Clementina, no se lo tenga usted en cuenta, que esta moza nos ha salido retrasada…!

Doña Clementina parpadeó. (Todos en el pueblo sabían que era una mujer tímida y solitaria, y le tenían cierta compasión).

-No importa, mujer -dijo, con una pálida sonrisa-. No importa.

Salió. La mujer Mediavilla cogió la muñeca entre sus manos rudas, como si se tratara de una flor.

-¡Ay, madre, y qué cosa más preciosa! ¡Habrase visto la tonta ésta…!

Al día siguiente doña Clementina recogió del huerto una ramita seca y la envolvió en un retal. Subió a ver a la niña:

-Te traigo a tu “Pipa”.

La niña levantó la cabeza con la viveza del día anterior. De nuevo, la tristeza subió a sus ojos oscuros.

-No es “Pipa”.

Día a día, doña Clementina confeccionó “Pipa” tras “Pipa”, sin ningún resultado. Una gran tristeza la llenaba, y el caso llegó a oídos de don Leoncio.

-Oye, mujer: que no sepa yo de más majaderías de ésas… ¡Ya no estamos, a estas alturas, para andar siendo el hazmerreír del pueblo! Que no vuelvas a ver a esa muchacha: se va a morir, de todos modos…

-¿Se va a morir?

-Pues claro, ¡que remedio! No tienen posibilidades los Mediavilla para pensar en otra cosa… ¡Va a ser mejor para todos!
5

En efecto, apenas iniciado el otoño, la niña se murió. Doña Clementina sintió un pesar grande, allí dentro, donde un día le naciera tan tierna curiosidad por “Pipa” y su pequeña madre.
6

Fue a la primavera siguiente, ya en pleno deshielo, cuando una mañana, rebuscando en la tierra, bajo los ciruelos, apareció la ramita seca, envuelta en su pedazo de percal. Estaba quemada por la nieve, quebradiza, y el color rojo de la tela se había vuelto de un rosa desvaído. Doña Clementina tomó a “Pipa” entre sus dedos, la levantó con respeto y la miró, bajo los rayos pálidos del sol.

-Verdaderamente- se dijo-. ¡Cuánta razón tenía la pequeña! ¡Qué cara tan hermosa y triste tiene esta muñeca!

jueves, 25 de junio de 2015

EL COMETA (James Salter)


Philip se casó con Adele un día de junio. Estaba nublado y hacía viento. Después salió el sol. Había pasado bastante tiempo desde la primera boda de Adele, que vestía en blanco: zapatos de salón blancos con tacón bajo, falda larga blanca ceñida a las caderas, blusa blanca vaporosa con sujetador blanco debajo, y un collar de perlas de agua dulce. Se casaron en la casa que ella había obtenido con el divorcio. Todos sus amigos estuvieron presentes. Adele creía en la amistad. En la sala no cabía un alfiler.

- Yo, Adele- dijo con voz clara-, me entrego a ti, Phil, enteramente como esposa…

Detrás de ella, en calidad de primo de boda, un tanto ajeno a la ceremonia, estaba su hijo pequeño, y prendido de las bragas llevaba algo prestado, un pequeño disco de plata, en realidad una medalla de san Cristóbal que su padre había llevado durante la guerra; Adele había tenido que bajarse varias veces la cintura de la falda para mostrarla. Cerca de la puerta, con la sensación de formar parte de una visita guiada, una anciana sujetaba su perrito mediante el puño de un bastón enganchado al collar del animal.

En el banquete Adele sonrió de felicidad, bebió más de la cuenta, rió y se rascó los brazos desnudos con largas uñas de corista. Su nuevo marido la admiraba, podría haber lamido la palma de sus manos como un ternero la sal. Ella, en los últimos fulgores de su belleza, era aún lo bastante joven para ser guapa, aunque demasiado mayor para tener hijos, al menos si dependía de ella. Se acercaba el verano. Entre la bruma de la media tarde, ella aparecería con su bañador negro, toda morena, con el sol detrás. Una robusta silueta que caminaba por la arena recién salida del mar, sus piernas, su pelo empapado de nadadora, su gracia femenina, toda despreocupación e indolencia.

Montaron casa juntos, básicamente al gusto de ella. Eran sus muebles y sus libros, pese a que muchos no los hubiera leído. A Adele le gustaba contar anécdotas sobre DeLerio, su primer marido- Frank, se lamaba-, heredero de un imperio de camiones de basura. Ella lo llamaba Delerium, pero sus anécdotas no carecían de cariño. La lealtad- le venía de la infancia, así como de su experiencia de casada, ocho agotadores años, como solía decir- era su código. Reconocía que los términos del matrimonio habían sido muy simples: su trabajo consistía en vestirse, tener la cena lista y dejarse follar una vez al día. En una ocasión, en Florida habían alquilado una barca con otra pareja para ir a pescar macabíes frente a la costa de Bimini.

-Cenaremos bien- había dicho DeLerio muy contento-, subiremos a bordo y nos acostaremos. Por la mañana habremos pasado la corriente del Golfo.

La cosa empezó así pero terminó diferente. El mar estaba muy agitado. No llegaron a cruzar la corriente del Golfo- el capitán era de Long Island y se extravió-, DeLereo le dio cincuenta dólares para que le cediera el timón y se fuera abajo.

-¿Sabe algo de navegación?- preguntó el capitán.

-Más que usted-respondió DeLereo.

Adele, tumbada en el camarote, pálida como la cera, le había dado un ultimatum:

-Encuentra un puerto como sea o prepárate para dormir solo.

Philip Ardet conocía de sobra la anécdota, así como muchas otras. Era un hombre varonil y elegante, y al hablar retiraba un poco la cabeza como si su interlocutor fuera la carta de un restaurante. había conocido a Adele en el campo de golf cuando ella estaba aprendiendo a jugar. Era un día húmedo y el campo estaba casi desierto. Adele y un amigo se encontraban en el tee de salida cuando un tipo medio calvo que llevaba una bolsa de tela con varios palos preguntó si podía jugar con ellos. Adele pegó un drive pasable. El amigo mandó su bola al otro lado de la valla, colocó una segunda y la golpeó por arriba, haciendo que saliera rasa. Un tanto tímidamente, Phil extrajo un viejo palo del tres y mandó su bola unos doscientos metros calle abajo, perfectamente centrada.

Así era él, capaz y tranquilo. había estado en Princeton y en la armada. Tenía pinta de haber estado en la armada, decía Adele: sus piernas eran fuertes. La primera vez que salieron juntos, él comentó que le sucedía algo curioso: caía bien a ciertas personas y mal a otras.

- A las que caigo bien, suelo dejarlas de lado.

-Adele no estaba segura de qué había querido decir pero le gustó su semblante un poco avejentado, especialmente alrededor de los ojos. Le pareció un hombre de verdad, aunque tal vez no el que había sido en tiempos. Además era listo, según le gustaba a ella explicar, más o menos como lo sería un profesor de universidad.

Gustarle a ella era meritorio, pero gustarle a él parecía en cierto modo más valioso todavía. Phil irradiaba cierto desapego del mundo. Era como si no se tomara en serio a sí mismo, como si estuviera por encima de eso.

Luego resultó que no ganaba mucho dinero. Escribía para una revista de economía. Ella ganaba casi lo mismo vendiendo casas. Había empezado a engordar un poco. Esto fue unos años después de casarse. Todavía era guapa- su cara lo era-, pero su figura se había redondeado un poco. Solía irse a la cama con una copa, tal como hacía a los veinticinco años. Phil, con una americana encima del piyama, leía sentado. Algunas mañanas andaba de esta guisa por el jardín. Ella bebió un sorbo y lo observó.

- ¿Sabes una cosa?

- ¿Qué?

- He disfrutado del sexo desde que tenía quince años.

Phil levantó la vista.

- Yo no me estrené tan pronto- reconoció.

- Pues deberías.

- Buen consejo, pero llega un poco tarde.

- ¿Recuerdas cuando tú y yo empezamos?

- Sí.

- Casi no podíamos parar- dijo ella-. ¿Te acuerdas?

- El promedio no está mal.

- Ya, estupendo.

Cuando él se durmió, ella vio una película. Las estrellas de cine también envejecían, también tenían problemas con el amor. pero era diferente: ya habían obtenido grandes recompensas. Siguió mirando, pensativa. Pensó en lo que había sido, en lo que había tenido. Podría haber sido una estrella.

Qué sabía Phil: estaba dormido.

Llegó el otoño. Una noche estaban en casa de los Morrissey. Él era un abogado alto, albacea de muchas herencias y depositario de otras más. leer testamentos había sido su verdadera educación, una mirada al alma humana, decía él.

Otro de los comensales era un hombre de Chicago que había hecho fortuna con los ordenadores, un papanatas, como se vio enseguida, que propuso un brindis durante la cena.

- Por el fin de la privacidad y la vida digna- dijo.

Estaba con una mujer apagada que recientemente había descubierto que su marido se entendía con una negra de Cleveland, aventura que por lo visto había durado siete años. Incluso podía ser que tuvieran un hijo.

- Entenderéis por qué para mí venir aquí es como un soplo de aire fresco- dijo ella.

Las mujeres se mostraron solidarias. Sabían lo que tenía que hacer: reconsiderar completamente los últimos siete años.

- Es verdad- convino su acompañante.

- ¿Qué es lo que hay que reconsiderar?- quiso saber Phil.

Le respondieron con impaciencia. El engaño, dijeron, la mentira: ella había sido engañada todo aquel tiempo. Mientras tanto, Adele se estaba sirviendo más vino. Con la servilleta tapó el mantel donde había derramado ya una copa.

- Pero fueron tiempos felices, ¿no es cierto?- preguntó inocentemente Phil-. Eso pasó a la historia. No es posible cambiarlo. No se puede convertir en infelicidad.

- Esa mujer me robó a mi marido. me robó todo cuanto él había prometido.

- Perdona- dijo Phil en voz baja-. Son cosas que pasan a diario.

Hubo un coro de protestas, las cabezas adelantadas como los gansos sagrados. Sólo Adele guardó silencio.

- A diario- repitió él con voz ahogada, seca, la voz de la razón o cuando menos de los hechos.

- Yo nunca le robaría a otra el marido- dijo entonces Adele-. Jamás.- Su rostro adquiría un tono de cansancio cuando bebía, un cansancio que conocía todas las respuestas-. Y jamás rompería una promesa.

- Creo que no lo harías- coincidió Phil.

- Tampoco me enamoraría de uno de veinte años.

Estaba hablando de la profesora, la chica que había aparecido aquella vez, rebosante de juventud.

- Desde luego que no.

-Él abandonó a su mujer- les dijo Adele.

Silencio.

La media sonrisa de Phil había desaparecido, pero su semblante aún era agradable.

- Yo no abandoné a mi mujer- dijo en voz queda-. Fue ella la que me echó.

- Abandonó a su mujer y a sus hijos- continuó Adele.

- No los abandoné. Además, entre nosotros ya no había nada. Llevábamos así más de un año. –Lo dijo sin alterarse, casi como si le hubiera sucedido a otro-. Era la profesora de mi hijo-explicó-. Me enamoré de ella.

- Y empezaste una historia con ella-sugirió Morrissey.

- Pues sí.

Existe amor cuando pierdes la capacidad de hablar, cuando ni siquiera puedes respirar.

- Al cabo de dos o tres días-confesó Phil.

-¿Allí mismo, en tu casa?

Phil negó con la cabeza. Tenía una extraña sensación de impotencia. Se estaba abandonando.

- En casa no hice nada.

- Abandonó a su mujer y a sus hijos-repitió Adele.

- Ya lo sabías- dijo Phil.

- Los dejó plantados. llevaban casados quince años, Desde que él tenía diecinueve.

- No llevábamos quince años casados.

- Tenía tres hijos- precisó Adele-, uno de ellos retrasado.

