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jueves, 26 de febrero de 2015

EL TREN (Raymond Carver)

La mujer se llamaba Miss Dent, y aquella tarde había encañonado a un hombre con una pistola. Le había obligado a arrodillarse en el polvo suplicando que le perdonara la vida. Mientras los ojos del hombre se llenaban de lágrimas y sus dedos estrujaban hojas caídas, ella le apuntaba con el revólver y le cantaba cuatro verdades. Trataba de hacerle comprender que no podía seguir pisoteando los sentimientos de la gente.
—¡Ni un movimiento! —dijo.
Pero el hombre simplemente escarbaba el polvo con los dedos y movía un poco las piernas, muerto de miedo. Cuando ella terminó de hablar, cuando dijo todo lo que pensaba de él, le puso el pie en la nuca y le aplastó la cara contra el polvo. Luego guardó el revólver en el bolso y volvió a pie a la estación.
Se sentó en un banco en la desierta sala de espera con el bolso en el regazo. La taquilla estaba cerrada; no había nadie. Incluso el aparcamiento estaba vacío, delante de la estación. Fijó la vista en el enorme reloj de la pared. Quería dejar de pensar en el hombre y en su comportamiento con ella después de conseguir lo que quería. Pero estaba segura de que durante mucho tiempo recordaría el sonido que el hombre emitió por la nariz al arrodillarse. Inspiró profundamente, cerró los ojos y esperó oír el ruido del tren.
La puerta de la sala de espera se abrió. Miss Dent miró en aquella dirección y vio entrar a dos personas. Una de ellas era un anciano de pelo blanco y corbata blanca de seda; la otra era una mujer de mediana edad que llevaba los ojos sombreados, los labios pintados, y un vestido de punto de color rosa. La tarde había refrescado, pero ninguno de los dos llevaba abrigo y el anciano iba sin zapatos. Se detuvieron en el umbral, aparentemente sorprendidos de encontrar a alguien en la sala de espera. Trataron de comportarse como si su presencia no les molestase. La mujer le dijo algo al anciano, pero miss Dent no percibió sus palabras. La pareja entró en la sala. A miss Dent le pareció que tenían cierto aire de inquietud, de haber salido de algún sitio a toda prisa y de ser incapaces todavía de hablar de ello. También podría ser, pensó miss Dent, que hubiesen bebido demasiado. La mujer y el anciano de pelo blanco miraron al reloj, como si pudiera decirles algo sobre su situación y lo que debían hacer a continuación.
Miss Dent también miró al reloj. Nada había en la sala de espera que anunciase el horario de llegada y salida de los trenes. Pero estaba dispuesta a esperar el tiempo que fuese necesario. Sabía que si aguardaba lo suficiente, llegaría un tren, lo abordaría y la llevaría lejos de aquel sitio.
—Buenas tardes —le dijo el anciano a miss Dent.
Lo dijo, pensó ella, como si se tratara de una tarde de verano normal y él fuese un anciano importante que llevara zapatos y esmoquin.
—Buenas tardes —contestó miss Dent.
La mujer del vestido de punto la miró de un modo calculado para darle a entender que no se alegraba de encontrarla en la sala de espera.
El anciano y la mujer se sentaron en un banco al otro lado de la sala, justo enfrente de miss Dent. Miró cómo el anciano se estiraba un poco los pantalones, cruzaba las piernas y empezaba a mover el pie, convenientemente enfundado en su calcetín. El anciano sacó un paquete de cigarrillos y una boquilla del bolsillo de la camisa. Insertó el cigarrillo en la boquilla y se llevó la mano al bolsillo de la camisa. Luego buscó en los bolsillos del pantalón.
—No tengo lumbre —dijo a la mujer.
—Yo no fumo —contestó ésta—•. Cualquiera diría que no me conoces lo suficiente para saberlo. Si es que tienes que fumar, ella quizá tenga una cerilla.
La mujer alzó la barbilla lanzando una mirada a miss Dent. Pero miss Dent meneó la cabeza. Se acercó más el bolso. Tenía las rodillas juntas, los dedos crispados sobre el bolso.
—Así que, encima de todo lo demás, no hay cerillas —dijo el anciano de pelo blanco.
Se registró los bolsillos una vez más. Luego suspiró y sacó el cigarrillo de la boquilla. Volvió a meter el cigarrillo en el paquete. Guardó los cigarrillos y la boquilla en el bolsillo de la camisa.
La mujer empezó a hablar en una lengua que miss Dent no entendía. Pensó que podría ser italiano porque su rápida manera de hablar se parecía a la de Sofía Loren en una película que había visto.
El anciano meneó la cabeza.
—No te sigo, ¿sabes?, vas muy deprisa para mí; tendrás que ir más despacio. Habla inglés. No puedo seguirte —dijo.
Miss Dent dejó de aferrar el bolso y lo puso en el banco, junto a ella. Miró el cierre. No sabía exactamente lo que debía hacer. La sala era pequeña y no le parecía bien levantarse de pronto para ir a sentarse a otra parte. Sus ojos se dirigieron al reloj. —No puedo soportar a esa pandilla de locos —dijo la mujer—. ¡Es tremendo! Sencillamente, no puede explicarse con palabras. ¡Dios mío!
La mujer dijo esto y meneó la cabeza. Se dejó caer contra el respaldo del banco, como agotada. Alzó la vista y miró brevemente al techo.
El anciano tomó la corbata de seda entre los dedos y empezó a manosear el tejido. Se abrió un botón de la camisa y pasó la corbata por dentro. La mujer prosiguió, pero él parecía pensar en otra cosa.
—Es esa chica la que me da lástima —dijo la mujer—. La pobrecita, solo en una casa llena de idiotas y de víboras. Es la única que me da pena. ¡Y a ella es a quien hay que pagar! ¡No a los demás. ¡Desde luego no a ese imbécil que llaman Capitán Nick! Es completamente irresponsable. A él no.
El anciano alzó la cabeza y echó una mirada por la sala de espera. Se fijó un momento en miss Dent.
Miss Dent miró por encima de él, a la ventana. Vio la alta farola, con la luz brillando sobre el aparcamiento vacío. Tenía las manos cruzadas en el regazo y trataba de concentrarse en sus propios asuntos. Pero no podía dejar de oír lo que aquella gente decía.
—Te voy a decir una cosa —dijo la mujer—. La chica es la única que me interesa. ¿A quién le importa el resto de esa tribu? Toda su existencia gira alrededor del café au lait y los cigarrillos, de su refinado chocolate suizo y de esos puñeteros guacamayos. No les importa nada aparte de eso. ¿Qué más les interesa? Si no vuelvo a ver a esa pandilla otra vez, tanto mejor. ¿Me entiendes?
—Claro que te entiendo —contestó el anciano—. Naturalmente.
Descabalgó la pierna, la apoyó en el suelo y cruzó la otra. —Pero no te enfades por eso ahora —dijo. —Dice que no me enfade por eso, ¿Por qué no te miras al espejo?
—No te inquietes por mí —contestó el anciano—. Peores cosas me han pasado y aquí me tienes.
Se rió en voz baja y meneó la cabeza.
—No te preocupes por mí. —¿Cómo no voy a preocuparme por ti? —preguntó ella—. ¿Quién, si no, va a preocuparse por ti? ¿Esa mujer del bolso va a preocuparse por ti?
Dejó de hablar el tiempo suficiente para fulminar a miss Dent con la mirada.
—Lo digo en serio, amico mió. ¡Pero mírate! ¡Por Dios, si no hubiese tenido ya tantas cosas en la cabeza, me habría dado un ataque de nervios allí mismo! Dime quién más va a preocuparse por ti si yo no lo hago. Te hago una pregunta en serio. Ya que sabes tantas cosas, contéstame a ésa.
El anciano de pelo blanco se puso en pie y luego volvió a sentarse.
—No te preocupes por mí, simplemente —dijo—. Preocúpate por otra persona. Si quieres preocuparte por alguien, hazlo por la chica y por el Capitán Nick. Tú estabas en otra habitación cuando él dijo: «Yo no soy serio, pero estoy enamorado de ella.» Esas fueron sus palabras.
—¡Sabía que pasaría algo así! —gritó la mujer.
Cerró los dedos y se llevó las manos a las sienes.
—¡Sabía que me dirías algo parecido! Pero tampoco me sorprende. No, no me pilla de sorpresa. Un leopardo no muda las manchas. Nunca se ha dicho nada más cierto. Lo dice la experiencia. Pero, ¿cuándo vas a despertarte, viejo estúpido? Contéstame. ¿Eres como la muía, que primero hay que darle bastonazos entre los ojos? O Dio mió! ¿Por qué no vas a mirarte al espejo? Mírate bien, mientras puedas.
El anciano se levantó del banco y se acercó a la fuente. Se puso una mano a la espalda, abrió el grifo y se inclinó para beber. Luego se enderezó y se limpió la barbilla con el dorso de la mano. Se llevó las manos a la espalda y empezó a recorrer la habitación como si estuviera de paseo.
Pero miss Dent vio que sus ojos exploraban el suelo, los bancos vacíos, los ceniceros. Comprendió que buscaba cerillas y lamentó no tener ninguna.
La mujer se había vuelto para seguir los movimientos del anciano.
—¡Pollo frito de Kentucky en el polo norte! ¡El Coronel Sanders con botas y parka! ¡Eso fue el colmo! ¡El acabóse!
El anciano no contestó. Prosiguió su circunnavegación de la sala y se detuvo delante de la ventana. Se quedó allí, con las manos a la espalda, mirando el aparcamiento vacío.
La mujer se volvió hacia miss Dent. Se tiró de la sisa del vestido.
—La próxima vez que vaya a ver películas domésticas sobre Point Barrow, Alaska, y sus esquimales norteamericanos, me lo tendré merecido. ¡Qué absurdo, por Dios! Hay gente que haría cualquier cosa. Los hay que tratarían de matar de aburrimiento a sus enemigos. Pero habría que haberlo visto.
La mujer lanzó a miss Dent una mirada agresiva, como si la desafiara a llevarle la contraria.
Miss Dent cogió el bolso y se lo puso en el regazo. Miró al reloj, que parecía avanzar muy despacio, suponiendo que se moviera.
—No es usted muy habladora —dijo la mujer a miss Dent—. Pero apuesto a que tendría mucho que decir si alguien la animara. ¿Verdad? Pero usted es lista. Prefiere quedarse sentada con su boquita decorosamente cerrada mientras otros hablan sin parar. ¿Tengo razón? Agua mansa. ¿Así es usted? —preguntó la mujer—. ¿Cómo la llaman?
—Miss Dent. Pero no la conozco a usted.
—¡Pues yo tampoco a usted! —exclamó la mujer—. Ni la conozco ni quiero conocerla. Quédese ahí sentada y piense lo que quiera. Eso no cambiará nada. ¡Pero sé lo que pienso yo, que esto da asco!
El anciano se apartó de la ventana y salió. Cuando volvió, un momento después, tenía un cigarrillo encendido en la boquilla y parecía de mejor humor. Llevaba los hombros echados hacia atrás y la barbilla hacia adelante. Se sentó junto a la mujer.
—En el fondo, tienes suerte —dijo la mujer—. Y eso es una ventaja en tu situación. Siempre lo he sabido, aunque nadie más se diese cuenta. La suerte es importante.
La mujer miró a miss Dent y prosiguió:
—Joven, apuesto a que usted ha cometido errores en la vida. Estoy segura. Me lo dice la expresión de su cara. Pero usted no va a hablar de ello. Adelante, pues, no hable. Deje que hablemos nosotros. Pero envejecerá. Entonces ya tendrá algo de que hablar. Espere a tener mi edad. O la suya —añadió la mujer, señalando al anciano con el dedo pulgar—. No lo quiera Dios. Pero todo llega. A su debido tiempo todo llega. Y tampoco hay que buscarlo. Viene sólo.
Miss Dent se levantó del banco sin dejar el bolso y se acercó a la fuente. Bebió y se volvió a mirarlos. El anciano había terminado su cigarrillo. Lo sacó de la boquilla y lo tiró debajo del banco. Golpeó la boquilla contra la palma de la mano, sopló el humo que había dentro y volvió a guardarla en el bolsillo de la camisa. Ahora también prestó atención a miss Dent. Fijó la vista en ella y esperó junto con la mujer. Miss Dent hizo acopio de fuerzas para hablar. No sabía por dónde empezar, pero pensó que podría decir primero que tenía una pistola en el bolso. Incluso podría decirles que aquella misma tarde había estado a punto de matar a un hombre.
Pero en aquel momento oyeron el tren. Primero, el silbido; luego, un ruido metálico y un timbre de alarma cuando la barrera descendió sobre el paso a nivel. La mujer y el anciano de pelo blanco se levantaron del banco y se dirigieron a la puerta. El anciano abrió la puerta para que pasara su compañera, luego sonrió e hizo un gesto con la mano para que miss Dent saliera antes que él. Ella llevaba el bolso sujeto contra la blusa. Salió detrás de la mujer mayor.
El tren silbó otra vez al tiempo que aminoraba la marcha; luego se detuvo delante de la estación. El foco de la locomotora se movía de un lado para otro sobre los raíles. Los dos vagones que componían el pequeño convoy estaban bien iluminados, de modo que a las tres personas que estaban en el andén les resultó fácil ver que el tren venía casi vacío. Pero no les sorprendió. A aquella hora, lo que les sorprendía era ver a alguien a bordo.
Los escasos viajeros se asomaban a las ventanillas de los vagones y encontraban raro ver a aquella gente en el andén, disponiéndose a abordar un tren a aquella hora de la noche. ¿Qué asuntos les habrían sacado de sus casas? A aquella hora, la gente debería estar pensando en acostarse. En las casas de las colinas que se veían detrás de la estación, las cocinas estaban limpias y arregladas; los lavavajillas hacía mucho que habían concluido su función, todo estaba en su sitio. Las lamparillas de noche brillaban en los cuartos de los niños. Unas cuantas adolescentes aún estarían leyendo novelas, retorciéndose un mechón de pelo entre los dedos. Pero las televisiones se apagaban. Maridos y mujeres se disponían a pasar la noche. La media docena de viajeros sentados en los dos vagones miraban por la ventanilla y sentían curiosidad por las tres personas del andén.
Vieron a una señora de mediana edad, muy maquillada y con un vestido de punto de color rosa, subir el estribo y entrar en el tren. Tras ella, una mujer más joven, vestida con blusa y falda de verano que aferraba un bolso. Las siguió un anciano que andaba despacio con aire de dignidad. El anciano tenía el pelo blanco y llevaba una corbata blanca de seda, pero iba descalzo. Los viajeros, como es lógico, pensaron que los tres iban juntos; y tuvieron la seguridad de que, fuera cual fuese el asunto que les tenía ocupados aquella noche, no había tenido un desenlace satisfactorio. Pero los viajeros habían visto en su vida cosas más extrañas. El mundo está lleno de historias de todo tipo, como ellos bien sabían. Aquello tal vez no fuese tan malo como parecía. Por esa razón, apenas volvieron a pensar en las tres personas que avanzaban por el pasillo para encontrar acomodo: la mujer y el anciano de pelo blanco se sentaron juntos, la joven del bolso unos asientos más atrás. En cambio, los viajeros miraban a la estación pensando en sus cosas, en los asuntos en que estaban enfrascados antes de que el tren parase en la estación.
El factor examinó la vía. Luego miró atrás, en la dirección en que venía el tren. Alzó el brazo y, con la linterna, hizo una señal al maquinista. Eso era lo que el maquinista esperaba. Giró un botón y bajó una palanca. El tren arrancó. Lentamente al principio, pero luego empezó a tomar velocidad. Fue acelerando hasta que una vez más surcó la campiña a toda marcha, con sus vagones brillantes arrojando luz sobre la vía.

