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viernes, 31 de octubre de 2014

CARTA DE LA JOROBADA AL CERRAJERO (María José -heterónimo de Fernando Pessoa-)

Usted nunca verá esta carta, ni yo la volveré a ver porque estoy tuberculosa, pero quiero escribirle aunque no lo sepa, porque si no le escribo me ahogo.

Usted no me conoce, quiero decir, me conoce pero no muy bien. Me ha visto en la ventana cuando pasa al taller y yo lo miro, porque lo espero al llegar, y hasta me sé la hora en que llega. Debe haber pensado siempre en la jornada del primer piso de la casa amarilla, pero yo no pienso más que en usted. Sé que tiene una amante, es aquella muchacha rubia, alta y bonita: le tengo envidia pero no celos, porque no tengo derecho a nada, ni siquiera a tener celos. Usted me gusta porque me gusta, y me mortifica no ser otra mujer, con otro cuerpo y otra hechura, y poder ir a la calle y hablarle aunque usted no me hiciera caso, pero quisiera conocerlo aunque sea por platicar. Usted es todo cuanto me ha sostenido en mi enfermedad y le estoy agradecida sin que lo sepa. Nunca podría tener a nadie a quien gustarle, como se gustan las personas que tienen el cuerpo del cual puede gustarse, pero tengo derecho a que alguien me guste aunque yo no le guste a nadie, y también tengo el derecho de llorar, que no se le niega a nadie.

Me gustaba la idea de morirme después de hablarle por primera vez, pero nunca tendré el coraje ni la oportunidad de hablarle. Me habría gustado que supiera que me ha gustado mucho, pero tengo miedo de que no le importara nada, y me entristece ya saber que eso es absolutamente cierto, antes de saber cualquier cosa, que mejor no voy a procurar saberlo.

Soy jorobada de nacimiento y siempre se rieron de mí. Dicen que todas las jorobadas son malas, pero yo nunca le deseé mal a nadie. Además estoy enferma, y nunca tuve ánimo, por mi enfermedad, para tener coraje. Tengo diecinueve años y no sé para qué llegué a tener tanta edad, y enferma, y sin que nadie tuviera pena de mí a no ser porque soy jorobada, que es lo menos, porque es el alma la que duele, y no el cuerpo, pues la joroba no da dolor.

Hasta me gustaría saber cómo es su vida con su amiga, porque, como es una vida que nunca podré tener -y ahora menos, que ni vida tengo-, me gustaría saberlo todo.

Discúlpeme que le escriba tanto sin conocerlo, pero usted no va a leer esto, y aunque lo leyera ni sabría que era con usted y de cualquier manera no le daría importancia, pero me gustaría que pensara que es triste ser jorobada y vivir siempre en la ventana, y tener madre y hermanas a quienes les gusta la gente sin que a nadie le guste yo, porque todo es natural y es la familia, y lo que faltaba es que ni eso hubiera para una muñeca con los huesos al revés, como yo oí decir que soy.

Un día que usted venía al taller y un gato se peleó con un perro, aquí bajo la ventana y todos lo estábamos viendo, usted se paró junto a Manuel el de las Barbas, en la esquina del barbero, y después me miró en la ventana, y me vio reír y se rió conmigo, y esa fue la única vez que usted estuvo a solas conmigo, por así decir, que eso nunca podría yo esperarlo.

Cuántas veces estuve yo a la espera de que hubiera cualquier otra cosa en la calle al momento que usted pasara y yo pudiera volverlo a ver y usted me mirara y yo pudiera mirarlo y ver sus ojos directos a los míos.

Pero no consigo nada de lo que quiero, nací ya así, y hasta tengo que estar encima de un tapanco, para alcanzar la ventana. Paso todo el día viendo ilustraciones y revistas de moda que le prestan a mi mamá, y estoy siempre pensando en otra cosa, tanto que cuando me preguntan cómo era aquella falda o quién estaba en la foto con la Reina de Inglaterra, me avergüenzo de no saber, porque estuve fantaseando cosas que no pueden ser y que no puedo dejar que entren en mi cabeza y me den alegría para después, por encima de todo, tener ganas de llorar.

Después todos me disculpan, y creen que soy tonta, pero no idiota, porque nadie cree eso, y al final no me apeno por la disculpa, porque así no tengo que explicar por qué estaba distraída.

Todavía me acuerdo de aquel día en que usted pasó por aquí, camino del domingo, con el traje azul claro. No era azul claro, pero era una chaqueta muy clara para el azul oscuro que acostumbra traer. Usted estaba tan lindo que brillaba como el mismísimo día, que nunca tuve tanta envidia de la gente como aquella vez. Pero no tuve envidia de su amiga, a no ser que no se encontrara con ella sino con otra cualquiera, porque yo no pensé sino en usted, y fue por eso que envidié a toda la gente, lo cual no entiendo bien, pero es así y es la verdad.

No es por ser jorobada que estoy siempre en la ventana, pero es que además tengo una especie de reumatismo en las piernas y no me puedo mover, y así estoy como si fuera paralítica, lo cual es una lata para todos aquí en la casa y tener que soportarme y aceptarme, que no tiene idea. A veces me desespero y me dan ganas de tirarme por la ventana, pero se imagina cómo me vería al caer. Hasta el que me viera se reiría y la ventana es tan baja que no me moriría, sino que sería aún más fatigoso para los otros y ya me veo en la calle como una mona con las piernas al aire y la joroba saliéndome de la blusa y todos queriendo sentir pena por mí, pero en realidad estarían molestos y al mismo tiempo se reirían si acaso, porque la gente es como es y no como quisiera ser.

Y en fin, ¿por qué le estoy escribiendo si no le voy a mandar esta carta? Usted que anda de un lado para otro no sabe lo que se siente al no ser nadie. Yo estoy en la ventana todo el día y veo a la gente pasar de un lado a otro y tener un modo de vida y gozar y hablarle a ésta o aquélla y parece que soy un vaso con una planta marchita que se quedó aquí en la ventana por quitársela de encima.