Algo ocurría: Phil se estaba quedando sin habla, una sensación parecida a la náusea en el pecho. Como si estuviera renunciando a fragmentos de un pasado íntimo.

- No era retrasado- acertó a decir-. Sólo…tenía dificultades para aprender a leer, eso es todo.

En ese instante le vino a la cabeza una dolorosa imagen de sí mismo y de su hijo. Una tarde habían remado hasta el centro del estanque de un amigo y se habían zambullido, los dos solos. Era verano. Su hijo tenía seis o siete años. Había una capa de agua cálida sobre otra, más profunda, de agua fría, del verde descolorido de ranas y algas. Nadaron hasta el otro extremo y luego volvieron. La cabeza rubia y la cara nerviosa de su hijo asomando a la superficie como los perros. Año de alegría.

- Cuéntales el resto- dijo Adele.

- No hay nada que contar.

- Resulta que esa profesora era una especie de call girl. La sorprendió en la cama con un tío.

- ¿Es verdad?- preguntó Morrissey.

Estaba acodado en la mesa, con la barbilla apoyada en la mano. Crees que conoces a alguien, te lo parece porque cena con él o con ella, juegas a las cartas, pero en realidad no es así. Siempre te llevas una sorpresa. Uno no sabe nada.

- No tuvo importancia- murmuró Phil.

- pero el muy burro se casa con ella- continuó Adele-. La chica va a Ciudad de México, donde él estaba trabajando, y se casan.

- No entiendes nada, Adele- repuso Phil. Quería añadir algo, pero no pudo. Era como estar sin resuello.

- ¿Todavía hablas con ella?- preguntó Morrissey con toda tranquilidad.

- Sí, sobre mi cadáver -dijo Adele .

Ninguno de ellos podía saber, ninguno podía visualizar Ciudad de México y aquel primer año increíble, conduciendo hasta la costa para pasar el fin de semana, cruzando Cuernavaca, ella con las piernas desnudas al sol, y los brazos, la sensación de mareo y sumisión que experimentaba con ella, como ante una foto prohibida, ante una subyugante obra de arte. Dos años en México ajenos al naufragio, él fortalecido por la devoción que ella le inspiraba. Aún podía ver su cuello inclinado hacia delante y la curva de su nuca. Aún podía ver las finas trazas de hueso que recorrían su tersa espalda como perlas. Aún podía verse a sí mismo, el que era antes.

- Hablo con ella- admitió.

- ¿Y tu primera mujer?

- También hablo con ella. Tenemos tres hijos.

- La abandonó –dijo Adele-. Es todo un Casanova.

- Hay mujeres que tienen mentalidad de poli –dijo Phil a nadie en particular-. Eso está bien, esto otro no. En fin…-se puso en pie. Lo había hecho todo mal, se daba cuenta, mal y a destiempo. Había echado a pique su vida-. pero hay algo que puedo decir con el corazón en la mano: si se presentara la oportunidad, volvería a hacerlo.

Una vez hubo salido, los demás siguieron hablando. la mujer cuyo marido había sido infiel durante siete años sabía qué se sentía.

- Finge que no puede evitarlo –dijo-. A mí me ocurrió lo mismo. Pasaba por delante de Bergdorf´s un día y vi en el escaparate un abrigo verde que me gustó y entré a comprarlo. Un poco más tarde, en otro lugar, vi uno que me pareció mejor que el primero, y me lo compré. Total, cuando acabé tenía cuatro abrigos verdes en el armario, y todo porque no fui capaz de dominar mis deseos.

El cielo, fuera, su bóveda superior, estaba cuajado de nubes y las estrellas se veían borrosas. Adele finalmente lo vio: estaba de pie en la parte más oscura. Se acercó a él con paso tambaleante. Vio que tenía la cabeza levantada. Se detuvo a unos metros de él y levantó también la cabeza. El cielo empezó a girar. Adele dio un par de pasos imprevistos para mantener el equilibrio.

- ¿Qué estás mirando? –preguntó al fin.

Phil no respondió. No tenía intención de responder. Y luego:

- El cometa –dijo-. Salía en la prensa. Se supone que hoy es la noche que se ve mejor.

Hubo un silencio.

- No veo ningún cometa –dijo ella.

- ¿No?

- ¿Dónde está?

- Justo ahí encima –señaló él-. No se distingue de cualquier otra estrella. Es eso que sobra al lado de las Pléyades. –Phil conocía todas las constelaciones. Las había visto surgir con la oscuridad sobre costas desoladoras.

- Vamos, ya lo mirarás mañana –dijo ella, casi como si lo consolara, pero no se acercó a él.

- Mañana no estará. Sólo pasa una vez.

- ¿Y tú cómo sabes dónde estará? –dijo ella-. Vamos, es tarde, marchémonos.

Phil no se movió. Al cabo de un rato ella se encaminó hacia la casa, donde, ostentosamente, todas las ventanas del piso y la planta baja estaban encendidas.

Él se quedó donde estaba, contemplando el cielo, y luego la miró a medida que se iba haciendo pequeña al cruzar el césped, alcanzar primero el aura, luego la luz, y al cabo tropezar en los escalones de la cocina.


MISERERE (Javier Serrano Sánchez)

La anciana de las dos bolsas buscaba un taxi en la parada. Lo hacía de un modo torpe, como si no pensara en lo que estaba haciendo. Habló con varios taxistas que le indicaron que debía coger el primero de la fila. Entró con cierta dificultad en el coche. Saludó.

-Quiero ir a Arganda –dijo la anciana de las dos bolsas, con una voz apenas perceptible.

El taxista, un hombre que frisaba la cuarentena, se fijó en la mujer, a través del espejo. Su piel era apergaminada y muy pálida, su cuerpo extremadamente delgado y de aspecto quebradizo. Por lo demás, se trataba de una buena carrera, el único inconveniente era que no conocía bien Arganda.

-¿A qué calle va? –preguntó, dispuesto a buscar en su libro-guía.

-No se preocupe, ya le indicaré yo –aseguró la mujer, con un hilo de voz.

El del taxi giró la llave de contacto, arrancó el vehículo y emprendió el itinerario trazado en su mente. En Radio Clásica estaban programando un especial de Gregorio Allegri y en aquel preciso instante sonaba su enigmático Miserere, en una versión a nueve voces y con ornamentaciones barrocas. Aquella música -poco habitual en los taxis de la ciudad-, la luz del sol que entraba por el lado izquierdo del coche y una ligera y repentina brisa que se colaba por la ventanilla hacían menos ingrato el trabajo de aquel hombre. La anciana, sin soltar ninguna de sus dos bolsas, parecía haber enmudecido. El taxista la miraba de vez en cuando, a través de sus gafas de sol y del retrovisor. Le pareció una mujer cansada o, tal vez, una mujer que había sufrido mucho. Quizás ambas cosas. La presentadora de la radio informó, con una voz neutra despojada de todo sentimiento, que aquel Miserere había sido durante mucho tiempo propiedad, en exclusiva, del Papado. Mandaba la tradición que se escuchara una sola vez al año en el interior de una capilla en la que se iban apagando uno tras otro los cirios; mientras, el Papa y los cardenales se iban poniendo de rodillas.

El trayecto continuó por la M-30 y luego por la carretera de Valencia, en medio de una polifonía de voces en latín que parecía hacer levitar al taxi y a sus ocupantes. Veintidós kilómetros y un cambio de tarifa después, el taxista vio el primer indicativo de Arganda: “Salida 22. Arganda del Rey. Polígonos Industriales”.

-¿Por esta salida? –preguntó.

La anciana de las dos bolsas salió de su letargo. Durante unos instantes, dudó.

-No lo sé –contestó con voz lejana.

En ese momento, el taxista, que llevaba más de una década conduciendo, comprendió que tenía un problema con la mujer. A falta de más tiempo para decidir optó por tomar esa salida 22. Tras varias curvas, fueron a desembocar en una recta, con vías de servicio, que atravesaba una zona de polígonos industriales.

-¿Le suena algo de esto? –volvió a preguntar el taxista, esta vez ligeramente nervioso.

-No, por aquí no es.

-¿Por dónde es entonces?

-Otras veces he venido en el autobús y vine muy bien.

“Pues coño, haber tomado el autobús”, pensó el hombre, cuya intuición de taxista le decía que no cobraría jamás aquella carrera.

-¿A qué calle vamos, exactamente?

-Vamos a un cementerio. Ya he venido otras veces. En autobús.

-Ya. Pero -el taxista estaba visiblemente enojado ahora-, ¿sabe en qué calle está?

La anciana, aferrada a sus dos bolsas, negó con la cabeza y luego bajó su mirada. Hubo un momento de silencio durante el cual los ojos del hombre se dirigieron, alternativamente, de la carretera a la mujer. Se fijó de nuevo en ella, en su aspecto desarrapado, en su rostro otoñal. Ahora le parecía, si cabe, más vulnerable. Se compadeció.

-En ese caso, continuo de frente.

-Es un cementerio de animales –añadió la anciana de las dos bolsas.

Aquella información nueva era un punto de inflexión en el problema. Un cementerio de animales es una referencia precisa.

-Oiga, perdone –preguntó el conductor en cuanto tuvo oportunidad de cruzarse con un peatón-, ¿un cementerio de animales?

El peatón resultó ser extranjero y no conocer muy bien la localidad, situación ésta que se repetiría con otros peatones. Algunos incluso confundían la derecha con la izquierda.

-Vengo a enterrar a mi gato –continuó la anciana.

Al escuchar esto, el taxista sintió un escalofrío recorriéndole la espina dorsal, y su imaginación se disparó. Imaginó un gato de color impreciso, escuálido, casi tanto como la mujer, la mandíbula entreabierta mostrando un poco los dientes, la mirada fatalmente perdida y el cuerpo entero salpicado de bichos que pululaban nerviosos. La escena tenía lugar dentro de una de las dos bolsas que portaba la anciana. El taxista no pudo disimular una mueca de asco que se dibujó en su boca.

-¿Le suena esta calle? –volvió a preguntar.

-No, por aquí no es. Las otras veces he venido en autobús. Menuda vuelta que está dando usted –respondió la anciana, amarrada a sus dos bolsas y al razonamiento del autobús.

La ira volvió a instalarse en el rostro del taxista y ya ni siquiera Allegri conseguía apaciguarlo. Volvió a preguntar y alguien, tras meditar durante unos segundos en los que no paró de rascarse la cabeza, le informó que debía atravesar toda Arganda.

-Vengo a enterrar a mi gato –decía la mujer de las bolsas, hablando para sí misma-. Toda la vida juntos y ahora…

Su discurso, repetitivo e inconexo, se difuminaba para luego reaparecer.

-… el cementerio se llama El Último Parque –añadió.

El Último Parque. Un nombre muy evocador, pensó el del taxi mientras bajaba el volumen de la radio por si decía algo más. Tampoco podía fiarse demasiado, tal vez sólo fuera un nombre inventado por ella.

-Perdone, ¿El Último Parque? –preguntó a varias personas más, pero nadie conocía aquel lugar-. ¿Un cementerio de animales?

Atravesaron Arganda entera. Entre tanto, las misas, los motetes, las Lamentaciones… se seguían sucediendo en la emisora. Hubo hasta un Himno de Vísperas, aunque el hombre lo que escuchó, sin prestar demasiada atención, fue algo relativo a vísceras. Su cabeza se disparó de nuevo. Sopranos, contraltos, tenores, barítonos… cantando alrededor del cuerpo ya descompuesto del gato.



Por fin, arribaron a un pinar. Una mujer que corría les indicó que continuaran hacia adelante, por la pista forestal, después a la izquierda y el segundo camino a la derecha.

-Por aquí no es –replicó, obstinada, la de las dos bolsas.

Y de repente allí estaba. La mujer que corría no se había equivocado. “El Último Parque”, rezaba un cartel situado a la entrada de aquel recinto casi mítico ya. La puerta de hierro estaba cerrada.