EL GUSANO (Roberto Bolaño)

Parecía un gusano blanco, con su sombrero de paja y un Bali colgándole del labio inferior. Todas las mañanas lo veía sentado en un banco de la Alameda mientras yo me metía en la Librería de Cristal a hojear libros. Cuando levantaba la cabeza, a través de las paredes de la librería que en efecto eran de cristal, ahí estaba él, quieto, entre los árboles, mirando el vacío.
Supongo que terminamos acostumbrándonos el uno al otro. Yo llegaba a las ocho y media de la mañana y él ya estaba allí, sentado en un banco, sin hacer nada más que fumar y tener los ojos abiertos. Nunca lo vi con un periódico, con una torta, con una cerveza, con un libro. Nunca lo vi hablar con nadie. En una ocasión, mientras lo miraba desde los estantes de literatura francesa, pensé que dormía en la Alameda, sobre un banco o en los portales de alguna de las calles próximas, pero luego conjeturé que iba demasiado limpio para dormir en la calle y que seguramente se alojaba en alguna pensión cercana. Era, constaté, un animal de costumbres, igual que yo. Mi rutina consistía en ser levantado temprano, desayunar con mi madre, mi padre y mi hermana, fingir que iba al colegio y tomar un camión que me dejaba en el centro, donde dedicaba la primera parte de la mañana a los libros y a pasear y la segunda al cine y de una manera menos explícita al sexo.
Los libros los solía comprar en la Librería de Cristal y en la Librería del Sótano. Si tenía poco dinero en la primera, donde siempre había una mesa con saldos, si tenía suficiente en la última, que era la que tenía las novedades. Si no tenía dinero, como sucedía a menudo, los solía robar indistintamente en una u otra. Se diera el caso que se diera, no obstante, mi paso por la Librería de Cristal y por la del Sótano (enfrente de la Alameda y ubicada, como su nombre lo indica, en un sótano) era obligado. A veces llegaba antes que los comercios abrieran y entonces lo que hacía era buscar a un vendedor ambulante, comprarme una torta de jamón y un jugo de mango y esperar. A veces me sentaba en un banco de la Alameda, uno oculto entre la hojarasca, y escribía. Todo esto duraba aproximadamente hasta las diez de la mañana, hora en que comenzaban en algunos cines del centro las primeras funciones matinales. Buscaba películas europeas, aunque algunas mañanas de inspiración no discriminaba el nuevo cine erótico mexicano o el nuevo cine de terror mexicano, que para el caso era lo mismo.
La que más veces vi creo que era francesa. Trataba de dos chicas que viven solas en una casa de las afueras. Una era rubia y la otra pelirroja. A la rubia la ha dejado el novio y al mismo tiempo (al mismo tiempo del dolor, quiero decir) tiene problemas de personalidad: cree que se está enamorando de su compañera. La pelirroja es más joven, es más inocente, es más irresponsable; es decir, es más feliz (aunque yo por entonces era joven, inocente e irresponsable y me creía profundamente desdichado). Un día, un fugitivo de la justicia entra subrepticiamente en su casa y las secuestra. Lo curioso es que el allanamiento tiene lugar precisamente la noche en que la rubia, tras hacer el amor con la pelirroja, ha decidido suicidarse. El fugitivo se introduce por una ventana, navaja en mano recorre con sigilo la casa, llega a la habitación de la pelirroja, la reduce, la ata, la interroga, pregunta cuántas personas más viven allí, la pelirroja dice que sólo ella y la rubia, la amordaza. Pero la rubia no está en su habitación y el fugitivo comienza a recorrer la casa, cada minuto que pasa más nervioso, hasta que finalmente encuentra a la rubia tirada en el sótano, desvanecida, con síntomas inequívocos de haberse tragado todo el botiquín. El fugitivo no es un asesino, en todo caso no es un asesino de mujeres, y salva a la rubia: la hace vomitar, le prepara un litro de café, la obliga a beber leche, etc.
Pasan los días y las mujeres y el fugitivo comienzan a intimar. El fugitivo les cuenta su historia: es un ex ladrón de bancos, un ex presidiario, sus ex compañeros han asesinado a su esposa. Las mujeres son artistas de cabaret y una tarde o una noche, no se sabe, viven con las cortinas cerradas, le hacen una representación: la rubia se enfunda en una magnífica piel de oso y la pelirroja finge que es la domadora. Al principio el oso obedece, pero luego se rebela y con sus garras va despojando poco a poco a la pelirroja de sus vestidos. Finalmente, ya desnuda, ésta cae derrotada y el oso se le echa encima. No, no la mata, le hace el amor. Y aquí viene lo más curioso: el fugitivo, después de contemplar el número, no se enamora de la pelirroja sino de la rubia, es decir del oso.
El final es predecible pero no carece de cierta poesía: una noche de lluvia, después de matar a sus dos ex compañeros, el fugitivo y la rubia huyen con destino incierto y la pelirroja se queda sentada en un sillón, leyendo, dándoles tiempo antes de llamar a la policía. El libro que lee la pelirroja, me di cuenta la tercera vez que vi la película, es La caída, de Camus. También vi algunas mexicanas más o menos del mismo estilo: mujeres que eran secuestradas por tipos patibularios pero en el fondo buenas personas, fugitivos que secuestraban a señoras ricas y jóvenes y que al final de una noche de pasión eran cosidos a balazos, hermosas empleadas del hogar que empezaban desde cero y que tras pasar por todos los estadios del crimen accedían a las más altas cotas de riqueza y poder. Por entonces casi todas las películas que salían de los Estudios Churubusco eran thrillers eróticos, aunque tampoco escaseaban las películas de terror erótico y las de humor erótico. Las de terror seguían la línea clásica del terror mexicano establecida en los cincuenta y que estaba tan enraizada en el país como la escuela muralista. Sus iconos oscilaban entre el Santo, el Científico Loco, los Charros Vampiros y la Inocente, aderezada con modernos desnudos interpretados preferiblemente por desconocidas actrices norteamericanas, europeas, alguna argentina, escenas de sexo más o menos solapado y una crueldad en los límites de lo risible y de lo irremediable. Las de humor erótico no me gustaban.
Una mañana, mientras buscaba un libro en la Librería del Sótano, vi que estaban filmando una película en el interior de la Alameda y me acerqué a curiosear. Reconocí de inmediato a Jaqueline Andere. Estaba sola y miraba la cortina de árboles que se alzaba a su izquierda casi sin moverse, como si esperara una señal. A su alrededor se levantaban varios focos de iluminación. No sé por qué se me pasó por la cabeza la idea de pedirle un autógrafo, nunca me han interesado. Esperé a que acabara de filmar. Un tipo se acercó a ella y hablaron (¿Ignacio López Tarso?), el tipo gesticuló con enojo y luego se alejó por uno de los caminos de la Alameda y tras dudar unos segundos Jaqueline Andere se alejó por otro. Venía directamente hacia mí. Yo también me puse a andar y nos encontramos a medio camino. Fue una de las cosas más sencillas que me han ocurrido: nadie me detuvo, nadie me dijo nada, nadie se interpuso entre Jaqueline y yo, nadie me preguntó qué estaba haciendo allí. Antes de cruzarnos Jaqueline se detuvo y volvió la cabeza hacia el equipo de filmación, como si escuchara algo, aunque ninguno de los técnicos le dijo nada. Después siguió caminando con el mismo aire de despreocupación en dirección al Palacio de Bellas Artes y lo único que tuve que hacer fue detenerme, saludarla, pedirle un autógrafo, ocultar mi sorpresa al constatar su baja estatura que ni siquiera los zapatos con tacón de aguja lograban disimular. Por un momento, tan solos estábamos, pensé que hubiera podido secuestrarla. La mera probabilidad me erizó los pelos de la nuca. Ella me miró de abajo hacia arriba, el pelo rubio con una tonalidad ceniza que yo desconocía (puede que se lo hubiera teñido), los ojos marrones almendrados muy grandes y muy dulces, pero no, dulces no es la palabra, tranquilos, de una tranquilidad pasmosa, como si estuviera drogada o tuviera el encefalograma plano o fuera una extraterrestre, y me dijo algo que no entendí.
La pluma, dijo, la pluma para firmar. Busqué en el bolsillo de mi chamarra un bolígrafo e hice que me firmara la primera página de La caída. Me arrebató el libro y lo estuvo mirando durante unos segundos. Sus manos eran pequeñas y muy delgadas. ¿Cómo firmo, dijo, como Albert Camus o como Jaqueline Andere? Como tú quieras, dije. Aunque no levantó la cara del libro noté que sonreía. ¿Eres estudiante?, dijo. Contesté afirmativamente. ¿Y qué haces aquí en vez de estar en clases? Creo que nunca más volveré a la escuela, dije. ¿Qué edad tienes?, dijo ella. Dieciséis, dije. ¿Y tus papás saben que no vas a clases? No, claro que no, dije. No me has contestado una pregunta, dijo ella levantando la mirada y posándola sobre mis ojos. ¿Qué pregunta?, dije yo. ¿Qué haces aquí? Cuando yo era joven, añadió, los novillos se hacían en los billares o en las boleras. Leo libros y voy al cine, dije. Además, yo no hago novillos. Ya, tú desertas, dijo. Esta vez fui yo el que sonreí. ¿Y qué películas se ven a esta hora?, dijo ella. De todas, dije yo, algunas tuyas. Eso pareció no gustarle. Volvió a mirar el libro, se mordió el labio inferior, me miró y parpadeó como si le dolieran los ojos. Después me preguntó mi nombre. Bueno, pues firmemos, dijo. Era zurda. Su letra era grande y poco clara. Me tengo que ir, dijo alargándome el libro y el bolígrafo. Me dio la mano, nos la estrechamos y se alejó por la Alameda de vuelta hacia donde estaba el equipo de rodaje. Me quedé quieto, mirándola, dos mujeres se le acercaron unos cincuenta metros más allá, iban vestidas como monjas misioneras, dos monjas mexicanas misioneras que se llevaron a Jaqueline hasta quedar debajo de un ahuehuete. Después se les acercó un hombre, hablaron, después los cuatro se alejaron por una de las sendas de salida de la Alameda.
En la primera página de La caída, Jaqueline escribió: «Para Arturo Belano, un estudiante liberado, con un beso de Jaqueline Andere.»
De golpe me encontré sin ganas de librerías, sin ganas de paseos, sin ganas de lecturas, sin ganas de cines matinales (sobre todo sin ganas de cines matinales). La proa de una nube enorme apareció sobre el centro del D.F., mientras por el norte de la ciudad resonaban los primeros truenos. Comprendí que la película de Jaqueline se había interrumpido por la proximidad inminente de la lluvia y me sentí solo. Durante unos segundos no supe qué hacer, hacia dónde ir. Entonces el Gusano me saludó. Supongo que después de tantos días él también se había fijado en mí. Me volví y allí estaba, sentado en el mismo banco de siempre, nítido, absolutamente real con su sombrero de paja y su camisa blanca. Al marcharse los técnicos cinematográficos, comprobé asustado, el escenario había experimentado un cambio sutil pero determinante: era como si el mar se hubiera abierto y pudiera ahora ver el fondo marino. La Alameda vacía era el fondo marino y el Gusano su joya más preciada. Lo saludé, seguramente hice alguna observación banal, se puso a diluviar, abandonamos juntos la Alameda en dirección a la avenida Hidalgo y luego caminamos por Lázaro Cárdenas hasta Perú.
Lo que sucedió después es borroso, como visto a través de la lluvia que barría las calles, y al mismo tiempo de una naturalidad extrema. El bar se llamaba Las Camelias y estaba lleno de mariachis y vicetiples. Yo pedí enchiladas y una TKT, el Gusano una Coca-Cola y más tarde (pero no debió de ser mucho más tarde) le compró a un vendedor ambulante tres huevos de caguama. Quería hablar de Jaqueline Andere. No tardé en comprender, maravillado, que el Gusano no sabía que aquella mujer era una actriz de cine. Le hice notar que precisamente estaba filmando una película, pero el Gusano simplemente no recordaba a los técnicos ni los aparejos desplegados para la filmación. La presencia de Jaqueline en el sendero en donde se hallaba su banco había borrado todo lo demás. Cuando dejó de llover el Gusano sacó un fajo de billetes del bolsillo trasero, pagó y se fue. Al día siguiente nos volvimos a ver. Por la expresión que puso al verme pensé que no me reconocía o que no quería saludarme. De todos modos me acerqué. Parecía dormido aunque tenía los ojos abiertos. Era flaco, pero sus carnes, excepto los brazos y las piernas, se adivinaban blandas, incluso fofas, como las de los deportistas que ya no hacen ejercicios. Su flaccidez, pese a todo, era más de orden moral que físico. Sus huesos eran pequeños y fuertes. Pronto supe que era del norte o que había vivido mucho tiempo en el norte, que para el caso es lo mismo. Soy de Sonora, dijo. Me pareció curioso, pues mi abuelo también era de allí. Eso interesó al Gusano y quiso saber de qué parte de Sonora. De Santa Teresa, dije. Yo de Villaviciosa, dijo el Gusano. Una noche le pregunté a mi padre si conocía Villaviciosa. Claro que la conozco, dijo mi padre, está a pocos kilómetros de Santa Teresa. Le pedí que me la describiera. Es un pueblo muy pequeño, dijo mi padre, no debe tener más de mil habitantes (después supe que no llegaban a quinientos), bastante pobre, con pocos medios de subsistencia, sin una sola industria. Está destinado a desaparecer, dijo mi padre. ¿Desaparecer cómo?, le pregunté. Por la emigración, dijo mi padre, la gente se va a ciudades como Santa Teresa o Hermosillo o a Estados Unidos. Cuando se lo dije al Gusano éste no estuvo de acuerdo, aunque en realidad la frase «estar de acuerdo» o «estar en desacuerdo» para él no tenían ningún significado. El Gusano no discutía nunca, tampoco expresaba opiniones, no era un dechado de respeto por los demás, simplemente escuchaba y almacenaba, o tal vez sólo escuchaba y después olvidaba, atrapado en una órbita distinta a la de la otra gente. Su voz era suave y monocorde aunque a veces subía el tono y entonces parecía un loco que imitara a un loco y yo nunca supe si lo hacía a propósito, como parte de un juego que sólo él comprendía, o si no lo podía evitar y aquellas salidas de tono eran parte del infierno. Cifraba su seguridad en la pervivencia de Villaviciosa en la antigüedad del pueblo; también, pero eso lo comprendí más tarde, en la precariedad que lo rodeaba y lo carcomía, aquello que según mi padre amenazaba su misma existencia.
No era un tipo curioso aunque pocas cosas se le pasaban por alto. Una vez miró los libros que yo llevaba, uno por uno, como si le costara leer o como si no supiera. Después nunca más volvió a interesarse por mis libros aunque cada mañana yo aparecía con uno nuevo. A veces, tal vez porque de alguna manera me consideraba un paisano, hablábamos de Sonora, que yo apenas conocía: sólo había ido una vez, para el funeral de mi abuelo. Nombraba pueblos como Nacozari, Bacoache, Fronteras, Villa Hidalgo, Bacerac, Bavispe, Agua Prieta, Naco, que para mí tenían las mismas cualidades del oro. Nombraba aldeas perdidas en los departamentos de Nacori Chico y Bacadéhuachi, cerca de la frontera con el estado de Chihuahua, y entonces, no sé por qué, se tapaba la boca como si fuera a estornudar o a bostezar. Parecía haber caminado y dormido en todas las sierras: la de Las Palomas y La Cieneguita, la sierra Guijas y la sierra La Madera, la sierra San Antonio y la sierra Cibuta, la sierra Tumacacori y la sierra Sierrita bien entrado en el territorio de Arizona, la sierra Cuevas y la sierra Ochitahueca en el noreste junto a Chihuahua, la sierra La Pola y la sierra Las Tablas en el sur, camino de Sinaloa, la sierra La Gloría y la sierra El Pinacate en dirección noroeste, como quien va a Baja California. Conocía toda Sonora, desde Huatabampo y Empalme, en la costa del Golfo de California, hasta los villorrios perdidos en el desierto. Sabía hablar la lengua yaqui y la pápago (que circulaba libremente entre los lindes de Sonora y Arizona) y podía entender la seri, la pima, la mayo y la inglesa. Su español era seco, en ocasiones con un ligero aire impostado que sus ojos contradecían. He dado vueltas por las tierras de tu abuelo, que en paz descanse, como una sombra sin asidero, me dijo una vez.
Cada mañana nos encontrábamos. A veces intentaba hacerme el distraído, tal vez reanudar mis paseos solitarios, mis sesiones de cine matinales, pero él siempre estaba allí, sentado en el mismo banco de la Alameda, muy quieto, con el Bali colgándole de los labios y el sombrero de paja tapándole la mitad de la frente (su frente de gusano blanco) y era inevitable que yo, sumergido entre las estanterías de la Librería de Cristal, lo viera, me quedara un rato contemplándolo y al final acudiera a sentarme a su lado.
No tardé en descubrir que iba siempre armado. Al principio pensé que tal vez fuera policía o que lo perseguía alguien, pero resultaba evidente que no era policía (o que al menos ya no lo era) y pocas veces he visto a nadie con una actitud más despreocupada con respecto a la gente: nunca miraba hacia atrás, nunca miraba hacia los lados, raras veces miraba el suelo. Cuando le pregunté por qué iba armado el Gusano me contestó que por costumbre y yo le creí de inmediato. Llevaba el arma en la espalda, entre el espinazo y el pantalón. ¿La has usado muchas veces?, le pregunté. Sí, muchas veces, dijo como en sueños. Durante algunos días el arma del Gusano me obsesionó. A veces la sacaba, le quitaba el cargador y me la pasaba para que la examinara. Parecía vieja y pesada. Generalmente yo se la devolvía al cabo de pocos segundos, rogándole que la guardara. A veces me daba reparo estar sentado en un banco de la Alameda conversando (o monologando) con un hombre armado, no por lo que él pudiera hacerme pues desde el primer instante supe que el Gusano y yo siempre seríamos amigos, sino por temor a que nos viera la policía del D.F., por miedo a que nos cachearan y descubrieran el arma del Gusano y termináramos los dos en algún oscuro calabozo.
Una mañana se enfermó y me habló de Villaviciosa. Lo vi desde la Librería de Cristal y me pareció igual que siempre, pero al acercarme a él observé que la camisa estaba arrugada, como si hubiera dormido con ella puesta. Al sentarme a su lado noté que temblaba. Poco después los temblores fueron en aumento. Tienes fiebre, dije, tienes que meterte en la cama. Lo acompañé, pese a sus protestas, hasta la pensión donde vivía. Acuéstate, le dije. El Gusano se sacó la camisa, puso la pistola debajo de la almohada y pareció quedarse dormido en el acto, aunque con los ojos abiertos fijos en el cielorraso. En la habitación había una cama estrecha, una mesilla de noche, un ropero desvencijado. En el interior del ropero vi tres camisas blancas como la que se acababa de quitar perfectamente dobladas y dos pantalones del mismo color colgados de sendas perchas. Debajo de la cama distinguí una maleta de cuero de excelente calidad, de aquellas que tenían una cerradura como de caja fuerte. No vi ni un solo periódico, ni una sola revista. La habitación olía a desinfectante, igual que las escaleras de la pensión. Dame dinero para ir a una farmacia a comprarte algo, dije. Me dio un fajo de billetes que sacó del bolsillo de su pantalón y volvió a quedarse inmóvil. De vez en cuando un escalofrío lo recorría de la cabeza a los pies como si se fuera a morir. Pero sólo de vez en cuando. Por un momento pensé que tal vez lo mejor sería llamar a un médico, pero comprendí que eso al Gusano no le iba a gustar. Cuando volví, cargado de medicinas y botellas de Coca-Cola, se había dormido. Le di una dosis de caballo de antibióticos y unas pastillas para bajarle la fiebre. Luego hice que se bebiera medio litro de Coca-Cola. También había comprado un pancake, que dejé en el velador por si más tarde tenía hambre. Cuando ya me disponía a irme, él abrió los ojos y se puso a hablar de Villaviciosa.
A su manera, fue pródigo en detalles. Dijo que el pueblo no tenía más de sesenta casas, dos cantinas, una tienda de comestibles. Dijo que las casas eran de adobe y que algunos patios estaban encementados. Dijo que de los patios escapaba un mal olor que a veces resultaba insoportable. Dijo que resultaba insoportable para el alma, incluso para la carencia de alma, incluso para la carencia de sentidos. Dijo que por eso algunos patios estaban encementados. Dijo que el pueblo tenía entre dos mil y tres mil años y que sus naturales trabajaban de asesinos y de vigilantes. Dijo que un asesino no perseguía a un asesino, que cómo iba a perseguirlo, que eso era como si una serpiente se mordiera la cola. Dijo que existían serpientes que se mordían la cola. Dijo que incluso había serpientes que se tragaban enteras y que si uno veía a una serpiente en el acto de autotragarse más valía salir corriendo pues al final siempre ocurría algo malo, como una explosión de la realidad. Dijo que cerca del pueblo pasaba un río llamado Río Negro por el color de sus aguas y que éstas al bordear el cementerio formaban un delta que la tierra seca acababa por chuparse. Dijo que la gente a veces se quedaba largo rato contemplando el horizonte, el sol que desaparecía detrás del cerro El Lagarto, y que el horizonte era de color carne, como la espalda de un moribundo. ¿Y qué esperan que aparezca por allí?, le pregunté. Mi propia voz me espantó. No lo sé, dijo. Luego dijo: una verga. Y luego: el viento y el polvo, tal vez. Después pareció tranquilizarse y al cabo de un rato creí que estaba dormido. Volveré mañana, murmuré, tómate las medicinas y no te levantes.
Me marché en silencio.
A la mañana siguiente, antes de ir a la pensión del Gusano, pasé un rato, como siempre, por la Librería de Cristal. Cuando me disponía a salir, a través de las paredes transparentes, lo vi. Estaba sentado en el mismo banco de siempre, con una camisa blanca holgada y limpia y unos pantalones blancos inmaculados. La mitad de la cara se la tapaba el sombrero de paja y un Bali le colgaba del labio inferior. Miraba al frente, como en él era usual, y parecía sano. Ese mediodía, al separarnos, me alargó con un gesto hosco varios billetes y dijo algo acerca de las molestias que yo había tenido el día anterior. Era mucho dinero. Le dije que no me debía nada, que hubiera hecho lo mismo por cualquier amigo. El Gusano insistió en que cogiera el dinero. Así podrás comprar algunos libros, dijo. Tengo muchos, contesté. Así dejarás de robar libros por algún tiempo, dijo. Al final le quité el dinero de las manos. Ha pasado mucho tiempo, ya no recuerdo la cifra exacta, el peso mexicano se ha devaluado muchas veces, sólo sé que me sirvió para comprarme veinte libros y dos discos de los Doors y que para mí esa cantidad era una fortuna. Al Gusano no le faltaba el dinero.
Nunca más me volvió a hablar de Villaviciosa. Durante un mes y medio, tal vez dos meses, nos vimos cada mañana y nos despedimos cada mediodía, cuando llegaba la hora de comer y yo volvía en el camión de la Villa o en un pesero rumbo a mi casa. Alguna vez lo invité al cine, pero el Gusano nunca quiso ir. Le gustaba hablar conmigo sentados en su banco de la Alameda o paseando por las calles de los alrededores y de vez en cuando condescendía a entrar en un bar en donde siempre buscaba al vendedor ambulante de huevos de caguama. Nunca lo vi probar alcohol. Pocos días antes de que desapareciera para siempre le dio por hacerme hablar de Jaqueline Andere. Comprendí que era su manera de recordarla. Yo hablaba de su pelo rubio ceniza y lo comparaba favorable o desfavorablemente con el pelo rubio amielado que lucía en sus películas y el Gusano asentía levemente, la vista clavada al frente, como si tuviera a Jaqueline Andere en la retina o como si la viera por primera vez. Una vez le pregunté qué clase de mujeres le gustaban. Era una pregunta estúpida, hecha por un adolescente que sólo quería matar el tiempo. Pero el Gusano se la tomó al pie de la letra y durante mucho rato estuvo cavilando la respuesta. Al final dijo: tranquilas. Y después añadió: pero sólo los muertos están tranquilos. Y al cabo de un rato: ni los muertos, bien pensado.
Una mañana me regaló una navaja. En el mango de hueso se podía leer la palabra «Caborca» escrita en finas letras de alpaca. Recuerdo que le di las gracias efusivamente y que aquella mañana, mientras platicábamos en la Alameda o mientras paseábamos por las concurridas calles del centro, estuve abriendo y cerrando la hoja, admirando la empuñadura, tentando su peso en la palma de mi mano, maravillado de sus proporciones tan justas. Por lo demás, aquel día fue idéntico a todos los otros. A la mañana siguiente el Gusano ya no estaba.
Dos días después lo fui a buscar a su pensión y me dijeron que se había marchado al norte. Nunca más lo volví a ver.

