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lunes, 30 de marzo de 2015

DE QUÍMICO A QUÍMICO (Isaac Asimov)


El profesor Neddring contempló benévolamente a su estudiante graduado y no vio en él el menor nerviosismo. El joven estaba tranquilamente sentado; su cabello era un poco rojizo y sus ojos ávidos, pero atemperados; llevaba las manos en los bolsillos de su bata de laboratorio.
"Un especimen prometedor", pensó el profesor.
Hacía tiempo que sabía que el joven estaba interesado por su hija. Más aún, hacía algún tiempo que sabía que su hija estaba interesada por el joven.
— Hablemos claro, Hal —dijo el profesor—. Has venido a verme para obtener mi aprobación antes de declararte a mi hija, ¿verdad?
— Verdad, señor —asintió Hal.
— Concedo que no soy uno de esos padres anticuados, ni tampoco demasiado moderno, pero estoy seguro de que no se trata de una novedad —el profesor metió las manos en los bolsillos de su bata y se retrepó en su sillón—. La juventud, hoy día, no suele pedir permiso. Y no me irás a decir que renunciarás a mi hija si te niego ese permiso.
— No, si ella todavía quiere casarse conmigo, como supongo. Pero me gustaría...
— ... Conseguir mi aprobación. ¿Por qué?
— Por diversos motivos prácticos. Aún no tengo el grado de doctor y no quiero que se murmure que salgo con su hija para que usted me ayude a obtenerlo. Si usted piensa esto, dígalo con claridad, y tal vez aguardaré hasta que me haya graduado. O tal vez no aguardaré, y correré el albur de que su desaprobación haga más difícil para mí conseguir el diploma.
— O sea que, en beneficio de tu doctorado, opinas que sería mejor que tú y yo fuésemos amigos.
— Honradamente, sí, profesor.
Hubo un silencio entre ambos. El profesor Neddring meditaba en el asunto con cierta vacilación. Su labor investigadora se refería actualmente a la compleja coordinación del cromo, y existía una dificultad bien definida en reflexionar con precisión respecto a algo tan impreciso como el afecto, el matrimonio, y el futuro probable de cada uno de los implicados en el asunto.
Se frotó su suave mejilla (a la edad de cincuenta años era demasiado viejo para lucir alguna de las barbas adoptadas por los miembros jóvenes de su Departamento), y murmuró:
— Bien, Hal, si deseas saber cuál es mi decisión, tendré que basarla en algo, y la única forma en que yo puedo juzgar a la gente es por medio de sus poderes de razonar. Mi hija te juzga a su manera, pero yo he de juzgarte a la mía.
— Es justo —aprobó Hal.
— Entonces te lo explicaré —el profesor se inclinó hacia delante y garabateó algo en un papel—. Dime qué significa esto y te daré mi bendición.
Hal cogió el papel. Lo que había escrito el profesor era una serie de números: 69663717263376833047.
— ¿Un criptograma? —se extrañó el joven.
— Puedes llamarlo así.
— Quiere que resuelva un criptograma —dijo Hal frunciendo el ceño levemente—, y si lo consigo, aprobará mi matrimonio, ¿eh?
—Sí.
-Y en caso contrario, no aprobará el matrimonio.
— Reconozco que parece trivial, pero por este criterio pienso juzgarte. Claro que siempre podrás casarte sin mi aprobación. Jamce es mayor de edad.
— Prefiero casarme con su aprobación. ¿Cuanto tiempo tengo?
— Ninguno. ¡La solución ahora mismo! Razónala.
— ¿Ahora?
— Claro.
Hal Nord cambió de postura en su silla, que crujió en respuesta. Luego, miró fijamente los números del papel.
— ¿He de hacerlo de memoria o puedo usar papel y lápiz?
— De memoria. Quiero oír cómo piensas. ¿Quién sabe? Si me gusta tu forma de pensar, tal vez te dé mi aprobación aunque no resuelvas el enigma.
— De acuerdo —se conformó Hal—. En primer lugar, haré una suposición: supongo que usted es un hombre honrado y que no me propondría un problema que supiese por anticipado que yo soy incapaz de solucionarlo. Por tanto, este criptograma yo puedo solucionarlo, según cree usted. Lo que a su vez significa que se refiere a algo que yo conozco bien.
— Bien razonado —admitió el profesor.
Pero Hall no le escuchaba y continuó con lentitud.
— Naturalmente, conozco bien el alfabeto, de manera que estos números podrían ser una sustitución de algunas letras. Presumiblemente debería de existir, en este caso, alguna sutileza, si no, sería demasiado fácil. Pero soy un aficionado a la solución de criptogramas y a menos que pueda adivinar rápidamente cierta pauta en los números aquí escritos, estaré perdido. Bien, aquí hay cinco seises y cinco treses, pero ni un solo cinco... lo cual no significa nada para mí. Por tanto, abandono la posibilidad de un cifrado generalizado y paso al campo de nuestra especialización.
Meditó unos momentos y reanudó sus deducciones.
— Usted está especializado en química inorgánica que, ciertamente, también será mi especialización. Para cualquier químico los números se refieren a números atómicos. Todos los elementos químicos poseen su número característico y se conocen ciento cuatro elementos, o sea que los números relacionados con los átomos van del 1 al 104.
"Usted no indica cómo han de separarse los números. Los números dígitos, dentro de los atómicos, van del 1 al 9; los pares dígitos, del 10 al 99, y los tríos de dígitos del 100 al 104. Esto es obvio, profesor, pero usted quería oírme razonar y es lo que estoy haciendo.
"Podemos olvidarnos de los números atómicos de tres dígitos, puesto que en ellos el 1 va siempre seguido de un cero, y el único 1 del criptograma va seguido del 7. Como hay pues, veinte números dígitos, es posible que sólo se trate aquí de diez números atómicos de dos dígitos: diez de ellos. Podría tratarse de nueve pares de dígitos y dos de uno, aunque lo dudo. Incluso dos números atómicos de un dígito podrían estar presentes en centenares de combinaciones diferentes en la lista de elementos, pero sería una solución demasiado difícil para encontrarla ahora. Yo creo, por consiguiente, que estoy tratando con diez dígitos de dos plazas, y que el criptograma puede convertirse en: 69, 66, 37, 17, 26, 33, 76, 83, 30, 47. Estos números no significan nada en sí mismos, pero si se trata de números atómicos ¿por qué no transformar cada uno en el nombre del elemento que representan? Los nombres sí serían significativos. Lo cual no es muy fácil porque no sé de memoria toda la lista de elementos por el orden atómico. ¿Puedo consultar una tabla?
El profesor le escuchaba con interés.
— Yo no consulté nada para preparar este criptograma.
— De acuerdo. Veamos... —murmuró Hal lentamente—. Algunos son claros. Sé que el 17 es el cloro, el 26 el hierro, el 83 el bismuto, el 30 el cinc. En cuanto al 76, es algo cercano al oro, que es el 79, lo que significa platino, osmio, iridio... podría ser el osmio. Dos de ellos son elementos raros y jamás he logrado memorizarlos. Veamos... veamos... Ah, sí, creo que ya los tengo.
Escribió algo con rapidez y prosiguió:
— La lista de diez elementos es: tulio, disprosio, rubidio, cloro, hierro, arsénico, osmio, bismuto, cinc y plata. ¿No es así? No, no conteste.
Estudió la lista pensativamente.
— No veo ninguna relación entre esos elementos. Aunque supongo que son una pista. Bien, pasemos esto por alto y me pregunto si hay algo, aparte del número atómico, que sea tan característico de esos elementos que cualquier químico lo vea interesante. Obviamente, debe tratarse del símbolo químico, la abreviatura con una o dos letras para cada elemento, que para el químico es como la segunda naturaleza del elemento. En este caso, la lista de símbolos químicos es... —volvió a escribir—. Tm, Di, Rb, Cl, Fe, As, Os, Bi, Zn, Ag.
"Esto podría formar una frase, mas no es así; o sea que se trata de algo más sutil. Si con esto se hace un acróstico y se lee sólo la primera letra de cada símbolo, tampoco sirve de nada. Por tanto, hay que probar de otro modo, o sea leyendo la segunda letra de cada símbolo por orden... y el total dice: "mi bendición". Supongo que ésta es la solución.
— Exacto —asintió el profesor con gravedad—. Has razonado con precisión y te concedo mi permiso para que le propongas a mi hija el casamiento.
Hal se puso de pie, vaciló y se acercó de nuevo a la mesa.
— Por otra parte, no me gusta alabarme de algo que no merezco. Es posible que el razonamiento que he efectuado sea preciso, pero solamente lo hice porque quería que usted me oyese razonar con lógica. En realidad, conocía la respuesta antes de empezar, de modo que en cierto modo le engañé y lo admito sinceramente.
— ¿Cómo es eso?
— Bueno, usted me aprecia y supongo que deseaba que encontrase la solución, cosa que jamás podría hacer sin su ayuda. Cuando me entregó el papel, me dijo: "Dime qué significa esto y te daré mi bendición". Supuse, pues, que debía tomar sus palabras al pie de la letra. "Mi bendición" tiene diez letras y usted me entregó veinte dígitos. Naturalmente, yo los separé por parejas.
"Luego, le dije que no recordaba de memoria la lista de los elementos. Bien, los pocos elementos que recordaba eran suficientes para mostrarme que, juntando las segundas letras de cada símbolo, la frase resultante era "mi bendición", de manera que logré añadir los símbolos que no recordaba de acuerdo con las letras que faltaban para formar la frase "mi bendición". ¿Está enfadado conmigo?
El profesor Neddring sonrió.
— Ahora es cuando has razonado bien, muchacho —dijo— Cualquier científico competente puede pensar con lógica. Los grandes se sirven de la intuición.

LA CORISTA (Anton Chéjov)