Usted no se puede imaginar, porque es bonito y tiene salud, lo que es no haber nacido bien y no ser nadie como yo, y ver en los periódicos lo que las personas hacen y unos son ministros y andan de aquí para allá visitando otras tierras y otros están en la vida social y se casan y tienen bautizos y están enfermos y les hacen operaciones los mismos médicos y otros viajan a sus casa aquí y allá y otros roban y otros se quejan y otros cometen grandes crímenes y hay artículos firmados por otros y fotos y noticias con los nombres de las personas que van a comprar su ropa al extranjero. Y todo esto no se imagina lo que es para un trapo de limpiar como yo, que se quedó en el barandal de la ventana con las señas redondas de los vasos como cuando la pintura está fresca por el agua.

Si usted supiera todo esto sería capaz, de vez en cuando, de decirme adiós en la calle, y a mí me gustaría poder pedirle eso, porque usted no se imagina que tal vez yo no viva más, que es poco lo que tengo por vivir, pero estaría feliz, allá adonde se va, si usted me diera los buenos días por si acaso.

Margarita la costurera dice que hablaron una vez, que hablaron porque usted se metió con ella en la calle de aquí al lado y esa vez sí que sentí envidia de veras, se lo confieso porque no quiero mentirle, sentí envidia porque meterse alguien con nosotros es ser mujer, y yo no soy mujer ni hombre, porque nadie mira que soy algo, a no ser una especie de gente que está aquí para llenar el vano de la ventana y aborreciéndome todo el que me ve, válgame Dios.

El Antonio (¡Es el mismo nombre que el suyo, pero qué diferencia!), el Antonio del taller mecánico le dijo una vez a mi papá que toda la gente debe producir algo, que sin eso no hay derecho a vivir, que quien no trabaja no come y no hay derecho de que haya alguien que no trabaje. Y yo pensé, qué es lo que hago en el mundo que no hago sino estar en la ventana con toda la gente moviéndose de un lado a otro, sin ser paralítica y teniendo manera de encontrarse con las personas que les gustan. Así yo también podría producir lo que quisiera, lo que fuera necesario, porque tendría gusto para hacerlo.

Adiós, señor Antonio, no tengo sino unos cuantos días de vida y escribo esta carta sólo para guardarla en el pecho, como si fuera una carta que usted me hubiera escrito en vez de que yo se la escribiera. Deseo que tenga todas las felicidades que pueda desear y que nunca sepa de mí para que no se ría, porque yo sé que no puedo esperar más.

Lo amo con toda mi alma y toda mi vida.

Ahí tiene, estoy llorando.

NO SÉ, ME IMPORTA UN PITO (Oliverio Girondo)

No sé, me importa un pito que las mujeres tengan los senos como magnolias o como pasas de higo; un cutis de durazno o de papel de lija. Le doy una importancia igual a cero, al hecho de que amanezcan con un aliento afrodisíaco o con un aliento insecticida. Soy perfectamente capaz de soportarles una nariz que sacaría el primer premio en una exposición de zanahorias; ¡pero eso sí! -y en esto soy irreductible- no les perdono, bajo ningún pretexto, que no sepan volar. Si no saben volar ¡pierden el tiempo las que pretendan seducirme! Ésta fue -y no otra- la razón de que me enamorase, tan locamente, de María Luisa. ¿Qué me importaban sus labios por entregas y sus encelos sulfurosos? ¿Qué me importaban sus extremidades de palmípedo y sus miradas de pronóstico reservado? ¡María Luisa era una verdadera pluma! Desde el amanecer volaba del dormitorio a la cocina,volaba del comedor a la despensa. Volando me preparaba el baño, la camisa. Volando realizaba sus compras, sus quehaceres... ¡Con qué impaciencia yo esperaba que volviese, volando, de algún paseo por los alrededores! Allí lejos, perdido entre las nubes, un puntito rosado. "¡María Luisa! ¡María Luisa!"... y a los pocos segundos, ya me abrazaba con sus piernas de pluma, para llevarme, volando, a cualquier parte. Durante kilómetros de silencio planeábamos una caricia que nos aproximaba al paraíso; durante horas enteras nos anidábamos en una nube, como dos ángeles, y de repente, en tirabuzón, en hoja muerta, el aterrizaje forzoso de un espasmo. ¡Qué delicia la de tener una mujer tan ligera..., aunque nos haga ver, de vez en cuando, las estrellas! ¡Que voluptuosidad la de pasarse los días entre las nubes.. la de pasarse las noches de un solo vuelo! Después de conocer una mujer etérea, ¿puede brindarnos alguna clase de atractivos una mujer terrestre? ¿Verdad que no hay diferencia sustancial entre vivir con una vaca o con una mujer que tenga las nalgas a setenta y ocho centímetros del suelo? Yo, por lo menos, soy incapaz de comprender la seducción de una mujer pedestre, y por más empeño que ponga en concebirlo, no me es posible ni tan siquiera imaginar que pueda hacerse el amor más que volando.

jueves, 30 de octubre de 2014

LOS NUEVE BILLONES DE NOMBRES DE DIOS (Arthur C. Clarke)

-Ésta es una petición un tanto desacostumbrada- dijo el doctor Wagner, con lo que esperaba podría ser un comentario plausible-. Que yo recuerde, es la primera vez que alguien ha pedido una computadora de secuencia automática para un monasterio tibetano. No me gustaría mostrarme inquisitivo, pero me cuesta pensar que en su… ejem… establecimiento haya aplicaciones para semejante máquina. ¿Podría explicarme qué intentan hacer con ella?

-Con mucho gusto- contestó el lama, arreglándose la túnica de seda y dejando cuidadosamente a un lado la regla de cálculo que había usado para efectuar la equivalencia entre las monedas-. Su computadora Mark V puede efectuar cualquier operación matemática rutinaria que incluya hasta diez cifras. Sin embargo, para nuestro trabajo estamos interesados en letras, no en números. Cuando hayan sido modificados los circuitos de producción, la maquina imprimirá palabras, no columnas de cifras.