DE MAL EN PEOR (Anton Chéjov)


En casa de Gradussoff, sochantre de la catedral, se encontraba el abogado Kaliakin que, dando vueltas entre los dedos a un aviso del juez de paz a nombre de Gradussoff, decía:
“Diga usted lo que diga, Dosifey Petrovich, usted es el que tiene la culpa.”
“Yo le respeto y le aprecio, pero con todo el dolor de mi alma he de manifestarle que usted no ha tenido razón. ¡Eso es, usted no ha tenido razón! Usted ha ofendido a mi cliente Dereviachkin… Pero, vamos a ver, ¿por qué le ha ofendido?”
“¡Qué ofensas ni qué demonios!” gritó acalorado Gradussoff, anciano alto, de frente estrecha poco prometedora, cejas espesas y una medalla de bronce en el ojal. “Yo lo que hice fue leerle la cartilla de la moralidad. ¡A los necios hay que enseñarles! Porque si no se les enseña no nos dejarán pasar por la calle…”
“Pero, Dosifey Petrovich, usted lo que ha hecho no ha sido instruirle precisamente. Usted, según él manifiesta en su denuncia, le ha ofendido públicamente llamándole burro, canalla, etcétera…, y hasta una vez, intentó levantarle la mano como si deseara maltratarle de obra.”
“¿Cómo no pegarle, si lo merece? ¡No lo entiendo!”
“¡Comprenda que no tiene usted ningún derecho para hacerlo!”
“¿Que no tengo derecho? ¡Vamos, perdóneme!… ¡Vaya usted a contárselo a cualquier otro y a mí no me maree más, hágame el favor! Él, después de haber sido echado a puntapiés del coro episcopal, pasó al mío y allí lo he tenido diez años. ¡Yo soy su bienhechor, para que lo sepa usted! Y si se ha enfadado porque le he echado del coro, él mismo es el culpable. Le he echado por su afán de filosofar. Filosofar es propio solamente de individuos instruidos que han estudiado en la Universidad. ¡Pero si él es un estúpido, de una inteligencia cortísima! Así, métete en un rincón y cállate… Calla y escucha cómo hablan los hombres inteligentes.”
Pero el gran badulaque siempre procuraba meterse en filosofías. Estaban cantando o diciendo misa y él hablaba de Bismarck o de yo no sé qué Gladstone.
“¡Querrá usted creer…, el canalla se ha suscrito a un periódico! ¡Y cuántas veces le hice cerrar a puñetazos la boca por la guerra ruso—turca! ¡No se lo puede usted figurar!”
“Teníamos que cantar y él se inclinaba a los tenores, y venga a contarles cómo los nuestros habían echado a pique con dinamita el acorazado Liufti-Gelil… “¿Acaso esto es orden? Naturalmente, es muy agradable que los nuestros hayan vencido, pero esto no quiere decir que no haya que cantar.”
“Después de la misa puedes hablar todo lo que quieras.” En una palabra: es un cerdo.
“¿De modo que usted también le ofendía antes?”
“Antes no se quejaba. Se daba cuenta de que lo hacía por su bien. Lo comprendía… Sabía que no se podía contradecir a los mayores ni a los bienhechores, pero en cuanto entró de escribiente en la Policía, ¡adiós!”, empezó a darse tono y dejó de comprender las cosas. “¡Yo”, dice “no soy ahora cantor, soy un funcionario! ¡Me voy a preparar para registrador!” “¡Pedazo de animal!”, le dije “filosofa menos y límpiate las narices con más frecuencia: eso te será mucho más provechoso que soñar con los títulos… A ti”, le dije “no te sientan bien los grados, sino la pobreza. ¡Ni oír quiso!”
“Veamos, por ejemplo, este caso: ¿Por qué me ha llamado el juez de paz?…
“¿Ve usted qué cafre?” Estaba yo en la taberna de Samoplinyeff, tomando el té con nuestro jefe de aldea. Todo estaba lleno, no había un solo sitio libre… Miro y me encuentro con que él estaba también allí, con otros escribientes, atiborrándose de cerveza. Iba hecho un elegante. Levantó su hocico y gritó, gesticulando con los brazos… Yo me puse a escuchar…
Hablaba del cólera. “¿Qué le parece a usted? ¡Filosofando! Yo, ¿sabe usted?, me callaba, soportándole…” Charla, charla —pensaba yo—, la lengua no tiene huesos…”De pronto, por desgracia, comenzó a sonar la música de la máquina… Entonces, aquel cafre se puso sentimental, se levantó y dejó a sus amigos:
“¡Bebamos —dijo— por el progreso!… Yo —dijo— soy hijo de mi patria y soy eslavófilo. ¡Daré mi único pecho por ella! ¡Salid, enemigos!
“¡El que no esté de acuerdo conmigo, que salga!” Y dio un puñetazo en la mesa. Entonces, yo no pude contenerme más, me acerqué a él y le dije con toda la delicadeza posible: “Oye, Osip… Si eres un cerdo y no entiendes absolutamente nada, vale más que te calles y no te pongas metafísico. Un hombre instruido puede hacerlo, pero tú no: tú eres la escoria, la ceniza…”. Yo le decía una palabra y él me contestaba diez… Entonces se armó allí un jaleo. Yo, naturalmente, lo hacía por su bien, y él me contestaba porque es tonto… Se ofendió, y ahí lo tiene usted: me ha denunciado ante el juez de paz…
—Sí —dijo suspirando Kaliakin—. Eso está muy mal… Por tonterías como ésas, el demonio sabe lo que puede resultar. Usted es un hombre con familia, respetable, y no le benefician en nada estos chismes, causas y arrestos…
—¡Hay que acabar con este asunto, Dosifey Petrovich! Tiene usted un recurso, con el cual está también conforme Dereviachkin. Usted va a venir hoy conmigo, a las seis de la tarde, a la taberna de Samoplinyeff, donde se reúnen los escribientes, los actores y otras gentes, delante de los cuales le ha ofendido usted, y ante ellos le pedirá usted perdón… Entonces él retirará su denuncia. ¿Ha comprendido? Supongo que aceptará usted, Dosifey Petrovich… ¡Se lo digo como amigo!… Usted ha ofendido a Derevjachkin…
—Le ha puesto de vuelta y media, y sobre todo ha dudado de sus sentimientos meritorios, y hasta… los ha profanado. En nuestros tiempos, ¿sabe usted?, no se puede hacer esto. Hay que tener mucho cuidado. En sus palabras hay un cierto matiz…, ¿cómo diría yo? que en nuestros tiempos…, en una palabra: no es… Ahora son las seis menos cuarto: ¿quiere usted venir conmigo?
Gradussoff movió la cabeza negativamente, pero cuando Kaliakin le pintó con vivos colores el “matiz” de sus palabras, añadiendo que ese matiz podía tener consecuencias, Gradussoff se acobardó y aceptó.
—¡Pero fíjese bien!… Pídale perdón como es debido, con buenas formas – le decía el abogado, instruyéndole cuando iban a la taberna—. Lléguese a él y pídale perdón, tratándole de “usted”… “Perdóneme usted… Retiro mis palabras”, etcétera, etcétera…
Al llegar a la taberna, Gradussoff y Kaliakin la encontraron llena de gente.
Había comerciantes, actores, funcionarios, escribientes de Policía, y en general toda la gentuza que tenía costumbre de reunirse por las noches en la taberna para tomar té o cerveza. Entre los escribientes se hallaba el propio Dereviachkin, joven, de edad indeterminada, ojos grandes e inmóviles, nariz aplastada y cabellos tan ásperos que al mirarlos entraban ganas de cepillarse las botas… Su rostro tenía una expresión tan feliz que con verle una sola vez podía uno enterarse de todo: de que era un borracho, de que cantaba con voz de bajo y de que era tonto, pero no tanto que se considerase hombre inteligente.
Al ver entrar al sochantre, se levantó e hizo unas muecas como si moviese el bigote. El público que, por lo visto, estaba prevenido de la pública retractación, prestó oídos.
—Aquí… el señor Gradussoff está conforme! —dijo Kaliakin entrando.
El sochantre saludó a unos cuantos, se sonó con estrépito, se ruborizó y se acercó a Dereviachkin.
—Perdone usted… —balbuceó sin mirarle, metiéndose el pañuelo en el bolsillo—. Retiro mis palabras delante de todo el público.
—Le perdono —exclamó Dereviachkin con su voz de bajo, lanzando una mirada de triunfo sobre el gentío y sentándose —. ¡Estoy satisfecho!. Señor abogado, le ruego que retire mi denuncia.
—Me excuso —prosiguió Gradussoff—. Perdone usted. No me agradan los disgustos… ¿Quieres que te hable de “usted”? Como quieras… ¿Deseas que te considere un hombre inteligente? Pues ya está… ¡Me importa un comino! Yo, hermano, no soy rencoroso, el demonio te lleve…
—¡Ea! ¡Permítame! Usted excúsese, pero no insulte…
—¿Pero cómo quieres que me excuse? ¿No lo estoy haciendo? ¿Tal vez porque no te doy el “usted”? Pues es porque se me ha olvidado… ¿Que me ponga de rodillas?… Me excuso y hasta doy gracias a Dios de que hayas tenido un poco de seso para terminar con este asunto. Yo no tengo tiempo para rodar por los juzgados… Nunca he pleiteado ni me pondré a pleitear… ni a ti tampoco te lo aconsejo… Es decir, a usted…
—¡Naturalmente! ¿No desea usted tomar algo en señal de paz?
—Sí, ¿por qué no?… Sólo que tú, hermano Osip, eres un cerdo… Esto te lo digo no por insultarte, sino, así… por ponerte un ejemplo… ¡Eres un cerdo, hermano! ¿Te acuerdas de cómo te arrastrabas a mis pies cuando te echaron del coro episcopal? ¿Eh? ¡Y ahora te atreves a denunciar a tu bienhechor! ¡Hocico de cerdo! ¡Marrano! ¿No te da vergüenza? Señores parroquianos: ¡Y no le da vergüenza!
—¡Permítame usted! Resulta que me está usted insultando otra vez…
—¿,Qué insultos?… Te lo digo para enseñarte… Hemos hecho las paces y por última vez te digo que no pienso insultarte… ¿Meterme yo otra vez contigo después de que tú has denunciado a tu bienhechor? ¡Vete al diablo! ¡No quiero ni hablar contigo! Y si acabo de decirte que eres un cochino es…porque lo eres… En lugar de pedir eternamente a Dios por tu bienhechor, que durante diez años te ha dado de comer y te ha enseñado la música, vas a denunciarle y me envías a estos abogadillos del demonio…
—¡Oiga usted, Dosifey Petrovich! —dijo Kaliakin ofendido—. En su casa he estado yo, pero no ningún demonio… ¡Tenga usted un poco más de cuidado, se lo ruego!…
—¿Acaso me he referido a usted? Vaya usted a mi casa aunque sea todos los días… Unicamente me asombra ver cómo usted, que ha cursado estudios y que es una persona instruida, en lugar de enseñar a este pavo le ayuda en contra mía… Yo, en su lugar, le metería en la cárcel… Y luego, ¿por qué se enfada usted? ¿No me he excusado? Pues ¿qué más quiere? ¡No lo entiendo! ¡
—Señores parroquianos: ¡ustedes serán testigos de que yo me he excusado y no he de hacerlo por segunda vez ante un imbécil como éste!
—¡El imbécil es usted! —exclamó roncamente Osip, dándose, lleno de indignación, un puñetazo en el pecho.
—¿Yo imbécil? ¿Yo? ¿Y me lo dices tú?…
Gradussoff se puso rojo y comenzó a temblar.
—¿Y tú te has atrevido…? Pues ¡toma! —gritó, al mismo tiempo que le lanzaba un escupitajo—. ¡Y encima de escupirte, canalla, te denunciaré al juez de paz! ¡Ya te enseñaré a ofender! Señores, sean ustedes testigos…
—Señor teniente de Policía: ¿cómo está usted ahí mirando? A mí me están ofendiendo y usted se queda tan tranquilo. Ustedes cobran buen sueldo, pero en cuanto hay que cuidar del orden ya no es cosa de ustedes, ¿eh? Acaso se creen que no hay justicia para ustedes.
El teniente de Policía se acercó a Gradussoff y se produjo un escándalo.
Al cabo de una semana Gradussoff comparecía ante el juez de paz, acusado de haber ofendido a Dereviachkin, al abogado y al teniente de Policía; a este último en acto de servicio. Al principio no comprendía si estaba allí como acusador o como acusado; luego, cuando el juez de paz le condenó a dos meses de arresto, se sonrió amargamente y gruñó: “¡Hum!… A mí me han ofendido y encima tengo que ir a la cárcel… ¡Qué cosa tan extraña!… Hay que juzgar según la ley, señor juez de paz y no hacer lo que uno quiere… Su difunta madrecita, Bárbara Sergueyevfla, que en paz descanse, mandaba dar de vergajazos a tipos como Osip, y usted los defiende… ¿Qué va a resultar de todo esto?… Usted los absuelve, otro hace lo mismo… Entonces, ¿dónde podremos ir a quejamos?”.
—La sentencia puede ser apelada en el término de dos semanas… Y le suplico que no discuta… ¡Puede usted retirarse!
—¡Naturalmente!… En estos tiempos no se puede vivir totalmente con el sueldo —dijo Gradussoff guiñando significativamente un ojo—. Si uno quiere comer se mete a un inocente en la cárcel…
—Eso es!… Y no se puede protestar de nada…
—¡Nada!… Eso… No tiene importancia… ¿Usted cree que porque lleve la cadena de oro no hay justicia que pueda con usted? Pierda cuidado… ¡Lo pondré todo en claro!
El asunto se complicó por haber ofendido también al juez, pero intervino el arcipreste y todo se arregló.
Al pasar la causa a la Audiencia, Gradussoff estaba convencido de que no solamente le absolverían, sino de que meterían a Osip en la cárcel. Así lo pensaba hasta el momento de celebrarse la vista. Cuando se encontraba ante los jueces se portaba pacíficamente, sin decir ni una palabra de más. Sólo una vez, cuando el presidente le dijo que se sentara, se ofendió y exclamó:
—¿Acaso está escrito en las leyes que un sochantre se siente al lado de sus cantores subalternos?
Cuando la Audiencia confirmó la sentencia del juez de paz, Gradussoff entornó los ojos…
—¿Cóomo? ¿Qué-e?… —preguntó—. ¿Cómo entender eso? ¿A qué se refiere usted?
—La Audiencia confirma la sentencia del juez de paz. Si no está conforme, acuda al Tribunal Supremo.
—¡Muy bien! ¡Muchísimas gracias, excelencia, por juicio tan rápido y justo!. Naturalmente, sólo con un sueldo no se puede vivir: lo comprendo perfectamente; pero perdonen ustedes: ya encontraremos un tribunal que no se deje sobornar…
No voy a relatar todo lo que Gradussoff le dijo a la Audiencia. Actualmente está acusado por insultar a los magistrados y ni siquiera presta atención cuando sus amigos intentan explicarle que tan sólo él es culpable… Está persuadido de su inocencia y cree que tarde o temprano le darán las gracias por haber descubierto graves abusos.
—¡No se puede hacer nada con este tonto!… —dijo el párroco, haciendo con el brazo un movimiento de desesperación—. ¡No entiende nada!