En cierta ocasión, cuando era más joven y hermosa y tenía mejor voz, se encontraba en la planta baja de su casa de campo con Nikolai Petróvich Kolpakov, su amante. Hacía un calor insufrible, no se podía respirar. Kolpakov acababa de comer, había tomado una botella de mal vino del Rin y se sentía de mal humor y destemplado. Estaban aburridos y esperaban que el calor cediese para ir a dar un paseo.
De pronto, inesperadamente, llamaron a la puerta. Kolpakov, que estaba sin levita y en zapatillas, se puso en pie y miró interrogativamente a Pasha.
—Será el cartero, o una amiga —dijo la cantante.
Kolpakov no sentía reparo alguno en que le viesen las amigas de Pasha o el cartero, pero, por si acaso, cogió su ropa y se retiró a la habitación vecina. Pasha fue a abrir. Con gran asombro suyo, no era el cartero ni una amiga, sino una mujer desconocida, joven, hermosa, bien vestida y que, a juzgar por las apariencias, pertenecía a la clase de las decentes.
La desconocida estaba pálida y respiraba fatigosamente, como si acabase de subir una alta escalera.
—¿Qué desea? —preguntó Pasha.
La señora no contestó. Dio un paso adelante, miró alrededor y se sentó como si se sintiera cansada o indispuesta. Luego movió un largo rato sus pálidos labios, tratando de decir algo.
—¿Está aquí mi marido? —preguntó por fin, levantando hacia Pasha sus grandes ojos, con los párpados enrojecidos por el llanto.
—¿Qué marido? —murmuró Pasha, sintiendo que del susto se le enfriaban los pies y las manos—. ¿Qué marido? — repitió, empezando a temblar.
—Mi marido… Nikolai Petróvich Kolpakov.
—No… no, señora… Yo… no sé de quién me habla.
Hubo unos instantes de silencio. La desconocida se pasó varías veces el pañuelo por los descoloridos labios y, para vencer el temor interno, contuvo la respiración. Pasha se encontraba ante ella inmóvil, como petrificada, y la miraba asustada y perpleja.
—¿Dice que no está aquí? — preguntó la señora, ya con voz firme y una extraña sonrisa.
—Yo… no sé por quién pregunta.
—Usted es una miserable, una infame… —balbuceó la desconocida, mirando a Pasha con odio y repugnancia—. Sí, sí… es una miserable. Celebro mucho, muchísimo, que, por fin, se lo haya podido decir.
Pasha comprendió que producía una impresión pésima en aquella dama vestida de negro, de ojos coléricos y dedos blancos y finos, y sintió vergüenza de sus mejillas regordetas y coloradas, de su nariz picada de viruelas y del flequillo siempre rebelde al peine. Se le figuró que si hubiera sido flaca, sin pintar y sin flequillo, habría podido ocultar que no era una mujer decente; entonces no le habría producido tanto miedo y vergüenza permanecer ante aquella señora desconocida y misteriosa.
—¿Dónde está mi marido? —prosiguió la señora—. Aunque es lo mismo que esté aquí o no. Por lo demás, debo decirle que se ha descubierto un desfalco y que están buscando a Nikolai Petróvich… Lo quieren detener. ¡Para que vea lo que usted ha hecho!
La señora, presa de gran agitación, dio unos pasos. Pasha la miraba perpleja: el miedo no la dejaba comprender.
—Hoy mismo lo encontrarán y lo llevarán a la cárcel —siguió la señora, que dejó escapar un sollozo en que se mezclaban el sentimiento ofendido y el despecho—. Sé quién le ha llevado hasta esta espantosa situación. ¡Miserable, infame; es usted una criatura repugnante que se vende al primero que llega! —Los labios de la señora se contrajeron en una mueca de desprecio, y arrugó la nariz con asco. —Me veo impotente… sépalo, miserable… Me veo impotente; usted es más fuerte que yo, pero Dios, que lo ve todo, saldrá en defensa mía y de mis hijos ¡Dios es justo! Le pedirá cuentas de cada lágrima mía, de todas las noches sin sueño. ¡Entonces se acordará de mí!
De nuevo se hizo el silencio. La señora iba y venía por la habitación y se retorcía las manos. Pasha seguía mirándola perpleja, sin comprender, y esperaba de ella algo espantoso.
—Yo, señora, no sé nada —articuló, y de pronto rompió a llorar.
—¡Miente! —gritó la señora, mirándola colérica—. Lo sé todo. Hace ya mucho que la conozco. Sé que este último mes ha venido a verla todos los días.
—Sí. ¿Y qué? ¿Qué tiene eso que ver? Son muchos los que vienen, pero yo no fuerzo a nadie. Cada uno puede obrar como le parece.
—¡Y yo le digo que se ha descubierto un desfalco! Se ha llevado dinero de la oficina. Ha cometido un delito por una mujer como usted. Escúcheme —añadió la señora con tono enérgico, deteniéndose ante Pasha—: usted no puede guiarse por principio alguno. Usted sólo vive para hacer mal, ése es el fin que se propone, pero no se puede pensar que haya caído tan bajo, que no le quede un resto de sentimientos humanos. Él tiene esposa, hijos… Si lo condenan y es desterrado, mis hijos y yo moriremos de hambre… Compréndalo. Hay, sin embargo, un medio para salvarnos, nosotros y él, de la miseria y la vergüenza. Si hoy entrego los novecientos rublos, lo dejarán tranquilo. ¡Sólo son novecientos rublos!
—¿A qué novecientos rublos se refiere? —preguntó Pasha en voz baja—. Yo… yo no sé nada… No los he visto siquiera…
—No le pido los novecientos rublos… Usted no tiene dinero y no quiero nada suyo. Lo que pido es otra cosa… Los hombres suelen regalar joyas a las mujeres como usted. ¡Devuélvame las que le regaló mi marido!
—Señora, él no me ha regalado nada —elevó la voz Pasha, que empezaba a comprender.
—¿Dónde está, pues, el dinero? Ha gastado lo suyo, lo mío y lo ajeno. ¿Dónde ha metido todo eso? Escúcheme, se lo suplico. Yo estaba irritada y le he dicho muchas inconveniencias, pero le pido que me perdone. Usted debe de odiarme, lo sé, pero, si es capaz de sentir piedad, póngase en mi situación. Se lo suplico, devuélvame las joyas.
—Hum… —empezó Pasha, encogiéndose de hombros—. Se las daría con mucho gusto, pero, que Dios me castigue si miento, no me ha regalado nada, puede creerme. Aunque tiene razón —se turbó la cantante—: en cierta ocasión me trajo dos cosas. Si quiere, se las daré…
Pasha abrió un cajoncito del tocador y sacó de él una pulsera hueca de oro y un anillo de poco precio con un rubí.
—Aquí tiene —dijo, entregándoselos a la señora.
Ésta se puso roja y su rostro tembló; se sentía ofendida.
—¿Qué es lo que me da? —preguntó—. Yo no pido limosna, sino lo que no le pertenece… lo que usted, valiéndose de su situación, sacó a mi marido… a ese desgraciado sin voluntad. El jueves, cuando la vi con él en el muelle, llevaba usted unos broches y unas pulseras de gran valor. No finja, pues; no es un corderillo inocente. Es la última vez que se lo pido: ¿me da las joyas o no?
—Es usted muy extraña… —dijo Pasha, que empezaba a enfadarse—. Le aseguro que su Nikolai Petróvich no me ha dado más que esta pulsera y este anillo. Lo único que traía eran pasteles.
—Pasteles… —sonrió irónicamente la desconocida—. En casa los niños no tenían qué comer, y aquí traía pasteles. ¿Se niega decididamente a devolverme las joyas?
Al no recibir respuesta, la señora se sentó pensativa, con la mirada perdida en el espacio.
«¿Qué podría hacer ahora? —se dijo—. Si no consigo los novecientos rublos, él es hombre perdido y mis hijos y yo nos veremos en la miseria. ¿Qué hacer, matar a esta miserable o caer de rodillas ante ella?»
La señora se llevó el pañuelo al rostro y rompió en llanto.
—Se lo ruego —se oía a través de sus sollozos—: usted ha arruinado y perdido a mi marido, sálvelo… No se compadece de él, pero los niños… los niños… ¿Qué culpa tienen ellos?
Pasha se imaginó a unos niños pequeños en la calle y que lloraban de hambre. Ella misma rompió en sollozos.
—¿Qué puedo hacer, señora? —dijo—. Usted dice que soy una miserable y que he arruinado a Nikolai Petróvich. Ante Dios le aseguro que no he recibido nada de él… En nuestro coro, Motia es la única que tiene un amante rico; las demás salimos adelante como podemos. Nikolai Petróvich es un hombre culto y delicado, y yo lo recibía. Nosotras no podemos hacer otra cosa.
—¡Lo que yo le pido son las joyas! ¡Déme las joyas! Lloro… me humillo… ¡Si quiere, me pondré de rodillas!
Pasha, asustada, lanzó un grito y agitó las manos. Se daba cuenta de que aquella señora pálida y hermosa, que se expresaba con tan nobles frases, como en el teatro, en efecto, era capaz de ponerse de rodillas ante ella: y eso por orgullo, movida por sus nobles sentimientos, para elevarse a sí misma y humillar a la corista.
—Está bien, le daré las joyas —dijo Pasha, limpiándose los ojos—. Como quiera. Pero tenga en cuenta que no son de Nikolai Petróvich… me las regalaron otros señores. Pero si usted lo desea…
Abrió el cajón superior de la cómoda; sacó de allí un broche de diamantes, una sarta de corales, varios anillos y una pulsera, que entregó a la señora.
—Tome si lo desea, pero de su marido no he recibido nada. ¡Tome, hágase rica! —siguió Pasha, ofendida por la amenaza de que la señora se iba a poner de rodillas—. Y, si usted es una persona noble… su esposa legítima, haría mejor en tenerlo sujeto. Eso es lo que debía hacer. Yo no lo llamé, él mismo vino…
La señora, entre las lágrimas, miró las joyas que le entregaban y dijo:
—Esto no es todo… Esto no vale novecientos rublos.
Pasha sacó impulsivamente de la cómoda un reloj de oro, una pitillera y unos gemelos, y dijo, abriendo los brazos:
—Es todo lo que tengo… Registre, si quiere.
La señora suspiró, envolvió con manos temblorosas las joyas en un pañuelo, y sin decir una sola palabra, sin inclinar siquiera la cabeza, salió a la calle.
Abriose la puerta de la habitación vecina y entró Kolpakov. Estaba pálido y sacudía nerviosamente la cabeza, como si acabase de tomar algo muy agrio. En sus ojos brillaban unas lágrimas.
—¿Qué joyas me ha regalado usted? —se arrojó sobre él Pasha—. ¿Cuándo lo hizo, dígame?
—Joyas… ¡Qué importancia tienen las joyas! — replicó Kolpakov, sacudiendo la cabeza—. ¡Dios mío! Ha llorado ante ti, se ha humillado…
—¡Le pregunto cuándo me ha regalado alguna joya! —gritó Pasha.
—Dios mío, ella, tan honrada, tan orgullosa, tan pura… Hasta quería ponerse de rodillas ante… esta mujerzuela. ¡Y yo la he llevado hasta este extremo! ¡Lo he consentido!
Se llevó las manos a la cabeza y gimió:
—No, nunca me lo perdonaré. ¡Nunca! ¡Apártate de mí… canalla! —gritó con asco, haciéndose atrás y alejando de sí a Pasha con manos temblorosas—. Quería ponerse de rodillas… ¿ante quién? ¡Ante ti! ¡Oh, Dios mío!
Se vistió rápidamente y con un gesto de repugnancia, tratando de mantenerse alejado de Pasha, se dirigió a la puerta y desapareció.
Pasha se tumbó en la cama y rompió en sonoros sollozos. Sentía ya haberse desprendido de sus joyas, que había entregado en un arrebato, y se creía ofendida. Recordó que tres años antes un mercader la había golpeado sin razón alguna, y su llanto se hizo aún más desesperado.

MI CARACOL RICARDO (Mar Saiz Aparicio)


Yo tenía un caracol.
Se llamaba Ricardo.
Era muy pacífico.
Comía lechuga.
Vivía en una caja de zapatos.
Tenía agujeros hechos con un lápiz para respirar.
No se escapaba.
No manchaba.
No hacía caca.
No hacía pis.
No se movía.
No sacaba la cabeza.
No comía.
No respiraba.
No existía.
Era imaginario.
Era mi amigo.

miércoles, 25 de marzo de 2015

CRONOLOGÍA VIVIENTE (Anton Chéjov)

El salón del consejero áulico Charamúkin se halla envuelto en discreta penumbra. El gran quinqué de bronce con su pantalla verde imprime un tono simpático al mobiliario, a las paredes; y en la chimenea, los tizones chisporrotean, lanzando destellos intermitentes que alumbran la estancia con una claridad más viva. Frente a la chimenea, en una butaca, está arrellanado, haciendo su digestión, Charamúkin, señor de edad, de aire respetable y bondadosos ojos azules. Su cara respira ternura. Una sonrisa triste asoma a sus labios. Al lado suyo, con los pies extendidos hacia la chimenea, se encuentra Lobnief, asesor del gobernador, hombre fuerte y robusto, como de unos cuarenta años.
Junto al piano, Nina, Kola, Nadia y Vania, los hijos del consejero áulico, juegan alegremente. Por la puerta entreabierta penetra una claridad que viene del gabinete de la señora de Charamúkin. Ésta permanece sentada delante de su mesita de escritorio. Ana Pavlovna, que tal es su nombre, ejerce la presidencia de un comité de damas; es vivaracha, coqueta y tiene la edad de treinta y pico de años. Sus ojuelos vivos y negros corren por las páginas de una novela francesa, debajo de la cual se esconde una cuenta del comité, vieja de un año.
—Antes, nuestro pueblo era más alegre —decía Charamúkin contemplando el fuego de la chimenea con ojos amables—; ningún invierno transcurría sin que viniera alguna celebridad teatral. Llegaban artistas famosos, cantantes de primer orden, y ahora, que el diablo se los lleve, no se ven más que saltimbanquis y tocadores de organillo. No tenemos ninguna distracción estética. Vivimos como en un bosque. ¿Se acuerda usted, excelencia, de aquel trágico italiano?… ¿Cómo se llamaba? Un hombre alto, moreno… ¿Cuál era su nombre? ¡Ah! ¡Me acuerdo! Luigi Ernesto de Ruggiero. Fue un gran talento. ¡Qué fuerza la suya! Con una sola palabra ponía en conmoción todo el teatro. Mi Anita se interesaba mucho en su talento. Ella le procuró el teatro de balde y se encargó de venderle los billetes por diez representaciones. En señal de gratitud la enseñaba declamación y música. Era un hombre de corazón. Estuvo aquí, si no me equivoco, doce años ha…, me equivoco, diez años. ¡Anita! ¿Qué edad tiene nuestra Nina?
—¡Nueve! —gritó Ana Pavlovna desde su gabinete—. ¿Por qué lo preguntas?
—Por nada, mamaíta… Teníamos también cantantes muy buenos. ¿Recuerda usted el tenore di grazia Prilipchin?… ¡Qué alma tan elevada! ¡Qué aspecto! Rubio, la cara expresiva, modales parisienses, ¡y qué voz! Adolecía, sin embargo, de un defecto. Daba notas de estómago, y otras de falsete. Por lo demás, su voz era espléndida. Su maestro, a lo que él decía, fue Tamberlick. Nosotros, con Anita, le procuramos la sala grande del Casino de la Nobleza, en agradecimiento de lo cual solía venir a casa, y nos cantaba trozos de su repertorio durante días y noches. Daba a Anita lecciones de canto. Vino, me acuerdo muy bien, en tiempo de Cuaresma, hace unos doce años; no, más. Flaca es mi memoria. ¡Dios mío! Anita, ¿cuántos años tiene nuestra Nadia?
—¡Doce!
—Doce; si le añadimos diez meses, serán trece. Eso es, trece años. En general, la vida de nuestra población era antaño más animada. Por ejemplo: ¡qué hermosas veladas benéficas les di entonces! ¡Qué delicia!
Música, canto, declamación… Recuerdo que, después de la guerra, cuando estaban los prisioneros turcos, Anita organizó una representación a beneficio de los heridos que produjo mil cien rublos. La voz de Anita trastornaba el seso de los oficiales turcos. Éstos no cesaban de besarle la mano. ¡Ja! ¡Ja! Aunque asiáticos, son agradecidos. Aquella velada tuvo tanta resonancia que hasta la anoté en mi libro de memorias. Esto ocurrió, me acuerdo como si fuera ayer, en el año 76…, no, 77…; tampoco; oiga usted, ¿en qué año estaban aquí los turcos?… Anita, ¿qué edad tiene nuestra Kola?
—Tengo siete años, papá —replicó Kola, niña de tez parda, pelo y ojos negros como el carbón.
—Sí; hemos envejecido; perdimos nuestra energía —dice Lobnief suspirando—. He ahí la causa de todo: la vejez; nos faltan los hombres de iniciativa, y los que la tenían son viejos. No arde el mismo fuego. En mi juventud no me gustaba que la sociedad se aburriera. Siempre fui el mejor cooperador de Ana Pavlovna. En todo lo que ella llevaba a cabo, veladas de beneficencia, loterías, protección a tal o cual artista de mérito, yo la secundaba con asiduidad, dejando a un lado mis otras ocupaciones. En cierto invierno, tanto me moví, tanto me agité, que hasta me puse enfermo. No olvidaré jamás aquella temporada. ¿No se acuerda usted del espectáculo que arreglamos a beneficio de las víctimas de un incendio?
—¿En qué año fue?
—No ha mucho…; me parece que en el 80.
—Decidme, ¿qué edad tiene Vania?
—¡Cinco años! —grita desde su gabinete Ana Pavlovna.
—Como quiera que sea, ya se han ido seis años. ¡Amigo mío! Ya no arde el mismo fuego.
Lobnief y Charamúkin permanecen pensativos. Los tizones de la chimenea lanzan un postrer destello y cúbrense de ceniza.