-No acabo de comprender…

-Es un proyecto en el que hemos estado trabajando durante los últimos tres siglos; de hecho, desde que se fundó el lamaísmo. Es algo extraño para su modo de pensar, así que espero que me escuche con mentalidad abierta mientras se lo explico.

-Naturalmente.

-En realidad, es sencillísimo. Hemos estado recopilando una lista que contendrá todos los posibles nombres de Dios.

-¿Qué quiere decir?

-Tenemos motivos para creer -continuó el lama, imperturbable- que todos esos nombres se pueden escribir con no más de nueve letras en un alfabeto que hemos ideado.

-¿Y han estado haciendo esto durante tres siglos?

-Sí; suponíamos que nos costaría alrededor de quince mil años completar el trabajo?

-Oh -exclamó el doctor Wagner, con expresión un tanto aturdida-. Ahora comprendo por qué han querido alquilar una de nuestras máquinas. ¿Pero cuál es exactamente la finalidad de este proyecto?

El lama vaciló durante una fracción de segundo y Wagner se preguntó si lo había ofendido. En todo caso, no hubo huella alguna de enojo en la respuesta.

-Llámelo ritual, si quiere, pero es una parte fundamental de nuestras creencias. Los numerosos nombres del Ser Supremo que existen: Dios, Jehová, Alá, etcétera, sólo son etiquetas hechas por los hombres. Esto encierra un problema filosófico de cierta dificultad, que no me propongo discutir, pero en algún lugar entre todas las posibles combinaciones de letras que se pueden hacer están los que se podrían llamar verdaderos nombres de Dios. Mediante una permutación sistemática de las letras, hemos intentado elaborar una lista con todos esos posibles nombres.

-Comprendo. Han empezado con AAAAAAA… y han continuado hasta ZZZZZZZ…

-Exactamente, aunque nosotros utilizamos un alfabeto especial propio. Modificando los tipos electromagnéticos de las letras, se arregla todo, y esto es muy fácil de hacer. Un problema bastante más interesante es el de diseñar circuitos para eliminar combinaciones ridículas. Por ejemplo, ninguna letra debe figurar más de tres veces consecutivas.

-¿Tres? Seguramente quiere usted decir dos.

-Tres es lo correcto. Temo que me ocuparía demasiado tiempo explicar por qué, aun cuando usted entendiera nuestro lenguaje.

-Estoy seguro de ello -dijo Wagner, apresuradanente-. Siga.

-Por suerte, será cosa sencilla adaptar su computadora de secuencia automática a ese trabajo, puesto que, una vez ha sido programado adecuadamente, permutará cada letra por turno e imprimirá el resultado. Lo que nos hubiera costado quince mil años se podrá hacer en cien días.

El doctor Wagner apenas oía los débiles ruidos de las calles de Manhattan, situadas muy por debajo. Estaba en un mundo diferente, un mundo de montañas naturales, no construidas por el hombre. En las remotas alturas de su lejano país, aquellos monjes habían trabajado con paciencia, generación tras generación,
llenando sus listas de palabras sin significado. ¿Había algún límite a las locuras de la humanidad? No obstante, no debía insinuar siquiera sus pensamientos. El cliente siempre tenía razón…

-No hay duda- replicó el doctor- de que podemos modificar el Mark V para que imprima listas de este tipo. Pero el problema de la instalación y el mantenimiento ya me preocupa más. Llegar al Tíbet en los tiempos actuales no va a ser fácil.

-Nosotros nos encargaremos de eso. Los componentes son lo bastante pequeños para poder transportarse en avión. Éste es uno de los motivos de haber elegido su máquina. Si usted la puede hacer llegar a la India, nosotros proporcionaremos el transporte desde allí.

-¿Y quieren contratar a dos de nuestros ingenieros?

-Sí, para los tres meses que se supone ha de durar el proyecto.

-No dudo de que nuestra sección de personal les proporcionará las personas idóneas -El doctor Wagner hizo una anotación en la libreta que tenía sobre la mesa-. Hay otras dos cuestiones…


Antes de que pudiese terminar la frase, el lama sacó una pequeña hoja de papel.

-Esto es el saldo de mi cuenta del Banco Asiático.

-Gracias. Parece ser… hum… adecuado. La segunda cuestión es tan trivial que vacilo en mencionarla… pero es sorprendente la frecuencia con que lo obvio se pasa por alto. ¿Qué fuente de energía eléctrica tiene ustedes?

-Un generador diesel que proporciona cincuenta kilovatios a ciento diez voltios. Fue instalado hace unos cinco años y funciona muy bien. Hace la vida en el monasterio mucho más cómoda, pero, desde luego, en realidad fue instalado para proporcionar energía a los altavoces que emiten las plegarias. Desde luego –admitió el doctor Wagner-. Debía haberlo imaginado.

La vista desde el parapeto era vertiginosa, pero con el tiempo uno se acostumbra a todo. Después de tres meses, George Hanley no se impresionaba por los dos mil pies de profundidad del abismo, ni por la visión remota de los campos del valle semejantes a cuadros de un tablero de ajedrez. Estaba apoyado contra las piedras pulidas por el viento y contemplaba con displicencia las distintas montañas, cuyos nombres nunca se había preocupado de averiguar.