CRAC (Ricardo Álamo)


Alguien me grita que me ponga en la cola como todo el mundo. Sin rechistar, doy la vuelta y me coloco el último. Hay hombres y mujeres, casi todos ejecutivos de mi misma edad. Por mi reloj faltan tres minutos para las ocho y las puertas del edificio aún permanecen cerradas, aunque dentro ya se ve luz. Llevo puesto mi mejor traje. Cuando por fin se abren, la cola se pone en marcha y un bedel nos conduce hasta el ascensor. Subimos en silencio. En el ático, el primero en saltar es el tipo que me gritó. Cae a plomo, sin hacer un solo tirabuzón en el aire.

miércoles, 25 de febrero de 2015

ESCURRIDIZA (Susana Revuelta)


Me desesperaba que apareciera por casa cuando le daba a ella la gana, sin avisar; así, claro, siempre me cogía desprevenido. Hace apenas unos días descorrió la cortina de la ducha mientras me estaba enjabonando, pero al intentar retenerla me sacó burlona la lengua y se escapó; en otra ocasión me pilló friendo unas croquetas y cuando fui a ver qué quería, casi se quedan pegadas a la sartén; anteayer se plantó a mi lado en la ventana mientras tendía la colada y por su culpa se me cayó al patio un calcetín. Muchas noches incluso me he quedado dormido en esta silla frente a la pantalla encendida del ordenador, esperándola. Qué duros estos destierros.
Pero hoy por la tarde me pareció oír un ruido en el pasillo: era ella, que se acercaba de puntillas a mi habitación. Entonces aguardé paciente a que entrara, aporreé con saña el teclado y por fin pude atraparla.

El caso es que ahora, que son ya las cuatro de la madrugada y llevo escritas varias páginas de mi novela, no me atrevo ni a levantarme para ir al baño. No sea que se escabulla otra vez.

LA NIÑA DE TU VIDA (Saiz de Marco)


La niña de la que te enamoraste en el parque contiguo al instituto, la que torpemente estrenó tus labios y durante un año anduvo contigo y luego os alejasteis por un tiempo (“es que somos tan distintos”, dijo ella) y no hubo vuelta atrás, no hubo reestreno, y tuvo hijos que no fueron tus hijos (tú un hijo también pero no con ella) y una vida a distancia de tu vida…, aquella de la que te enamoraste y sigue siendo niña todavía (no es verdad que le salieran canas, no es verdad que arrugas en la frente) y la quieres, aún sigues queriéndola…, la niña de tu vida, ¡ella, la misma! de modo inesperado y fulminante ha muerto hoy a los 63 años.


viernes, 20 de febrero de 2015

EL RECITAL (Joan Brossa)


El poeta hace un recital acompañado por un batería.

Al comenzar hay veinte espectadores.

Después, diez.

Después, cinco.

Después, tres.

Después, uno, que se levanta y dice:

-¡Quiere hacer el favor de callarse, que no me deja oír la música!

miércoles, 18 de febrero de 2015

DE MAL EN PEOR (Anton Chéjov)

En casa de Gradussoff, sochantre de la catedral, se encontraba el abogado Kaliakin que, dando vueltas entre los dedos a un aviso del juez de paz a nombre de Gradussoff, decía:
“Diga usted lo que diga, Dosifey Petrovich, usted es el que tiene la culpa.”
“Yo le respeto y le aprecio, pero con todo el dolor de mi alma he de manifestarle que usted no ha tenido razón. ¡Eso es, usted no ha tenido razón! Usted ha ofendido a mi cliente Dereviachkin… Pero, vamos a ver, ¿por qué le ha ofendido?”
“¡Qué ofensas ni qué demonios!” gritó acalorado Gradussoff, anciano alto, de frente estrecha poco prometedora, cejas espesas y una medalla de bronce en el ojal. “Yo lo que hice fue leerle la cartilla de la moralidad. ¡A los necios hay que enseñarles! Porque si no se les enseña no nos dejarán pasar por la calle…”
“Pero, Dosifey Petrovich, usted lo que ha hecho no ha sido instruirle precisamente. Usted, según él manifiesta en su denuncia, le ha ofendido públicamente llamándole burro, canalla, etcétera…, y hasta una vez, intentó levantarle la mano como si deseara maltratarle de obra.”
“¿Cómo no pegarle, si lo merece? ¡No lo entiendo!”
“¡Comprenda que no tiene usted ningún derecho para hacerlo!”
“¿Que no tengo derecho? ¡Vamos, perdóneme!… ¡Vaya usted a contárselo a cualquier otro y a mí no me maree más, hágame el favor! Él, después de haber sido echado a puntapiés del coro episcopal, pasó al mío y allí lo he tenido diez años. ¡Yo soy su bienhechor, para que lo sepa usted! Y si se ha enfadado porque le he echado del coro, él mismo es el culpable. Le he echado por su afán de filosofar. Filosofar es propio solamente de individuos instruidos que han estudiado en la Universidad. ¡Pero si él es un estúpido, de una inteligencia cortísima! Así, métete en un rincón y cállate… Calla y escucha cómo hablan los hombres inteligentes.”
Pero el gran badulaque siempre procuraba meterse en filosofías. Estaban cantando o diciendo misa y él hablaba de Bismarck o de yo no sé qué Gladstone.
“¡Querrá usted creer…, el canalla se ha suscrito a un periódico! ¡Y cuántas veces le hice cerrar a puñetazos la boca por la guerra ruso—turca! ¡No se lo puede usted figurar!”
“Teníamos que cantar y él se inclinaba a los tenores, y venga a contarles cómo los nuestros habían echado a pique con dinamita el acorazado Liufti-Gelil… “¿Acaso esto es orden? Naturalmente, es muy agradable que los nuestros hayan vencido, pero esto no quiere decir que no haya que cantar.”
“Después de la misa puedes hablar todo lo que quieras.” En una palabra: es un cerdo.
“¿De modo que usted también le ofendía antes?”
“Antes no se quejaba. Se daba cuenta de que lo hacía por su bien. Lo comprendía… Sabía que no se podía contradecir a los mayores ni a los bienhechores, pero en cuanto entró de escribiente en la Policía, ¡adiós!”, empezó a darse tono y dejó de comprender las cosas. “¡Yo”, dice “no soy ahora cantor, soy un funcionario! ¡Me voy a preparar para registrador!” “¡Pedazo de animal!”, le dije “filosofa menos y límpiate las narices con más frecuencia: eso te será mucho más provechoso que soñar con los títulos… A ti”, le dije “no te sientan bien los grados, sino la pobreza. ¡Ni oír quiso!”
“Veamos, por ejemplo, este caso: ¿Por qué me ha llamado el juez de paz?…
“¿Ve usted qué cafre?” Estaba yo en la taberna de Samoplinyeff, tomando el té con nuestro jefe de aldea. Todo estaba lleno, no había un solo sitio libre… Miro y me encuentro con que él estaba también allí, con otros escribientes, atiborrándose de cerveza. Iba hecho un elegante. Levantó su hocico y gritó, gesticulando con los brazos… Yo me puse a escuchar…
Hablaba del cólera. “¿Qué le parece a usted? ¡Filosofando! Yo, ¿sabe usted?, me callaba, soportándole…” Charla, charla —pensaba yo—, la lengua no tiene huesos…”De pronto, por desgracia, comenzó a sonar la música de la máquina… Entonces, aquel cafre se puso sentimental, se levantó y dejó a sus amigos:
“¡Bebamos —dijo— por el progreso!… Yo —dijo— soy hijo de mi patria y soy eslavófilo. ¡Daré mi único pecho por ella! ¡Salid, enemigos!
“¡El que no esté de acuerdo conmigo, que salga!” Y dio un puñetazo en la mesa. Entonces, yo no pude contenerme más, me acerqué a él y le dije con toda la delicadeza posible: “Oye, Osip… Si eres un cerdo y no entiendes absolutamente nada, vale más que te calles y no te pongas metafísico. Un hombre instruido puede hacerlo, pero tú no: tú eres la escoria, la ceniza…”. Yo le decía una palabra y él me contestaba diez… Entonces se armó allí un jaleo. Yo, naturalmente, lo hacía por su bien, y él me contestaba porque es tonto… Se ofendió, y ahí lo tiene usted: me ha denunciado ante el juez de paz…
—Sí —dijo suspirando Kaliakin—. Eso está muy mal… Por tonterías como ésas, el demonio sabe lo que puede resultar. Usted es un hombre con familia, respetable, y no le benefician en nada estos chismes, causas y arrestos…
—¡Hay que acabar con este asunto, Dosifey Petrovich! Tiene usted un recurso, con el cual está también conforme Dereviachkin. Usted va a venir hoy conmigo, a las seis de la tarde, a la taberna de Samoplinyeff, donde se reúnen los escribientes, los actores y otras gentes, delante de los cuales le ha ofendido usted, y ante ellos le pedirá usted perdón… Entonces él retirará su denuncia. ¿Ha comprendido? Supongo que aceptará usted, Dosifey Petrovich… ¡Se lo digo como amigo!… Usted ha ofendido a Derevjachkin…
—Le ha puesto de vuelta y media, y sobre todo ha dudado de sus sentimientos meritorios, y hasta… los ha profanado. En nuestros tiempos, ¿sabe usted?, no se puede hacer esto. Hay que tener mucho cuidado. En sus palabras hay un cierto matiz…, ¿cómo diría yo? que en nuestros tiempos…, en una palabra: no es… Ahora son las seis menos cuarto: ¿quiere usted venir conmigo?
Gradussoff movió la cabeza negativamente, pero cuando Kaliakin le pintó con vivos colores el “matiz” de sus palabras, añadiendo que ese matiz podía tener consecuencias, Gradussoff se acobardó y aceptó.
—¡Pero fíjese bien!… Pídale perdón como es debido, con buenas formas – le decía el abogado, instruyéndole cuando iban a la taberna—. Lléguese a él y pídale perdón, tratándole de “usted”… “Perdóneme usted… Retiro mis palabras”, etcétera, etcétera…
Al llegar a la taberna, Gradussoff y Kaliakin la encontraron llena de gente.
Había comerciantes, actores, funcionarios, escribientes de Policía, y en general toda la gentuza que tenía costumbre de reunirse por las noches en la taberna para tomar té o cerveza. Entre los escribientes se hallaba el propio Dereviachkin, joven, de edad indeterminada, ojos grandes e inmóviles, nariz aplastada y cabellos tan ásperos que al mirarlos entraban ganas de cepillarse las botas… Su rostro tenía una expresión tan feliz que con verle una sola vez podía uno enterarse de todo: de que era un borracho, de que cantaba con voz de bajo y de que era tonto, pero no tanto que se considerase hombre inteligente.
Al ver entrar al sochantre, se levantó e hizo unas muecas como si moviese el bigote. El público que, por lo visto, estaba prevenido de la pública retractación, prestó oídos.
—Aquí… el señor Gradussoff está conforme! —dijo Kaliakin entrando.
El sochantre saludó a unos cuantos, se sonó con estrépito, se ruborizó y se acercó a Dereviachkin.
—Perdone usted… —balbuceó sin mirarle, metiéndose el pañuelo en el bolsillo—. Retiro mis palabras delante de todo el público.
—Le perdono —exclamó Dereviachkin con su voz de bajo, lanzando una mirada de triunfo sobre el gentío y sentándose —. ¡Estoy satisfecho!. Señor abogado, le ruego que retire mi denuncia.
—Me excuso —prosiguió Gradussoff—. Perdone usted. No me agradan los disgustos… ¿Quieres que te hable de “usted”? Como quieras… ¿Deseas que te considere un hombre inteligente? Pues ya está… ¡Me importa un comino! Yo, hermano, no soy rencoroso, el demonio te lleve…
—¡Ea! ¡Permítame! Usted excúsese, pero no insulte…
—¿Pero cómo quieres que me excuse? ¿No lo estoy haciendo? ¿Tal vez porque no te doy el “usted”? Pues es porque se me ha olvidado… ¿Que me ponga de rodillas?… Me excuso y hasta doy gracias a Dios de que hayas tenido un poco de seso para terminar con este asunto. Yo no tengo tiempo para rodar por los juzgados… Nunca he pleiteado ni me pondré a pleitear… ni a ti tampoco te lo aconsejo… Es decir, a usted…
—¡Naturalmente! ¿No desea usted tomar algo en señal de paz?
—Sí, ¿por qué no?… Sólo que tú, hermano Osip, eres un cerdo… Esto te lo digo no por insultarte, sino, así… por ponerte un ejemplo… ¡Eres un cerdo, hermano! ¿Te acuerdas de cómo te arrastrabas a mis pies cuando te echaron del coro episcopal? ¿Eh? ¡Y ahora te atreves a denunciar a tu bienhechor! ¡Hocico de cerdo! ¡Marrano! ¿No te da vergüenza? Señores parroquianos: ¡Y no le da vergüenza!
—¡Permítame usted! Resulta que me está usted insultando otra vez…
—¿,Qué insultos?… Te lo digo para enseñarte… Hemos hecho las paces y por última vez te digo que no pienso insultarte… ¿Meterme yo otra vez contigo después de que tú has denunciado a tu bienhechor? ¡Vete al diablo! ¡No quiero ni hablar contigo! Y si acabo de decirte que eres un cochino es…porque lo eres… En lugar de pedir eternamente a Dios por tu bienhechor, que durante diez años te ha dado de comer y te ha enseñado la música, vas a denunciarle y me envías a estos abogadillos del demonio…
—¡Oiga usted, Dosifey Petrovich! —dijo Kaliakin ofendido—. En su casa he estado yo, pero no ningún demonio… ¡Tenga usted un poco más de cuidado, se lo ruego!…
—¿Acaso me he referido a usted? Vaya usted a mi casa aunque sea todos los días… Unicamente me asombra ver cómo usted, que ha cursado estudios y que es una persona instruida, en lugar de enseñar a este pavo le ayuda en contra mía… Yo, en su lugar, le metería en la cárcel… Y luego, ¿por qué se enfada usted? ¿No me he excusado? Pues ¿qué más quiere? ¡No lo entiendo! ¡
—Señores parroquianos: ¡ustedes serán testigos de que yo me he excusado y no he de hacerlo por segunda vez ante un imbécil como éste!
—¡El imbécil es usted! —exclamó roncamente Osip, dándose, lleno de indignación, un puñetazo en el pecho.
—¿Yo imbécil? ¿Yo? ¿Y me lo dices tú?…
Gradussoff se puso rojo y comenzó a temblar.
—¿Y tú te has atrevido…? Pues ¡toma! —gritó, al mismo tiempo que le lanzaba un escupitajo—. ¡Y encima de escupirte, canalla, te denunciaré al juez de paz! ¡Ya te enseñaré a ofender! Señores, sean ustedes testigos…
—Señor teniente de Policía: ¿cómo está usted ahí mirando? A mí me están ofendiendo y usted se queda tan tranquilo. Ustedes cobran buen sueldo, pero en cuanto hay que cuidar del orden ya no es cosa de ustedes, ¿eh? Acaso se creen que no hay justicia para ustedes.
El teniente de Policía se acercó a Gradussoff y se produjo un escándalo.
Al cabo de una semana Gradussoff comparecía ante el juez de paz, acusado de haber ofendido a Dereviachkin, al abogado y al teniente de Policía; a este último en acto de servicio. Al principio no comprendía si estaba allí como acusador o como acusado; luego, cuando el juez de paz le condenó a dos meses de arresto, se sonrió amargamente y gruñó: “¡Hum!… A mí me han ofendido y encima tengo que ir a la cárcel… ¡Qué cosa tan extraña!… Hay que juzgar según la ley, señor juez de paz y no hacer lo que uno quiere… Su difunta madrecita, Bárbara Sergueyevfla, que en paz descanse, mandaba dar de vergajazos a tipos como Osip, y usted los defiende… ¿Qué va a resultar de todo esto?… Usted los absuelve, otro hace lo mismo… Entonces, ¿dónde podremos ir a quejamos?”.
—La sentencia puede ser apelada en el término de dos semanas… Y le suplico que no discuta… ¡Puede usted retirarse!
—¡Naturalmente!… En estos tiempos no se puede vivir totalmente con el sueldo —dijo Gradussoff guiñando significativamente un ojo—. Si uno quiere comer se mete a un inocente en la cárcel…
—Eso es!… Y no se puede protestar de nada…
—¡Nada!… Eso… No tiene importancia… ¿Usted cree que porque lleve la cadena de oro no hay justicia que pueda con usted? Pierda cuidado… ¡Lo pondré todo en claro!
El asunto se complicó por haber ofendido también al juez, pero intervino el arcipreste y todo se arregló.
Al pasar la causa a la Audiencia, Gradussoff estaba convencido de que no solamente le absolverían, sino de que meterían a Osip en la cárcel. Así lo pensaba hasta el momento de celebrarse la vista. Cuando se encontraba ante los jueces se portaba pacíficamente, sin decir ni una palabra de más. Sólo una vez, cuando el presidente le dijo que se sentara, se ofendió y exclamó:
—¿Acaso está escrito en las leyes que un sochantre se siente al lado de sus cantores subalternos?
Cuando la Audiencia confirmó la sentencia del juez de paz, Gradussoff entornó los ojos…
—¿Cóomo? ¿Qué-e?… —preguntó—. ¿Cómo entender eso? ¿A qué se refiere usted?
—La Audiencia confirma la sentencia del juez de paz. Si no está conforme, acuda al Tribunal Supremo.
—¡Muy bien! ¡Muchísimas gracias, excelencia, por juicio tan rápido y justo!. Naturalmente, sólo con un sueldo no se puede vivir: lo comprendo perfectamente; pero perdonen ustedes: ya encontraremos un tribunal que no se deje sobornar…
No voy a relatar todo lo que Gradussoff le dijo a la Audiencia. Actualmente está acusado por insultar a los magistrados y ni siquiera presta atención cuando sus amigos intentan explicarle que tan sólo él es culpable… Está persuadido de su inocencia y cree que tarde o temprano le darán las gracias por haber descubierto graves abusos.
—¡No se puede hacer nada con este tonto!… —dijo el párroco, haciendo con el brazo un movimiento de desesperación—. ¡No entiende nada!