CUANDO TE DESPERTASTE, TODAVÍA ESTABAS ALLÍ (Saiz de Marco)



Te despiertas en blanco
inocente
inaugural

Pero durante un minuto te vas reconstruyendo

Aterrizan recuerdos remotos y próximos
Lo que hiciste el año pasado
lo que has hecho ayer

Aquello por lo que luchas y aquello que desdeñas
Lo que consideras importante
lo que no

Tus rendiciones
tus cuentas pendientes

Reseteas
reinicias

Se ordena tu historia
el yo se recompone

De nuevo las piezas puestas en su sitio

Hete aquí
Hete en ti

Esto eres
en esto consistes

A pesar de incoherencias se sostiene el conjunto

Y al mirar el mosaico
tu mosaico
con un poco de espanto compruebas que no te gustas nada

martes, 24 de marzo de 2015

EL HOMBRE QUE RÍE (J. D. Salinger)


En 1928, a los nueve años, yo formaba parte, con todo el espíritu de cuerpo posible, de una organización conocida como el Club de los Comanches. Todos los días de clase, a las tres de la tarde, nuestro Jefe nos recogía, a los veinticinco comanches, a la salida de la escuela número 165, en la calle 109, cerca de Amsterdam Avenue. A empujones y golpes entrábamos en el viejo autobús comercial que el Jefe había transformado. Siempre nos conducía (según los acuerdos económicos establecidos con nuestros padres) al Central Park. El resto de la tarde, si el tiempo lo permitía, lo dedicábamos a jugar al rugby, al fútbol o al béisbol, según la temporada. Cuando llovía, el Jefe nos llevaba invariablemente al Museo de Historia Natural o al Museo Metropolitano de Arte.

Los sábados y la mayoría de las fiestas nacionales, el Jefe nos recogía por la mañana temprano en nuestras respectivas viviendas y en su destartalado autobús nos sacaba de Manhattan hacia los espacios comparativamente abiertos del Van Cortlandt Park o de Palisades. Si teníamos propósitos decididamente atléticos, íbamos a Van Cortlandt donde los campos de juego eran de tamaño reglamentario y el equipo contrario no incluía ni un cochecito de niño ni una indignada viejecita con bastón. Si nuestros corazones de comanches se sentían inclinados a acampar, íbamos a Palisades y nos hacíamos los robinsones. Recuerdo haberme perdido un sábado en alguna parte de la escabrosa zona de terreno que se extiende entre el cartel de Linit y el extremo oeste del puente George Washington. Pero no por eso perdí la cabeza. Simplemente me senté a la sombra majestuosa de un gigantesco anuncio publicitario y, aunque lagrimeando, abrí mi fiambrera por hacer algo, confiando a medias en que el Jefe me encontraría. El Jefe siempre nos encontraba.

El resto del día, cuando se veía libre de los comanches el Jefe era John Gedsudski, de Staten Island. Era un joven tranquilo, sumamente tímido, de veintidós o veintitrés años, estudiante de derecho de la Universidad de Nueva York, y una persona memorable desde cualquier punto de vista. No intentaré exponer aquí sus múltiples virtudes y méritos. Sólo diré de paso que era un scout aventajado, casi había formado parte de la selección nacional de rugby de 1926, y era público y notorio que lo habían invitado muy cordialmente a presentarse como candidato para el equipo de béisbol de los New York Giants. Era un árbitro imparcial e imperturbable en todos nuestros ruidosos encuentros deportivos, un maestro en encender y apagar hogueras, y un experto en primeros auxilios muy digno de consideración. Cada uno de nosotros, desde el pillo más pequeño hasta el más grande, lo quería y respetaba.

Aún está patente en mi memoria la imagen del Jefe en 1928. Si los deseos hubieran sido centímetros, entre todos los comanches lo hubiéramos convertido rápidamente en gigante. Pero, siendo como son las cosas, era un tipo bajito y fornido que mediría entre uno cincuenta y siete y uno sesenta, como máximo. Tenía el pelo renegrido, la frente muy estrecha, la nariz grande y carnosa, y el torso casi tan largo como las piernas. Con la chaqueta de cuero, sus hombros parecían poderosos, aunque eran estrechos y caídos. En aquel tiempo, sin embargo, para mí se combinaban en el Jefe todas las características más fotogénicas de Buck Jones, Ken Maynard y Tom Mix, perfectamente amalgamadas.

Todas las tardes, cuando oscurecía lo suficiente como para que el equipo perdedor tuviera una excusa para justificar sus malas jugadas, los comanches nos refugiábamos egoístamente en el talento del Jefe para contar cuentos. A esa hora formábamos generalmente un grupo acalorado e irritable, y nos peleábamos en el autobús —a puñetazos o a gritos estridentes— por los asientos más cercanos al Jefe. (El autobús tenía dos filas paralelas de asientos de esterilla. En la fila de la izquierda había tres asientos adicionales —los mejores de todos— que llegaban hasta la altura del conductor). El Jefe sólo subía al autobús cuando nos habíamos acomodado. A continuación se sentaba a horcajadas en su asiento de conductor, y con su voz de tenor atiplada pero melodiosa nos contaba un nuevo episodio de «El hombre que ríe». Una vez que empezaba su relato, nuestro interés jamás decaía. «El hombre que ríe» era la historia adecuada para un comanche. Hasta había alcanzado dimensiones clásicas. Era un cuento que tendía a desparramarse por todos lados, aunque seguía siendo esencialmente portátil. Uno siempre podía llevárselo a casa y meditar sobre él mientras estaba sentado, por ejemplo, en el agua de la bañera que se iba escurriendo.

Único hijo de un acaudalado matrimonio de misioneros, el «hombre que ríe» había sido raptado en su infancia por unos bandidos chinos. Cuando el acaudalado matrimonio se negó (debido a sus convicciones religiosas) a pagar el rescate para la liberación de su hijo, los bandidos, considerablemente agraviados, pusieron la cabecita del niño en un torno de carpintero y dieron varias vueltas hacia la derecha a la manivela correspondiente. La víctima de este singular experimento llegó a la mayoría de edad con una cabeza pelada, en forma de nuez (pacana) y con una cara donde, en vez de boca, exhibía una enorme cavidad ovalada debajo de la nariz. La misma nariz se limitaba a dos fosas nasales obstruidas por la carne. En consecuencia, cuando el «hombre que ríe» respiraba, la abominable siniestra abertura debajo de la nariz se dilataba y contraía (yo la veía así) como una monstruosa ventosa. (El Jefe no explicaba el sistema de respiración del «hombre que ríe» sino que lo demostraba prácticamente). Los que lo veían por primera vez se desmayaban instantáneamente ante el aspecto de su horrible rostro. Los conocidos le daban la espalda. Curiosamente, los bandidos le permitían estar en su cuartel general —siempre que se tapara la cara con una máscara roja hecha de pétalos de amapola. La máscara no solamente eximía a los bandidos de contemplar la cara de su hijo adoptivo, sino que además los mantenía al tanto de sus andanzas; además, apestaba a opio.

Todas las mañanas, en su extrema soledad, el «hombre que ríe» se iba sigilosamente (su andar era suave como el de un gato) al tupido bosque que rodeaba el escondite de los bandidos. Allí se hizo amigo de muchísimos animales: perros, ratones blancos, águilas, leones, boas constrictor, lobos. Además, se quitaba la máscara y les hablaba dulcemente, melodiosamente, en su propia lengua. Ellos no lo consideraban feo.

Al Jefe le llevó un par de meses llegar a este punto de la historia. De ahí en adelante los episodios se hicieron cada vez más exóticos, a tono con el gusto de los comanches.

El «hombre que ríe» era muy hábil para informarse de lo que pasaba a su alrededor, y en muy poco tiempo pudo conocer los secretos profesionales más importantes de los bandidos. Sin embargo, no los tenía en demasiada estima y no tardó mucho en crear un sistema propio más eficaz. Empezó a trabajar por su cuenta. En pequeña escala, al principio —robando, secuestrando, asesinando sólo cuando era absolutamente necesario— se dedicó a devastar la campiña china. Muy pronto sus ingeniosos procedimientos criminales, junto con su especial afición al juego limpio, le valieron un lugar especialmente destacado en el corazón de los hombres. Curiosamente, sus padres adoptivos (los bandidos que originalmente lo habían empujado al crimen) fueron los últimos en tener conocimiento de sus hazañas. Cuando se enteraron, se pusieron tremendamente celosos. Uno a uno desfilaron una noche ante la cama del «hombre que ríe», creyendo que habían podido dormirlo profundamente con algunas drogas que le habían dado, y con sus machetes apuñalaron repetidas veces el cuerpo que yacía bajo las mantas. Pero la víctima resultó ser la madre del jefe de los bandidos, una de esas personas desagradables y pendencieras. El suceso no hizo más que aumentar la sed de venganza de los bandidos, y finalmente el «hombre que ríe» se vio obligado a encerrar a toda la banda en un mausoleo profundo, pero agradablemente decorado. De cuando en cuando se escapaban y le causaban algunas molestias, pero él no se avenía a matarlos. (El «hombre que ríe» tenía una faceta compasiva que a mí me enloquecía).

Poco después el «hombre que ríe» empezaba a cruzar regularmente la frontera china para ir a París, donde se divertía ostentando su genio conspicuo pero modesto frente a Marcel Dufarge, detective internacionalmente famoso y considerablemente inteligente, pero tísico. Dufarge y su hija (una chica exquisita, aunque con algo de travesti) se convirtieron en los enemigos más encarnizados del «hombre que ríe». Una y otra vez trataron de atraparlo mediante ardides. Nada más que por amor al riesgo, al principio el «hombre que ríe» muchas veces simulaba dejarse engañar, pero luego desaparecía de pronto, sin dejar ni el mínimo rastro de su método para escapar. De vez en cuando enviaba una breve e incisiva nota de despedida por la red de alcantarillas de París, que llegaba sin tardanza a manos de Dufarge. Los Dufarge se pasaban gran parte del tiempo chapoteando en las alcantarillas de París.

Muy pronto el «hombre que ríe» consiguió reunir la fortuna personal más grande del mundo. Gran parte de esa fortuna era donada en forma anónima a los monjes de un monasterio local, humildes ascetas que habían dedicado sus vidas a la cría de perros de policía alemanes. El «hombre que ríe» convertía el resto de su fortuna en brillantes que bajaba despreocupadamente a cavernas de esmeralda, en las profundidades del mar Negro. Sus necesidades personales eran pocas. Se alimentaba únicamente de arroz y sangre de águila, en una pequeña casita con un gimnasio y campo de tiro subterráneos, en las tormentosas costas del Tíbet. Con él vivían cuatro compañeros que le eran fieles hasta la muerte: un lobo furtivo llamado Ala Negra, un enano adorable llamado Omba, un gigante mongol llamado Hong, cuya lengua había sido quemada por hombres blancos, y una espléndida chica euroasiática que, debido a su intenso amor por el «hombre que ríe» y a su honda preocupación por su seguridad personal, solía tener una actitud bastante rígida respecto al crimen. El «hombre que ríe» emitía sus órdenes a sus subordinados a través de una máscara de seda negra. Ni siquiera Omba, el enano adorable, había podido ver su cara.