Aquello, pensaba George, era la cosa más loca que le había ocurrido jamás. El “Proyecto Shangri-La”, como alguien lo había bautizado en los lejanos laboratorios. Desde hacía ya semanas, el Mark V estaba produciendo acres de hojas de papel cubiertas de galimatías. Pacientemente, inexorablemente, la computadora había ido disponiendo letras en todas sus posibles combinaciones, agotando cada clase antes de empezar con la siguiente. Cuando las hojas salían de las maquinas de escribir electromáticas, los monjes las recortaban cuidadosamente y las pegaban a unos libros enormes. Una semana más y, con la ayuda del cielo, habrían terminado. George no sabía qué oscuros cálculos habían convencido a los monjes de que no necesitaban preocuparse por las palabras de diez, veinte o cien letras. Uno de sus habituales quebraderos de cabeza era que se produjese algún cambio de plan y que el gran lama (a quien ellos llamaban Sam Jaffe, aunque no se le parecía en absoluto) anunciase de pronto que el proyecto se extendería aproximadamente hasta el año 2060 de la Era Cristiana. Eran capaces de una cosa así.

George oyó que la pesada puerta de madera se cerraba de golpe con el viento al tiempo que Chuck entraba en el parapeto y se situaba a su lado. Como de costumbre, Chuck iba fumando uno de los cigarros puros que le habían hecho tan popular entre los monjes, que, al parecer, estaban completamente dispuestos a adoptar todos los menores y gran parte de los mayores placeres de la vida. Esto era una cosa a su favor: podían estar locos, pero no eran tontos. Aquellas frecuentes excursiones que realizaban a la aldea de abajo, por ejemplo…

-Escucha, George -dijo Chuck, con urgencia-. He sabido algo que puede significar un disgusto.

-¿Qué sucede? ¿No funciona bien la maquina? -ésta era la peor contingencia que George podía imaginar. Era algo que podría retrasar el regreso, y no había nada más horrible. Tal como se sentía él ahora, la simple visión de un anuncio de televisión le parecería maná caído del cielo. Por lo menos, representaría un vínculo con su tierra.

-No, no es nada de eso -Chuck se instaló en el parapeto, lo cual era inhabitual en él, porque normalmente le daba miedo el abismo-. Acabo de descubrir cuál es el motivo de todo esto.

-¿Qué quieres decir? Yo pensaba que lo sabíamos.

-Cierto, sabíamos lo que los monjes están intentando hacer. Pero no sabíamos por qué. Es la cosa más loca…

-Eso ya lo tengo muy oído -gruñó George.

-…pero el viejo me acaba de hablar con claridad. Sabes que acude cada tarde para ver cómo van saliendo las hojas. Pues bien, esta vez parecía bastante excitado o, por lo menos, más de lo que suele estarlo normalmente. Cuando le dije que estábamos en el último ciclo me preguntó, en ese acento inglés tan fino que tiene, si yo había pensado alguna vez en lo que intentaban hacer. Yo dije que me gustaría saberlo… y entonces me lo explicó.

-Sigue; voy captando.

-El caso es que ellos creen que cuando hayan hecho la lista de todos los nombres, y admiten que hay unos nueve billones, Dios habrá alcanzado su objetivo. La raza humana habrá acabado aquello para lo cual fue creada y no tendrá sentido alguno continuar. Desde luego, la idea misma es algo así como una blasfemia.

-¿Entonces qué esperan que hagamos? ¿Suicidarnos?

-No hay ninguna necesidad de esto. Cuando la lista esté completa, Dios se pone en acción, acaba con todas las cosas y… ¡Listos!

-Oh, ya comprendo. Cuando terminemos nuestro trabajo, tendrá lugar el fin del mundo.

Chuck dejo escapar una risita nerviosa.

-Esto es exactamente lo que le dije a Sam. ¿Y sabes qué ocurrió? Me miró de un modo muy raro, como si yo hubiese cometido alguna estupidez en la clase, y dijo:

“No se trata de nada tan trivial como eso”.

George estuvo pensando durante unos momentos.

-Esto es lo que yo llamo una visión amplia del asunto -dijo después-. ¿Pero qué supones que deberíamos hacer al respecto? No veo que ello signifique la más mínima diferencia para nosotros. Al fin y al cabo, ya sabíamos que estaban locos.

-Sí… pero ¿no te das cuenta de lo que puede pasar? Cuando la lista esté acabada y la traca final no estalle -o no ocurra lo que ellos esperan, sea lo que sea-, nos pueden culpar a nosotros del fracaso. Es nuestra máquina la que han estado usando. Esta situación no me gusta ni pizca.

-Comprendo – dijo George, lentamente-. Has dicho algo de interés. Pero ese tipo de cosas han ocurrido otras veces. Cuando yo era un chiquillo, allá en Louisiana, teníamos un predicador chiflado que una vez dijo que el fin del mundo llegaría el domingo siguiente. Centenares de personas lo creyeron y algunas hasta vendieron sus casas. Sin embargo, cuando nada sucedió, no se pusieron furiosos, como se hubiera podido esperar. Simplemente, decidieron que el predicador había cometido un error en sus cálculos y siguieron creyendo. Me parece que algunos de ellos creen todavía.

-Bueno, pero esto no es Louisiana, por si aún no te habías dado cuenta. Nosotros no somos más que dos y monjes los hay a centenares aquí. Yo les tengo aprecio; y sentiré pena por el viejo Sam cuando vea su gran fracaso. Pero, de todos modos, me gustaría estar en otro sitio.

-Esto lo he estado deseando yo durante semanas. Pero no podemos hacer nada hasta que el contrato haya terminado y lleguen los transportes aéreos para llevarnos lejos. Claro que – dijo Chuck, pensativamente – siempre podríamos probar con un ligero sabotaje.

-Y un cuerno podríamos. Eso empeoraría las cosas.

Lo que yo he querido decir, no. Míralo así. Funcionando las veinticuatro horas del día, tal como lo está haciendo, la máquina terminará su trabajo dentro de cuatro días a partir de hoy. El transporte llegará dentro de una semana. Pues bien, todo lo que necesitamos hacer es encontrar algo que tenga que ser reparado cuando hagamos una revisión; algo que interrumpa el trabajo durante un par de días. Lo arreglaremos, desde luego, pero no demasiado aprisa. Si calculamos bien el tiempo, podremos estar en el aeródromo cuando el último nombre quede impreso en el registro. Para entonces ya no nos podrán coger.