NACIDO ALTO (Fernando León de Aranoa)


Era de natural bajo, pero había nacido alto por equivocación. Por eso se golpeaba en la cabeza con la barra de los autobuses, en las puertas de las casas de sus amigos, y con las lámparas de algunos restaurantes íntimos, arruinando la ocasión.

Atrapado en un cuerpo que no era el suyo (un cuerpo alto), se compraba equivocado la ropa pequeña, por eso las mangas de los jerseys le quedaban siempre cortas, y los tobillos al aire. Por encima del seto del chalet adosado donde pasó un verano, vio sin querer cosas que nunca quiso ver, y molestaba sin pretenderlo a quienes se sentaban detrás de él en el cine.
Si un día os cruzáis con él le reconoceréis sin dificultad: camina encogido por las calles, por temor a que las nubes se le enreden en los cabellos.

Hay por el contrario quien es de natural alto, pero nace bajo. Son fáciles de distinguir. Caminan estirados, con la nariz apuntando al cielo. Calzan a menudo pedestales, les gusta subir escaleras y levantar la voz, y, si las circunstancias históricas se lo permiten, invadir países vecinos.

Pero se enfadan sin remedio cuando, en el cine, delante de ellos, se sienta alguien de natural bajo que, por equivocación, ha nacido alto.

martes, 17 de febrero de 2015

ES QUE USTEDES... (Max Aub)


Es que ustedes no son mujeres, y, además, no viajan en camión, sobre todo en el Circunvalación, o en el amarillo cochino de Circuito Colonias, a la hora de la salida del trabajo. Y no saben lo que es que la metan a una mano. Que todos y cualquiera procuren aprovecharse de las apreturas para rozarle los muslos y las nalgas, haciéndose los desinteresados, mirando a otra parte, como si fuesen inocentes palomitas. Indecentes.

Y una procura hurtarse a la presión y empuja hacia otro lado. Y ahí otro cerdo, con las manos en los bolsillos rozándola a una. ¡Qué asco! Pero ese tipo se pasó de la raya: dos días seguidos nos encontramos lado por lado. Yo no quería hacer un escándalo, porque me molestan, y son capaces de reírse de una. Por si acaso me lo volvía a encontrar me llevé un cuchillito, filoso, eso sí. Sólo quería pincharle. Pero entró como si fuera manteca, puritita manteca de cerdo. Era otro, pero se lo merecía igual que aquél.


LA COLECCIÓN (Anton Chéjov)

Hace días pasé a ver a mi amigo, el periodista Misha Kovrov. Estaba sentado en su diván, se limpiaba las uñas y tomaba té. Me ofreció un vaso.
—Yo sin pan no tomo —dije—. ¡Vamos por el pan!
—¡Por nada! A un enemigo, dígnate, lo convido con pan, pero a un amigo nunca.
—Es extraño… ¿Por qué, pues?
—Y mira por qué… ¡Ven acá!
Misha me llevó a la mesa y extrajo una gaveta:
—¡Mira!
Yo miré en la gaveta y no vi definitivamente nada.
—No veo nada… Unos trastos… Unos clavos, trapitos, colitas…
—¡Y precisamente eso, pues y mira! ¡Diez años hace que reúno estos trapitos, cuerditas y clavitos! Una colección memorable.
Y Misha apiló en sus manos todos los trastes y los vertió sobre una hoja de periódico.
—¿Ves este cerillo quemado? —dijo, mostrándome un ordinario, ligeramente carbonizado cerillo—. Este es un cerillo interesante. El año pasado lo encontré en una rosca, comprada en la panadería de Sevastianov. Casi me atraganté. Mi esposa, gracias, estaba en casa y me golpeó por la espalda, si no se me hubiera quedado en la garganta este cerillo. ¿Ves esta uña? Hace tres años fue encontrada en un bizcocho, comprado en la panadería de Filippov. El bizcocho, como ves, estaba sin manos, sin pies, pero con uñas. ¡El juego de la naturaleza! Este trapito verde hace cinco años habitaba en un salchichón, comprado en uno de los mejores almacenes moscovitas. Esa cucaracha reseca se bañaba alguna vez en una sopa, que yo tomé en el bufete de una estación ferroviaria, y este clavo en una albóndiga, en la misma estación. Esta colita de rata y pedacito de cordobán fueron encontrados ambos en un mismo pan de Filippov. El boquerón, del que quedan ahora sólo las espinas, mi esposa lo encontró en una torta, que le fue obsequiada el día del santo. Esta fiera, llamada chinche, me fue obsequiada en una jarra de cerveza en un tugurio alemán… Y ahí, ese pedacito de guano casi no me lo tragué, comiéndome una empanada en una taberna… Y por el estilo, querido.
—¡Admirable colección!
—Sí. Pesa libra y media, sin contar todo lo que yo, por descuido, alcancé a tragarme y digerir. Y me he tragado yo, probablemente, unas cinco, seis libras…
Misha tomó con cuidado la hoja de periódico, contempló por un minuto la colección y la vertió de vuelta en la gaveta. Yo tomé en la mano el vaso, empecé a tomar té, pero ya no rogué mandar por el pan.

PODRÍAS (Saiz de Marco)


Podrías ponerle emociones a esa máquina.

Podrías insertarle el procesador del miedo, el software del dolor, la aplicación de la angustia…

Igual que ya dispone de memoria y capacidad analítica, podrías añadirle un kit de neuropercepción.

Podrías instalarle esos programas informáticos y hacer de ella una máquina sensible.

Podrías hacerlo, sí, técnicamente podrías hacerlo. Pero sé que eres una buena persona y por eso estoy seguro de que no lo vas a hacer.

lunes, 16 de febrero de 2015

EL DELINCUENTE (Anton Chéjov)

Ante el juez está un mujik pequeño y extremadamente escuálido, vestido con una camisa de abigarradas colores y con unos calzones remendados. Su rostro velludo, comido de picaduras, y sus ojos apenas visibles bajo las espesas y colgantes cejas, tienen una expresión de gravedad taciturna. Sobre la cabeza lleva todo un gorro de pelo enmarañado que no ha sido peinado hace tiempo y que le da un aspecto de severa araña. Está descalzo.
—¡Denis Grigoriev! —empieza a decir el juez— ¡Acércate y contesta a mis preguntas!… El día siete de este mes de julio, el guardavía, Iván Semion Akinfov, en su recorrido matinal de la línea y en la versta ciento cuarenta y uno ce sorprendió destornillando la tuerca del riel. ¡He aquí la tuerca!.. Cuando se detuvo, estabas en posesión de dicha tuerca. ¿Fue o no fue así?
—¿Qué?…
—¿Ocurrió todo según lo explica Akinfov?
—¡Claro que ocurrió!
—Bien… ¿Y para qué destornillabas esa tuerca?
—¿Qué?…
—¡Basta de ques y contesta a lo que se te pregunta! ¿Para qué destornillabas la tuerca?
—¡Si no hubiera habido necesidad…, no la habría destornillado!… —dijo Denis con voz ronca y mirando de reojo el techo.
—¿Y para qué necesitabas la tuerca?
—¿La tuerca?… Con las tuercas nosotros hacemos pesos.
—¿Y quiénes son “nosotros”?
—¿Nosotros?… ¡Pues la gente!… ¡Los mujiks de Klim!…
—¡Oye, hermano! ¡No te hagas el idiota y contesta juiciosamente! ¡No vengas aquí mintiendo con eso de los pesos!
—¡Desde mi nacimiento que no he mentido…, y ahora resulta que miento!… —masculla Denis parpadeando—. ¿Acaso, señoría, puede uno hacer algo sin peso?… ¿Acaso se va a ir el gancho a fondo…, si uno quiere colgarle algo…, o si no lleva peso? ¡Que miento!… —Denis sonríe sarcástico—. ¿Acaso va a estar mecido el diablo en el cebo para tenerlo tieso?… ¡Hay peces…, como el okuñ o la schuka, que están muy hondos!…, ¡Flotar…, solo flota el schilispei…, pero en nuestro río no hay schilispei!… ¡Ese es un pez que le gusta ir muy ancho!…
—¿Y para qué me cuentas todo eso de los schilispei?
—¿Qué?… ¿Pues no me lo está usted preguntando?… ¡Si hasta los mismos señores pescan así!… ¡Si ni el más mocoso iría a pescar sin peso!… ¡Claro que el que no sepa… se iría a pecar sin peso!… ¡A un tonto no le vale ninguna ley!
—Dices entonces que desatornillaste esta tuerca para utilizarla como peso.
—¿Y cómo no? ¡No la iba a coger para jugar!
—Para peso podías, haber cogido una bala, un poco de plomo o un clavo cualquiera…
—¡El plomo no anda tirado por el camino… y un clavo no sirve! Mejor que la tuerca, ¿qué va uno a encontrar?… Pesa y tiene un agujero.
—¡Miren cómo se hace el tonto! Parece enteramente que ha nacido ayer o que se ha caído de un guindo… ¿Es que no comprendes, cabeza de chorlito, las consecuencias que podía haber traído ese destornillamiento?… ¿Que de no haber reparado en él el guardavía, podía haber descarrilado el tren y podía haber habido muertes?… ¡Tú hubieras sido entonces el que matara a esa gente!
—¡Dios nos libre, señoría!… ¿Para qué matar?… ¿Acaso no está uno bautizado o es uno un criminal? A Dios gracias, buen caballero, ya lleva uno vivido bastante…, y de eso de matar… ¡ni siquiera le ha pasado a uno por la cabeza! ¡Dios nos libre!… ¡Virgen Santísima!…
—¿Y por qué entonces, según tú, ocurren los descarrilamientos?… Se destornillan dos o tres tuercas ¡y ya tienes ahí el descarrilamiento!…
Denis sonríe con sarcasmo e incredulidad y mira al juez guiñando los ojos.
—¡Vaya!… ¡Tantos años que lleva el pueblo destornillando tuercas y Dios guardándole a uno, y ahora que si el descarrilamiento…, que si matar a la gente!… Si yo…, pongo por caso…, hubiera levantado un riel…, o plantado un tronco en mitad de la vía…, entonces puede ser que el tren se hubiera desmandado…, pero que porque uno… una tuerca…
—¿Pero no comprendes que con las tuercas se sujetan los rieles?
—¡Eso ya lo comprende uno!… ¡Por eso no las destornillamos todas! ¡Dejamos muchas!… ¡No lo hace uno así…, a lo tonto!… ¡Comprendemos!…
Y Denis, que bosteza, traza una cruz sobre su boca.
—El año pasado, en este lugar, descarriló el tren —dice el juez— y ahora queda aclarado el porqué.
—¿Cómo manda usted?…
—Digo que ahora se explica porqué el año pasado hubo aquí un descarrilamiento. ¡Ahora lo entiendo!
—¡Pa’eso son ustedes instruidos! ¡Pa’entenderlo todo, bienhechores nuestros!… ¡Ya sabe el Señor a quién da conocimiento!… Ahora que… usted aquí juzga el porqué y el porqué no…, mientras que el guardavía, que es un mujik tal como uno que no tiene comprensión…, te agarra por el cuello y te lleva… ¡Primero hay que juzgar a la gente, luego llevársela!… ¡Cuando se dice mujik… es porque así tiene uno la inteligencia!… ¡Y puede apuntar también que me pegó dos veces en la cara y una en el pecho!
—En tu casa, cuando se hizo el registro, se encontró otra tuerca más. ¿Cuándo y en qué sitio la destornillaste?
—¿Qué tuerca dice usted?… ¿La que estaba debajo del baulillo colorado?
—No sé dónde estaba; lo que sé es que la encontraron. ¿Cuándo la destornillaste?
—Yo no la destornillé. Me la dio Ignaschka, el hijo de Semion el tuerto… ¡Hablo de la que estaba debajo del baulillo…, que la que estaba en el patio, en el trineo, la destornillé con Mitrofan!…
—¿Qué Mitrofan?
—Mitrofan Petrov. ¿Acaso no le ha oído usted nombrar?… Hace las redes y se las vende a los señores. Necesita muchas tuercas de esas… ¡Cada red le lleva por lo menos diez!…
—¡Oye!… El artículo mil ochenta y uno del Código penal dice: “Todo desperfecto cometido intencionadamente contra el ferrocarril, cuando constituya peligro para dicho medio de locomoción, ejecutado por el culpable con conocimiento de que sus consecuencias pueden resultar una catástrofe.” ¿Comprendes?… ¡Tú eso lo sabias! ¡No podías dejar de saber a qué conducen esos destornillamientos!… “Está castigado con el destierro y los trabajos forzados.”
—¡Claro! ¡Usted tiene que saber eso mejor!… ¡Uno tiene más cerrada la mollera! ¿Acaso entiende uno de algo?
—¡Lo entiendes perfectamente! ¡Estás mintiendo y fingiendo!
—¿Y pa’qué iba a mentir?… Pregunte por toda la aldea si no me cree…, ¿qué pez le va a uno a picar sin el peso?…
—Bien… ¿Es que vas a empezar a contarme más cosas de los schilispei? —sonríe el juez.
—¡Si en nuestras tierras no hay schilispei!… ¡Si cuando uno va a pescar con mariposas a flor de agua y sin peso… lo más que saca es un pez golav… y pa’eso… muy rara vez!
—Bueno, cállate ya.
Se hace un silencio. Denis se apoya tan pronto en un pie como en otro, mita a la mesa forrada de paño verde y parpadea mucho como si en lugar de una tela fuera el sol lo que tiene delante. El juez escribe deprisa.
—¿Puedo irme? —pregunta Denis después de un corto silencio.
—No. Tengo que ponerte bajo vigilancia y mandarte al calabozo.
Denis cesa de parpadear y arqueando las espesas cejas mira interrogativamente al funcionario.
—¿Cómo al calabozo, señoría?… ¡No tengo tiempo!… ¡He de ir a la feria!… ¡Egor tiene que pagarme tres rublos por el tocino!
—¡Calla y no me molestes!
—¡Al calabozo!… ¡Si al menos hubiera motivo, uno iría, pero así porque sí!… ¿Por qué culpa?… ¡Si no he robado y si al paraca… no me he pegado!… Porque si su señoría se refiere al tributo… no tiene que creer al starasta… ¡No tiene alma de cristiano ese starasta!…
—¡Pero si estoy todo el tiempo callado!… —masculla Denis—. ¡Lo que pasa es que el starasta le ha metido un embuste y esto yo…, hasta por juramento!… ¡Mire…, somos tres hermanos: Kuzma Grigoriev, Egor Grigoriev y yo, Denis Grigoriev!…
—Me inoportunas… ¡Eh!… ¡Semion! —llama en voz baja el juez— ¡Lleváoslo!
—¡Somos tres hermanos!… —masculla Denis cuando dos robustos soldados le sacan del cuarto—, ¡Pero el hermano no tiene que pagar por el hermano!… ¡Kuzma no paga y tú, Denis, vas a tener que responder por él!… ¡Vaya jueces!… ¡Lástima que haya muerto el difunto señor general, que en paz descanse!.. . ¡Si no… ya hubiera hecho él ver a los jueces! ¡Hay que saber juzgar… y no juzgar así porque sí!… ¡Bueno está que le azoten a uno… pero que sea por algo…, por alguna acción! ¡Por conciencia!…