No digo que lo vaya a hacer, pero podría pasarme horas llevando al lector —a la fuerza, si fuere necesario— de un lado a otro de la frontera entre París y China. Yo acostumbro a considerar al «hombre que ríe» algo así como a un superdistinguido antepasado mío, una especie de Robert E. Lee, digamos, con todas las virtudes del caso. Y esta ilusión resulta verdaderamente moderada si se la compara con la que abrigaba hacia 1928, cuando me sentía, no solamente descendiente directo del «hombre que ríe», sino además su único heredero viviente. En 1928 ni siquiera era hijo de mis padres, sino un impostor de astucia diabólica, a la espera de que cometieran el mínimo error para descubrir —preferentemente de modo pacífico, aunque podía ser de otro modo— mi verdadera identidad.

Para no matar de pena a mi supuesta madre, pensaba emplearla en alguna de mis actividades subrepticias, en algún puesto indefinido, pero de verdadera responsabilidad. Pero lo más importante para mí en 1928 era andar con pies de plomo. Seguir la farsa. Lavarme los dientes. Peinarme. Disimular a toda costa mi risa realmente aterradora.

En realidad, yo era el único descendiente legítimo del «hombre que ríe». En el club había veinticinco comanches —veinticinco legítimos herederos del «hombre que ríe»— todos circulando amenazadoramente, de incógnito por la ciudad, elevando a los ascensoristas a la categoría de enemigos potenciales, mascullando complejas pero precisas instrucciones en la oreja de los cocker spaniel, apuntando con el dedo índice, como un fusil, a la cabeza de los profesores de matemáticas. Y esperando, siempre esperando el momento para suscitar el terror y la admiración en el corazón del ciudadano común.

* * *

Una tarde de febrero, apenas iniciada la temporada de béisbol de los comanches, observé un detalle nuevo en el autobús del Jefe. Encima del espejo retrovisor, sobre el parabrisas, había una foto pequeña, enmarcada, de una chica con toga y birrete académicos. Me pareció que la foto de una chica desentonaba con la exclusiva decoración para hombres del autobús y, sin titubear, le pregunté al Jefe quién era. Al principio fue evasivo, pero al final reconoció que era una muchacha. Le pregunté cómo se llamaba. Su contestación, todavía un poco reticente, fue «Mary Hudson».

Le pregunté si trabajaba en el cine o en alguna cosa así. Me dijo que no, que iba al Wellesley College. Agregó, tras larga reflexión, que el Wellesley era una universidad de alta categoría.

Le pregunté, entonces, por qué tenía su foto en el autobús. Encogió levemente los hombros, lo bastante como para sugerir —me pareció— que la foto había sido más o menos impuesta por otros.

Durante las dos semanas siguientes, la foto —le hubiera sido impuesta al Jefe por la fuerza o no— continuó sobre el parabrisas. No desapareció con los paquetes vacíos de chicles ni con los palitos de caramelos. Pero los comanches nos fuimos acostumbrando a ella. Fue adquiriendo gradualmente la personalidad poco inquietante de un velocímetro.

Pero un día que íbamos camino del parque el Jefe detuvo el autobús junto al bordillo de la acera de la Quinta Avenida a la altura de la calle 60, casi un kilómetro más allá de nuestro campo de béisbol. Veinte pasajeros solicitaron inmediatamente una explicación, pero el Jefe se hizo el sordo. En cambio, se limitó a adoptar su posición habitual de narrador y dio comienzo anticipadamente a un nuevo episodio del «hombre que ríe». Pero apenas había empezado cuando alguien golpeó suavemente en la portezuela del autobús. Evidentemente, ese día los reflejos del Jefe estaban en buena forma. Se levantó de un salto, accionó la manecilla de la puerta y enseguida subió al autobús una chica con un abrigo de castor.

Así, de pronto, sólo recuerdo haber visto en mi vida a tres muchachas que me impresionaron a primera vista por su gran belleza, una belleza difícil de clasificar. Una fue una chica delgada en un traje de baño negro, que forcejeaba terriblemente para clavar en la arena una sombrilla en Jones Beach, alrededor de 1936. La segunda, esa chica que hacía un viaje de placer por el Caribe, hacia 1939, y que arrojó su encendedor a un delfín. Y la tercera, Mary Hudson, la chica del Jefe.

—¿He tardado mucho? —le preguntó, sonriendo. Era como si hubiera preguntado «¿Soy fea?».

—¡No! —dijo el Jefe. Con cierta vehemencia, miró a los comanches situados cerca de su asiento y les hizo una seña para que le hicieran sitio. Mary Hudson se sentó entre yo y un chico que se llamaba Edgar «no-sé-qué» y que tenía un tío cuyo mejor amigo era contrabandista de bebidas alcohólicas. Le cedimos todo el espacio del mundo. Entonces el autobús se puso en marcha con un acelerón poco hábil. Los comanches, hasta el último hombre, guardaban silencio.

Mientras volvíamos a nuestro lugar de estacionamiento habitual, Mary Hudson se inclinó hacia delante en su asiento e hizo al Jefe un colorido relato de los trenes que había perdido y del tren que no había perdido. Vivía en Douglaston, Long Island. El Jefe estaba muy nervioso. No sólo no lograba participar en la conversación, sino que apenas oía lo que le decía la chica. Recuerdo que el pomo de la palanca de cambios se le quedó en la mano.

Cuando bajamos del autobús, Mary Hudson se quedó muy cerca de nosotros. Estoy seguro de que cuando llegamos al campo de béisbol cada rostro de los comanches llevaba una expresión del tipo «hay-chicas-que-no-saben-cuándo-irse-a-casa». Y, para colmo de males, cuando otro comanche y yo lanzábamos al aire una moneda para determinar qué equipo batearía primero, Mary Hudson declaró con entusiasmo que deseaba jugar. La respuesta no pudo ser más cortante. Así como antes los comanches nos habíamos limitado a mirar fijamente su femineidad, ahora la contemplábamos con irritación. Ella nos sonrió. Era algo desconcertante. Luego el Jefe se hizo cargo de la situación, revelando su genio para complicar las cosas, hasta entonces oculto. Llevó aparte a Mary Hudson, lo suficiente como para que los comanches no pudieran oír, y pareció dirigirse a ella en forma solemne y racional. Por fin, Mary Hudson lo interrumpió, y los comanches pudieron oír perfectamente su voz.

—¡Yo también —dijo—, yo también quiero jugar!

El Jefe meneó la cabeza y volvió a la carga. Señaló hacia el campo, que se veía desigual y borroso. Tomó un bate de tamaño reglamentario y le mostró su peso.

—No me importa —dijo Mary Hudson, con toda claridad—. He venido hasta Nueva York para ver al dentista y todo eso, y voy a jugar.

El Jefe sacudió la cabeza, pero abandonó la batalla. Se aproximó cautelosamente al campo donde estaban esperando los dos equipos comanches, los Bravos y los Guerreros, y fijó su mirada en mí. Yo era el capitán de los Guerreros. Mencionó el nombre de mi centro, que estaba enfermo en su casa, y sugirió que Mary Hudson ocupara su lugar. Dije que no necesitaba un jugador para el centro del campo. El Jefe dijo que qué mierda era eso de que no necesitaba a nadie que hiciera de centro. Me quedé estupefacto. Era la primera vez que le oía decir una palabrota. Y, lo que aún era peor, observé que Mary Hudson me estaba sonriendo. Para dominarme, cogí una piedra y la arrojé contra un árbol.

Nosotros entramos primero. La entrometida fue al centro para la primera tanda. Desde mi posición en la primera base, miraba furtivamente de vez en cuando por encima de mi hombro. Cada vez que lo hacía, Mary Hudson me saludaba alegremente con la cabeza. Llevaba puesto el guante de catcher, por propia iniciativa. Era un espectáculo verdaderamente horrible.

Mary Hudson debía ser la novena en batear en el equipo de los Guerreros. Cuando se lo dije, hizo una pequeña mueca y dijo:

—Bueno, daos prisa, entonces… —y la verdad es que efectivamente apreciamos darnos prisa.

Le tocó batear en la primera tanda. Se quitó el abrigo de castor y el guante de catcher para la ocasión y avanzó hacia su puesto con un vestido marrón oscuro. Cuando le di un bate, preguntó por qué pesaba tanto. El Jefe abandonó su puesto de árbitro detrás del pitcher y se adelantó con impaciencia. Le dijo a Mary Hudson que apoyara la punta del bate en el hombro derecho. «Ya está», dijo ella. Le dijo que no sujetara el bate con demasiada fuerza. «No lo hago», contestó ella. Le dijo que no perdiera de vista la pelota. «No lo haré», dijo ella. «Apártate, ¿quieres?» Con un potente golpe, acertó en la primera pelota que le lanzaron, y la mandó lejos por encima de la cabeza del fielder izquierdo. Estaba bien para un doble corriente, pero ella logró tres sin apresurarse.

Cuando me repuse primero de mi sorpresa, después de mi incredulidad, y por último de mi alegría, miré hacia donde se encontraba el Jefe. No parecía estar de pie detrás del pitcher, sino flotando por encima de él. Era un hombre totalmente feliz. Desde su tercera base, Mary Hudson me saludaba agitando la mano. Contesté a su saludo. No habría podido evitarlo, aunque hubiese querido. Además de su maestría con el bate, era una chica que sabía cómo saludar a alguien desde la tercera base.

Durante el resto del partido, llegaba a la base cada vez que salía a batear. Por algún motivo parecía odiar la primera base; no había forma de retenerla. Por lo menos tres veces logró robar la segunda base al otro equipo.

Su fielding no podía ser peor, pero íbamos ganando tantas carreras que no nos importaba. Creo que hubiera sido mejor si hubiese intentado atrapar las pelotas con cualquier otra cosa que no fuera un guante de catcher.

Pero se negaba a sacárselo. Decía que le quedaba mono. Durante un mes, más o menos, jugó al béisbol con los comanches un par de veces por semana (cada vez que tenía una cita con el dentista, al parecer). Unas tardes llegaba a tiempo al autobús y otras no. A veces en el autobús hablaba hasta por los codos, otras veces se limitaba a quedarse sentada, fumando sus cigarrillos Herbert Tareyton (boquilla de corcho). Envolvía en un maravilloso perfume al que estaba junto a ella en el autobús.

Un día ventoso de abril, después de recoger, como de costumbre, a sus pasajeros en las calles 109 y Amsterdam, el Jefe dobló por la calle 110 y tomó como siempre por la Quinta Avenida. Pero tenía el pelo peinado y reluciente, llevaba un abrigo en lugar de la chaqueta de cuero y yo supuse lógicamente que Mary Hudson estaba incluida en el programa. Esa presunción se convirtió en certeza cuando pasamos de largo por nuestra entrada habitual al Central Park. El Jefe estacionó el autobús en la esquina a la altura de la calle 60. Después, para matar el tiempo en una forma entretenida para los comanches, se acomodó a horcajadas en su asiento y procedió a narrar otro episodio de «El hombre que ríe». Lo recuerdo con todo detalle y voy a resumirlo.

Una adversa serie de circunstancias había hecho que el mejor amigo del «hombre que ríe», el lobo Ala Negra, cayera en una trampa física e intelectual tendida por los Dufarge. Los Dufarge, conociendo los elevados sentimientos de lealtad del «hombre que ríe», le ofrecieron la libertad de Ala Negra a cambio de la suya propia. Con la mejor buena fe del mundo, el «hombre que ríe» aceptó dicha proposición (a veces su genio estaba sujeto a pequeños y misteriosos desfallecimientos). Quedó convenido que el «hombre que ríe» debía encontrarse con los Dufarge a medianoche en un sector determinado del denso bosque que rodea París, y allí, a la luz de la luna, Ala Negra sería puesto en libertad. Pero los Dufarge no tenían la menor intención de liberar a Ala Negra, a quien temían y detestaban. La noche de la transacción ataron a otro lobo en lugar de Ala Negra, tiñéndole primero la pata trasera derecha de blanco níveo, para que se le pareciera.