-No me gusta la idea -dijo George-. Sería la primera vez que he abandonado un trabajo. Además, les haría sospechar. No, me quedaré y aceptaré lo que venga.

-Sigue sin gustarme -dijo, siete días más tarde, mientras los pequeños pero resistentes burritos de montaña les llevaban hacia abajo por la serpenteante carretera-. Y no pienses que huyo porque tengo miedo. Lo que pasa es que siento pena por esos infelices y no quiero estar junto a ellos cuando se den cuenta de lo tontos que han sido. Me pregunto cómo se lo va a tomar Sam.

-Es curioso -replicó Chuck-, pero cuando le dije adiós tuve la sensación de que sabía que nos marchábamos de su lado y que no le importaba porque sabía también que la máquina funcionaba bien y que el trabajo quedaría muy pronto acabado. Después de eso… claro que, para él, ya no hay ningún después… George se volvió en la silla y miró hacia atrás, sendero arriba. Era el último sitio desde donde se podía contemplar con claridad el monasterio. La silueta de los achaparrados y angulares edificios se recortaba contra el cielo crepuscular: aquí y allá se veían luces que resplandecían como las portillas del costado de un transatlántico. Luces eléctricas, desde luego, compartiendo el mismo circuito que el Mark V. ¿Cuánto tiempo lo seguirían compartiendo?, se preguntó George. ¿Destrozarían los monjes la computadora, llevados por el furor y la desesperación?

¿O se limitarían a quedarse tranquilos y empezarían de nuevo todos sus cálculos?

Sabía exactamente lo que estaba pasando en lo alto de la montaña en aquel mismo momento. El gran lama y sus ayudantes estarían sentados, vestidos con sus túnicas de seda e inspeccionando las hojas de papel mientras los monjes principiantes las sacaban de las maquinas de escribir y las pegaban a los grandes volúmenes. Nadie diría una palabra. El único ruido sería el incesante golpear de las letras sobre el papel, porque el Mark V era de por sí completamente silencioso mientras efectuaba sus millares de cálculos por segundo. Tres meses así, pensó George, eran ya como para subirse por las paredes.

-¡Allí esta! -gritó Chuck, señalando abajo hacia el valle-. ¿Verdad que es hermoso?

Ciertamente, lo era, pensó George. El viejo y abollado DC3 estaba en el final de la pista, como una menuda cruz de plata. Dentro de dos horas los estaría llevando hacia la libertad y la sensatez. Era algo así como saborear un licor de calidad. George dejó que el pensamiento le llenase la mente, mientras el burrito avanzaba pacientemente pendiente abajo.

La rápida noche de las alturas del Himalaya casi se les echaba encima.

Afortunadamente, el camino era muy bueno, como la mayoría de los de la región, y ellos iban equipados con linternas. No había el más ligero peligro: sólo cierta incomodidad causada por el intenso frío. El cielo estaba perfectamente despejado e iluminado por las familiares y amistosas estrellas. Por lo menos, pensó George, no habría riesgo de que el piloto no pudiese despegar a causa de las condiciones del tiempo. Ésta había sido su ultima preocupación. Se puso a cantar, pero lo dejó al poco rato. El vasto escenario de las montañas, brillando por todas partes como fantasmas blancuzcos encapuchados, no animaba a esta expansión. De pronto, George consultó su reloj.

-Estaremos allí dentro de una hora -dijo, volviéndose hacia Chuck. Después, pensando en otra cosa, añadió: -Me pregunto si la computadora habrá terminado su trabajo. Estaba calculado para esta hora.

Chuck no contestó, así que George se volvió completamente hacia él. Pudo ver la cara de Chuck; era un óvalo blanco vuelto hacia el cielo.

-Mira – susurró Chuck; George alzó la vista hacia el espacio.

Siempre hay una última vez para todo. Arriba, sin ninguna conmoción, las estrellas se estaban apagando.

REUNIDOS (Saiz de Marco)

Coincidieron en el mundo a la vez
así que podrían haberse reunido
y Machado diría
-yo soy triste desde que murió mi mujer
de tuberculosis con 18 años
y Kafka explicaría
-yo soy triste a causa de mi padre
era tan despótico y despreciativo
y Proust por su parte
-yo creo que soy triste por culpa del asma
y entonces Pessoa
-pues yo soy triste por nada en concreto
nací triste, eso es todo
Y luego se habrían despedido
-adiós, Fernando
-Marcel, buenas noches
-hasta más ver, Franz
-fue un placer, Antonio
se habría marchado cada uno a su hotel
y en la soledad, con una hoja en blanco
se aplicarían a escribir
sin reparar en sus ojos de pronto encendidos
sin atisbar ese extraño rictus de alegría
sin entrever su propia
felicidad

LA CRIATURA (Patricia Suárez)