-Qué raro… –apuntó la anciana- El hombre me dijo que lo encontraría abierto.

El taxista tocó el claxon. Un hombre vestido con un mono apareció y abrió la puerta.

-¿Qué hago? ¿Le pago ya o me espera? –preguntó la anciana.

El taxista dudó.

-Yo no tardo nada -interrumpió el empleado del cementerio, un hombre afable-. Diez minutos.

Poco había de perder ya, debió de pensar el conductor, pues optó por esperarla, preguntándose si, en el peor de los casos, sería la Guardia Civil la autoridad competente a la que dirigirse. La mujer salió del coche con ambas bolsas, ante la mirada atenta del taxista. Una de ellas parecía más pesada y tenía varias puntadas de hilo en la parte superior. ¡Cómo si el pobre animal fuese a escapar! Anciana y empleado desaparecieron en el interior del camposanto. Entre tanto, mientras el taxímetro continuaba con su avance inexorable, el conductor se dejó llevar por la curiosidad y entró también en el recinto. Un paseo no le iría mal para reactivar la circulación de la sangre.

El cementerio estaba situado en lo alto de una pequeña loma y los pinos ocupaban el lugar de los cipreses. Eran pinos altos que tamizaban la luz solar y que se erguían entre lápidas que parecían alfombras blancas. En el punto más elevado, una estatua de Francisco de Asís convocaba con su gesto a todas las criaturas. Tras ella había una especie de pequeño puente japonés, cruzando lo que en otro tiempo debía de haber sido un riachuelo. Por todas partes aparecían tumbas pequeñas, sin alinear, con fotos de perros, sobre todo; como la de aquel héroe, Gar-Goris, el pastor alemán encaramado en lo más alto de un panteón y que había defendido a su dueño en un atraco para morir después por las heridas recibidas. Tampoco faltaban sepulcros donde yacían gatos, tortugas, conejos… Junto a las fotos desgastadas podían leerse inscripciones que pretendían ser poéticas: “Amanda, la más dulce y ladrona” o aquella otra referida a una iguana, “Para Vecky, que siempre supo escuchar”. En otros casos, las frases cariñosas de algunas sepulturas contradecían el estado lamentable en que se hallaban, como aquella con la estatua en alabastro de un mono al que habían partido un brazo. “Jerónimo. Que creyó ser un niño”. No había un epitafio más original en todo el cementerio, tampoco una tumba más desprovista de flores.

El olor a pino, la indiferencia de la piedra, el silencio sepulcral… hacían que el recinto irradiara tranquilidad, provocando que el taxista se relajara por primera vez en toda la mañana. Vio a la anciana a lo lejos, más allá de la zona de columbarios, junto al enterrador, y tuvo la certeza de que no era el primer gato que traía. Continuó su paseo y descubrió que las flores le producían tristeza. No acertaba a comprender que el afecto pudiera ir destinado a un animal en lugar de a una persona. A su juicio, quienes visitaban el camposanto debían de ser como aquella pobre mujer a la que no le quedaba mucho; seres solitarios, de vidas vacías, que contemplaban con melancolía cómo un sepulturero afable hacía un hueco entre la tierra.

Cuando el empleado hubo terminado su trabajo, dejó sola a la anciana, por si quería rezar alguna oración o decir un último adiós. Se acercó hasta el taxista.

-¿Tiene usted animales? –preguntó, con la pala todavía caliente sobre su hombro.

-No, que luego se mueren y da pena.

-¿Y familia? –volvió a preguntar el enterrador, ávido sin duda de conversación, ofreciendo un pitillo.

-Tampoco. Pero, bueno… siempre hay tiempo –respondió el taxista, rechazando con su cabeza la invitación a fumar.

Continuaron hablando y luego el empleado le explicó cómo regresar hacia Madrid. También le dio un folleto. “Sus mascotas son parte de su familia. Su vida no tiene precio, su descanso muy poco”. El tríptico contenía información práctica sobre el “El Último Parque”. Había varios tipos de fosas: tierra, obra y preferente, e incluso se podía hacer una reserva de fosa “para cuando llegue el momento”. Se ofrecían también servicios de recogida para incineración colectiva de animales de compañía.

La anciana regresó, esta vez con una única bolsa. Parecía aliviada cuando entró en el coche. Se despidieron del empleado y, segundos después, el vehículo ya avanzaba por el sendero que había indicado el hombre. Al cabo de un rato, “El Último Parque” no era más que un diminuto punto blanco entre un pinar. Después, cuando entraron en Arganda, sólo un recuerdo.

-Creo que me voy a quedar por aquí –dijo la anciana de la bolsa-. Voy a hacer una visita a unos conocidos y luego cogeré el autobús. ¿Cuánto es?

-Cincuenta y cuatro con treinta –respondió el taxista, parando con su dedo el taxímetro. Al ver que la mujer tenía dinero, esbozó una sonrisa.

La anciana abandonó el coche y su silueta frágil desapareció entre las calles. El taxista subió el volumen de la radio y bajó los cristales de las ventanillas traseras. Sonaba ahora una nueva versión del Miserere de Allegri, esta vez sin ornamentación. Arganda quedó atrás. La luz del sol se colaba por el lado derecho. Cuando la pieza estuvo concluida, la presentadora de voz neutra informó que había sido Mozart quien, tras escuchar el Miserere y gracias a su memoria prodigiosa, había conseguido transcribir la partitura sobre un papel. El secreto, tan celosamente guardado durante más de un siglo, había quedado hecho trizas. Mozart tenía tan sólo catorce años.

POR DENTRO (Saiz de Marco)


Tras ascender a directora de recursos humanos, pude leer el resultado del test de personalidad que me habían hecho diez años atrás, cuando era simple administrativa. Recuerdo que entonces tuve que rellenar un cuestionario y contestar un montón de inocentes preguntas. No imaginaba que a raíz de eso pudieran sacar tantas conclusiones.

No sólo me describieron por dentro, sino que elaboraron una “proyección evolutiva” de mi personalidad. Y acertaron en todo.

Dedujeron que no secundaría huelgas; que me negaría a trabajar en fines de semana; que sería proclive a pedir excedencia por motivos familiares; que no faltaría al trabajo por gripes o catarros; que me implicaría en los resultados de la empresa…

Y, como digo, no se equivocaron en nada. De hecho, pedí una excedencia cuando nacieron los gemelos; nunca he faltado al trabajo por enfermedad; me opuse a trabajar los sábados y no he participado en ninguna huelga. Además, está claro que me he implicado en la marcha de la empresa (de lo contrario no me habrían ascendido).
De modo que quienes me estudiaron mediante aquel test supieron de mí más de lo que yo sabía. Escudriñaron mis pensamientos, mis deseos. Penetraron en zonas de mi personalidad a las que ni siquiera yo sé llegar.

No allanaron mi casa, ni mi correo, ni mi teléfono. Me allanaron a mí.

Así que a partir de ahora, cuando quiera saber algo de mi yo íntimo (de lo que pienso, de lo que siento, de mis futuras decisiones…), preguntaré a los autores del test. Puede que para mí misma tenga secretos, pero para ellos no.


FOBIA AL HOMBRE (Rocío Andréu)


Yo le tengo fobia al hombre. Me pasa desde hace años.
Rompí una mañana el documento nacional, que en nada me identificaba, y busqué refugio en otra parte, en otro clan.
Me alié con un pájaro, pero no aceptó mi negativa a volar.
Me valía cualquier especie original, alejada de los hombres, y seguí buscando.
Hallé, en la más dormida flor, la tela tejida por la araña, que el sol colorea y da vida; que, hecha para matar, no engaña a nadie. Que, para sobrevivir, si mata se sabe sin culpa y perdonada. Y sentí envidia. Yo quisiera sentirme también así, como una araña, y no tener en mi tela sino el fruto de mis manos. Que no existan los muertos si no han pasado antes por mí. Que cuando digo que tengo fobia al hombre todo el mundo entendiera, sin más, que me sobran razones para hacerme pájaro o araña y desvincularme de vosotros; del asfalto con el que lo inundasteis todo; de vuestras estúpidas normas; de la tela que tejieron unos pocos para hacer a tantos sangrar.

domingo, 21 de junio de 2015

EL CAMIÓN DE MUDANZAS ESCARLATA (John Cheever)


Adiós al mortal aburrimiento de repartir un raquítico pollo entre una familia de siete, y a todos los demás ritos de los pueblos de las colinas. No me refiero a las aldeas que de verás están montañas arriba, como Asís, Perugia o Saracinesco, encaramadas sobre un despeñadero de novecientos metros de hondo, con murallas de aquel deprimente color gris de los cartones para camisas y líquenes color mostaza que florecen sobre los vencidos tejados. El terreno, de hecho, era llano, y las casas de madera. Hablo del este de Estados Unidos, de la clase de lugar donde vive la mayoría de nosotros. El municipio independiente de B________tenía una población de tal vez doscientos matrimonios, todos ellos con perros y niños, y muchos con servicio doméstico; se asemejaba a una ciudad de las colinas en un solo aspecto, es decir, en los enfermos, los desencantados y los pobres no podían escalar el escarpado sendero moral que constituía su defensa natural, y en que llegado el momento en que cualquiera de sus vecinos caía bajo el virus de la infelicidad o el descontento, consciente de la inutilidad de residir en un paraje de tal altura espiritual, se iba a vivir a la llanura.

La vida era del todo cómoda y tranquila. B________estaba exclusivamente reservado a los dichosos. Las amas de casa besaban con ternura a sus maridos por la mañana y con pasión al anochecer. En casi todos los hogares había amor, benevolencia y abundante esperanza. Las escuelas eran excelentes, las carreteras lisas, perfecto el alcantarillado e impecables los demás servicios públicos. Una tarde de primavera, al ponerse el sol, un inmenso camión de mudanzas, con letras doradas en ambos costados, recorrió la calle y se detuvo delante de la casa Marple, que había estado vacía durante tres meses.

Los tonos dorados y escarlatas del vehículo, que brillaban incluso en el crepúsculo, representaban un inspirado intento de encubrir la genuina melancolía de sus vagabundeos. “Transportes completos o parciales a larga distancia, rezaban las letras de oro de los lados, y la leyenda causaba el mismo efecto que el pitido de un tren lejano. Martha Folkestone, que vivía al lado, observó por una ventana como atravesaban el porche las pertenencias de sus nuevos vecinos.

- Parece un Chippendale auténtico –dijo-, aunque con esta luz no se puede saber. Tienen dos niños. Parecen buena gente. Oh, ojalá pudiera llevarles algo para que se sientan como en casa, ¿Tú crees que les gustarán las flores? Me figuro que podremos invitarlos a una copa. ¿Crees que les apetecerá? ¿Quieres ir a preguntárselo?

Más tarde, cuando ya todos los muebles estaban dentro de la casa y el camión se había marchado, Charlie Folkestone cruzó el césped que separaba las dos viviendas y se presentó él mismo a Peaches (1) y a Gee-Gee. Advirtió lo siguiente: Peaches era como la fruta de idéntico nombre: rubia y cálida, con un vestido muy escotado y una frente luminosa. Gee-Gee habís sido un hombre guapo y quizá seguía siéndolo, aunque sus rizos amarillos raleaban ya. Su rostro era a la vez angelical y amenazador. Nunca había sido boxeador (como Charlie supo luego), pero sus ojos bizqueaba levemente y su frente cuadrada y hermosa parecía hecha con capas de piel cicatrizada. Podía parecer un hombre de aspecto pensativo, hasta que uno se percataba de que, de pensativo, nada. Tenía el aspecto serio y contenido de las personas un poco estúpidas o algo duras de oído.