No obstante, había dos cosas con las que los Dufarge no habían contado: el sentimentalismo del «hombre que ríe» y su dominio del idioma de los lobos. En cuanto la hija de Dufarge pudo atarlo a un árbol con alambre de espino, el «hombre que ríe» sintió la necesidad de elevar su bella y melodiosa voz en unas palabras de despedida a su presunto viejo amigo. El lobo sustituto, bajo la luz de la luna, a unos pocos metros de distancia, quedó impresionado por el dominio de su idioma que poseía ese desconocido. Al principio escuchó cortésmente los consejos de último momento personales y profesionales, del «hombre que ríe». Pero a la larga el lobo sustituto comenzó a impacientarse y a cargar su peso primero sobre una pata y después sobre la otra. Bruscamente y con cierta rudeza, interrumpió al «hombre que ríe» informándole en primer lugar de que no se llamaba Ala Oscura, ni Ala Negra, ni Patas Grises ni nada por el estilo, sino Armand, y en segundo lugar que en su vida había estado en China ni tenía la menor intención de ir allí.

Lógicamente enfurecido, el «hombre que ríe» se quitó la máscara con la lengua y se enfrentó a los Dufarge con la cara desnuda a la luz de la luna. Mademoiselle Dufarge se desmayó. Su padre tuvo más suerte; casualmente en ese momento le dio un ataque de tos y así se libró del mortífero descubrimiento. Cuando se le pasó el ataque y vio a su hija tendida en el suelo iluminado por la luna, Dufarge ató cabos. Se tapó los ojos con la mano y descargó su pistola hacia donde se oía la respiración pesada, silbante, del «hombre que ríe».

Así terminaba el episodio.

El Jefe se sacó del bolsillo el reloj Ingersoll de un dólar lo miró y después dio vuelta en su asiento y puso en marcha el motor. Miré mi reloj. Eran casi las cuatro y media. Cuando el autobús se puso en marcha, le pregunté al Jefe si no iba a esperar a Mary Hudson. No me contestó, y antes de que pudiera repetir la pregunta, inclinó su cabeza para atrás y, dirigiéndose a todos nosotros, dijo:

—A ver si hay más silencio en este maldito autobús. Lo menos que podía decirse era que la orden resultaba totalmente ilógica. El autobús había estado, y estaba, completamente silencioso. Casi todos pensábamos en la situación en que había quedado el «hombre que ríe». No es que nos preocupáramos por él (le teníamos demasiada confianza como para eso), pero nunca habíamos llegado a tomar con calma sus momentos de peligro.

En la tercera o cuarta entrada de nuestro partido de esa tarde, vi a Mary Hudson desde la primera base. Estaba sentada en un banco a unos setenta metros a mi izquierda, hecha un sanduche entre dos niñeras con cochecitos de niño. Llevaba su abrigo de castor, fumaba un cigarrillo y daba la impresión de estar mirando en dirección a nuestro campo. Me emocioné con mi descubrimiento y le grité la información al Jefe, que se hallaba detrás del pitcher. Se me acercó apresuradamente, sin llegar a correr.

—¿Dónde? —preguntó.

Volví a señalar con el dedo. Miró un segundo en esa dirección, después dijo que volvía enseguida y salió del campo. Se alejó lentamente, abriéndose el abrigo y metiendo las manos en los bolsillos del pantalón. Me senté en la primera base y observé.

Cuando el Jefe alcanzó a Mary Hudson, su abrigo estaba abrochado nuevamente y las manos colgaban a los lados.

Estuvo de pie frente a ella unos cinco minutos, al parecer hablándole. Después Mary Hudson se incorporó y los dos caminaron hacia el campo de béisbol. No hablaron ni se miraron. Cuando estuvieron en el campo, el Jefe ocupó su posición detrás del pitcher.

—¿Ella no va a jugar? —le grité.

Me dijo que cerrara el pico. Me callé la boca y contemplé a Mary Hudson. Caminó lentamente por detrás de la base, con las manos en los bolsillos de su abrigo de castor, y por último se sentó en un banquillo mal situado cerca de la tercera base. Encendió otro cigarrillo y cruzó las piernas.

Cuando los Guerreros estaban bateando, me acerqué a su asiento y le pregunté si le gustaría jugar en el ala izquierda. Dijo que no con la cabeza. Le pregunté si estaba resfriada. Otra vez negó con la cabeza. Le dije que no tenía a nadie que jugara en el ala izquierda. Que tenía al mismo muchacho jugando en el centro y en el ala izquierda. Toda esta información no encontró eco. Arrojé mi guante al aire, tratando de que aterrizara sobre mi cabeza, pero cayó en un charco de barro. Lo limpié en los pantalones y le pregunté a Mary Hudson si quería venir a mi casa a comer alguna vez. Le dije que el Jefe iba con frecuencia.

—Déjame —dijo—. Por favor, déjame.

La miré sorprendido, luego me fui caminando hacia el banco de los Guerreros, sacando entretanto una mandarina del bolsillo y arrojándola al aire. Más o menos a la mitad de la línea de foul de la tercera base, giré en redondo y empecé a caminar hacia atrás, contemplando a Mary Hudson y atrapando la mandarina. No tenía idea de lo que pasaba entre el Jefe y Mary Hudson (y aún no la tengo, salvo de una manera muy somera, intuitiva), pero no podía ser mayor mi certeza de que Mary Hudson había abandonado el equipo comanche para siempre. Era el tipo de certeza total, por independiente que fuera de la suma de sus factores, que hacía especialmente arriesgado caminar hacia atrás, y de pronto choqué de lleno con un cochecito de niño.

Después de una entrada más, la luz era mala para jugar. Suspendimos el partido y empezamos a recoger todos nuestros bártulos. La última vez que vi con claridad a Mary Hudson estaba llorando cerca de la tercera base. El Jefe la había tomado de la manga de su abrigo de castor, pero ella lo esquivaba. Abandonó el campo y empezó a correr por el caminito de cemento y siguió corriendo hasta que se perdió de vista.

El Jefe no intentó seguirla. Se limitó a permanecer de pie, mirándola mientras desaparecía. Luego se volvió caminó hasta la base y recogió los dos bates; siempre dejábamos que él llevara los bates. Me acerqué y le pregunté si él y Mary Hudson se habían peleado. Me dijo que me metiera la camisa dentro del pantalón.

Como siempre, todos los comanches corrimos los últimos metros hasta el autobús estacionado gritando, empujándonos, probando llaves de lucha libre, aunque todos muy conscientes de que había llegado la hora de otro capítulo de «El hombre que ríe».

Cruzando la Quinta Avenida a la carrera, alguien dejó caer un jersey y yo tropecé con él y me caí de bruces. Llegué al autobús cuando ya estaban ocupados los mejores asientos y tuve que sentarme en el centro. Fastidiado, le di al chico que estaba a mi derecha un codazo en las costillas y luego me volví para ver al Jefe, que cruzaba la Quinta Avenida. Todavía no había oscurecido, pero había esa penumbra de las cinco y cuarto. El Jefe atravesó la calle con el cuello del abrigo levantado y los bates debajo del brazo izquierdo, concentrado en el cruce de la calle. Su pelo negro peinado con agua al comienzo del día, ahora se había secado y el viento lo arremolinaba. Recuerdo haber deseado que el Jefe tuviera guantes.

El autobús, como de costumbre, estaba silencioso cuando él subió, por lo menos relativamente silencioso, como un teatro cuando van apagándose las luces de la sala. Las conversaciones se extinguieron en un rápido susurro o se cortaron de raíz. Sin embargo, lo primero que nos dijo el Jefe fue:

—Bueno, basta de ruido, o no hay cuento.

Instantáneamente, el autobús fue invadido por un silencio incondicional, que no le dejó otra alternativa que ocupar su acostumbrada posición de narrador.

Entonces sacó un pañuelo y se sonó la nariz, metódicamente, un lado cada vez. Lo observamos con paciencia y hasta con cierto interés de espectador. Cuando terminó con el pañuelo, lo plegó cuidadosamente en cuatro y volvió a guardarlo en el bolsillo. Después nos contó el nuevo episodio de «El hombre que ríe». En total, sólo duró cinco minutos.

Cuatro de las balas de Dufarge alcanzaron al «hombre que ríe», dos de ellas en el corazón. Dufarge, que aún se tapaba los ojos con la mano para no verle la cara, se alegró mucho cuando oyó un extraño gemido agónico que salía de su víctima. Con el maligno corazón latiéndole fuerte corrió junto a su hija y la reanimó. Los dos, llenos de regocijo y con el coraje de los cobardes, se atrevieron entonces a contemplar el rostro del «hombre que ríe». Su cabeza estaba caída como la de un muerto, inclinada sobre su pecho ensangrentado. Lentamente, con avidez, padre e hija avanzaron para inspeccionar su obra. Pero los esperaba una sorpresa enorme. El «hombre que ríe», lejos de estar muerto, contraía de un modo secreto los músculos de su abdomen. Cuando los Dufarge se acercaron lo suficiente, alzó de pronto la cabeza, lanzó una carcajada terrible, y, con limpieza y hasta con minucia, regurgitó las cuatro balas. El efecto de esta hazaña sobre los Dufarge fue tan grande que sus corazones estallaron, y cayeron muertos a los pies del «hombre que ríe».

(De todos modos, si el capítulo iba a ser corto, podría haber terminado ahí. Los comanches se las podían haber ingeniado para racionalizar la muerte de los Dufarge. Pero no terminó ahí).

Pasaban los días y el «hombre que ríe» seguía atado al árbol con el alambre de espinos mientras a sus pies los Dufarge se descomponían lentamente. Sangrando profusamente y sin su dosis de sangre de águila, nunca se había visto tan cerca de la muerte. Hasta que un día, con voz ronca, pero elocuente, pidió ayuda a los animales del bosque. Les ordenó que trajeran a Omba, el enano amoroso. Y así lo hicieron. Pero el viaje de ida y vuelta por la frontera entre París y la China era largo, y cuando Omba llegó con un equipo médico y una provisión de sangre de águila el «hombre que ríe» ya había entrado en coma. El primer gesto piadoso de Omba fue recuperar la máscara de su amo, que había ido a parar sobre el torso cubierto de gusanos de Mademoiselle Dufarge. La colocó respetuosamente sobre las horribles facciones y procedió a curar las heridas.

Cuando al fin se abrieron los pequeños ojos del «hombre que ríe», Omba acercó afanosamente el vaso de sangre de águila hasta la máscara. Pero el «hombre que ríe» no quiso beberla. En cambio, pronunció débilmente el nombre de su querido Ala Negra. Omba inclinó su cabeza levemente contorsionada y reveló a su amo que los Dufarge habían matado a Ala Negra. Un último suspiro de pena, extraño y desgarrador, partió del pecho del «hombre que ríe». Extendió débilmente la mano, tomó el vaso de sangre de águila y lo hizo añicos en su puño. La poca sangre que le quedaba corrió por su muñeca. Ordenó a Omba que mirara hacia otro lado y Omba, sollozando, obedeció. El último gesto del «hombre que ríe», antes de hundir su cara en el suelo ensangrentado, fue el de arrancarse la máscara.

Ahí terminó el cuento, por supuesto. (Nunca habría de repetirse). El Jefe puso en marcha el autobús. Frente a mí al otro lado del pasillo, Billy Walsh, el más pequeño de los comanches, se echó a llorar. Nadie le dijo que se callara. En cuanto a mí, recuerdo que me temblaban las rodillas.

Unos minutos más tarde, cuando bajé del autobús del Jefe, lo primero que vi fue un trozo de papel rojo que el viento agitaba contra la base de un farol de la calle. Parecía una máscara de pétalos de amapola. Llegué a casa con los dientes castañeteándome convulsivamente, y me dijeron que me fuera derecho a la cama.

CÓMO OCURRIÓ (Isaac Asimov)


Mi hermano empezó a dictar en su mejor estilo oratorio, ése que hace que las tribus se queden aleladas ante sus palabras.
-En el principio -dijo-, exactamente hace quince mil doscientos millones de años, hubo una gran explosión, y el universo...
Pero yo había dejado de escribir.
-¿Hace quince mil doscientos millones de años? -pregunté, incrédulo.
-Exactamente -dijo-. Estoy inspirado.
-No pongo en duda tu inspiración -aseguré. (Era mejor que no lo hiciera. Él es tres años más joven que yo, pero jamás he intentado poner en duda su inspiración. Nadie más lo hace tampoco, o de otro modo las cosas se ponen feas.)-. Pero, ¿vas a contar la historia de la Creación a lo largo de un periodo de más de quince mil millones de años?
-Tengo que hacerlo. Ése es el tiempo que llevo. Lo tengo todo aquí dentro -dijo, palmeándose la frente-, y procede de la más alta autoridad.
Para entonces yo había dejado el estilo sobre la mesa.
-¿Sabes cuál es el precio del papiro?- dije.
-¿Qué?
Puede que esté inspirado, pero he notado con frecuencia que su inspiración no incluye asuntos tan sórdidos como el precio del papiro.
-Supongamos que describes un millón de años de acontecimientos en cada rollo de papiro. Eso significa que vas a tener que llenar quince mil rollos. Tendrás que hablar mucho para llenarlos, y sabes que empiezas a tartamudear al poco rato. Yo tendré que escribir lo bastante como para llenarlos, y los dedos se me acabarán cayendo. Además, aunque podamos comprar todo ese papiro, y tú tengas la voz y la fuerza suficientes, ¿quién va a copiarlo? Hemos de tener garantizados un centenar de ejemplares antes de poder publicarlo, y en esas condiciones, ¿cómo vamos a obtener derechos de autor?
Mi hermano pensó durante un rato. Luego dijo:
-¿Crees que deberíamos acortarlo un poco?
-Mucho -puntualicé, si esperas llegar al gran público.
-¿Qué te parecen cien años?
-¿Qué te parecen seis días?
-No puedes comprimir la Creación en sólo seis días -dijo, horrorizado.
-Ése es todo el papiro de que dispongo -le aseguré-. Bien, ¿qué dices?
-Oh, está bien -concedió, y empezó a dictar de nuevo-. En el principio...
-¿De veras han de ser solo seis días, Aaron?
- Seis días, Moisés -dije firmemente.