Fue en la época en que teníamos todos aquellos problemas y tratábamos de arreglarlos. Estábamos tirados en la cama, a medianoche, desnudos y con los ojos como platos mirando el cielo raso, el calor era intolerable, y estábamos bocarriba en la cama con los ojos tan abiertos, las sábanas hechas un lío, podríamos haber hecho el amor, pero ya no lo hacíamos por aquella época, con todos nuestros problemas, y el gato maullaba con furia para entrar en la pieza, y porque el calor era intolerable.
Entonces oímos la música.
-Ernesto, ¿la oís?- le pregunté. Él murmuró:
-Es un disco.
-Es una polca - dije yo, y aguardé en silencio que la polca corrompiera con su énfasis el calor de la noche y la sombra de los edificios, y socavara todos y cada uno de los cimientos. -No es un disco- aseguré, -No, no es un disco-. Había imperfecciones en la interpretación de esa música, se notaba en el aire: había impurezas. Mi marido se levantó al punto, y fue hacia el balcón. No hizo el menor gesto por cubrirse, y se acercó al balcón, blanco y desnudo, como un cachorro o un niño. En ese instante pensé que él era un hombre hermoso. Sonaron los aplausos en la casa vecina, gritaban "Bravo, Laura". Prácticamente podía ver a Laura, tiesa, al borde de las lágrimas, agradeciendo a la parentela sus aplausos. Nunca antes habíamos visto a Laura, pero podíamos verla, prácticamente, en el momento en que sonaron los aplausos.
-No era un disco- dije. Mi marido se volvió a mirarme, desnudo y blanco, con apenas dos lunares que yo conocía muy bien, en un hombro y en la nalga. El de la nalga era un antojo que su madre había tenido durante el embarazo. Higos, había deseado. Se quedó mirándome como si nunca me hubiera visto, como si nunca me hubiera visto bien, tal vez porque teníamos todos aquellos problemas. Estaba blanco y desnudo, ornado con sus lunares, tan completo en sí, exhalaba una sensación de completud tal, que no fue difícil imaginar por qué ya no me amaba. De pronto, dejó de mirarme, y volvió al balcón, así de desnudo y largo como estaba. Dió dos pasos hacia el balcón, él se movía de una manera que me daban ganas de reir y de llorar a la vez de sólo verlo: hubiera querido pasar toda mi vida con él. Me vino a la mente una frase que había leído mucho tiempo atrás, y que creo que era de Shakespeare. La frase decía: "Cuando era joven y amaba, y amaba, todo muy dulce me parecía...". Después empezó a repicar dentro mío, me sacudía, yo no sé por qué tenía que enredarse en mí de esa manera, pero una y otra vez, durante esa noche, yo oí dentro de mi mente: "Cuando era joven y amaba, y amaba, todo muy dulce me parecía..."
-Es una criatura- dijo cuando estuvo en el balcón. -Y está llorando.
-¿Llorando?
-Sí- contestó mi marido, y salió al balcón, desnudo, a observar a la criatura que pocos segundos antes tocaba una polca y ahora lloraba solitaria en un balcón.
-¿Por qué?- pregunté -¿Por qué está llorando?
-Ay, Irene- suspiró mi marido con un suspiro ardiente. Yo conocía esa clase de suspiro de mi marido, los había bebido, dulces, venenosos y salobres desde el día en que nos casamos y él suspiró el mismo suspiro en el "Sí" delante de un cura y de la estatua de la Virgen de los Ángeles.
Vino luego y volvió a tenderse a mi lado, y nos quedamos otra vez en medio de la oscuridad y del calor, mirando el cielo raso con los ojos como platos. Aún en medio de la oscuridad, sus valijas relumbraban igual que caparazones de insectos gigantescos.
El gato arañó la puerta.
-No va a tocar otra vez- dijo mi marido.
-¿Quién?
-La criatura. Vas a ver.
-¿Por qué?
-Ya vas a ver.
Nos quedamos tensos, expectantes del llanto o de la música de la criatura, en el medio del calor, y la tirantez de nuestros nervios nos hacía sudar. La piel de él era perfecta y deslumbrante aquella noche, lo recuerdo claramente. Era el tipo de piel que todos los de su familia tenían, española. Yo habría querido estirar mi mano y plantarla en el asa de su ancha cadera y el calor me lo impedía. Tampoco él hubiera permitido que lo tocara, su cuerpo entero era para mí un principado de ira. Me había llamado con otro nombre cierta vez. Cecilia. Nunca le pregunté quién era ella. Pero su cuerpo era para mí un principado de ira, y mi cuerpo era para él más hueco que una campana.
Me mordí los labios. Él se sentó, en la oscuridad, destrozando la oscuridad con la fina silueta de su espalda blanca. Él tenía una figura, y se movía de una manera, que podía hacerme llorar. Cuando él no estaba, el aire me sobraba y quemaba a mi alrededor. Tanteó la perilla del velador. Los cuarenta watts de la luz vacilaron y eligieron luego la oscuridad.
-¿Qué pasa?- preguntó.
-Es el enchufe - dije. Él gruñó.
-¿La ves?- preguntó.
-No- respondí.
-Fijate.
Me corrí un poco hacia la derecha, pero yo no quería verla. No tenía interés en ver a la criatura llorando. Era un punto que vibraba al otro lado de la calle, en su balcón, un escarabajo o un grillo.
Mi marido fue hacia nuestro balcón, blanco y desnudo y liso, a excepción por sus dos lunares y la marca de la BCG en el brazo izquierdo. Estuvo un rato fuera, apoyado en la baranda, entre la fragancia indecorosa del jazmín de china que nos había regalado su madre. Estuvo mirando a la criatura, y ella, probablemente lo contemplara a él, los ojos en sus ojos pardos, o en la perfecta y cansina desnudez de él, el arco de sus clavículas o el sexo a medias oculto por la corrupta languidez del jazmín de china. Mi marido era un hombre hermoso. Yo lo conocía desde el corazón al pubis, y así me conocía él a mí.
Hubo un tiempo, muy anterior a nuestros problemas, en que dormíamos abrazados cada noche. Y cuando él no estaba me faltaba el sueño. Estaba perdida cuando él no estaba.
Bastaba verlo desnudo esa noche para que me diera cuenta cuán feliz estaba él consigo mismo, su mundo, el sol, los planetas eran su ombligo. Pero yo era una pelusa a merced del viento. Me sentía igual que una pelusa en el vaivén del viento.
En cambio, él era el mismísmo viento. El viento en persona.
-¿Qué estás haciendo, Laura?- preguntó una voz.
-Nada- contestó la criatura.
Entonces, lo llamé.
-Ernesto.
Mi marido vino a la cama, se acostó. Eran más de las cuatro cuando nos dormimos. Al otro día me desperté, y él ya se había llevado las valijas y se había ido. Me levanté a prepararme un café, y encontré al gato esperándome muy tieso a que le sirviera su alimento de sabor a atún. Le puse su alimento en silencio, y preparé mi café. Hasta hoy no he vuelto a ver a mi marido.