EL DÍA QUE EL CERDO SE CAYÓ AL POZO (John Cheever)


Durante el verano, cuando la familia Nudd se reunía en Whitebeach Camp, en los montes Adirondack, siempre había una noche en que uno de ellos preguntaba:
—¿Os acordáis del día que el cerdo se cayó al pozo?
Luego, como si hubiera sonado la primera nota de un sexteto, todos los demás se apresuraban a representar sus papeles de siempre, como esas familias que cantan las operetas de Gilbert y Sullivan, y el recital se prolongaba por espacio de una hora o más. Los días perfectos —y había habido cientos de ellos— parecían haberse incorporado a sus conciencias sin dejar recuerdos, y volvían a aquella crónica de pequeños desastres como si fuera la génesis del verano.
El famoso cerdo había pertenecido a Randy Nudd. Lo ganó en la feria de Lanchester, y lo llevó a casa; tenía intención de hacerle una pocilga, pero Pamela Blaisdell lo telefoneó, y Randy metió al cerdo en el cobertizo de las herramientas y se fue a casa de los Blaisdell en el viejo Cadillac. Russell Young estaba jugando al tenis con Esther Nudd. La cocinera de aquel año era una irlandesa llamada Nora Quinn. La hermana de la señora Nudd, tía Martha, se había ido al pueblo de Macabit a recoger unos esquejes en casa de una amiga, y el señor Nudd planeaba ir con la lancha hasta Polett’s Landing y traerla de vuelta a casa después del almuerzo. Se esperaba a una tal señorita Coolidge para la cena y para pasar el fin de semana. La señora Nudd la había conocido treinta años antes, cuando las dos estudiaban en Suiza. La señorita Coolidge había escrito a la señora Nudd diciéndole que estaba en casa de unos amigos en Glens Falls y, ¿podría hacer una visita a su antigua condiscípula? La señora Nudd apenas se acordaba de ella, y no tenía ningún interés en verla, pero le contestó pidiéndole que fuera a pasar el fin de semana con ellos. Aunque estaban a mediados de julio, desde el amanecer, violentas ráfagas de viento del noroeste habían estado trastornando todas las actividades de la casa y rugiendo entre los árboles como si se tratara de una tormenta. Cuando uno se libraba del viento, si es que podía, hacía calor al sol.
En los acontecimientos del día que el cerdo se cayó al pozo, uno de los protagonistas no era miembro de la familia: Russell Young. El padre de Russell era el dueño de la ferretería de Macabit, y los Young, una familia local muy respetada. La señora Young trabajaba de asistenta un mes todas las primaveras, limpiando las casas para el verano, pero su posición no era la de criada. Russell conoció a los Nudd por los hijos de la casa, Hartley y Randall, y desde muy joven empezó a pasar mucho tiempo en su finca. Era uno o dos años mayor que los chicos Nudd, y, en cierta manera, la señora Nudd le confiaba el cuidado de sus hijos. Russell tenía la misma edad que Esther Nudd y era un año más joven que Joan. Al comienzo de su amistad, Esther era una chica muy gorda. Joan era bonita y se pasaba la mayor parte del tiempo delante del espejo. Esther y Joan adoraban a Randy y le daban dinero de su asignación para que comprara pintura para su bote, pero aparte de eso no había mucha relación entre ambos sexos. Hartley Nudd tenía muy mala opinión de sus hermanas.
—Ayer vi a Esther desnuda en la caseta de la playa —le decía a cualquiera—; tiene unos michelines alrededor del estómago más grandes que yo qué sé. No he visto nunca una cosa tan horrible. Y Joan es sucia. Tendrías que ver su cuarto. No entiendo que alguien quiera llevar a un baile a una persona así de sucia.
Pero, en su recuerdo favorito, tenían algunos años más. Russell había terminado el bachillerato en el instituto local y se había marchado a la Universidad de Albany, y durante el verano de su primer año trabajó para los Nudd, echando una mano en lo que hiciera falta. El hecho de que se le pagara un sueldo no cambió su relación con la familia, y continuó siendo amigo de Randall y de Hartley. En cierta manera, el carácter y los orígenes de Russell parecían ser los dominantes, y los hijos de la familia Nudd regresaban a Nueva York imitando su acento norteño. Por otra parte, Russell iba con ellos a todas las excursiones a Hewitt’s Point, los acompañaba a escalar montañas y a pescar, y también a los bailes al estilo campesino en el ayuntamiento, y al hacer todas estas cosas aprendió de los Nudd una interpretación de los meses de verano que no hubiese conocido en su calidad de nativo. A Russell aquella influencia tan inocente y placentera no le inspiraba el menor recelo, y recorría con los Nudd las carreteras de montaña en el viejo Cadillac, compartiendo con ellos el sentimiento de que los luminosos días de julio y agosto proporcionaban algo muy especial a la mente y la carrera de todos. Si los Nudd nunca mencionaban las diferencias entre la posición social de Russell y la suya, era porque las barreras que estaban perfectamente capacitados para ver habían sido retiradas durante los meses de verano; porque la zona en la que vivían, con el cielo derramando luminosidad sobre las montañas y el lago, daba la impresión de ser un paraíso momentáneo donde los fuertes y los débiles, los ricos y los pobres, convivían apaciblemente.

El verano en que el cerdo se cayó al pozo fue también el verano en que Esther se dedicó a jugar al tenis y adelgazó mucho. Esther estaba muy gorda cuando entró en la universidad, pero durante el primer año había empezado la ardua tarea —en su caso, coronada por el éxito— de conseguir una nueva apariencia y una nueva personalidad. Seguía una dieta muy estricta, y jugaba de doce a catorce sets todos los días, y su actitud casta, atlética e intensa nunca se modificaba. Russell fue su contrincante en el tenis aquel verano. La señora Nudd había vuelto a ofrecerle un empleo, pero él prefirió trabajar para un granjero, repartiendo la leche que producían sus vacas. Los Nudd supusieron que quería ser independiente, y eso les pareció comprensible, porque todos ellos deseaban lo mejor para Russell. El hecho de que hubiera terminado su segundo año de universidad en la lista de honor del decano era un motivo de orgullo para toda la familia. Como pudo verse después, el empleo con el granjero no cambió nada las cosas. Russell terminaba de repartir la leche a las diez de la mañana, y se pasó la mayor parte del verano jugando al tenis con Esther. Y también se quedó a cenar con frecuencia.
Esther y Russell se encontraban jugando al tenis aquella tarde cuando Nora se acercó corriendo por el jardín y les dijo que el cerdo se había escapado del almacén de las herramientas y que después se había caído al pozo. Alguien había dejado abierta la puerta del cobertizo donde estaba el pozo. Russell y Esther fueron allí y encontraron al animal nadando en dos metros de agua. Russell hizo un nudo corredizo con una cuerda de tender la ropa e intentó pescar al cerdo. En aquel momento, la señora Nudd estaba esperando a que llegara la señorita Coolidge, y el señor Nudd y tía Martha volvían en la lancha de Polett’s Landing. Había un oleaje muy fuerte en el lago y el bote se balanceaba mucho; un poco de sedimento se salió del depósito de gasolina y obturó el tubo de alimentación. El viento arrastró la lancha estropeada hacia Gull Rock y acabó haciéndole un agujero en la proa. El señor Nudd y tía Martha se pusieron los chalecos salvavidas y recorrieron a nado los veinte metros, aproximadamente, que los separaban de la orilla.

La intervención del señor Nudd en el relato era muy sobria (tía Martha había muerto), y no decía nada hasta que le preguntaban.
—¿Es cierto que tía Martha se puso a rezar? —preguntaba Joan, y él se aclaraba la garganta para decir (el señor Nudd hablaba de una manera extraordinariamente seca y precisa):
—Efectivamente, Joany: rezó el padrenuestro. Hasta entonces nunca había sido una mujer demasiado religiosa, pero estoy seguro de que ese día se la oía rezar desde la orilla.
—¿Es cierto que tía Martha llevaba corsé? —preguntaba Joan.
—Bueno, yo diría que sí, Joany —contestaba el señor Nudd—. Cuando ella y yo llegamos al porche donde tu madre y la señorita Coolidge tomaban el té, nuestra ropa seguía chorreando, y tía Martha llevaba encima muy pocas prendas que no pudieran verse.
El señor Nudd había heredado de su padre un negocio de lana, y siempre llevaba un traje completo de ese mismo material, como si estuviera haciendo publicidad de su empresa. El año que el cerdo se cayó al pozo, el señor Nudd permaneció todo el verano en el campo; no porque su negocio funcionara solo, sino porque se había peleado con sus socios.
—No tiene sentido que vuelva ahora a Nueva York —repetía—. Me quedaré aquí hasta septiembre y les daré a esos hijos de perra libertad suficiente para que se ahorquen con su propia soga. —La codicia de sus socios desalentaba al señor Nudd—. La verdad es que Charlie Richmond carece de principios —le decía a la señora Nudd indignado y, al mismo tiempo, con resignación, como si no esperara que su mujer entendiera de negocios, o como si el impacto de la codicia fuese indescriptible—. No tiene el menor sentido ético —continuaba—; carece de moral y de educación, no tiene principios, sólo piensa en hacer dinero.

La señora Nudd parecía entender. Su opinión era que personas como aquéllas terminaban suicidándose. Ella había conocido a un hombre así, que trabajaba día y noche para hacer dinero. Arruinó a sus socios, traicionó a sus amigos y rompió el corazón de su dulce mujercita y de sus adorables hijos, y luego, después de acumular millones y millones de dólares, fue a su despacho un domingo por la tarde y se tiró por la ventana.

El papel de Hartley en la historia giraba alrededor de un lucio muy grande que pescó aquel día, y Randy no hacía su aparición en el relato casi hasta el final. A Randy lo habían expulsado de la universidad aquella primavera. Asistió con seis amigos a una conferencia sobre socialismo, y uno de ellos le tiró un pomelo al conferenciante. Randy y los demás se negaron a decir quién había sido el culpable, y los expulsaron a todos. Sus padres se disgustaron mucho con el incidente, pero por otra parte estaban orgullosos de cómo se había comportado Randy. Esta experiencia hizo, en definitiva, que Randy tuviera la sensación de ser una celebridad y sirvió para aumentar su ya considerable amor propio. El hecho de que lo hubieran expulsado de la universidad, y de que fuese a trabajar a Boston cuando llegara el otoño, lo hacía sentirse superior a los demás.
La historia no empezó a adquirir peso hasta un año después del incidente con el cerdo, y ya en aquel corto espacio de tiempo se produjeron alteraciones en su estructura. El papel de Esther cambió en favor de Russell. Esther interrumpía a los demás para cantar

las alabanzas de Russell.
—¡Qué bien lo hiciste, Russell! ¿Cómo demonios aprendiste a hacer un nudo corredizo? Si no hubiera sido por ti, apuesto cualquier cosa a que el cerdo todavía seguiría en el pozo.
El año anterior, Esther y Russell se habían besado unas cuantas veces, y decidieron que aunque se enamoraran nunca se casarían. Él no saldría de Macabit. Ella no podía vivir allí. Habían llegado a aquella conclusión durante el verano que Esther se dedicó al tenis, cuando sus besos, como todos los demás, estaban llenos de seriedad y eran muy castos. Al verano siguiente, Esther parecía tan deseosa de perder la virginidad como lo había estado anteriormente de adelgazar. Algo sucedido aquel invierno —Russell nunca supo qué— la había hecho avergonzarse de su inexperiencia.
Esther hablaba sobre sexo cuando estaban solos. Russell pensaba que la castidad de su amiga era de gran valor, y fue él quien necesitó de una cierta tarea de persuasión, pero luego perdió la cabeza muy de prisa y subió al cuarto de Esther por la escalera de atrás. Después de convertirse en amantes, siguieron hablando de que nunca podrían casarse, pero la provisionalidad de sus relaciones parecía no tener importancia, como si aquello, al igual que todo lo demás, quedara ennoblecido por la inocente y transitoria temporada de verano. Esther sólo se mostraba dispuesta a hacer el amor en su propia cama, pero como su habitación estaba en la parte trasera de la casa y podía llegar a ella por la escalera de la cocina, Russell nunca tuvo la menor dificultad para subir hasta allí sin ser visto. Como todos los demás cuartos de la casa, el de Esther se hallaba sin terminar. Las tablas de pino, oscurecidas por el paso del tiempo, despedían un olor agradable, una reproducción de Degas y una fotografía de Zermatt estaban clavadas con chinchetas en las paredes, el colchón tenía bultos, y, en aquellas noches de verano, con los insectos de junio estrellándose contra las ventanas de tela metálica, con el calor del día aún apresado en las maderas de la vieja casa, con el seco perfume del cabello castaño de Esther, con su inocencia y su esbeltez entre los brazos, Russell sintió que aquella felicidad era inestimable.
Pensaron que todo el mundo lo descubriría, y que estaban perdidos. Esther no se arrepentía de lo que había hecho, pero no sabía cómo acabaría. Esperaron a que surgieran los problemas, y cuando nada sucedió, se quedaron perplejos. Luego, una noche, ella decidió que todo el mundo debía saberlo, pero todo el mundo lo comprendió. La idea de que sus padres eran en el fondo lo suficientemente jóvenes para entender aquella pasión tan inocente y natural hizo llorar a Esther.
—¿No es cierto que son unas personas maravillosas, cariño? —le preguntó a Russell—. ¿Has conocido alguna vez a personas tan maravillosas? Me refiero a que, como los educaron de una manera tan estricta, y todos sus amigos son tan estirados, ¿no es maravilloso que comprendan?
Russell estuvo de acuerdo. Su respeto por los Nudd aumentó al pensar que eran capaces de prescindir de las convicciones ante algo mucho más grande. Pero los dos se equivocaban, por supuesto. Nadie les habló de sus encuentros nocturnos porque nadie estaba enterado. Al señor y a la señora Nudd no se les ocurrió nunca que una cosa así pudiera estar sucediendo.