Y YA OTRA VEZ NO VERTE (Saiz de Marco)



Procederá el sobreseimiento provisional cuando resulte del sumario haberse cometido un delito y no haya motivos suficientes para acusar a determinadas personas como autores, cómplices o encubridores.



...




Verte cuando te abordaban, cuando te dabas cuenta e intentabas zafarte, cuando agitabas los brazos, cuando gritabas. (Oigo gritos que no suenan.)

Verte cuando eras agarrada, cuando se te caían los libros, cuando te tapaban la boca, cuando te tiraban al suelo, cuando te resistías, cuando ponían el cuchillo en tu cuello, cuando te arrancaban la ropa, cuando te penetraban, cuando volvían a hacerlo.

Éste no lo consigue. Se levanta, con los pantalones bajados. Se agacha sobre tu cabeza. Te obliga a abrir la boca. Tengo que dejar de mirar.

Ver tu cara, tus ojos de niña, tus lágrimas, tu miedo, quizá tu esperanza de que todo acabe y te dejen ir.

(¿En qué pensabas?)

Tus labios se mueven y no sé qué dices. Los mismos que me besaban cada mañana.

Verte cuando comprendías que no iban a dejarte marchar. Ver tu desesperación y tu espanto.

Sigo pese a todo.

Ver a un canalla presionando tu garganta mientras el otro te sujeta por los brazos.

Ver tus espasmos, tus estertores, tu vano amarre a la vida.

Verte, pero no estar allí ni entonces.

Verte y no poder hacer nada, ni cambiar nada.

Verte.



...



-El procedimiento se archivó, el archivo en estos casos es siempre provisional, no puede excluirse que en el futuro aparezcan pruebas. En tal caso el sumario se reabriría.

-Ya sé todo eso.

-Bien, entonces dígame qué quiere.

-No fue usted quien llevó el caso.

-Sólo al final. Cuando me incorporé al juzgado el asunto ya estaba prácticamente ultimado. Con los elementos de que disponía no daba más de sí. No cabía otra posibilidad que el sobreseimiento, quiero decir archivo. Provisional, por supuesto. Nadie propuso ya más diligencias, se indagó hasta donde se pudo. Supongo que lo sabe, imagino que se le fue notificando todo.

-Bueno, yo vengo a traerle una prueba.

-¿Algo nuevo?

-Sí. Nuevo y viejo a la vez.

-Bien, pues dígame. Ya le he dicho que las actuaciones pueden reabrirse en cualquier momento, siempre que haya algo que lo justifique.

-Le traigo las imágenes.

-¿Perdón?

-Las imágenes de todo.

-¿A qué se refiere?

-A la violación y asesinato de mi hija.

-Bueno, verá, comprendo que siga usted muy afectado, no puede recibirse un golpe así y no sufrir tremendamente. Y luego está esa sensación de impotencia, de que un hecho como ése quede sin castigar, impune, y sin haberse aclarado. Cruzarte con cualquiera por la calle y sentir que pudo ser el asesino de tu hija. Yo no puedo imaginar cómo reaccionaría si me pasara.

-Todo eso ya lo he vivido, han sido ocho años así. Y es mucho peor de lo que imagina. Pero no caí en el abatimiento. Aunque sí, al principio. Pero luego empecé a pensar que tenía que haber algún medio. Y entonces reaccioné.

-¿Algún medio para qué?

-Para saberlo.

-¿A qué se refiere?

-A los culpables.

-Bien, pero ¿qué es lo que quiere decirme?

-Mire, en primer lugar necesito que me escuche. Llevo toda mi vida estudiando la física. La luz es parte de la física. Así que empecé a pensar que la verdad tenía que estar en la luz.

-Está bien, explíqueme mejor lo que quiere decir con eso.

-Si no me interrumpe será más fácil. La luz viaja. La luz de las estrellas que vemos no es la que despiden en el momento en que miramos; es la luz que emitieron hace meses, o años. Por la misma razón, si alguien mirara ahora la Tierra desde alguno de esos puntos del cosmos, la luz que vería no es la que ahora proyecta el planeta, sino la emitida hace varios meses, o varios años. O sea, podría ver lo sucedido en el pasado.

-Sí, claro, es interesante pensar en eso.

-La siguiente cuestión consistía en recuperar la luz.

-Recuperar la luz...

-Recuperar la luz que salió de la Tierra hace ocho años. La luz en que viajaban las imágenes. Porque las imágenes son luz. Esa luz se proyectó en algún lugar, tuvo que reflejarse, como en un espejo. ¿Sabe?: el Universo está lleno de espejos, materias que reflejan la luz. Y después esos espejos tenían que enviarla de nuevo a la Tierra. O mejor dicho, la Tierra tenía que recibir su luz. Había que lograr un modo, un instrumento para verla. Esa luz, salida de la Tierra, se reflejó en algún lugar hace cuatro años. Después tardó otros cuatro años en volver a la Tierra. Sólo había que recuperarla. Y yo la he recuperado. Por último, había que amplificarla. Al final todo es una cuestión de aumentos y lentes. Durante mucho tiempo he vivido sólo para eso. Así que aquí tiene las imágenes.

-Bueno, lo que está contándome resulta bastante extraño, la verdad. De todas formas, estoy dispuesto a ver lo que me trae. Le prometo que lo veré y después le comentaré. ¿Cómo puede verse?

-Ésta es una copia, está grabada en un soporte de vídeo. Sólo necesita un reproductor normal.

-Pero aquí no tengo, lo podría ver después, en casa. ¿Y si sufre algún daño?

-Tengo más copias, no se preocupe por eso.

-De todos modos, habrá que hacer una declaración formal. Deberá decir todo eso en una comparecencia. También tendré que avisar al fiscal, para que esté presente. Espere un momento fuera, si hace el favor.



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Visto el contenido de la anterior declaración, incorpórese a las actuaciones la grabación videográfica aportada. Practíquese dictamen pericial a fin de constatar si su contenido se corresponde con hechos reales así como la autenticidad de lo registrado, a cuyo fin se designará a tres profesores de Física y Óptica. Asimismo se encomienda a la Policía Judicial el examen de la grabación y demás actuaciones conducentes al esclarecimiento de los hechos.



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la tarde de ayer fueron detenidos por la Policía dos hombres en relación con la violación y asesinato de una joven, hechos ocurridos hace ocho años. Las actuaciones judiciales fueron archivadas un año después, por falta de pruebas. Lo más llamativo del asunto es que, según ha transcendido, la actividad llevada a cabo en este tiempo por el padre de la víctima podría haber resultado decisiva para la resolución del caso. El padre de la muchacha, investigador del Instituto Astrofísico, dejó de trabajar a raíz del crimen y se ha dedicado durante estos años a indagar sobre la muerte de su hija. Según han informado fuentes de la investigación, el padre de la joven habría puesto a la policía sobre la pista de los ahora detenidos, gracias a un ingenio óptico por él creado capaz de obtener imágenes de los hechos. Si bien en su momento los restos hallados en el lugar del crimen no permitieron la identificación de sus autores, las imágenes ofrecidas por el padre de la víctima parecen haber permitido a la policía identificar a los responsables del asesinato. El contraste de los vestigios habría confirmado


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tiene todavía un nombre definitivo, y el que va prevaleciendo –recuperador espacial de luz- no se ajusta exactamente a sus características técnicas. Pero, como quiera que se le denomine, está ahí y va a cambiar los modos de actuar en múltiples ámbitos.

La posibilidad de reproducir imágenes del pasado es una realidad, y del mismo modo que se ha aplicado a la investigación de un asesinato (de la hija de su inventor) va a utilizarse en otros casos.

Sin duda modificará nuestra concepción de la intimidad, al menos en lugares abiertos, ya que la posibilidad de que las imágenes sean después recuperadas estará siempre presente. Las cautelas que en su día se objetaron en relación con la videovigilancia (instalación de cámaras en lugares públicos) parecen cándidas en comparación con las posibilidades del recuperador de luz.

Resulta ineludible una reforma legal que permita emplear la recuperación lumínica como medio probatorio en juicios –no sólo penales-; y ha de regularse su incidencia sobre los procedimientos ya concluidos. ¿Deberá permitirse que con su uso se corrijan sentencias firmes? La respuesta negativa parece indefendible, sobre todo cuando la revisión fáctica sea pedida, aduciendo error probatorio, por personas condenadas.

También será necesario, al margen ya de su empleo como medio judicial, establecer las condiciones de su uso privado. Habiendo renunciado su inventor –recientemente fallecido- a toda patente industrial, ¿debe permitirse su libre fabricación y venta? Y en tal caso, la posibilidad de que cualquiera pueda ver imágenes de los pasados ajenos ¿no constituirá una intensa lesión de la privacidad?

¿Y qué ocurre con el derecho a la propia imagen?

Nos enfrentamos a la vulnerabilidad retrospectiva de las intimidades ajenas, las de quienes confiábamos en no ser vistos por terceros (ni entonces ni nunca) en un tiempo en que nadie atisbaba la recuperabilidad de imágenes. Piénsese que, aunque en su versión actual el recuperador lumínico no consigue recobrar imágenes más que de unos cuantos años atrás (justo lo que necesitaba su inventor para esclarecer el asesinato de su hija), es posible que en poco tiempo un mayor desarrollo permita recuperar imágenes más



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Podrá instarse la revisión de sentencia firme por persona que haya sido parte en el procedimiento, o por sus herederos, siempre que lo declarado probado en sentencia pueda quedar desvirtuado mediante la recuperación espacial de imágenes.

La petición revisoria deberá indicar el fundamento de la recuperación lumínica y su incidencia en el proceso. También habrá de especificarse el hecho objeto de recuperación así como el lugar, día y hora en que aquél se produjo.

Tal revisión podrá instarse en cualquier tiempo hasta tanto la sentencia no haya sido totalmente ejecutada.

No procederá la revisión de sentencias firmes absolutorias.



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juicio con jurado popular que el Tribunal Superior ordenó repetir, ha vuelto a celebrarse con un jurado distinto. La conclusión del segundo jurado es diferente de la que alcanzó el primero, pese a que en ambos juicios se han practicado idénticas pruebas, a excepción del recuperador lumínico utilizado en la nueva vista. Mientras que en la primera el jurado popular condenó al procesado, en ésta ha emitido veredicto absolutorio, con lo que



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más llamativo de la memoria judicial es el epígrafe de nueva incorporación “Revisiones de sentencias con base en recuperación espacial de luz”, que ascendieron a 1714, y que dieron lugar a anular 1221 sentencias firmes. Asimismo destaca, dentro del apartado Penal, el epígrafe “Sentencias condenatorias por falso testimonio” acreditado mediante recuperación lumínica, que ascendieron a



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restregarse los ojos para asegurarse de no estar soñando. Había que sobreponerse a la turbación. Porque ninguno esperaba presenciar las imágenes que vimos ayer. Todo conduce a pensar que era él. Sin duda que la secuencia no era como cada uno había imaginado, como habíamos recreado mentalmente a partir del relato evangélico. Pero allí estaba lo esencial.

Algunos tópicos de la tradición han sido corregidos, como su aspecto físico (más bajo y desgarbado de lo que pensábamos); o la manera como fue asido a la cruz mediante enormes clavos en muñecas y tarsos, llegando a perder la conciencia; o el casco, más que corona, de espinas en su cabeza. Personalmente me ha impresionado la abundancia de insectos posados en sus heridas.

Pero son detalles accesorios, porque lo sustancial coincide con lo que se nos había narrado: la tortura de un hombre en una cruz.

También hemos visto el traslado de su cuerpo a un sepulcro y su salida, 41 horas más tarde, con andar vacilante.