Les encantaría tomar una copa. Irían enseguida a casa de Charlie. Peaches quería pintarse un poco los labios y dar las buenas noches a los niños, y después irían en el acto. Así lo hicieron, y así comenzó lo que prometía ser una velada inusualmente placentera. Los Folkestone se habían inquietado pensando en cómo serían sus nuevos vecinos, y al encontrar a una pareja tan simpática como Peaches y Gee-Gee se pusieron muy contentos. Como a todo el mundo, les encantaba opinar sobre sus vecinos y, naturalmente, Gee-Gee y su mujer demostraron interés. Era el nacimiento de una nueva amistad, y los Folkestone pasaron esta vez por alto su proverbial preocupación por el tiempo y la sobriedad. Se había hecho tarde –era más de medianoche-, y Charlie no reparó en la cantidad de whisky que estaban bebiendo ni en el hecho de que Gee-Gee estaba emborrachándose. Cayó en un total silencio –ya no participaba en la conversación-, y de pronto interrumpió bruscamente a Martha con voz tajante y desagradable.

- Dios, qué remilgados son ustedes –dijo.

- ¡Oh, no, Gee-Gee! –exclamó Peaches-. ¡No en nuestra primera noche aquí!

- Ha bebido usted demasiado, Gee-Gee –dijo Charlie.

- Y un cuerno –replicó Gee-Gee. Se agachó y empezó a desabrocharse los zapatos-. Todavía no he bebido ni la mitad de lo que puedo llegar a beber.

- Por favor, Gee-Gee, por favor –suplicó Peaches.

- Tengo que enseñarles, cariño. Tienen que aprender.

Se levantó y, con la maña y la pericia del borracho, se quitó la mayor parte de la ropa antes de que nadie pudiera detenerlo.

- Largo de aquí –ordenó Charlie.

- El placer es mío, vecino –dijo Gee-Gee, y de un puntapié sacó por la puerta un paraguas con empuñadura de cobre que encontró en su camino.

-¡Oh, lo siento muchísimo! –se disculpó Peaches-. ¡Me siento terriblemente avergonzada!

-No tiene importancia, querida –dijo Martha-. Probablemente está muy cansado y todos hemos bebido demasiado.

-Oh, no –dijo Peaches-. Siempre ocurre lo mismo. En todas partes. Nos hemos mudado ocho veces en los últimos ocho años, y nunca ha habido nadie que se haya despedido de nosotros. Ni una sola persona. ¡Oh, era un hombre encantador cuando lo conocí! Imposible encontrar a un hombre tan delicado, fuerte, y generoso. En la universidad lo llamaban el Dios Griego. Por eso le decimos Gee-Gee(2). Jugó dos veces en la selección norteamericana, pero nunca por dinero; siempre jugó porque le salía de dentro. Todo el mundo lo quería. Ahora todo eso se ha acabado, pero me digo a mí misma que hubo un tiempo en que tuve el amor de un hombre bueno. No creo que muchas mujeres hayan conocido ese tipo de amor. Oh, ojalá volviera a ser como antes. Ojalá. Anteayer, cuando estábamos embalando los platos en la otra casa, se emborrachó y yo lo abofeteé, le grité: “¡Vuelve! ¡Vuelve a mí, Gee-Gee!” Pero no me escuchó. No me hizo caso. Ya no hace caso a nadie, ni siquiera a la voz de sus hijos. me pregunto todos los días qué habré hecho para merecer este castigo tan cruel.

-¡Cuánto lo siento, querida!-exclamó Martha.

-No vendrá usted a despedirnos cuando nos vayamos- aseguró Peaches-. Duraremos un año. Espere y verá. Hay gente que organiza fiestas de despedida, pero en el sitio donde vivimos hasta el basurero se alegró de que nos fuéramos.

Con una gracia y resignación que trascendía la malograda reunión, se puso a recoger las ropas que su marido había diseminado por la alfombra.

-Cada vez que nos mudamos, pienso que el cambio le vendrá bien- agregó-. Al llegar aquí esta noche, esto parecía tan bonito y tranquilo que pensé que podría cambiarlo. En fin, no es preciso que vuelvan a invitarnos. Ya han visto lo que ocurre.

Pocos días después, o quizá una semana más tarde, Charlie vio a su vecino en el andén de la estación y comprobó que tenía muy buen aspecto cuando estaba sobrio. B______ no era un lugar que se conquistase fácilmente, pero Gee-Gee parecía haberse ganado ya el afectuoso respeto de sus convecinos. Mientras lo contemplaba de pie al sol entre los demás viajeros, Charlie comprendió que el recién llegado sería invitado a participar en todo. Gee-Gee saludó cordialmente a Charlie, y en él no quedaba rastro del mal carácter que había mostrado aquella noche. En efecto, resultaba imposible creer que aquel hombre encantador y bien parecido se hubiera comportado de un modo tan ofensivo. A la luz de la mañana, y rodeado de nuevos amigos, parecía constituir un desafío a la memoria. Casi daba la impresión de que el reproche recaía sobre Charlie.

Las disposiciones para la iniciación mundana de la nueva pareja fueron insólitamente rápidas y complicadas, y dieron comienzo con una cena en casa de los Waterman. Charlie estaba allí cuando Peaches y Gee-Gee aparecieron, e hicieron una entrada majestuosa. Cogidos del brazo, radiantes, en el momento de su entrada pareció que realzaban la velada. Había mucha gente en la fiesta, y Charlie apenas volvió a verlos hasta que se sentaron a la mesa. Iban por la mitad de los postres cuando sonó, como una orden de desfile el exabrupto brusco y desagradable de Gee-Gee en medio de la conversación general:

-¡Maldita pandilla de gente estirada!- exclamó-.Vamos a poner un poco de alegría en la conversación, ¿no?

Saltó al centro de la mesa y empezó a cantar una canción obscena y a bailar una giga. Las mujeres chillaron. Los platos se volcaron y se rompieron. Se echaron a perder vestidos. Peaches suplicó a su díscolo marido. Su escandalosa actuación hizo que en el comedor sólo quedaran Charlie y su ruidoso vecino.

-Bájese de ahí, Gee-Gee- dijo Charlie.

-Tengo que enseñarles- respondió el otro-. Darles una lección.

-Pues no está enseñando nada a nadie, como sea que está usted borracho como una cuba.

.Tienen que aprender- insistió Gee-Gee-. Tengo que enseñarles.

Bajó de la mesa, rompiendo unos cuantos platos más; luego se dirigió tambaleándose a la cocina, donde abrazó a la cocinera, y finalmente salió a la oscuridad de la noche.

Podría haberse pensado que el incidente habría escarmentado a una comunidad mundana, pero a Gee-Gee le fue concedida una insólita indulgencia. Gustaba a todo el mundo, y siempre existía la posibilidad de que se enmendase. Su encantadora figura desarmaba a sus enemigos a la luz del nuevo día, pero su actitud empezó a parecer cada vez más un señuelo para colarse en las casas a romper vajillas. Él no quería perdón, y si por ventura entendía que no había ultrajado la sensibilidad de sus anfitriones, aumentaba y extremaba sus escándalos. Nadie había visto nunca nada parecido. Se desnudó en casa de los Bilker. En la de los Levy lanzó por los aires un bol de queso blanco. bailó en calzoncillos una danza escocesa., pegó fuego a más de una papelera y se columpió en la araña de los Townsend, la célebre araña. Al cabo de seis semanas, no era bien recibido en ninguna casa del vecindario.

Los Folkestone seguían viéndolo, por supuesto: lo veían en el jardín por la noche y charlaban con él a través del seto. A Charlie le trastornaba en gran medida el espectáculo de alguien tan rápidamente caído en desgracia, y le hubiera gustado ayudarlo. Él y Martha hablaron con Peaches, pero ésta había perdido toda esperanza. No comprendía qué le pasaba a su adonis, y su inteligencia no llegaba más lejos. De vez en cuando, algún candoroso forastero de la ciudad vecina o tal vez algún recién llegado sentía simpatía por Gee-Gee y lo invitaba a cenar. Su actuación era siempre la misma, y siempre había platos rotos. Los Folkestones eran sus vecinos- había ese antiguo vínculo- y Charlie pensaba que podía salvar al descarriado. Cuando Gee-Gee y Peaches se peleaban, a veces ella telefoneaba a Charlie y le pedía protección. Fue a su casa una noche de verano después de haberlo llamado ella por teléfono. La disputa había concluido; Peaches leía un libro en el comedor, y Gee-Gee se hallaba sentado a la mesa con un vaso en la mano. Charlie se instaló a su lado.

-Gee-Gee.

-¿Qué?

-¿Vas a dejar de beber?

-No

-¿Irás a ver a un psiquiatra?

-¿Para qué? Me conozco. Lo único que tengo que hacer es llegar hasta el final.

-¿Irás a ver a un psiquiatra si yo te acompaño?

-No

-¿Vas a hacer algo para ayudarte?

-Tengo que enseñarles.

Entonces echó hacia atrás la cabeza y sollozó: “Oh, Dios mío…”

Charlie se apartó. Dio la impresión de que en aquel instante Gee-Gee acababa de oír, en alguna recóndita región de sus adentros, el sonido de una lejana trompeta que profetizaba el modo y la hora de su muerte. Aquel hombre parecía poseer una enorme autenticidad. Folkestone experimentó un gran alivio. Creyó entender el mensaje del borracho; siempre lo había captado. Allá en el fondo de la amistad entre ambos, Gee-Gee era un abogado de los lisiados, los enfermos, los pobres; de todos aquellos que sin ninguna culpa vivían una existencia miserable y dolorosa. A los dichosos, los bien nacidos y los ricos, debía decirles esto: que precisamente porque tenían cariño, comodidades y privilegios, no debían serles ahorrados los aguijonazos de la rabia y el deseo, ni tampoco las ansias y las agonías de la muerte. Gee-Gee sólo quería advertirles que estuvieran preparados para el golpe cuando sobreviniera. Pero ¿no era acaso posible aceptar esta verdad sin que Gee-Gee tuviese que bailar la giga en las salas de sus vecinos? Difundía el mensaje del sufrimiento en la vida, pero ¿era necesario sufrirlo en carne propia para aceptar dicho mensaje? Eso parecía.

-Gee-Gee- dijo Charlie.

-¿Qué?

-¿Qué estás intentando enseñarles?

-No lo sabrás nunca. Tú también eres un maldito remilgado.

Ni siquiera duraron un año. En noviembre les hicieron una oferta razonable por la casa, y la vendieron. Regresó el camión de mudanzas, dorado y escarlata, y cruzaron la frontera del estado hasta la ciudad de Y_______, donde compraron otra casa. Los Folkestone se alegraron de que se marcharan. Una pareja joven y formal ocupó su lugar y todo volvió a ser como antes. Rara vez se acordaban de ellos. Pero por unos amigos Charlie se enteró, el invierno siguiente, de que Gee-Gee se había roto la cadera jugando al rugby un día o dos antes de Navidad. Por alguna razón no olvidó esta circunstancia, y un domingo por la tarde en que no tenía nada mejor que hacer preguntó al servicio de información telefónica el número de su antiguo vecino y lo llamó para informarle que iría a verlo para tomar una copa. Gee-Gee rugió de entusiasmo y le indicó a Charlie cómo llegar a su casa.

El trayecto fue largo, y a medio camino Charlie se preguntó por qué iba. Y____era, socialmente, bastante inferior a B____. La vivienda se hallaba en una urbanización, y el constructor no se había limitado a edificar algo feo: había erigido una comunidad de ventanas rectilíneas que parecía una colonia penitenciaria. Las calles llevaban nombre de universidades: calle de Princeton, de Yale, de Rutgers…Sólo se habían vendido unas cuantas casas, y la de Gee-Gee estaba rodeada de viviendas vacías. Charlie llamó al timbre y oyó a su amigo gritándole que entrara. La casa estaba patas arriba, y mientras él se quitaba el abrigo, Gee-Gee recorrió lentamente el pasillo medio subido en un cochecillo de juguete que impulsaba con ayuda de una muleta. Una dura escayola recubría su cadera y su pierna derecha.