El otoño anterior Joan se había casado de repente y se había ido a vivir a Minneapolis. El matrimonio no duró. En abril, Joan estaba en Reno, y consiguió el divorcio a tiempo de volver a Whitebeach para pasar el verano. Seguía siendo una chica guapa, de cara alargada y cabellos rubios. Nadie había pensado que fuese a volver, y los objetos de su cuarto se desperdigaron por toda la casa. Ella insistía en localizar sus cuadros y sus libros, sus alfombras y sus sillas. Cuando se reunía con los otros en el porche después de cenar, siempre hacía muchas preguntas: «¿Tiene alguien una cerilla?»; «¿Hay un cenicero por ahí?»; «¿Queda café?»; «¿Vamos a beber algo?»; «¿Hay una almohada sobrante en algún sitio?». Hartley era el único que contestaba con amabilidad a sus preguntas.
Randy y su mujer pasaron allí dos semanas. Randy seguía sacándoles dinero a sus hermanas. Pamela era una chica delgada y morena que no se entendía en absoluto con la señora Nudd. Se había criado en Chicago, y la señora Nudd, que había vivido siempre en el este, pensaba a veces que quizá eso explicara sus diferencias.
—Quiero la verdad—le decía con frecuencia Pamela a la señora Nudd, como si tuviera la sospecha de que su suegra mentía—. ¿Crees que me sienta bien el rosa? —preguntaba—. Quiero que me digas la verdad.
No le parecía bien la manera que tenía la señora Nudd de administrar Whitebeach Camp, y en una ocasión trató de hacer algo para evitar el desperdicio que veía por todas partes. Detrás del jardín de la señora Nudd había un campo de grosellas que los mozos abonaban y podaban todos los años, aunque a los Nudd no les gustaban las grosellas y nunca las recogían. Una mañana apareció un camión por el camino de grava y cuatro desconocidos se metieron en el campo de las grosellas. La criada se lo dijo a la señora Nudd, y ya estaba a punto de pedirle a Randy que echara a aquellos extraños cuando llegó Pamela y lo explicó todo.
—Las grosellas se están pudriendo —dijo—, así que le dije al encargado de la tienda de ultramarinos que podían recogerlas si nos las pagaban a quince centavos el kilo. No me gusta nada que se desperdicien las cosas…
Este incidente inquietó a la señora Nudd y a todos los demás, aunque no hubieran sido capaces de decir por qué.
Pero en el fondo aquel verano fue como todos los demás. Russell y «los chicos» fueron a Sherill’s Falls, donde el agua tiene color de oro; escalaron el monte Macabit, y fueron a pescar a Bates’s Pond. Como estas excursiones se hacían una vez al año, habían empezado a parecer ritos. Después de cenar, la familia se reunía en el porche abierto. A menudo había nubes de color rosa en el cielo.
—Acabo de ver a la cocinera tirar un plato de coliflor —le decía Pamela a la señora Nudd—. No me corresponde a mí reñirla, pero me molesta mucho ver que se desperdician las cosas. ¿A ti no te pasa lo mismo?
O Joan preguntaba:
—¿Ha visto alguien mi suéter amarillo? Estoy segura de que lo dejé en la caseta de la playa, pero acabo de ir allí y no lo encuentro. ¿Lo ha traído alguien a casa? Es el segundo suéter que pierdo este año.
Luego, durante algún tiempo, nadie decía nada, como si todos hubieran quedado libres por aquella noche de las rígidas leyes de la conversación, y cuando volvían a hablar, seguía siendo sobre menudencias: comentaban las mejores maneras de calafatear un bote, o si los autobuses son más cómodos que los tranvías, o cuáles son los caminos más cortos para llegar en coche hasta Canadá. La oscuridad se apoderaba del aire tibio y resultaba tan espesa como el lodo. Luego alguien, hablando del cielo, le recordaba a la señora Nudd lo rojo que estaba la noche en que el cerdo se cayó al pozo.
—Tú estabas jugando al tenis con Esther, ¿no es cierto, Russell? Fue el verano que Esther se dedicó al tenis. ¿No ganaste el cerdo en la feria de Lanchester, Randy? ¿En uno de esos sitios donde hay que tirar pelotas de béisbol contra un blanco? Siempre has sido muy buen atleta.
El cerdo, todos lo sabían, había sido el premio de una rifa, pero nadie corregía a la señora Nudd por su pequeña modificación de la historia. Desde hacía poco había empezado a elogiar a Randy por méritos que nunca había poseído. No lo hacía de manera consciente, y se hubiese quedado muy perpleja si alguien le hubiera llevado la contraria, pero ahora recordaba con frecuencia las buenas notas que Randy sacaba en alemán, lo popular que había sido en el internado, su destacado papel en el equipo de fútbol: todos falsos recuerdos bienintencionados que parecían dirigidos a Randy, como para darle ánimos.
—Ibas a hacerle una pocilga al cerdo —dijo su madre—. Siempre se te ha dado muy bien la carpintería. ¿Recuerdas la estantería para libros que fabricaste? Luego Pamela llamó por teléfono, y te fuiste a su casa en el viejo Cadillac.

La señorita Coolidge llegó aquel famoso día a las cuatro: eso lo recordaban todos. Era una solterona originaria del Medio Oeste que se ganaba la vida como solista de iglesia. No había nada notable en ella, pero era, por supuesto, muy diferente de la despreocupada familia Nudd, y les agradaba pensar que provocaron su desaprobación. Una vez que estuvo instalada, la señora Nudd la llevó al porche y Nora Quinn les llevó el té. Después de servirlo, Nora cogió subrepticiamente una botella de whisky del comedor, subió a su cuarto en el ático y empezó a beber. Hartley regresó del lago con su lucio de más de tres kilos en un cubo. Lo dejó en el vestíbulo de atrás y se reunió con su madre y la señorita Coolidge, atraído por las pastas que vio encima de la mesa. La señorita Coolidge y la señora Nudd se dedicaban a sus recuerdos escolares cuando el señor Nudd y tía Martha, completamente vestidos y chorreando agua, aparecieron en el porche y fueron presentados. El cerdo ya se había ahogado para entonces, y Russell no logró sacarlo del pozo hasta la hora de la cena. Hartley le presto su maquinilla de afeitar y una camisa blanca, y Russell se quedó a cenar. No se habló del cerdo delante de la señorita Coolidge, pero en la mesa se hicieron muchos comentarios sobre lo salada que sabía el agua. Después de cenar salieron todos al porche. Tía Martha había colgado el corsé en la ventana de su dormitorio para que se secara, y cuando subió para ver qué tal iba la operación se fijó en el cielo y llamó a los que estaban abajo para que lo vieran.
—¡Mirad todos al cielo, fijaos!
Un momento antes, las nubes lo ocultaban por completo; ahora empezaban a descargar mundos de fuego. El resplandor que se extendía sobre el lago resultaba cegador.
—¡Mira al cielo, Nora! —dijo la señora Nudd alzando la cabeza hacia donde vivía Nora, pero para cuando la cocinera, que estaba borracha, llegó a la ventana, la ilusión del fuego se había desvanecido y las nubes carecían de interés, y, pensando que quizá no había entendido bien a su señora, se asomó al descansillo de la escalera para preguntar si querían algo, con tan mala fortuna que cayó rodando y volcó el cubo con el lucio vivo dentro.

Al llegar a este punto de la historia, Joan y la señora Nudd reían hasta saltárseles las lágrimas. Todos reían alegremente menos Pamela, que esperaba impaciente su turno para intervenir en el relato. Le llegaba inmediatamente después de la caída de Nora escaleras abajo. Randy se quedó a cenar con los Blaisdell y regresó a Whitebeach Camp con Pamela mientras Hartley y Russell estaban tratando de meter a Nora en la cama. Traían noticias para todo el mundo, dijeron; habían decidido casarse. La señora Nudd nunca había querido que Randy se casara con Pamela, y la noticia la entristeció, pero besó a su futura nuera con mucha ternura y subió al piso de arriba en busca de una sortija de brillantes.
—¡Qué bonita es! —dijo Pamela cuando la señora Nudd le hizo entrega de la sortija—. Pero ¿no te hará falta? ¿No la echarás de menos? ¿Estás segura de que quieres que la tenga yo? Dime la verdad…
La señorita Coolidge, que había estado muy callada hasta entonces y que debía de sentirse muy ajena a todo aquello, preguntó si podía cantar.
Todas las largas conversaciones que Russell había mantenido con Esther sobre lo provisional de sus relaciones no lo ayudaron nada aquel otoño cuando se marcharon los Nudd. La echaba muchísimo de menos, y también las noches de verano pasadas en su cuarto. Empezó a escribirle cartas muy largas cuando regresó a Albany. Se sentía más preocupado y más solo que nunca. Esther no contestó a sus cartas, pero eso no modificó su manera de sentir. Decidió que debían prometerse. Se quedaría en la universidad hasta terminar la tesina, y con un empleo de profesor podría vivir en un sitio como Albany. Esther no respondió tampoco a su proposición matrimonial, y Russell, desesperado, la telefoneó a la universidad. Había salido. Le dejó recado de que lo llamara. Un día más tarde, Esther no había dado señales de vida, y volvió a telefonearla. Esta vez sí dio con ella y le pidió que se casaran.
—No puedo casarme contigo, Russell —le dijo con impaciencia—. No quiero casarme contigo.
Russell colgó el teléfono sintiéndose muy desgraciado, y estuvo enfermo de amor una semana. Luego decidió que la negativa de Esther no era decisión suya; que sus padres le habían prohibido casarse con él: una suposición que se vio reforzada por el hecho de que ninguno de los Nudd volvió a Macabit al verano siguiente. Pero Russell estaba equivocado. El señor y la señora Nudd se llevaron a Joan y a Esther a California aquel verano, no para mantener a esta última alejada de Russell, sino porque la señora Nudd había recibido una herencia y decidió gastar el dinero viajando. Hartley consiguió un empleo en Maine en un campamento de verano. Randy y Pamela —Randy había perdido el empleo en Boston y ya tenía otro en Worcester— iban a tener un hijo en julio, de manera que Whitebeach Camp permaneció cerrado todo el verano.
Luego volvieron todos. Un año después, cierto día de junio, cuando un furgón para transportar caballos llevaba unos cuantos al picadero de Macabit y había un montón de embarcaciones con motor sobre remolques a lo largo de la carretera, los Nudd regresaron. Hartley trabajaba en la enseñanza, de manera que pasó allí todo el verano. Randy pidió dos semanas sin sueldo, para que Pamela, el niño y él pudieran quedarse un mes entero. Joan no tenía intención de volver; se había asociado con una mujer propietaria de un salón de té en Lake George, pero se peleó con su compañera a poco de empezar, y en junio el señor Nudd fue a buscarla y se la llevó a casa. Joan había ido al médico aquel invierno porque empezaba a tener depresiones, y hablaba con franqueza de su infortunio.
—Creo que lo que me pasa —decía durante el desayuno—, es que tuve muchísimos celos de Hartley cuando se fue por primera vez al internado. Podría haberlo matado cuando volvió aquel año a casa durante las Navidades, pero reprimí toda mi rabia…
»¿Os acordáis de aquella niñera, O’Brien? —preguntaba a la hora del almuerzo—. Bueno, pues creo que O’Brien echó a perder todos mis puntos de vista sobre el sexo. Solía desnudarse dentro del armario, y una vez me pegó por mirarme al espejo sin nada de ropa encima. Creo que echó a perder todas mis ideas…
»Creo que lo que me pasa se debe a que la abuela fue siempre demasiado estricta —decía a la hora de cenar—. Nunca me pareció que estuviera orgullosa de mí. Me refiero a que sacaba muy malas notas en el colegio, y ella siempre hacía que me sintiera muy culpable. Creo que eso ha influido en mi actitud hacia otras mujeres…
»¿Sabéis? —exclamaba en el porche después de cenar—, creo que el punto crucial de toda mi vida fue que aquel horrible chico, Trenchard, me enseñara aquellas fotografías cuando yo sólo tenía diez años…
Los recuerdos le proporcionaban una felicidad momentánea, pero media hora más tarde ya había empezado a morderse las uñas. Después de pasarse toda la vida rodeada de personas justas y cariñosas, y, uno a uno, iba culpando a los miembros de su familia, a sus amigos, y también a los criados.
Esther se había casado con Tom Dennison el otoño anterior, al regresar de California. Todos los miembros de la familia estaban contentos con aquel enlace. Tom era un hombre agradable, trabajador e inteligente. Tenía un empleo, de poca importancia todavía, en una empresa que manufacturaba cajas registradoras. Su sueldo era pequeño, y Esther y él iniciaron su vida de casados en una casa de vecindad sin agua caliente en la zona este de las calles sesenta. Hablando de esto, la gente añadía algunas veces: «¡Esa Esther Nudd tiene mucho valor!» Cuando llegó el verano, resultó que las vacaciones de Tom eran muy cortas, y Esther y él se fueron al cabo Cod en junio. El señor y la señora Nudd confiaban en que Esther apareciese después por Whitebeach Camp, pero su hija dijo que no, que se quedaría con Tom en Nueva York. En agosto cambió de idea, y el señor Nudd salió en coche al encuentro de su tren en el empalme ferroviario. No se quedaría más que diez días, dijo, y sería su último verano en Whitebeach Camp. Tom y ella iban a comprarse una casa en cabo Cod. Cuando llegó el momento de marcharse, Esther telefoneó a Tom, y él le dijo que se quedara en el campo; en Nueva York, el calor era terrible. Ella siguió telefoneándole una vez por semana y se quedó en Whitebeach Camp hasta mediados de setiembre.
Aquel verano, el señor Nudd pasaba dos o tres días a la semana en Nueva York, y tomaba el avión en Albany. Para variar, ahora estaba contento con la marcha de su compañía. Lo habían nombrado presidente del consejo de administración. Pamela tenía a su niño con ella, y se quejaba de la habitación que les habían dado. En una ocasión, la señora Nudd oyó por casualidad lo que decía en la cocina, mientras hablaba con la cocinera:
—Las cosas serán muy diferentes cuando Randy y yo llevemos esta casa, puede estar usted segura…
La señora Nudd habló de aquello con su marido, y se pusieron de acuerdo para dejar Whitebeach Camp a Hartley.
—Ese jamón sólo ha venido una vez a la mesa —decía Pamela—, y anoche la vi tirar a la basura un plato de habas en perfectas condiciones. No me corresponde a mí reñirla, pero me molesta mucho ver que se desperdician las cosas. ¿A ti no te pasa lo mismo?
Randy adoraba a su flaca esposa, y ella se aprovechaba al máximo de su protección. Una tarde salió al porche mientras el resto de la familia tomaba unos cócteles antes de cenar y se sentó al lado de la señora Nudd. Llevaba al niño en brazos.
—¿Siempre cenáis a las siete, abuelita? —preguntó.
—Sí.
—Creo que no voy a poder sentarme a la mesa a las siete —dijo Pamela—. Me molesta llegar tarde a cenar, pero tengo que pensar primero en el niño, ¿no es cierto?
—Mucho me temo que no puedo pedir al servicio que retrase la cena —dijo la señora Nudd.
—No quiero que retrases la cena por mí, pero en esa habitación tan pequeña donde estamos hace demasiado calor, y nos cuesta trabajo dormir a Binxey. A Randy y a mí nos encanta Whitebeach Camp, y queremos hacer todo lo posible para no causarte problemas, pero tengo que pensar en Binxey, y mientras le cueste trabajo dormirse no podré estar a tiempo para cenar. Espero que no te importe. Quiero que me digas la verdad.
—No tiene importancia que llegues tarde —aseguró la señora Nudd.
—¡Qué vestido tan bonito! —comentó Pamela, para acabar la conversación de una manera agradable—. ¿Es nuevo?
—Gracias, querida —respondió la señora Nudd—. Sí, es nuevo.
—El color es muy bonito —dijo Pamela, y se levantó para tocar la tela, pero algún movimiento brusco hecho por ella o por el niño que llevaba en brazos o quizá por la señora Nudd hizo que el pitillo encendido de Pamela tropezara con el vestido nuevo y le hiciera un agujero. La señora Nudd contuvo la respiración, sonrió desmañadamente y dijo que no tenía importancia.
—¡Sí que tiene importancia! —exclamó Pamela—. Me siento terriblemente avergonzada. Avergonzadísima. Es todo culpa mía, y si me dejas el vestido lo mandaré a Worcester para que le hagan un zurcido. Conozco un sitio en Worcester donde zurcen de maravilla.
La señora Nudd repitió que no tenía importancia, e intentó cambiar de tema preguntando si no había hecho un día maravilloso.
—Insisto en que me dejes que lo lleve a zurcir —dijo Pamela—. Quiero que te lo quites después de cenar y que me lo des. —Luego fue hasta la puerta, giró sobre sí misma y alzó al niño—. Dile adiós a la abuelita, Binxey. Dile adiós, anda, Binxey. El niño dice adiós a la abuelita. ¡Adiós, abuelita! Anda, dile adiós a la abuelita. El niño dice adiós…
Pero ninguno de aquellos incidentes alteraba los ritos del verano. Los domingos a primera hora de la mañana, Hartley llevaba a la doncella y a la cocinera a oír misa en St. John’s y luego las esperaba en los escalones delante del almacén de piensos. Randy preparaba el helado a las once. Parecía como si el verano fuera un continente, armonioso y autosuficiente, con un peculiar abanico de sensaciones que incluía el placer de conducir descalzo el viejo Cadillac por un pastizal lleno de protuberancias, el sabor del agua que salía de la manguera del jardín cerca de la pista de tenis, la satisfacción de ponerse un suéter limpio en un refugio de montaña al amanecer, la de sentarse en el porche a oscuras, notando, sin que resultase molesto, que se hallaba uno preso en una red de algo tan tangible y tan frágil como hilos de araña, y la de sentirse limpio después de un largo baño en el mar.

Aquel año los Nudd no invitaron a Russell a Whitebeach Camp, y contaron la historia del cerdo sin su ayuda. Después de los cuatro años de universidad, Russell se había casado con Myra Hewitt, una chica de la localidad. La negativa de Esther a su propuesta de matrimonio lo había hecho abandonar sus planes de seguir estudiando un posgrado. Ahora trabajaba para su padre en la ferretería. Los Nudd lo veían cuando iban a comprar una parrilla para asar la carne o sedales para pescar, y todos coincidían en que tenía mal aspecto. Estaba pálido. Esther notó que su ropa olía a pienso para pollos y a queroseno. Tuvieron la impresión de que, al trabajar en una tienda, Russell se había descalificado como figura importante en sus veranos. No se trataba de un convencimiento muy hondo, de todas formas, y más bien dejaron de verlo por razones de indiferencia y de falta de tiempo. Pero el verano siguiente llegaron a odiar a Russell; lo tacharon por completo de su lista.
Hacia el final de la primavera, Russell y su suegro comenzaron a cortar y a vender los árboles de Hewitt’s Point, talando un claro de más de una hectárea a lo largo de la orilla del lago en preparación para un complejo turístico de grandes proporciones que se llamaría Young’s Bungalow City. Hewitt’s Point se hallaba al otro lado del lago y a cinco kilómetros al sur de Whitebeach Camp, y el complejo no afectaría a la propiedad de los Nudd, pero Hewitt’s Point era el sitio donde iban siempre de excursión, y no les gustaba ver cómo desaparecía el bosque para ser reemplazado por cabañas para turistas. Russell les había defraudado enormemente. Lo creían una persona amante de las colinas donde había crecido. Esperaban de él, que era algo así como un hijo adoptivo, la capacidad de compartir su veraniega falta de interés por el dinero, y resultaba un doble golpe que manifestara tener intereses mercenarios y que el objeto de sus transacciones fuera el bosque de Hewitt’s Point, feliz escenario de tantas inocentes excursiones.
Pero es costumbre de esa zona dejar las bellezas de la naturaleza a las mujeres y a los clérigos. El pueblo de Macabit se encuentra en tierra alta por encima de un desfiladero, y está orientado hacia las montañas del norte. El lago se extiende al final de este desfiladero, y, excepto en las mañanas de más calor, siempre hay nubes por debajo de los escalones del almacén de piensos y del porche de la iglesia federada. El tiempo en el desfiladero se caracteriza por un fenómeno parecido a esas brisas marinas que con frecuencia producen neblinas en la costa. En los días más calurosos y tranquilos podía surgir de pronto una cortina tan densa como el terciopelo, y un violento chaparrón ocultaba las montañas; pero este continuo desplazamiento de luz y sombras, al igual que el trueno y las puestas de sol, al igual que los rayos de luz que a veces aparecen al final de una tormenta y que han sido ligados por artistas religiosos a la misericordia divina, sólo han servido para acentuar la indiferencia del varón laico ante su entorno. Cuando los Nudd se cruzaban con Russell en la carretera sin saludarlo, este último no sabía qué era lo que había hecho para incurrir en sus iras.
Aquel año, Esther se marchó en setiembre. Su marido y ella se habían mudado a un barrio residencial. Pero no habían logrado aún la casa en el cabo Cod, y ella pasó la mayor parte del verano sin él en Whitebeach Camp. Joan, que iba a empezar un curso de secretariado, volvió a Nueva York con su hermana. El señor y la señora Nudd se quedaron hasta el primero de noviembre. El señor Nudd se había engañado sobre su éxito en los negocios. Cuando ya era demasiado tarde descubrió que su cargo de presidente del consejo de administración equivalía a una jubilación escasamente remunerada. Carecía de sentido volver a la ciudad, y la señora Nudd y él pasaron el otoño dando largos paseos por los bosques. El racionamiento de la gasolina había hecho que aquel verano fuera una época difícil, y, cuando cerraron la casa, tuvieron la impresión de que pasaría mucho tiempo antes de que volvieran a abrirla. La escasez de materiales de construcción había detenido las obras en Young’s Bungalow City. Después de cortar los árboles y de colocar las vigas de hormigón para veinticinco chalets turísticos, Russell no había podido conseguir ni clavos, ni madera, ni materiales para los techos.