La jerarquía eclesial, que tantas reticencias ha opuesto a la captación de imágenes biográficas de Cristo, advirtió de que, pasara lo que pasara, nada cambiaría; que la resurrección no es consustancial a la fe, y que el verdadero fundamento de ésta no es la resurrección, sino el sacrificio divino en expiación por la Humanidad.

Pues bien, las imágenes que ayer contemplamos no aclaran si quien aparece llegó a morir o no en la cruz. Muestran un tormento al que difícilmente puede sobrevivir un ser humano, y revelan que esa persona abandonó, después, con vida el sepulcro. La huida de los vigías, que también pudimos presenciar, resulta comprensible ante la irrupción de un cadáver viviente.

Después pudimos verlo dirigirse a un lugar cerrado, quizá una cabaña o cobertizo de pastores, por lo que a partir de ahí se corta la secuencia.

Pero probablemente se conseguirán otras imágenes. Quizás alguien espere ver un hombre elevándose hacia las nubes. En todo caso el recuperador lumínico puede aclarar lo ocurrido después de la crucifixión: cuánto tiempo siguió viviendo el crucificado, cómo y dónde.

Es difícil, en cambio, que pueda contestarnos a la otra parte del enigma: el motivo de



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Ahora es cuando llega al colegio, me espera a la salida. Ese niño soy yo, me da la mano. Estamos saliendo a la calle. Pronto me vendrá el estornudo, los mocos colgarán hasta la barbilla. Papá buscará en sus bolsillos, tampoco él lleva pañuelo.

Me lleva a un sitio apartado, va a quitarse el zapato, se saca ahora el calcetín. Me limpia la cara con él, ahí está su pie desnudo.

Termina de limpiarme. Se pone el calcetín empapado de mocos. Está calzándose, me da otra vez la mano.

Volver a verlo, volver a vivirlo.



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cuanto a la aducida vulneración de los derechos a la intimidad personal y a la propia imagen, procede hacer las siguientes consideraciones.

En primer lugar, es sabido que no surtirán efecto las pruebas obtenidas violentando derechos o libertades fundamentales.

Pues bien, acerca de la utilización del recuperador lumínico para el esclarecimiento de hechos delictivos, es la primera ocasión en que este Tribunal tiene oportunidad de pronunciarse. Ello es explicable porque precisamente en el procedimiento de que trae causa este recurso, fue donde se utilizó por primera vez dicho ingenio óptico, inventado por el padre de la víctima. La agresión infligida a su hija espoleó su afán por identificar a los autores, llevándole a desarrollar dicha técnica. Justamente ello permitió la reapertura de las actuaciones (previamente archivadas por desconocerse la identidad de los responsables), cuando aún no se había producido la prescripción de los delitos.

La mencionada técnica recuperatoria, que en el tiempo transcurrido desde su invención ha experimentado un notable perfeccionamiento -hasta el punto de haber sido aplicada también para despejar dudas históricas-, permite reproducir imágenes de hechos pretéritos.

Es comprensible que se susciten problemas acerca de su admisibilidad probatoria y respecto a su colisión con otros derechos. Pues bien: aun siendo difícil establecer pautas generales, puede afirmarse que en los casos, como aquí sucede, en que la recuperación lumínica se emplee para esclarecer delitos perpetrados en lugares abiertos (y no en sitios privados o reservados), la aplicación de dicha técnica no es contraria a los derechos a la intimidad y propia imagen.

Y ello porque, al haberse cometido los delitos en lugar de libre tránsito, las imágenes captadas “a posteriori” no constituyen intromisión en la privacidad.

El argumento de que, en caso de haber sabido los ejecutores que posteriormente iba a poderse obtener imágenes, no habrían ejecutado tales acciones, no resulta acogible; pues quien realiza un acto delictivo, incluso cuando busque la ocultación, está asumiendo que sus hechos pueden ser contemplados por terceros (testigos cuya existencia ignore), y por la misma razón debe admitirse la posibilidad, entonces desconocida, de reproducir visualmente los comportamientos mediante recuperación lumínica.

Por lo que se refiere a la propia imagen, claramente no se ha vulnerado tal derecho, ya que las secuencias reproducidas corresponden a muy graves conductas, aparte de que no se ha pretendido la publicación de las imágenes ni de la figura de los imputados, siendo la única finalidad acreditar –de manera en extremo fidedigna- los actos delictivos.

En suma, la utilización del recuperador lumínico no ha vulnerado derechos fundamentales, habiendo constituido un instrumento admisible para la prueba de los hechos.

El padre de la víctima de los delitos que motivaron estas actuaciones ha puesto a disposición de la Humanidad un instrumento complejo, del que, como siempre, habrá que aprovechar sus posibilidades valiosas y repudiar sus usos dañinos.

Procede confirmar la conclusión obtenida mediante dicha técnica y por tanto

jueves, 19 de marzo de 2015

EL RELATO DE LA FAMILIA GUZMÁN (Charles Maturin)

»Parte de lo que vaya leeros –dijo el desconocido–, lo he presenciado yo. El resto se asienta sobre una base todo lo firme que la evidencia humana puede establecer:

»En la ciudad de Sevilla, donde viví muchos años, conocí a un rico mercader de muy avanzada edad que era conocido por el nombre de Guzmán el rico. Era de oscuro nacimiento, y quienes rendían homenaje a su riqueza lo bastante como para pedirle prestado con frecuencia, no honraban jamás su nombre haciéndolo preceder del prefijo don, ni añadiendo su apellido, que, como es natural, ignoraba la mayoría; y entre ellos, se decía, el propio mercader. Era muy respetado, sin embargo; y cuando veían salir a Guzmán, con la misma regularidad que el toque de vísperas, de la estrecha puerta de su casa, cerrarla con cuidado, inspeccionarla dos o tres veces con ojos ansiosos, enterrar la llave en su pecho, y dirigirse lentamente a la iglesia, tentándose la llave por encima de la ropa durante todo el trayecto, las más orgullosas cabezas de Sevilla se descubrían a su paso, y los niños que jugaban en la calle suspendían sus diversiones hasta que hubiese pasado él.

»Guzmán no tenía esposa ni hijos... ni parientes ni amigos. Toda su servidumbre estaba constituida por una vieja criada que le atendía, y sus gastos personales se calculaban al nivel de la más estrecha frugalidad; era, pues, tema de ansiosa conjetura para muchos cuál sería el destino de su enorme fortuna cuando muriese. Esta ansiedad dio lugar a indagaciones sobre la posibilidad de que Guzmán tuviera parientes, aunque remotos y oscuros; y la diligencia en la investigación, cuando se ve estimulada a la vez por la avaricia y la curiosidad, es insaciable. Así que se descubrió finalmente que Guzmán había tenido en tiempos una hermana, mucho más joven que él, la cual, a edad muy temprana, se había casado con un músico alemán protestante, marchándose de España poco después. Se recordaba, o se rumoreaba, que ella había hecho grandes esfuerzos por ablandar el corazón y abrir la mano de su hermano, que ya entonces era muy rico, y convencerle para que se reconciliase con su unión, permitiendo así que ella y su marido permanecieran en España. Guzmán fue inflexible. Opulento, y orgulloso de su opulencia, habría sido capaz de digerir el poco sustancioso bocado de su unión con un pobre, a quien él podía haber hecho rico; pero se negó a tragar siquiera la noticia de que su hermana se había casado con un protestante. Inés – pues tal era el nombre de la hermana– y su marido se fueron a Alemania, confiando en parte en las habilidades musicales de él, que eran altamente apreciadas en ese.país, en parte en las vagas esperanzas de los emigrantes, de que con el cambio de lugar vendría el cambio de circunstancias... y en parte, también, pensando que la desventura se sobrelleva en cualquier lugar menos en presencia de quien la inflige. Tal fue la historia contada por un viejo que afirmaba recordar los hechos, y creída por un joven cuya imaginación suplía todos los defectos de la memoria, representándosela, de una belleza subyugan te, con sus hijos cogidos a su alrededor, embarcando con un marido hereje hacia un país lejano y despidiéndose con tristeza de la tierra y la religión de sus padres.

»Ahora, mientras se hablaba de estas cosas en Sevilla, Guzmán cayó enfermo y fue deshauciado por los físicos, a los que consintió en llamar de muy mala gana.

»En el proceso de su enfermedad, tanto si la naturaleza visitó de nuevo a un corazón al cual parecía haber abandonado hacía tanto tiempo, o si concibió él que la mano de un pariente podía ser más grato apoyo para su cabeza moribunda que la de una criada rapaz y servil, o si el fuego de sus pasiones se debilitó ante la esperada proximidad de la muerte como palidece la llama artificial de la vela cuando surge la mañana, así pensó Guzmán, enfermo, en su hermana y su familia, y expidió –lo que le supuso un gasto considerable– un mensajero a la región de Alemania donde ella residía para invitarla a que regresase y se reconciliase con él; y rezó devotamente por que se le permitiese vivir hasta poder expirar en los brazos de ella y de sus hijos. Además, corría un rumor en ese tiempo al que los oídos prestaban más interés que a cualquier otra cosa referente a la vida o la muerte de Guzmán, y era que había anulado su primer testamento y había mandado llamar a un notario, con el que, pese a su evidente debilidad, estuvo encerrado varias horas, dictando en un tono que, aunque claro para el notario, no sonaba distintamente a los oídos que, tensos hasta extremos angustiosos, estaban pegados a la puerta doblemente cerrada de su cámara.

»Todos los amigos habían intentado disuadir a Guzmán de hacer este esfuerzo, el cual, aseguraron, sólo contribuiría a precipitar su desenlace. Pero para sorpresa y sin duda alegría de todos ellos, desde el momento en que hubo hecho su testamento, la salud de Guzmán comenzó a mejorar, y en menos de una semana empezó a pasear por su cámara, a calcular cuánto tiempo tardaría en llegar un mensajero a Alemania, y cuánto tendría que esperar para recibir noticias de su familia.

»Transcurrieron algunos meses, y los sacerdotes aprovecharon este intervalo para presionar a Guzmán. Pero tras realizar todos los esfuerzos de ingeniosidad, y de acosarle intensa aunque infructuosamente por el lado de la conciencia, del deber y de la religión, empezaron a comprender su interés, y cambiaron de táctica. Pero al ver que el decidido objetivo del alma de Guzmán no cambiaba, y que estaba dispuesto a llamar a su hermana y a su familia a España, se contentaron con pedirle que no se comunicase con la herética familia, salvo a través de ellos, y que no viese a su hermana ni a sus hijos, a menos que estuviesen ellos presentes en la entrevista.

»Guzmán accedió fácilmente a esta condición, ya que no sentía clara inclinación a ver a su hermana, cuya presencia podía despertarle sentimientos apagados y deberes olvidados. Además, era hombre de hábitos arraigados; y la presencia del ser más interesante de la tierra, que amenazase la más leve alteración o suspensión de esos hábitos, podría haberle resultado insoportable.

»Así nos endurecen a todos la vejez y los hábitos, y nos damos cuenta al final de que los lazos más queridos de la naturaleza o de la pasión pueden sacrificarse a esas pequeñas indulgencias que la presencia o influencia de un extraño puede alterar. De este modo, Guzmán oscilaba entre su conciencia y sus sentimientos. Y decidió, pese a todos los sacerdotes de Sevilla, invitar a su hermana y su familia a venir a España, y dejarles toda su inmensa fortuna (y a este efecto escribió y escribió repetida y explícitamente). Pero, por otra parte, prometió y juró a sus consejeros espirituales que jamás vería a uno solo de los miembros de la familia, y que, aunque su hermana heredase su fortuna, ella nunca, nunca vería su rostro. Quedaron satisfechos los sacerdotes, o aparentaron quedar, con esta declaración. y Guzmán, habiéndoselos propiciado con generosos ofrecimientos de capillas a diversos santos, a cada uno de los cuales se atribuyó su recuperación en exclusividad, se sentó a calcular el probable gasto que le supondría el regreso de su hermana a España, y la necesidad de proveer para su familia, a la que, por así decir, desarraigaba de su lecho natal, y por lo cual se sentía obligado, con toda honradez, a hacerles prosperar en el suelo al que los trasplantaba. »Ese mismo año regresaron a España su hermana, su marido y sus cuatro hijos. Ella se llamaba Inés y su marido Walberg. Éste era un hombre trabajador, y un músico excelente. Su talento le había facilitado la plaza de maestro de capilla del duque de Sajonia; y sus hijos se educaban (de acuerdo con sus medios) para ocupar su puesto cuando él lo dejase vacante por fallecimiento o accidente, o para entrar como maestros de música en las cortes de los príncipes alemanes. Él y su esposa habían vivido en la mayor frugalidad, y esperaban aumentar para sus hijos, con el ejercicio de sus aptitudes, los medios de esa subsistencia que diariamente luchaban por proveer.

»El hijo mayor, que se llamaba Everhard, había heredado el talento musical de su padre. Las hijas, Julia e Inés, habían estudiado música también, y eran muy hábiles en el bordado. El más pequeño, Mauricio, era alternativamente la delicia y el tormento de la familia.