-¿Dónde está Peaches?

-En Nassau. Ella y los niños han ido a Nassau a pasar las navidades.

-¿Y te han dejado solo?

-Yo quise que se marcharan. Los obligué a irse. No pueden hacer nada por mí. Me arreglo muy bien con este cochecito. Si tengo hambre, me preparo un bocadillo. Yo les dije que se fueran. Los obligué. Peaches necesitaba unas vacaciones, y a mí me gusta estar solo. Ven al cuarto de estar y sírveme una copa. No puedo sacar los cubitos de hielo; es casi lo único que no puedo hacer. Puedo afeitarme, meterme en la cama y todo eso, pero no consigo sacar el hielo.

Charlie sacó varios cubitos. Le alegró tener algo que hacer. La imagen de Gee-Gee en su coche de juguete le había conmocionado, y notó que en la casa reinaba una tranquilidad aterradora. Por la ventana de la cocina divisó fila tras fila de viviendas feas y vacías. Tuvo la sensación de que un terrible melodrama se aproximaba a su momento culminante. pero en el cuarto de estar Gee-Gee estuvo sumamente encantador, y su sonrisa y su voz prestaron a la tarde un momentáneo equilibrio. Charlie le preguntó si no podía contratar a una enfermera que se ocupase de él. ¿No podía encontrar a nadie que lo hiciera? ¿No podía por lo menos alquilar una silla de ruedas? Gee-Gee rechazó riendo todas esas sugerencias. Se sentía a gusto. Peaches le había escrito desde Nassau; lo estaba pasando maravillosamente.

Charlie creyó que Gee-Gee los había obligado a marchare. Por encima de todo, era este detalle el que convertía la situación en horrorosa. Naturalmente, a Peaches le habría gustado ir a Nassau, pero jamás hubiera insistido. Su inocencia era tanta, que jamás había soñado ni mucho menos ansiado viajar. Gee-Gee habría porfiado para que se fuese; le habría descrito el viaje de una manera tan tentadora que ella, en su inocencia, no debía de haber de haber podido resistir la tentación. ¿Quería él de verdad que lo dejaran solo, borracho e inválido, en una casa aislada? ¿Necesitaba sentirse abandonado? Daba esa impresión. El desorden de la casa y la imagen de su mujer y sus hijos corriendo como el viento por una playa de coral parecían una feliz invención: una especie de triunfo.

Gee-Gee encendió un cigarrillo y, olvidándolo, encendió otro, y dejó caer tan imprudentemente las cerillas que Charlie pensó que un día u otro Gee-Gee podía fácilmente provocar un incendio. Al levantarse de su cochecito para tomar asiento en una silla, estuvo a punto de caerse, y, caído en el suelo y solo, podía muy bien morirse de hambre y de sed allí, en su propia alfombra. pero tal vez había aquella destreza del borracho en su torpeza, en su modo de jugar con el fuego. Sorió levemente al advertir la mirada de Charlie.

-No te preocupes por mí- le dijo-. No me pasará nada. Tengo un ángel de la guarda.

-Eso cree todo el mundo.

-Bueno, pero yo lo tengo.

Fuera había comenzado a nevar. El cielo invernal estaba encapotado, y pronto oscurecería. Charlie comentó que tenía que irse.

-Siéntate- dijo Gee-Gee-. Siéntate y toma otra copa.

La conciencia de Charlie lo retuvo allí un momento más. ¿Cómo podía abandonar de golpe a un amigo- a un antiguo vecino, cuando menos- en peligro de muerte? Pero no tenía alternativa: su familia lo esperaba y debía marcharse.

-No te preocupes por mí- dijo Gee-Gee cuando Charlie se ponía ya el abrigo-. Tengo mi ángel.

Era más tarde de lo que Charlie pensaba. Nevaba intensamente y tenía por delante dos horas de camino por tortuosas carreteras secundarias. había una pequeña elevación del terreno en las afueras de Y____, y la nieve reciente era tan resbaladiza que le costó trabajo subir la colina. Y había otras aún más empinadas. Sólo le funcionaba un limpiaparabrisas, los copos cubrieron rápidamente el cristal, dejándole únicamente una pequeña abertura al mundo. La nieve se abalanzaba sobre los faros a un ritmo mareante, y en un punto en que la carretera se estrechaba, el coche patinó hasta el arsén, y Charlie tuvo que forzar el motor durante diez minutos para recuperar otra vez el control. Era aquél un paraje solitario –a kilómetros de cualquier casa-, y hubiera tenido que emprender una caminata sobre tierra embarrada con simples mocasines. El coche resbalaba y zigzagueaba en todas las colinas, y se diría que las rebasaba por un estrechísimo margen de suerte.

Dos horas después, Charlie seguía aún lejos de casa. La nieve era tan densa que conducir el coche era tan arduo como la navegación más arriesgada. Tardó tres horas en volver, y al llegar a la paz y oscuridad de su garaje estaba cansado, cansado e infinitamente agradecido. Marthay los niños ya habían cenado, y ella quería visitar a los Lissom para comentar ciertos asuntos sobre la dirección de la escuela. Él le dijo que la carretera estaba en malas condiciones, y como la distancia era corta, Martha decidió ir a pie. Charlie encendió el fuego en la chimenea y se sirvió un trago y los niños se sentaron con él a la mesa mientras cenaban. Los domingos por la noche, después de la cena, los Folkestone formaban –o trataban de formar un trío- Charlie tocaba el clarinete, su hija el piano y su hijo mayor la flauta tenor. El pequeño todavía gateaba. Aquel domingo interpretaron adaptaciones simples de música del siblo XVIII en el más placentero clima hogareño .Felicitándose mutuamente cuando atacaban los fragmentos más difíciles y extendiendo la música lo mejor de su relación. Estaban tocando una sonata de Vivaldi cuando sonó el teléfono. Charlie supo inmediatamente quién era.

-Charlie, Charlie –dijo Gee-Gee-. Santo Dios, estoy en un aprieto. En cuanto te has marchado, me he caído del maldito cochecito. He tardado dos horas en llegar al teléfono. Tienes que venir. Nadie más puede hacerlo. Eres mi único amigo. Tienes que venir. ¿Charlie? ¿Me oyes?

Seguramente fue la extraña expresión que se dibujó en el rostro de Charlie lo que hizo llorar al bebé. Su hermana lo cogió en brazos y miró fijamente a su padre, lo mismo que el otro chico. Parecían enteramente conscientes de la situación, de cada detalle de la misma, y lo miraban con sosiego, como si esperasen que él tomara una decisión que no tenía nada que ver con la continuación de una velada agradable en una casa aislada por la nieve; una decisión, no obstante, que ejercería un profundo efecto sobre el conocimiento que tenían sobre su padre y sobre la futura felicidad de la familia. Ël pensó que era miradas claras y suplicantes, e hiciera lo que hiciese sería algo decisivo.

-¿Me oyes Charlie? ¿Me oyes? Me ha costado casi dos malditas horas arrastrarme hasta el teléfono. Tienes que ayudarme. Nadie más vendrá.

Charlie colgó. Gee-Gee debió de oir el sonido de su respiración y el llanto del bebé, pero Charlie no había dicho una palabra. No dio explicaciones a sus hijos, ni tampoco ellos se la pidieron. Lo sabían todo. Su hija volvió a sentarse al piano, y cuando el teléfono sonó otra vez y Charlie no contestó, nadie hizo pregunta alguna respecto del timbre que llamaba. Cuando dejó de sonar, parecieron sentirse dichosos y aliviados, e interpretaron Vivaldi hasta las nueve, por el que Charlie los envió a la cama.

Se sirvió una copa para amortiguar el sentimiento de que allí había habido cierta expresión emocional, de que una especie de violencia había estremecido el aire. No sabía exactamente qué había hecho ni cómo afrontar la voz de su conciencia. Se lo contaría a Martha, en cuanto ella volviese, pensó. Sería un paso hacia la comprensión de lo que acababa de hacer. Pero Martha regresó y Charlie no le dijo nada. Temió que si la ponía al corriente del problema la inteligencia de su esposa no hiciera sino confirmar su culpa. “Pero ¿por qué no me has telefoneado a casa de los Lisson? –habría preguntado-. Yo hubiera vuelto a casa y tú podrías haber cogido el coche.” Era una mujer demasiado compasiva para aceptar cruzada de brazos, cómo él estaba haciendo, la idea de que un amigo, un vecino, yacía en su casa moribundo. Martha subió directamente. Ël se sirvió un poco más de whisky. Si hubiera telefoneado a los Lisson, si ella hubiera regresado a cuidar a los niños para que él pudiera ir a ayudar a Gee-Gee ¿podría haber hecho el viaje de vuelta con semejante nevada? Podría haber puesto las cadenas en los neumáticos, pero ¿dónde estaban? ¿en el automovil o en el sótano? No lo sabía. No las había usado ese año. Pero quizá para entonces ya hubieran despejado las carreteras. Tal vez había acabado la tormenta. Esta última y angustiosa posibilidad lo puso enfermo. ¿Le habría traicionado el cielo? Encendió la luz de fuera y, a regañadientes, vacilante, se acercó a la ventana.

La nieve limpia despidió un centelleo zalamero y el rayo de luz resplandeció en la atmósfera vacía y apacible. Probablemente había dejado de nevar pocos minutos después de que él hubo entrado en su casa. ¿Cómo podía haberlo sabido él? ¿Cómo podía exigírsele que tuviera en cuenta los caprichos del tiempo? ¿ Y qué decir de aquella mirada de los niños, tan severa, tan clara, tan afirmativa de que a aquella hora le correspondía estar con ellos, y no socorriendo a borrachos que habían perdido la oportunidad de ser tomados en serio?

Entonces lo asaltó la imagen de Gee-Gee, abrumadoramente desvalido, y recordó a Peaches de pie en la entrada del domicilio de los Waterman, gritando: “¡Vuelve! ¡Vuelve a mí!” Invocaba al hombre joven que Charlie no había conocido, pero resultaba fácil imaginar cómo habría sido: equilibrado, alegre, generoso, fuerte…¿Y por qué se había ido al traste todo aquello? “¡Vuelve! ¡Vuelve!” Peaches parecía invocar la dulzura de un día de verano. Rosales en flor, puertas y ventanas abiertas al jardín. Su voz abarcaba todo aquello; era como la ilusión de una casa abandonada a la luz de los últimos rayos de sol. Una mansión desmoronándose, una casa encantada para los niños y un quebradero de cabeza para la policía y los bomberos, aunque al ver sus resplandecientes ventanas a la puesta del sol, uno podría creer que sus antiguos habitantes han vuelto. La cocinera pasa el rodillo sobre la pasta en la cocina. El olor del pollo sube por la escalera trasera. Las habitaciones del frente están ya dispuestas para recibir a los niños y a sus muchos amigos. Un fuego de carbón arde en la chimenea. Después, a medida que la luz se retira de las ventanas, la auténtica fealdad del lugar resurge en el crepúsculo con renovada fuerza, y conformes las notas de aquel verano de hace tanto tiempo abandonaban la voz de Peaches, va haciéndose imperceptible la irrevocable, desesperada confusión en su rostro inocente. “¡Vuelve! ¡Vuelve!” Charlie se sirvió un poco más de whisky, y al llevarse el vaso a la boca, oyó que cambiaba el viento y vio –la luz de fuera seguía encendida- que los copos caían girando de nuevo, con el vengativo torbellino de la ventisca. La carretera era intransitable; no podría haber hecho el viaje. El cambio de tiempo le habría procurado una dulce absolución, y contempló la nieve con una sonrisa de amor, pero siguió en pie hasta las tres de la mañana, aferrado a la botella.