lunes, 27 de octubre de 2014

CUANDO YO AÚN NO (Aitor Suárez)

las casas que sin mí habitaste, los caminos que sin mí anduviste, los paisajes que sin mí recuerdas, tus risas, despertares, emociones, deseos, tus lágrimas cuando yo aún no, los viajes que sin mí hiciste, las fotos en que no salgo, la clínica donde sin mí te asistieron, el colegio, el instituto en los que ni siquiera yo en la clase de al lado y los secretos que sin mí guardas, los te quiero que dijiste, los labios que besaste, las manos que asiste con fuerza, los cuerpos donde buceaste sin mí, sin mí

sábado, 25 de octubre de 2014

EUSKERA EZ (Ramiro Pinilla)

Bilbao las recibió con una llovizna inmóvil. En la puerta de la estación del ferrocarril la anciana desplegó un paraguas de hombre y dio el primer paso con la niña pegada a su cuerpo. La niebla de agua desdibujaba los contornos de la ciudad. Las cosas se mostraban en una lejanía amenazante y las gentes parecían caminar a un centímetro del suelo. La anciana se las arregló para apretar el pañuelo negro de su cabeza sin soltar la cesta que llevaba al brazo. Vestía el luto abrochado de las aldeanas viejas y arrastraba por sus narices una respiración tortuosa. La boca la tenía clausurada por una línea dura de labios azules.
Se detuvieron en la esquina del edificio. Cuando se les acercó el guardia municipal la niña levantó la cara para mirar a su abuela y los labios de la anciana se apretaron tanto que se hicieron blancos. El hombre observó sus atuendos de aldea y les preguntó qué buscaban. La niña volvió a mirar a la anciana, que parecía de piedra.
—La cárcel —musitó con transparencia.
El guardia miró con curiosidad a la anciana. Luego escrutó a su alrededor, sofocó la voz y repitió la pregunta, ahora en euskera. La anciana no alteró la postura de su boca.
—¿Es sorda? —preguntó el guardia.
La niña respondió también en castellano.
—Le han dicho que si la oyen en euskera será peor para su hijo. Y no sabe más.
El guardia las situó al extremo de una calle que subía. Permaneció quieto viéndolas sumergirse en una densidad traslúcida. En la cuesta la respiración de la anciana se hizo más abrupta, pero no se concedió una sola pausa. Por la calzada subían y bajaban camiones penosamente, como en una operación de guerra. La acera era tan angosta que sólo cabía un paraguas y el de la anciana desplazaba a los demás en su avanzar terminante. La tela negra salpicaba resonancias de tambor con las goteras de los aleros. La niña oía a la altura de su oreja el esfuerzo fragoroso de los pulmones de su abuela. Cuando alcanzaron el alto, la anciana recuperó su respiración sin separar los labios y sin detenerse.
Localizaron la cárcel sin error. La vieron en la distancia, mojada, como si fuera de cartón. Era uno de esos edificios con el aire taciturno inconfundible de las prisiones. La niña volvió a mirar a su abuela y ésta apretó los labios como cuando se encontró con el guardia y otra vez se le pusieron blancos.
La niña tenía doce años, pero se movía con la gravedad de las personas adultas. Era espigada, con unos ojos tristes que no correspondían a su edad, y apenas retenía otro tiempo que no fuera el de la guerra. También vestía un luto total. Y si miraba tanto a su abuela era para acordarse que no debía llorar.
Las detuvieron a la puerta del muro. Un teniente de tricornio y bigote lineal se les puso delante con las manos en el correaje.
—Qué desean.
La anciana siguió mirando al frente aunque ya había dejado de ver el edificio. El teniente repitió la pregunta. El bigote se le rompió con una mueca y regresó al resguardo del cuerpo de guardia.
—No tengo prisa —sonrió—. Mi puesto acaba a las seis.
Los otros guardias asomaron la cabeza. La anciana sostuvo el paraguas con más firmeza que nunca y la presión de un labio contra otro casi le produjo dolor. Paradas sobre el guijo de la puerta ambas daban la impresión de que la lluvia sólo caía para ellas. Entonces la niña empezó a buscar en la cesta de su abuela. La anciana le ayudó, temblando, pero la niña la miró a los ojos y supo que no tenía miedo. Salió del paraguas llevando un papel tieso. Cuando lo entregó al teniente el agua lo había ablandado.
El teniente sonrió aún más al tropezar con el sello del obispo. Regresó ante la anciana con los ojillos semicerrados.
—Es su hijo —le preguntó.
La anciana sintió en su cara la mirada de la nieta y no movió un solo tejido. El teniente le blandió el papel ante los ojos.
—Además de muda es ciega —añadió.
Los guardias volvieron a asomar la cabeza para mirar. De sus figuras aún se desprendía la guerra.
—Diga algo —ordenó el teniente a la anciana. Se metió el papel en el bolsillo y cruzó los brazos sobre el pecho. La niña le obligó a volverse tirándole de la guerrera. El teniente chocó con una mirada lacerante.
—Usted sabe que no le entiende —dijo la niña—. Que sólo habla nuestra lengua.
Sostuvo la mirada del hombre hasta obligarle a hablar.
—Pues que no salga de casa.
—Lleva más de un año sin ver al padre —dijo la niña.
El teniente contempló a ambas desde el horror de aquella cárcel de posguerra. Se irritó consigo mismo al advertir que dudaba. Siguió mirando a la niña, ya sin ningún deseo de hacerlo. Luego le devolvió el papel, y en el momento de darle la espalda dibujó en el aire una indicación con la mano.