»Durante bastantes años habían luchado con dificultades demasiado insignificantes para entrar en ellas, aunque demasiado rigurosas para no ser dolorosamente sentidas por aquellos cuyo destino es enfrentarse con ellas a diario y a todas horas... Hasta que la súbita noticia, traída por un mensajero de España, de que su acaudalado pariente Guzmán les invitaba a regresar, y les declaraba herederos de toda su inmensa riqueza, les llegó como llega la primera claridad de ese verano que dura medio año al escuálido y encogido habitante de las chozas de Laponia. Olvidaron toda preocupación, aplazaron toda inquietud, pagaron todas sus pequeñas deudas e hicieron los preparativos para partir inmediatamente para España.

»Y llegaron a España, y siguieron hasta la ciudad de Sevilla, donde, a su llegada, salió a recibirles un grave eclesiástico que les puso al corriente de la decisión de Guzmán de no ver jamás a su hermana ni a su familia, pues le ofendían, aunque confirmándoles al mismo tiempo su intención de mantenerles y proporcionarles todas las comodidades, hasta que la muerte les hiciese entrar en posesión de su fortuna. La familia se sintió algo turbada ante tal notificación, y la madre lloró al saber que le impedían ver a su hermano, por quien sentía aún el afecto del recuerdo. Entretanto el sacerdote, tratando de suavizar lo ingrato de su misión, dejó entender que en caso de que cambiasen sus heréticas convicciones era muy probable que se abriese un canal de comunicación entre ellos y su pariente. El silencio con que fue recibida esta alusión resultó más elocuente que un discurso entero, y el sacerdote se marchó.

»Ésta fue la primera nube que empañó su expectativa de felicidad desde que el mensajero llegara a Alemania, y siguieron lúgubremente a su sombra durante el resto de la tarde. Walberg, con la confianza de la esperada fortuna, no sólo había persuadido a sus hijos de que se viniesen a España, sino que había escrito a sus padres, que eran muy ancianos y míseramente pobres, para que viniesen a Sevilla a reunirse con ellos; y con la venta de la casa y el mobiliario, había podido mandarles el dinero del elevado coste de tan largo viaje. Ahora les esperaban de un momento a otro, y los niños, que tenían un débil pero agradecido recuerdo de la bendición que recibieron en sus pequeñas cabezas de aquellos labios temblorosos y aquellas manos secas, esperaban con alegría la llegada de la anciana pareja. Inés había dicho muchas veces a su marido:

»–¿No habría sido mejor dejar a tus padres en Alemania y enviarles el dinero de su mantenimiento, en vez de someterlos al cansancio de un viaje tan largo a esa edad tan avanzada?

»A lo que él había contestado siempre:

»–Prefiero que mueran bajo mi techo a que vivan bajo el techo de extraños.

»Esa noche empezó él, quizá, a comprender la prudencia de su mujer; ella le miraba, y con delicada discreción, precisamente por ese motivo, evitaba recordárselo. »El tiempo era oscuro y desapacible; no parecía una noche de España. Su frío pareció comunicarse a la familia. Inés, sentada, trabajaba en silencio; los hijos, reunidos delante de la ventana, intercambiaban en susurros sus esperanzas y conjeturas sobre la llegada de los ancianos viajeros, y Walberg, que se paseaba inquieto por la habitación, suspiraba de cuando en cuando al oírles.

»El día siguiente amaneció soleado y sin nubes. El sacerdote vino a visitarles otra vez, y, tras lamentar que la decisión de Guzmán fuese inflexible, les informó que se le había ordenado pagarles una asignación anual para su mantenimiento, que él calificó, y así les pareció a ellos, de enorme, y destinar otra a la educación de los hijos, que parecía estar calculada a la escala de una generosidad principesca. Puso en manos de ellos los documentos convenientemente redactados y testificados a este propósito, y luego se retiró, después de reiterar la seguridad de que serían los indudables herederos de la fortuna de Guzmán a su muerte, y que, como este período transcurriría en la abundancia, no tenían por qué inquietarse. Apenas se hubo marchado el sacerdote, llegaron los ancianos padres de Walberg, débiles de alegría y de cansancio, pero no agotados, y toda la familia se sentó ante una comida que les pareció un lujo, con esa placentera expectación de futura felicidad que a menudo es más exquisita que su efectiva fornición.

»–Yo les vi –dijo el desconocido, interrumpiéndose–; les vi la tarde de ese día en que se reunieron todos, y un pintor que quisiese plasmar la imagen de la felicidad doméstica en un grupo de figuras vivas, no habría necesitado ir más allá de la mansión de Walberg. Él y su esposa estaban sentados a la cabecera de la mesa, sonriendo a los hijos, y viendo cómo éstos les devolvían la sonrisa, sin ninguna preocupación ni pequeña dificultad que les atormentase en el momento presente, o turbio presagio de desdicha futura; sin un temor por el mañana, ni un doloroso recuerdo del pasado. Sus hijos constituían, efectivamente, un grupo en el que el ojo del pintor o del padre, la mirada del gusto o del afecto, podían haberse demorado con igual complacencia. Everhard, el mayor, que a la sazón tenía dieciséis años, poseía una belleza excepcional para su sexo, una constitución delicada y radiante y una modulación tierna y trémula en la voz que inspiraban ese interés con el que miramos a la juventud, por encima de la lucha de la debilidad presente con la promesa de la fuerza futura, e infundía en el corazón de los padres esa amorosa ansiedad con que observamos el progreso de una agradable pero nublada mañana de primavera, gozaba en los suaves y perfumados esplendores de su amanecer, pero temiendo que las nubes los cubran antes del mediodía. Las hijas, Inés y Julia, tenían todo el encanto de su clima más frío: los exuberantes rizos de sus dorados cabellos, los grandes, azules y brillantes ojos, la nívea blancura del pecho, los brazos delgados, la piel sonrosada, y la tersa suavidad de sus mejillas, las hacían parecer, cuando atendían a sus padres con graciosa y cariñosa solicitud, dos jóvenes Hebes sirviendo bebida, a cuyo mero contacto se convertía en néctar.

»El espíritu de estos jóvenes se había sentido abatido muy pronto a causa de las dificultades que sus padres habían atravesado; y ya en la niñez habían adoptado el paso tímido, el habla baja, la mirada ansiosa e inquisitiva que la constante sensación de penuria doméstica enseña amargamente a los niños, y que es el más agudo dolor que un padre puede contemplar. Pero ahora no había nada que cohibiese sus jóvenes corazones: la sonrisa, esa desconocida, acudía a alegrar el hogar encantador de sus labios, y la timidez de sus primitivos hábitos se limitaba a prestar una graciosa sombra a la radiante exuberancia de la juvenil dicha. Frente a este cuadro justamente, cuyos matices eran tan brillantes, y cuyas sombras tan tiernas, se hallaban sentadas las figuras de los ancianos abuelos. El contraste era grande; no había relación ni gradación alguna: viéndoles, se pasaba de las primeras y más puras flores de la primavera a la seca y marchita aridez del invierno.

»Estas viejísimas personas, no obstante, tenían algo en sus semblantes que agradaba a la vista, y Teniers o Wouverman habrían apreciado sus figuras y su vestimenta mucho más que las de sus jóvenes y encantadores nietos. Estaban rígida y originalmente vestidos con sus prendas alemanas: el viejo con su jubón y su gorro, y la vieja con su gorguera, su peto y su cofia semejante a un casquete, con largas bandas colgantes, de la que se escapaban algunos cabellos blancos, muy largos, que le caían sobre sus arrugadas mejillas. Pero el semblante de ambos resplandecía de gozo como la fría sonrisa de una puesta de sol en un paisaje invernal. No oían con claridad las amables insistencias de sus hijos para que compartiesen más ampliamente la mesa más abundante que habían tenido nunca delante en sus frugales vidas, aunque asentían con la cabeza, con ese agradecimiento que es a la vez hiriente y grato a los corazones de los hijos afectuosos.

Sonreían también ante la belleza de Everhard, ante las travesuras de Mauricio, tan atolondrado en la hora de la aflicción como en la de la prosperidad; y en fin, sonreían por cuanto se decía, aunque no oían ni la mitad, y por cuanto veían, aunque podían gozar de muy poco..., y esa sonrisa de la vejez, esa plácida sumisión a los placeres de los jóvenes, mezclada a las evidentes expectativas de una felicidad más pura y perfecta, daba una expresión casi celestial a sus semblantes, que de otro modo habrían reflejado tan sólo el marchito aspecto de la debilidad y la consunción.

»Ocurrieron ciertos incidentes durante esta fiesta familiar bastante característicos de sus participantes. Walberg (que era persona muy sobria) insistió repetidamente a su padre para que bebiese más vino del que estaba acostumbrado; el viejo rehusó suavemente. El hijo insistió con más calor, y el anciano, deseando complacer a su hijo, no a sí mismo, accedió.

»Los niños, también, acariciaron a su abuela con ese turbulento afecto de su edad. La madre los reprendió.

»–No; déjales –dijo la amable anciana.

»– Te están molestando, madre –dijo la mujer de Walberg.

»–No podrán hacerlo por mucho tiempo –dijo la abuela con expresiva sonrisa.

»–Padre –dijo Walberg–, ¿no ves a Everhard muy crecido?

»–La última vez que lo vi –dijo el abuelo–, tuve que agacharme para darle un beso; ahora creo que tendrá que agacharse él para besarme a mí.

»A estas palabras, Everhard corrió como una flecha a los temblorosos brazos que estaban abiertos para acogerle, y sus rojos y tersos labios se apretaron contra la nevada barba de su abuelo.

»–Bésale, hijo mío –dijo el padre complacido–. Quiera Dios que tus besos no sean para labios menos puros.

»–¡Nunca lo serán, padre mío! –dijo el susceptible joven, ruborizándose ante sus propias emociones–. Nunca besaré otros labios que aquellos que me bendigan como los de mi abuelo.

»–¿Y deseas –dijo el anciano en broma– que la bendición salga siempre de labios tan ásperos y blanquecinos como los míos?

»Everhard, de pie detrás de la silla del anciano, se ruborizó ante esta pregunta; y Walberg, que había oído dar la hora en que acostumbraba siempre, en la prosperidad como en la adversidad, convocar a su familia a la oración, hizo una seña, que sus hijos entendieron muy bien, y que fue comunicada en susurros a los ancianos abuelos.

»–Gracias a Dios –dijo la abuela al niño que la avisó; y al tiempo que hablaba, se puso de rodillas. Sus nietos la ayudaron.

»–Gracias a Dios –repitió el anciano, doblando sus anquilosadas rodillas, y quitándose el gorro–; gracias a Dios, por "esta sombra de una gran roca en una tierra tan cansada" –y se arrodilló, mientras Walberg, después de leer un capítulo o dos de una Biblia alemana que tenía en sus manos, improvisó una plegaria, suplicando a Dios que llenase sus corazones de gratitud por las bendiciones temporales de que disfrutaban, y permitiese "que pasasen las cosas temporales, de manera que no pudiesen finalmente perder las eternas". Al concluir la oración, se levantó la familia, se saludaron unos a otros con ese afecto que no tiene su raíz en la tierra, y de cuyos brotes, aunque diminutos e incoloros a los ojos del hombre en este desdichado suelo, surgirá sin embargo el glorioso fruto del jardín de Dios. Fue una escena encantadora ver a los jóvenes ayudar a los mayores a levantarse de sus arrodilladas posturas, y más aún oírles el saludo de despedida que intercambiaron todos al retirarse. La mujer de Walberg atendió diligente las comodidades de los padres de su esposo, y Walberg se rindió a ella con esa orgullosa gratitud que siente más alegría en el beneficio que concedemos a quienes amamos, que en el que se nos otorga. Amaba a sus padres, pero estaba orgulloso del amor que su esposa sentía por ellos, porque eran los suyos. A los repetidos requerimientos de ella a los hijos para que ayudasen o atendiesen a los ancianos abuelos, contestó él:

»–No, queridos hijos; vuestra madre lo hará mejor; vuestra madre siempre lo hace mejor.

»Y mientras él hablaba, los hijos, de acuerdo con la costumbre hoy olvidada, se arrodillaron para pedirle su bendición. Su mano, trémula de afecto, se posó primero sobre los ensortijados rizos del adorable Everhard, cuya cabeza sobresalía orgullosamente por encima de sus hermanas y de Mauricio, quien, con la irreprensible y perdonable ligereza de su juguetona niñez, reía mientras estaba de rodillas.

»–¡Dios te bendiga! –dijo Walberg–, ¡Dios os bendiga a todos, y os haga tan buenos como vuestra madre, y tan felices como... como es vuestro padre esta noche! –y mientras hablaba, el feliz padre se volvió y lloró.