A la mañana siguiente, Charlie tenía los ojos inyectados en sangre y temblaba; a las once se escabulló de la oficina y se tomó dos martinis. Bebió otros dos antes del almuerzo, otros más a las cuatro y dos en el tren, y llegó a cenar a casa haciendo eses. Las consecuencias del exceso de bebida nos resultan familiares a todos nosotros; aquí sólo nos interesa el lado humano del caso, y Martha se vio por fin impulsada a hablar con él. Lo hizo con muchísima suavidad.

-Estás bebiendo mucho, cariño- dijo -. Has estado bebiendo demasiado las tres últimas semanas.

-Lo que yo beba o no es asunto mío. Ocúpate de tus cosas y yo me ocuparé de las mías.

La cosa fue a peor, y ella tenía que hacer algo. Acudió a ver al párroco en busca de consejo: era un joven de buena presencia, que practicaba la psicología y la liturgia. La escuchó comprensivamente.

-He pasado esta tarde por la casa del párroco- dijo esa noche Martha al volver a casa-, y he hablado con el padre Hemming. Le ha extrañado que no fueras a la iglesia y quiere hablar contigo. Es un hombre tan guapo –añadió, intentando que lo que acababa de decir no pareciese algo planeado-, que me preguntó por qué no se habrá casado.

Borracho, como de costumbre, Charlie llamó a casa del párroco.

-Oiga, padre –dijo-. Mi mujer me dice que usted la ha estado entreteniendo esta tarde. Pues bien, no me gusta. Más vale que le quite las manos de encima, ¿entendido? Ese condenado traje negro que usted lleva no e impresiona gran cosa. Apártese de mi mujer o le reventaré su hermosa naricita.

Acabó por perder su empleo, tuvieron que mudarse e iniciaron su peregrinaje, como Peaches y Gee-Gee en el camión dorado y escarlata.

¿Y qué ocurrió con Gee-Gee?, ¿qué fue de él? Aquel ebrio ángel de la guarda, alborotado el pelo y las cuerdas de su arpa rotas, al parecer revoloteaba aún por encima de donde Gee-Gee yacía. Después de haber telefoneado a Charlie aquella noche llamó a los bomberos. Llegaron al cabo de ocho minutos justos, con un repiqueteo de campanas y un aullido de sirenas. Lo acostaron, le sirvieron un trago y uno de los bomberos, que no tenía otra cosa que hacer, se quedó haciéndole compañía hasta que Peaches volvió de Nassau. El bombero y el enfermo se lo pasaron espléndidamente, comiendo todos los filetes del congelador y bebiendo más de un litro de bourbon todos los días. Gee-Gee ya era capaz de caminar cuando regresaron Peaches y los niños; Abandonó aquella vida desordenada, para la cual parecía mucho más capacitado que su vecino Charlie, pero una vez más tuvieron que mudarse al final de aquel año y, al igual que los Folkestone, desaparecieron de las ciudades de las colinas.

miércoles, 17 de junio de 2015

HISTORIAL (Rocío Andréu)


Sobrevivió a una apendicitis aguda con 6 años.

Se rompió el fémur izquierdo a los 9; también policontusiones… Una caída.

Tuvo dos esguinces seguidos, en el pie derecho a los 12 años (en realidad uno que no sanó).

A los trece le diagnosticaron hiperactividad y trastorno por déficit de atención.

Hasta los dieciocho años: nada.

A los dieciocho le prescribieron diazepam. El tratamiento duró seis meses.


A los 25 dieron fe de su hepatitis C, algo normal en la población reclusa.

El certificado de fallecimiento data de 2013. No llegó pues a los 27 años.

Todo ello está debidamente acreditado en su historial médico.

Pero si él pudiera escribir su historia, quizás diría en su defensa que a los seis años pasó seis días enfermo –lo recordó siempre- hasta que su abuela lo sacó envuelto en una manta y lo llevó a urgencias. (Unas horas más le habrían costado la vida.)

Quizás diría en su favor que su padre maltrató a su madre -y también a él-.

Quizás recordaría la discusión en la que se cruzó por medio, con sólo nueve años, y el golpe de su cuerpo contra la pared. Cuando se rompió la escayola del salón. Allí perdió un diente de leche, se trizó su fémur y media infancia.

Quizás alguien contaría que a los 11 años falleció su abuela, la única que lo cuidaba, y que desde entonces su vida fue la calle.

A los 12 años cometió su primer robo, y le impusieron su primera condena.

No pisó el reformatorio hasta los 14. (El primer porro se lo había fumado dos años antes, tras el funeral de su madre.)

La primera raya de coca a los 16.

Éxtasis, cristal y speed. -Nunca setas, le recordaban a su abuela-.

En la cárcel a los 20, por un delito contra la salud pública (le pillaron con unos gramos).

Un robo con violencia (12 sin ponerse).

Un quebrantamiento de condena.

Y nada más. Se quitó la vida en su celda.

“El bala”, “El nieto de la Encarna”, “El que estaba en la cárcel” ha terminado como todos predijeron. Como nadie hizo nada por evitar.

QUÉ BIEN HABLO (Saiz de Marco)


Es un municipio rural, por lo que la llegada de un técnico del Ministerio de Agricultura despierta interés. El funcionario ha comunicado al alcalde que, al igual que el año anterior, no sólo visitará embalses y obras de riego, sino que también se reunirá con los vecinos y dará una charla.

El técnico de Agricultura se sienta en el salón del Ayuntamiento y empieza su exposición. Pero, al igual que el año pasado, cuando se refiere a las reservas de agua no las llama así sino “recursos hídricos”. Cuando alude al tamaño de los pantanos no dice medidas sino “parámetros”. Cuando menciona las clases de cultivo no dice clasificación sino “taxonomía”. Cuando habla de prácticas agrícolas, en vez de práctica dice “praxis”. Cuando alude a una plaga de los árboles no dice enfermedad sino “patología”. Cuando quiere referirse a cooperación dice “sinergia”…

Y ello a pesar de que está hablando a agricultores que conocen su oficio pero no tuvieron ocasión de estudiar. A personas sencillas que se expresan con sencillez. A gente que llama a las cosas por su nombre: por su nombre de verdad, por el de siempre.

Al principio el técnico de Agricultura se alegra del interés con que es escuchado, pero, cuando lleva disertando unos minutos, se da cuenta de que su auditorio no cambia de postura, no cruza las piernas, no tose, no pestañea...

Tanta quietud le extraña. Tanto, que pierde la concentración y termina apresuradamente la charla.

El alcalde lo acompaña a la salida pero el técnico, al ver que los asistentes siguen sentados sin inmutarse, se acerca a uno de ellos y le tiende la mano.

Una mano que nadie estrecha porque el asistente continúa imperturbable.

Ante lo cual el alcalde, sabiéndose descubierto, se ve obligado a sincerarse:

-Pues verá. Como el año pasado no entendieron nada de lo que dijo, esta vez nadie quería venir a su conferencia. Así que, para que no se sintiera usted desairado, hablé con un cuñado mío, que tiene una tienda de confecciones, y le pedí todos los maniquíes (ya sabe, esos muñecos que se ponen en los escaparates). Y los he traído aquí, al salón municipal, para hacer bulto. Supongo que a usted no le importará. Total, aunque hubieran venido vecinos tampoco se habrían enterado de nada…

martes, 16 de junio de 2015

ALICANTE-MIAMI (Manuel Mª Torres Rojas)

La madre y su hija vivían en Orihuela desde que el padre se había marchado de casa con una cubana muy simpática.

La madre trabajaba de vendedora en una sociedad de promociones inmobiliarias que había ido llenando meticulosa y especulativamente de chalecitos adosados casi todas las tierras de secano comprendidas entre San Pedro del Pinatar, el Pilar de la Horadada y San Miguel de Salinas.

La chica nunca fue buena estudiante y sí, en cambio, una auténtica líder de la cultura del botellón ampliamente implantada en la zona. Es cierto que el clima benigno, el perfume nocturno de las flores de azahar y el natural permisivo de las gentes de Levante propiciaban un cierto relativismo moral, tranquilizador para padres, educadores y estamentos políticos y municipales.

La chica necesitaba algún dinero para instalarse con su novio en un apartamento, pagar la fianza del alquiler, comprar cuatro trastos y una nevera y, claro está, un somier y un colchón. El novio poco podía aportar porque en su casa eran muchos hermanos y bastante tenía con su tetraplejia y sus oposiciones para funcionario del Excelentísimo Ayuntamiento de la localidad.

Una noche de movida y litrona, en la que la fragancia del jazmín y del galán de noche podía al olor a estiércol de los campos recién abonados, un chaval habló con la chica y le propuso para dos semanas después un trabajo agradable y bien pagado.

La chica se levantó nerviosa aquella mañana. Era su primer viaje en avión, nunca había salido de España y apenas hablaba inglés.

Las instrucciones de la organización eran muy claras. Vuelo IB-1391 de Alicante a Barcelona. Dos horas después vuelo KLM-1666 a Amsterdam. En el aeropuerto de Schiphol tres horas de escala para seguir a Miami en el vuelo KLM-6057 de la propia compañía.

En la zona de tránsito de Schiphol, justo enfrente del Dutty-free, un chico bien vestido con aire de ejecutivo de una firma de auditoría, le entregó una caja de chocolate belga.

El vuelo a Miami fue agradable, la comida correcta y las películas, que no había visto, entretenidas aunque apenas sí entendía los diálogos. Ni falta que hacía para seguir las cabriolas de Jean-Claude Van Damme o Steven Seagal.

La monja que estaba sentada a su lado le contó que iba destinada a un convento de clausura que las Clarisas Capuchinas tienen cerca de Orlando. Estaba ilusionada y excitada después de quince años de oración y recogimiento en La Haya, donde llovía y hacía frío.

Nada más llegar al aeropuerto Miami International empezó el calvario de los trámites y controles de seguridad e inmigración, exacerbados por la psicosis del 11 de septiembre.

Aunque ella explicó varias veces, en castellano, que estaba en tránsito para San José de Costa Rica, los oficiales de inmigración la gritaban, también en castellano eso sí, que debía rellenar los formularios para entrar en USA, cosa que hizo con dificultad y con un rotulador que le prestó la monjita, quien se manejaba con la soltura que debe proporcionar la vida contemplativa.

Cuando ya estaba técnicamente en territorio USA, y después de abrir por segunda vez su maleta y la bolsa de mano, apareció un policía de la DEA con un precioso perro pastor alemán de pelo oscuro y cara bondadosa. El perro olisqueaba profesionalmente personas y enseres y vino a pararse justamente a la altura de ella, meneando el rabo y mirando al agente de la DEA, muy parecido por cierto a Clint Eastwood en Harry el sucio.

Súbitamente aparecieron más uniformes de policía que transportaron a la chica en volandas a una oficina del Departamento del Tesoro.

El pastor alemán estaba muy ufano sentado delante de la caja de chocolates y su rabo era una fiesta. Se había ganado una buena ración de pienso compuesto.

Quince días después el Cónsul de España llamó a la madre de la chica para decirla que su hija estaba en una prisión federal acusada formalmente de tráfico de drogas y de pertenencia a una organización internacional de tráfico de estupefacientes. En total, la fiscalía se proponía solicitar una pena de prisión incondicional de 20 años. Y sin posibilidad de beneficios ni remisiones de condena por trabajo o buena conducta.