Al terminar la guerra, los Nudd regresaron a Whitebeach Camp para pasar allí los veranos. Todos habían colaborado activamente durante los años de la contienda: la señora Nudd había trabajado para la Cruz Roja; el señor Nudd, de conserje en un hospital; Randy como oficial de intendencia en Georgia; el marido de Esther había sido teniente en Europa, y Joan se había ido a África con la Cruz Roja, pero se peleó con su superior y la devolvieron a toda prisa a Estados Unidos en un buque de transporte. Pero sus recuerdos de la guerra resultaron menos duraderos que la mayoría de los recuerdos y, con la excepción de la muerte de Hartley (que se había ahogado en el Pacífico), la olvidaron sin dificultad. Ahora era Randy quien los domingos, a primera hora, llevaba a misa a St. John’s a la cocinera y a la doncella. Jugaban al tenis a las once, se bañaban a las tres, y bebían ginebra a las seis. «Los chicos» —a falta de Hartley y de Russell— iban a Sherill’s Falls, escalaban el monte Macabit, pescaban en Bate’s Pond y seguían conduciendo descalzos el viejo Cadillac por los pastizales.
El primer verano después de la guerra, el nuevo pastor de la capilla episcopal de Macabit fue a visitar a los Nudd y les preguntó por qué no habían celebrado un servicio religioso en memoria de Hartley. No pudieron darle una respuesta satisfactoria. El pastor insistió. Unos días después, la señora Nudd soñó que veía a Hartley con semblante descontento. El pastor la detuvo en la calle aquella misma semana, y volvió a hablar sobre el servicio conmemorativo, y esta vez la señora Nudd accedió a que se celebrara. Russell era la única persona de Macabit a quien creyó que era su deber invitar. Russell también había estado en el Pacífico. Al regresar a Macabit había vuelto a trabajar en la ferretería. Los terrenos de Hewitt’s Point habían pasado a manos de una empresa inmobiliaria, que estaba edificando casitas de veraneo con una y dos habitaciones.
El servicio en memoria de Hartley se celebró un día muy caluroso de final de verano, tres años después de su muerte. A la ceremonia relativamente simple, el pastor añadió unos versos sobre la muerte en el mar. La señora Nudd no experimentó el menor consuelo durante la lectura de las oraciones. No tenía más fe en el poder de Dios que en la fuerza mágica de la estrella de la tarde. Por lo que a ella se refiere, no se lograba nada con aquel servicio religioso. Cuando terminó, el señor Nudd la cogió del brazo, y la anciana pareja se dirigió hacia la sacristía. La señora Nudd vio a Russell delante de la iglesia, esperando para hablar con ella, y pensó: ¿Por qué tuvo que ser Hartley? ¿Por qué no Russell?
Hacía años que no lo había visto. Llevaba un traje que le estaba pequeño y tenía la cara roja. Avergonzada por haber deseado la muerte a una persona (porque siempre que advertía la mala voluntad o rencor en su comportamiento se apresuraba a cubrirlos con cariño, y, entre sus amistades y su familia, los destinatarios de su generosidad más cálida eran quienes por provocar su impaciencia la hacían avergonzarse), se dirigió hacia Russell instintivamente y lo cogió de la mano. En su rostro brillaron las lágrimas.
—Muchas gracias por haber venido; tú eras uno de sus mejores amigos. Te hemos echado de menos, Russell. Ven a vernos. ¿Mañana, tal vez? Nos marchamos el sábado. Ven a cenar. Será como en los viejos tiempos. Ven a cenar. No te pido que traigas a Myra y a los niños porque este año estamos sin doncella, pero nos gustaría mucho verte. No dejes de venir.
Russell prometió hacerlo.
El día siguiente resultó ventoso, pero la atmósfera estaba muy clara, y todo tenía una ligereza reconfortante, con una multiplicidad de cambios de luz y del tono ambiental que lo convertían en una jornada a caballo entre el verano y el otoño, precisamente como el día en que se ahogó el cerdo. Después del almuerzo, la señora Nudd y Pamela fueron a una subasta. Habían logrado un razonable equilibrio entre las dos, aunque Pamela seguía interviniendo en la cocina y consideraba Whitebeach Camp como una inevitable herencia que se retrasaba más de lo esperado. Randy, con la mejor voluntad del mundo, había empezado a encontrar el cuerpo de su mujer demasiado familiar y enjuto, aunque sus deseos continuaran siendo tan intensos como siempre, y, en consecuencia, le había sido infiel en una o dos ocasiones. Se habían producido acusaciones, una confesión y una reconciliación, y a Pamela le gustaba hablar de todo esto con la señora Nudd, buscando, como ella decía, la «verdad» sobre los hombres.
Randy había tenido que quedarse con los niños durante las primeras horas de la tarde, y se los había llevado a la playa. Era un padre cariñoso pero con poca paciencia, y desde la casa se lo oía reñir a Binxey:
—Cuando hablo contigo, Binxey, no lo hago porque me guste oír lo que digo!
Como la señora Nudd le había dicho a Russell, no tenían doncella aquel verano. Esther se encargaba del trabajo de la casa. Siempre que alguien sugería contratar a una asistenta, Esther decía:
—No nos la podemos permitir, y de todas formas, yo no tengo nada que hacer. No me importa limpiar la casa, sólo me gustaría que todos os acordaseis de no entrar en el cuarto de estar con los pies llenos de arena…
El marido de Esther había pasado las vacaciones en Whitebeach Camp, pero hacía ya tiempo que se había reincorporado a su trabajo.
El señor Nudd estaba sentado al sol en el porche aquella tarde cuando Joan se acercó a él con una carta en la mano. Sonrió con ansiedad y empezó a hablar con un tonillo afectado que siempre irritaba a su padre.
—He decidido no irme mañana con vosotros —declaró—. He decidido quedarme aquí un poco más, papaíto. Después de todo, no tengo nada que hacer en Nueva York. No tengo ninguna razón para irme, ¿no es cierto? He escrito a Helen Parker, y va a venir a quedarse conmigo, para que no esté sola. La carta que tengo en la mano es suya. Dice que le gustaría venir. Creo que podríamos quedarnos hasta Navidad. Durante todos estos años, nunca me he quedado aquí en invierno. Vamos a escribir un libro para niños entre las dos. Ella hará las ilustraciones y yo redactaré el texto. Su hermano conoce a un editor, y dice…
—Joan, cariño, no puedes quedarte aquí durante el invierno —dijo el señor Nudd amablemente.
—Sí que puedo, papaíto, sí que puedo —respondió Joan—. Helen es consciente de que no se trata de un sitio cómodo. Le he escrito contándoselo todo. Estamos dispuestas a pasar penalidades. Compraremos la comida en Macabit. Nos turnaremos para ir andando al pueblo. Voy a comprar leña para el fuego, muchas latas de conservas y algunos…
—Pero Joan, cariño, esta casa no ha sido construida para vivir en ella durante el invierno. Las paredes son muy finas. Cortaremos el agua.
—No nos importa el agua… cogeremos agua del lago.
—Joan, cariño, escúchame —dijo el señor Nudd con firmeza—. No puedes quedarte aquí durante el invierno. No resistirías más de una semana. Tendría que venir a recogerte, y no quiero cerrar esta casa dos veces. —Había hablado con cierta impaciencia, pero en seguida la razón y el afecto volvieron a hacer aparición en su voz—: Piensa en lo mal que lo pasarías, cariño, sin calefacción ni agua ni nadie de tu familia.
—Papaíto, ¡quiero quedarme! —exclamó Joan—. ¡Quiero quedarme! ¡Deja que me quede, por favor! Llevo mucho tiempo planeándolo.
—Te estás comportando de un modo ridículo, Joan —repuso el señor Nudd—. Esto no es más que una casa para el verano.
—Pero, papaíto, ¡no te estoy pidiendo mucho! —exclamó Joan—. Ya no soy una niña. Tengo casi cuarenta años. Nunca te he pedido nada. Siempre has sido demasiado severo conmigo; nunca me dejas hacer lo que quiero.
—Joan, cariño, trata de ser razonable, haz por lo menos el favor de intentar ser razonable, procura imaginar…
—Esther consiguió todo lo que quería. Fue dos veces a Europa; tuvo aquel coche en la universidad, y el abrigo de pieles. —Repentinamente, se puso de rodillas y luego se sentó en el suelo; era un gesto desprovisto de elegancia y tenía por objeto enfadar a su padre—. ¡Quiero quedarme, quiero quedarme, quiero quedarme, quiero quedarme! —exclamó.
—¡Joan, te estás portando como una niña! —gritó su padre—. Levántate.
—¡Quiero portarme como una niña! —chilló ella—. ¡Quiero portarme como una niña durante un rato! ¿Qué tiene de terrible querer portarse como una niña durante un rato? Ya no tengo nunca momentos de alegría en mi vida. Cuando me siento desgraciada, trato de recordar una época en que haya sido feliz, pero nunca lo consigo.
—Joan, levántate, ponte en pie. No sigas sentada en el suelo.
—No puedo, no puedo, no puedo —sollozó ella—. Me hace daño estar de pie…, me duelen las piernas.
—Levántate, Joan. —El señor Nudd se inclinó, y para el anciano era todo un esfuerzo incorporar a su hija—. ¡Niñita mía, pobre niñita mía! —dijo, rodeándola con los brazos—. Ven al cuarto de baño y te lavaré la cara, pobrecita.
Joan le dejó lavarle la cara, y después de tomarse una copa se sentaron juntos a jugar a las damas.

Russell se presentó en Whitebeach Camp a las seis y media, y estuvieron bebiendo un poco de ginebra en el porche. El alcohol lo volvió locuaz, y empezó a hablar de sus experiencias de la guerra, pero el ambiente era de distensión y buena voluntad, y Russell se dio cuenta de que nada de lo que hiciera allí aquella noche sería mal recibido. Volvieron a salir otra vez al porche después de la cena, aunque hacía fresco. Las nubes no habían cambiado de color. Con luz reflejada, la ladera de la colina brillaba como una pieza de terciopelo. La señora Nudd se cubrió las piernas con una manta y contempló la escena. Era el placer más duradero de aquellos años. Habían pasado por la prosperidad repentina, por el crac de la Bolsa, por la depresión, por la recesión, por el malestar ante la guerra inminente, por la guerra misma, por la nueva prosperidad, por la inflación, por la recesión, por la baja repentina, y ahora otra vez por el malestar, pero ninguna de aquellas cosas habían cambiado ni una piedra ni una hoja del panorama que se divisaba desde el porche.
—No sé si os dais cuenta, pero tengo treinta y siete años —dijo Randy. Hablaba con entonación solemne, como si el paso del tiempo sobre su cabeza fuese singular, interesante, y una mala pasada. Se pasó la lengua por los dientes—. Si hubiese ido a Cambridge para la reunión con mis compañeros de promoción, habría sido la decimoquinta.
—Eso no es nada —dijo Esther.
—¿Sabían que Teeter ha comprado la casa del viejo Henderson? —preguntó el señor Nudd—. Ese hombre sí que hizo fortuna durante la guerra. —Se levantó, puso cabeza abajo la silla donde estaba sentado, y golpeó las patas con el puño. Su cigarrillo estaba húmedo. Cuando volvió a sentarse, la ceniza le cayó sobre el chaleco.
—¿Doy la impresión de tener treinta y siete años? —preguntó Randy.
—¿Te das cuenta de que has mencionado tus treinta y siete años ocho veces en el día de hoy? —replicó Esther—. Las he contado.
—¿Cuánto cuesta ir a Europa en avión? —preguntó el señor Nudd.
La conversación pasó de tarifas aéreas a si era más agradable llegar a una ciudad desconocida por la mañana o por la tarde. Luego recordaron nombres extraños entre los huéspedes que habían estado en Whitebeach Camp; había habido unos señores Peppercorn, unos señores Starkweather, unos señores Freestone, los Blood, los Mudd y los Parsley.
Los atardeceres eran ya muy cortos al final del verano. Un minuto lucía el sol, y al minuto siguiente se había hecho de noche. Macabit y su sierra se inclinaban contra el resplandor crepuscular, y por un momento resultó inimaginable que pudiera haber algo detrás de las montañas, que aquello no fuera el fin del mundo. La pared de luz incandescente parecía surgir del infinito. Luego salieron las estrellas, la tierra siguió adelante, y la ilusión de un abismo se perdió por completo. La señora Nudd miró a su alrededor, y el momento y el lugar le parecieron extrañamente importantes. Esto no es una imitación —pensó—, esto no es el producto de la costumbre, éste es el sitio singular, el aire singular donde mis hijos han gastado lo mejor de sí mismos. Darse cuenta de que ninguno de ellos había logrado triunfar en la vida la hizo echarse hacia atrás en el asiento. Entornó los ojos para evitar las lágrimas. ¿Cuál había sido la causa, se preguntó, de que el verano se convirtiera siempre en una isla? ¿Y por qué en una isla tan pequeña? ¿Cuales habían sido sus equivocaciones? ¿Qué habían hecho mal? Habían amado a sus prójimos, respetado el poder de la modestia, apreciado el honor por encima de las ganancias materiales. ¿Dónde, entonces, habían perdido la capacidad de competir, la libertad, la grandeza? ¿Por qué aquellas personas buenas y cariñosas que estaban a su alrededor le parecían semejantes a las figuras de una tragedia?
—¿Os acordáis del día que el cerdo se cayó al pozo? —preguntó—. El cielo había perdido su color. Bajo las montañas negras, el lago se teñía de un gris áspero y mortífero. Tú estabas jugando al tenis con Esther, ¿no es cierto, Russell? Fue el verano que Esther se dedicó al tenis. ¿No ganaste el cerdo en la feria de Lanchester, Randy? En uno de esos sitios donde hay que tirar pelotas de béisbol contra un blanco. Siempre has sido muy buen atleta.
Todos aguardaron amablemente a que les llegara el turno. Recordaron el cerdo ahogado, la lancha en Gull Rock, el corsé de la tía Martha colgando de la ventana, el fuego en las nubes y el viento del noroeste con sus ráfagas violentas. Se rieron hasta no poder más en el momento en que Nora se caía rodando por la escalera. Pamela intervino para revivir el anuncio de su compromiso. Luego recordaron cómo la señorita Coolidge había subido a su cuarto para regresar con una maleta llena de partituras, y, de pie junto a la puerta abierta, para poder así recibir la luz, les había obsequiado con el repertorio característico de las iglesias protestantes rurales. Estuvo cantando más de una hora. No hubo forma de pararla. Durante el recital, Esther y Russell abandonaron el porche y salieron al prado para enterrar al cerdo ahogado. Hacía fresco. Esther sostuvo la linterna mientras Russell cavaba la fosa. Habían decidido que, aunque llegaran a enamorarse, nunca se casarían, porque él no abandonaría Macabit y ella nunca viviría allí. Cuando volvieron al porche, la señorita Coolidge estaba cantando la última pieza; luego Russell se marchó y todos se fueron a la cama.
La historia animó a la señora Nudd y la hizo sentir que todo estaba bien. También había conseguido alegrar a los demás, y todos ellos, riendo y hablando a grandes voces, entraron en la casa. El señor Nudd encendió un fuego en la chimenea y se sentó a jugar a las damas con Joan. La señora Nudd fue pasando de mano en mano una caja de bombones rancios. En el exterior había empezado a soplar el viento, y la casa crujía suavemente, como el casco de un barco cuando se hinchan sus velas. La habitación, con las personas que la ocupaban, daba una impresión de permanencia y de seguridad, aunque a la mañana siguiente se hubieran marchado todo
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