La chica había cumplido 18 años el verano anterior y su madre estaba muy contenta porque, si bien había dejado los estudios, iba a empezar a trabajar en una fábrica de conservas de Molina del Segura. Como dijo su hija por aquel entonces "por lo menos ya tengo la miseria asegurada para casi toda la vida". Claro está que ella se refería a su trabajo en la fábrica, no a su largo horizonte carcelario.

viernes, 12 de junio de 2015

HIPATIA (Esther Andradi)


En Hipatia las damas van a misa los domingos y los caballeros juegan a los naipes en los bares debidamente cruzados de piernas. La cofradía de mujeres teje y desteje ruegos mientras los hombres se entregan a las reglas del juego. Después corren detrás de la pelota y las señoras ordenan el almuerzo. Entre perejiles y garbanzos la vieja criada traduce el futuro en una concha de nácar hallada en el costado izquierdo de la iglesia de San Cirilo. Alguien morirá en Hipatia provincia de Santa Fe buscando el acertijo de la vida escondido en la espiral de un caracol. No pregunten de quién es el cráneo. No inquieran las razones de su suerte. Den por sentado que la muerte no será causada por bronquitis o rubéola. Pero su piel no cubrirá ninguna biblia. Su pellejo será el pergamino donde una criada descifre la clave del porvenir mientras las damas ordenan el almuerzo.

Los hombres corren detrás de una pelota. Esta vez no la alcanzarán.

martes, 9 de junio de 2015

LAS ISLAS (Orhan Pamuk)


Una semana después de nacer me llevaron a las islas a pasar el verano de 1952. Mi abuela tenía una casa de dos pisos bastante grande en Heybeli, al lado del bosque, cerca del mar y en medio de un gran jardín. Un año más tarde, en el balcón de esa misma casa, grande como un porche, me hicieron mi primera fotografía andando. En la primavera de 2002, cuando escribí esto, alquilé una casa también en Heybeli, cerca de la de mi infancia. En estos cincuenta años he pasado muchos veranos en las islas de Estambul, en Burgaz, Büyükada y Sedefadasi, y en ellas he escrito bastantes novelas. En la casa de Heybeli había un rincón en el que cada año se marcaba lo que habíamos crecido nuestros primos y nosotros. A pesar de que la vendimos a causa de peleas familiares, cuestiones de herencias y bancarrotas, todavía voy de vez en cuando a mirar esas marcas fascinantes de la pared que muestran mi crecimiento dedo a dedo a lo largo de los años.

El verano en Estambul comienza para mí con la mudanza a las islas. Para ello es necesario que se hayan terminado las clases y que el tiempo sea lo suficientemente cálido como para poder bañarse en el mar, o sea, cuando el precio de fresas y cerezas ha bajado bastante. Cuando era niño los preparativos previos a la marcha a las islas duraban mucho más que ahora. Como en la casa de verano no había nevera y un frigorífico era un carísimo lujo occidental, la abuela descongelaba el de su casa y hacía que los porteadores que llamaba a casa lo envolvieran en tela de saco y lo bajaran con poleas; la loza se envolvía en papel de periódico; se le ponía naftalina a las alfombras y se enrollaban; y, entre el continuo bullicio de lavadoras, aspiradoras, discusiones y faena, se clavaban periódicos con chinchetas en las ventanas de la casa de invierno para que tapicerías, sillones y cortinas no perdieran el color con el sol. Por fin, cuando nos subíamos apurados a uno de los vapores de las líneas urbanas, que éramos capaces de diferenciar por su forma, me poseía la emoción. Me daba la impresión de que aquel viaje de hora y media a principios de verano no terminaría nunca. Aspirando la frescura y el olor a mar y primavera, mi hermano y yo dábamos un par de vueltas arriba y abajo por el barco, presionábamos a mi abuela o a mi madre para que le compraran al vendedor de camisa blanca que paseaba con la bandeja en la mano una gaseosa para cada uno, bajábamos para charlar con el cocinero, que vigilaba la nevera, las maletas y los baúles junto a las amarras, y seguíamos con todo interés y observando cada detalle cómo el barco se aproximaba a las islas previas de Kinali y Burgaz, cómo ataban las amarras y cómo lo acercaban al muelle. (Cada ciudad tiene sus propios sonidos que es imposible escuchar en cualquier otro sitio y que los que viven en ella conocen perfectamente y comparten como un secreto: de la misma forma que París tiene el silbato del metro, Roma los aullidos de las motocicletas y Nueva York su extraño estruendo, Estambul tiene desde hace sesenta años el mismo sonido metálico de la pasarela de madera con ruedas de hierro siendo arrastrada al vapor que se acerca y la ciudad entera reconoce ese incomparable ruido.) Por fin, cuando el vapor se arrimaba al muelle de Heybeli y era amarrado, mi hermano y yo, sin hacer el menor caso a los gritos de nuestra madre y nuestra abuela de “¡Quietos, os vais a caer!”, echábamos a correr felices hacia la isla.

No fue hasta mediados del siglo XIX cuando los más adinerados de Estambul y la clase media alta comenzaron a usar las islas como lugares de excursión y veraneo. Hasta finales del XVIII sólo algunas barcas de remos para el comercio hacían el viaje a las islas y llevaba cerca de medio día llegar desde el puerto de Tophane. Antes de eso las islas eran el destino al que los bizantinos desterraban a los políticos y emperadores caídos, espacios vacíos que servían de prisión cubiertos de monasterios, monjes, huertos y pequeñas aldeas de pescadores. A partir de principios del siglo XIX comenzaron a convertirse en el lugar donde pasaban el verano los cristianos de Estambul, los levantinos y diversos miembros de embajadas extranjeras. El que en 1894 se establecieran viajes diarios durante el verano de manera regular con los barcos de vapor ingleses que habían sido traídos a Estambul, redujo la travesía de la ciudad a Büyükada a hora y media o dos horas. Aquel viaje en barca de medio día al destierro en el que morirían y serían olvidados, que en tiempos hacían una vez en la vida para no regresar nunca más los emperadores, príncipes y emperatrices bizantinos derribados del poder y los políticos que habían sido derrotados en la lucha por el trono, a quienes habían cegado con un hierro candente, a partir de los cincuenta, gracias a las travesías ‘express’, fue heredado por la multitud de estambulíes adinerados que cada tarde regresaban en cuarenta y cinco minutos de la ciudad a las islas. En los sesenta y los setenta, cuando los grandes ricos de Estambul todavía no habían descubierto el sur, Antalia y Bodrum, en las tardes de verano era tan difícil encontrar un sitio para sentarse en los ‘express’ que salían de Karaköy que una hora antes de que zarpara, los potentados enviaban a alguien, a un propio, para que ocupara el lugar en el que preferían sentarse y cuando el señorito llegaba al barco a su hora, el propio dejaba su sitio al patrón y se bajaba del barco. Como los varones ricos y adultos de Estambul, fueran judíos, cristianos o musulmanes, no tenían costumbres como la de leer, para divertir a esa masa de hombres que volvían del trabajo intentando matar el tiempo fumando, observando el mar y mirándose unos a otros, una serie de emprendedores particulares comenzaron a organizar por aquellos años juegos y rifas. Recuerdo cómo mi tío llegó sonriendo una noche a nuestra casa de Heybeli con una enorme langosta que había ganado en uno de aquellos sorteos en los que los premios consistían en símbolos de lujo inencontrables en el país, como grandes piñas tropicales o botellas de whisky.

A partir de principios de los ochenta, cuando el mar de Mármara empezó a contaminarse, las islas dejaron lentamente de ser el lugar donde los ricos de Estambul se arrimaban unos a otros por conciencia de clase, donde por las noches se lucía la ropa traída de Europa, donde no se avergonzaban de demostrar su poderío económico. Una tarde del verano de 1958 fuimos con nuestros padres a una recepción a la orilla del mar en un suntuoso yate que nos llevó de Heybeli a Büyükada. Recuerdo ver hermosas mujeres en bañador que se bronceaban en la orilla del mar untándose cremas, hombres ricos que bromeaban a voces y camareros de camisas blancas que les ofrecían a todos ellos bandejas de canapés y bebidas. Como en Heybeli, a causa de la Academia Naval, había multitud de militares y funcionarios, a mí siempre me resultaba más rica Büyükada, y los quesos de importación y las bebidas alcohólicas de contrabando que veía en las tiendas y el sonido de música y diversión procedente del Gran Club se unían en mi imaginación con la idea de que allí estaban “los ricos de verdad”. Eran los años de niñez en que prestaba muchísima atención, entre avergonzado y ambicioso, a las diferencias de caballos entre los motores adosados a la popa de las lanchas rápidas, entre el caballero que se instalaba cómodamente en su coche de caballos en cuanto bajaba del vapor y los que iban andando, entre las mujeres que bajaban a la compra y las señoras que enviaban a otras a que se la hicieran.

Otra cosa que diferencia a las islas de Estambul proporcionándoles un ambiente completamente distinto, más que las ricas mansiones, la belleza de sus jardines, el hecho de que sean un lugar de vacaciones, las palmeras y los limoneros, son los coches de caballos. De niño me ponía muy contento cuando me dejaban subir al pescante desde donde el cochero gobernaba los caballos; en casa jugaba en el jardín a los coches de caballos imitando el ruido de los cascabeles y las herraduras y los movimientos del cochero. Cuarenta años después volví a jugar en las islas a lo mismo con mi hija. La condición indispensable para que te gusten esos faetones que todavía viven con toda naturalidad, no por ser una atracción turística sino porque son prácticos, baratos y silenciosos, es que no te incomode el denso olor a bosta de caballo que envuelve mercados, calles atestadas y paradas; al contrario, que te guste tanto como para buscarlo y cuando, durante el paseo, el cansado caballo (a veces despiadadamente azotado) levanta de repente con elegancia su tupida cola y comienza a vaciar en la calle su caliente y húmeda carga, contemplar el suceso sonriendo y con una curiosidad infantil.

Hasta principios del siglo XIX, las islas en invierno era donde vivían sacerdotes, seminaristas y pescadores rumíes. Cuando se instalaron en ellas algunos rusos blancos emigrados a Estambul tras la revolución de 1917, se abrieron en aquellas aldeas, cada vez más grandes, lujosos restaurantes y cabarets. La creación de la Academia Naval en Heybeli, la apertura de sanatorios para tuberculosos, el que en el último siglo se asentaran comunitariamente los judíos en Büyükada y los armenios en Kinali y el que en verano emigrara a las islas la población necesaria para alimentar a los veraneantes, provocó que se masificaran bastante, pero no las cambió. El hecho de que el gran terremoto de 1999 en Izmit se sintiera en las islas con fuerza y el que se sepa con certeza que el esperado gran terremoto de Estambul las golpeará mucho más de cerca están volviendo a dejarlas desiertas.

En otoño, cuando empiezan las clases en los colegios y termina la temporada, me gusta soñar que pasaré el invierno en las islas para sentir los anocheceres tempranos y la amargura de la llegada del otoño en los jardines vacíos. El año pasado, en uno de esos días de otoño, estuve paseando por los jardines y los porches desiertos de Heybeli y recordé mi infancia mientras comía higos y uvas que las familias que habían regresado a Estambul no habían podido recoger. Era una triste alegría entrar en los vacíos jardines de familias a las que conocíamos de lejos sin tener nunca la oportunidad de intimar con ellas, subir por sus escaleras, balancearse en sus columpios y ver el mundo desde sus porches. Después de aquel paseo, tan parecido a los que hacía en mi niñez saltando muros, llegué a la casa de Ismet Bajá, en la que sólo había podido entrar una vez. La casa, de la que recordaba vagamente haberla visitado con mi padre hacía cuarenta y cinco años y que el antiguo presidente de la República me había sentado sobre sus rodillas y me había dado un beso, ahora tiene las paredes decoradas con fotografías de la vida del Bajá como político, hombre de Estado y veraneante, bañándose en el mar con un bañador negro con un único tirante. Lo que me produjo un escalofrío fue el vacío y el silencio profundos que envolvían la casa, como a toda la isla. Un olor indefinido a moho, polvo y pino en los baños, en los lavabos, en los detalles de la cocina, en el pozo, en la cisterna, en la tarima de los suelos, en los viejos armarios, en las molduras de las ventanas y en muchos otros detalles me recordó la casa familiar que ya no era nuestra.

Las cigüeñas que, procedentes del noroeste, bajan desde los Balcanes a finales de agosto y principios de septiembre para pasar el invierno en el sur, vuelan siempre en bandadas sobre las islas. Ahora también, como en mi infancia, salgo al jardín cuando pasan las cigüeñas y contemplo admirado el decidido y misterioso viaje de las “peregrinas”, el rumor de cuyas alas puede oírse en el silencio. De pequeño regresábamos tristes a Estambul dos semanas después del paso de la última bandada de cigüeñas. Una vez en casa, leyendo las noticias de hacía tres meses de los periódicos colgados de las ventanas, amarillentos por el sol del verano, notaba fascinado lo lento que pasaba el tiempo.

lunes, 8 de junio de 2015

PUEDES TELEFONEAR DESDE AQUÍ (Algernon Blackwood)

A las diez y media mandó a la criada a la cama, y permaneció levantada ella sola en el piso.

«Abriré yo a mi prima —se dijo—; puede que venga tarde.»

Leyó, hizo punto, empezó una carta, atizó el fuego, y miró las fotografías de su marido que tenía sobre la chimenea; pero no paraba de mirar en torno suyo, nerviosa, yendo unas veces a la puerta a escuchar, levantando otras un canto de la persiana para asomarse sobre las farolas de North Kensington, que contendían con la oscuridad. La niebla era más espesa que nunca. Un rumor de tráfico se elevaba flotando hasta ella desde abajo.

Pero al fin sonó furioso el timbre de la puerta, y corrió a abrir a su prima, la cual había prometido pasar con ella las dos noches de ausencia de su marido, que había salido para París. Se besaron. Se pusieron a hablar las dos a la vez.

—Creí que no ibas a llegar nunca, Sybil…

—La función ha terminado tarde… y hay una niebla horrible. Envié mis cosas esta tarde por eso.

—Han llegado puntualmente; y tienes la habitación preparada. Espero que puedas arreglártelas sin doncella. ¡Me alegro muchísimo de que hayas venido!

—¡Mi tímida avecilla campestre!

—Oh, no es eso; aunque confieso que Londres me aterra por la noche; pero tú sabes que es la primera vez que él no está… y supongo…

—Lo sé, querida; lo comprendo perfectamente —la prima era animada y alegre—. Te sientes sola, claro —se besaron otra vez—. Ayúdame a desabrocharme, ¿quieres? —añadió—; voy a ponerme la bata, y luego nos sentaremos confortablemente junto al fuego.

—Le he despedido en la estación Victoria a las nueve menos cuarto —dijo la mujercita una vez terminada la operación.

—¿Va por Newhaven y Dieppe?

—Sí. Llegará a París a las siete de la mañana. Ha prometido telefonearme antes.

—¡Ah, eres un diablillo caro!

—¿Por qué?

—Cuestan diez chelines los tres minutos o algo así; y tienes que ir a Correos o al Ayuntamiento o a un sitio de ésos, creo.

—Pero yo creía que era como una conferencia interurbana normal, directa aquí al piso. Él no me ha dicho eso.

—¡Probablemente no le diste ocasión!

Se echaron a reír y siguieron charlando con los pies en la pantalla de la chimenea y las faldas arremangadas. La prima encendió su segundo cigarrillo. Eran las doce pasadas.

—Me temo que no tengo nada de sueño —dijo la esposa, disculpándose.

—Yo tampoco; por una vez, me ha entusiasmado la obra de teatro —se puso a contarla animadamente. A mitad del relato sonó el teléfono en el recibimiento. Tintineó débilmente; no fueron los timbrazos acostumbrados.

La otra se sobresaltó.

—¡Otra vez! No para de hacer eso… desde que Harry lo instaló, la semana pasada. A mí no me acaba de gustar —habló con voz contenida.

Su prima la miró con curiosidad:

—Oh, no debes inquietarte por eso —rió tranquilizadora—; suele hacer esas cosas cuando no funciona la línea. Aún no estás acostumbrada a las triquiñuelas del teléfono. Tienes que llamar a la central y quejarte. Hay que quejarse continuamente en este mundo si quieres que…

—Ya empieza de nuevo —la interrumpió su amiga, nerviosa—. ¡Oh, quisiera que parase de una vez! Es como si hubiese alguien ahí en el recibimiento, intentando hablar…

La prima se levantó de un salto. Fueron juntas al recibimiento, y la entendida llamó enérgicamente a la central y preguntó si alguien estaba intentando «comunicar». Con delicada indignación, se quejó de que en el piso nadie podía pegar ojo a causa de ese ruido. Tras una breve conversación, se volvió, receptor en mano, a su compañera.

—El telefonista dice que lo siente mucho, pero que tu línea anda mal esta noche por alguna razón. Tiene interferencias o algo así. No sabe. Te aconseja que dejes descolgado el teléfono hasta mañana por la mañana. ¡Así no habrá posibilidad de que suene!

Dejaron colgando el receptor, y regresaron junto a la chimenea.

—Siento parecer una tonta —dijo la esposa, riendo un poco—, pero aún no estoy acostumbrada. En la granja no había teléfono —se volvió con un súbito sobresalto, como si hubiese oído el timbre otra vez—. Y esta noche —añadió en voz baja, aunque con un esfuerzo visible para dominarse—, no sé por qué, me noto desasosegada, nerviosa, rara, creo.

—¿Cómo? ¿Rara?

—Bueno, no sé exactamente; casi como si hubiese alguien en el piso. Además de nosotras y la criada, quiero decir.

La prima se levantó bruscamente. Encendió las luces eléctricas de la pared, junto a ella.

—Sí, pero eso es sólo cosa de la imaginación, en realidad —dijo con decisión—. Es natural. Se debe a la niebla, y a lo extraño que te resulta Londres después de tu vida aislada en la granja, y al hecho de estar ausente tu marido. En cuanto te pones a analizar esas raras sensaciones, desaparecen.

—¡Escucha! —exclamó la esposa en voz baja—. ¿No ha sido una pisada en el pasillo? —se enderezó en su asiento, con la cara pálida y los ojos muy brillantes. Escucharon un momento. La noche estaba absolutamente en silencio alrededor de ellas.

—¡Tonterías! —exclamó la prima en voz alta—. He sido yo, que he dado con el pie en la pantalla; así… ¡mira! —repitió enérgicamente el ruido.

—Te creo —dijo la otra, convencida sólo a medias—. Pero es raro. Noto como si hubiese entrado alguien en el piso… hace poco; estando tú aquí ya, quiero decir: justo antes de que empezaran los ruidos del teléfono, en realidad.

—Vamos, vamos —rió la prima—; conseguirás que nos asustemos las dos. A la una de la madrugada es fácil imaginar cualquier cosa. ¡Acabarás oyendo elefantes en la escalera! —echó una atenta mirada a su alrededor—. Vamos a tomarnos un chocolate y a meternos en la cama —añadió—. Dormiremos como troncos.

—¡La una ya! Entonces a estas horas Harry se encuentra a mitad de viaje —dijo la esposa, sonriendo ante la expresión de su amiga—. Pero me alegro muchísimo, muchísimo, de que estés aquí —añadió—; y creo que es un detalle maravilloso por tu parte el haber dejado una casa grande y comodísima… —se volvieron a besar, y se echaron a reír.

Poco después, tras escaldarse la garganta con el chocolate ardiendo, se metieron en la cama.

—¡Desde luego, ahora no puede sonar! —comentó la prima, triunfal, al pasar junto al receptor que colgaba en el aire.

—Es un alivio —dijo su amiga—. Me siento menos nerviosa. La verdad es que siento vergüenza por cualquier cosa.

—La niebla está aclarando, también —añadió Sybil, mirando un momento por la estrecha ventana que había junto a la puerta principal.

Una hora después, el pisito estaba silencioso como una tumba. No se oía rumor alguno de tráfico. Incluso el incidente del teléfono parecía haber sucedido veinticuatro horas atrás, cuando de repente… comenzó de nuevo: primero con una serie de ruiditos vacilantes, muy débiles, atropellados, casi inaudibles, sofocados en el interior de la caja; luego, éstos se fueron haciendo más fuertes, con bruscas sacudidas; por último, se convirtieron en un repiqueteo desafiante, alarmante. La esposa, que había dejado abierta la puerta de su dormitorio sin pretensiones de dormir, lo oyó desde el principio. En un instante se encontró en el pasillo; Sybil, despertada por su grito, la siguió.

Encendieron las luces y se quedaron mirándose la una a la otra. El recibimiento olía como sólo huelen las cosas de noche: a frío, a humedad.

—¿Qué pasa? Me has asustado. Te he oído gritar

—El teléfono estaba sonando otra vez, con furia —susurró la esposa, pálida hasta los labios—. ¿No lo has oído? Esta vez hay alguien ahí. ¡De verdad!

La prima se quedó mirándola. Se le ahogó la risa en la garganta.

—Yo no oigo nada —dijo desafiante, aunque sin confianza en su voz—. Además, el aparato sigue descolgado. No puede sonar: ¡Mira! —señaló el receptor que colgaba inmóvil junto a la pared—. Pero estás blanca como un fantasma —añadió, avanzando con presteza. Su amiga echó a correr de repente hacia el aparato y lo cogió.

—Es alguien que me llama —dijo, con ojos aterrados—. ¡Alguien que quiere hablar conmigo! ¡Oh, escucha! ¡Escucha cómo suena! —le temblaba la voz.

Se llevó el pequeño disco al oído y esperó, mientras su amiga, de pie, la miraba con asombro sin saber qué hacer. ¡Ella no había oído nada!

—¡Harry! —susurró la esposa al micrófono, con breves intervalos de silencio para escuchar las respuestas—. ¿Eres tú? Pero ¿cómo es posible, tan pronto? Sí, te oigo, pero muy débilmente. Tu voz suena a millas y millas de distancia. ¿Cómo? ¿Un viaje maravilloso? ¡Y más rápido de lo que yo me esperaba! ¿No estás en París? ¿Dónde, entonces? ¡Oh, mi vida! No, no te oigo bien; no sé… no comprendo… ¿Las molestias del mar no son nada… no son qué? ¿Que no te has enterado de qué…?

La prima se acercó con determinación. Le cogió el brazo.

—¡Pero niña, no hay nadie al otro lado, por favor! Estás soñando… tienes fiebre, o algo…

—¡Chist! ¡Por el amor de Dios, calla! —alzó una mano. En su rostro había una expresión indescriptible: de miedo, de asombro. Su cuerpo vaciló un poco, se apoyó contra la pared—. ¡Chist! Todavía le oigo; pero a millas y millas de distancia… Dice que lleva horas intentando ponerse en contacto conmigo. Primero directamente, a través de mi cerebro; luego… luego… ¡Oh! Dice que no puede volver conmigo otra vez, pero que no lo comprende, que no se explica por qué: el frío, un frío espantoso, impide que sus labios… ¡Oh!

Profirió un grito, soltó el receptor, y se escurrió al suelo como un fardo.

—No lo entiendo… ¡Es la muerte, la muerte!

La colisión ocurrida en el Canal esa noche, como supieron más tarde, tuvo lugar unos minutos después de la una; entretanto Harry, que estuvo inconsciente varias horas tras recogerle el bote, sólo recordaba que lo último que sintió al cogerle el golpe de mar fue un intenso deseo de comunicarse con su mujer y decirle lo que había ocurrido. De lo único que tenía conciencia, a continuación, era de que abrió los ojos en un hotel de Dieppe. El otro detalle singular lo facilitó el técnico que fue a reparar el teléfono al día siguiente. En la central, declaró, desde las doce de la noche hasta cerca de las tres de la madrugada, el cable había estado despidiendo chispas y llamaradas que nadie pudo explicar de forma natural.

—¡Qué extraño! —se dijo el hombre, tras hurgar y examinar el aparato unos diez minutos—; a esta conexión no le pasa nada. Es al abonado, lo más probable. ¡Normalmente suele ser así!