Cruzaron un patio desolado. En una esquina había tres hombres limpiando con una manguera la caja de un camión, de cuyas labias desprendían costras de color de hígado. En la puerta del edificio les salió al paso un guardián de barba rubia y tierna. La niña le entregó el papel que llevaba en la mano. El hombre lo leyó meticulosamente y después las miró a ellas como si hubiera olvidado que las dejó allí. Giró sin pronunciar una palabra y se alejó por un corredor oscuro. La niña se preguntó cómo no ponía remedio al pesado pistolón que le golpeaba el muslo. Una repentina ráfaga de viento las azotó por la izquierda y la anciana levantó a su nieta el cuello de la chaqueta con la misma mano que llevaba la cesta. La niña no olvidaría jamás aquella boca de la abuela cosida como con pernos, ni su rostro terroso cada vez más sereno. Observó que su expresión había dejado de delatar su necesidad de hablarle. Sus ojos le transmitieron con nitidez y con un sosiego increíble que no olvidara el recado que tenía para el padre ni el único ruego que tenía que hacerle al enemigo.
El guardia regresó detrás de un hombre gordo con cara de sueño. Les habló parado a tres metros.
—Nadie puede ver a los condenados a muerte.
Su voz quebradiza produjo la impresión de que había contado un chiste. Las dos figuras de la puerta no se movieron.
—Es la norma —concluyó, parapetándose en la frase.
El de la barba rubia le marcó con el dedo un lugar del papel. El hombre gordo extrajo unas gafas del bolsillo de su guerrera, las abrió con una sola mano y las encajó en su rostro. Al darse cuenta de la fuerza de lo que había escrito emitió un gruñido. —Habría que encerrar al clero en las sacristías. Metió la mano en la cesta que llevaba la anciana y sacó un paquete.
—¿Qué es?
—Pan, tortilla y chorizos para el padre —dijo la niña.
El guardián puso en sus manos el paquete.
—Ponlo en ese balde.
La niña lo depositó cuidadosamente en el fondo de un balde que había en el suelo. El guardián las condujo a una estancia atravesada por dos tabiques de alambres formando pasillo. La abuela y la nieta esperaron un tiempo interminable estremecido por golpes de cerrojo en todo el edificio. Con el último estruendo de hierros se abrió una puerta al otro lado de los tabiques y apareció una figurita irreconocible. La anciana pegó el rostro a la alambrada y apretó con vigor un labio contra otro para no traicionar su voluntad.
La niña se aferró con los dedos a los alambres. Miró con vehemencia para comprobar si aquel era realmente su padre. Estuvo a punto de escapársele el idioma de su cocina, pero descubrió a tiempo al guardián apostado a dos pasos.
—¿Está usted bien, padre? —dijo en castellano. El hombre no acertaba a hablar. La niña comprendió que no creía del todo que ellas estuvieran allí.
—Padre.
Los brazos del hombre seguían caídos. No los movió para hablar.
—Sí. Sí. Bien. ¿Y en casa?
La niña vio cómo la abuela bebía con su expresión las palabras del hijo que no entendía. La anciana despegó los labios para dejarlos temblar.
—Todos bien —dijo la niña.
El hombre miró a su madre.
—Ama.
A la anciana se le escapó un aire de emoción por la rendija de su boca.
—Eh —exclamó el guardián—. Quiero oir que lo que hablan no sea maldito vasco.
La anciana realizó un esfuerzo potente para recuperar la clausura de sus labios.
—Ama —repitió el hombre.
Llevába la misma boina y el mismo tabardo de caza con que lo apresaron en Santoña con medio ejército del Norte, tres años antes. La cárcel lo había reducido a la mitad de su peso. Las pisadas del guardián que recorría las celdas llamando a los veinticuatro muertos de cada noche, le había vuelto los cabellos blancos.
—Cuántas vacas tenéis en la cuadra —preguntó.
—Sólo tres —dijo la niña—. Quitamos cinco cuando tú...
—Están sanas.
—Sí.
Luego le preguntó por qué no había venido el abuelo.
—No se atrevió a verte aquí.
El hombre no tuvo necesidad de volverse hacia su madre porque desde el principio las abarcaba a las dos en una misma mirada.
—Ama.
La anciana se apretó más contra la verja.
—Rezad por ella —dijo el hombre. La niña supo que se refería a la madre asesinada en Gernika tres años antes.
—Sí —contestó.
El hombre no pudo reprimir el ruido de su respiración.
—¿Ya seguís guardando las semillas en el arcén?
—Sí —dijo la niña.
—Si no podéis con las tres vacas quitad alguna más.
—La abuela me dice que le diga que cuando usted tenía once años le pegó aquel plastazo en la cara no para castigarle por no sé qué, sino porque a ella se le había quemado el guiso y estaba de mal humor, y que le perdone ahora.
La niña palpó con pulcritud el estremecimiento del padre.
El guardián dio un fuerte chalo de mando.
—Pasó el tiempo. Despídanse. Los botones del tabardo del padre oprimieron la alambrada.
—Ama.
La niña no se atrevía a decir adiós para que no acabara todo. Recibió una mirada azul de su abuela y dio tres pasos hacia el guardián.
—Sólo pide una palabra en euskera.
—Está prohibido.
—Es la última que podrá decir al padre en este mundo.
—No es posible.
—Sólo una palabra.
—No.
—Sólo una.
El guardián titubeó.
—Una sola —dijo.
La niña regresó junto a su abuela y la miró moviendo la cabeza hacia abajo.
La anciana se concentró. Empuñó con fuerza la cesta para emprender el regreso al caserío y esperó a serenar su respiración. Siguió concentrándose con ahinco. Antes de desprenderse de la palabra la impregnó de treinta y siete años, día a día, de convivencia con el hijo, desde el parto a aquella jaula para fieras. Al saborear por anticipado que la oiría él, descubrió que ni con una muerte más podrían derrotar su mundo los enemigos. Recogió con entereza el nuevo rostro cuadriculado del hijo para el recuerdo y se sintió de hierro por dentro al pronunciar:
—Agur.

viernes, 24 de octubre de 2014

MAÑANA SERÁ OTRO DÍA (Juan Carlos Onetti)


La lluvia había dejado las Ramblas casi vacías y sólo quedaba gente agrupada en el café encristalado donde, desde meses atrás, no la dejaban entrar.

La Sonia, de pie en el portal de la casa vacía, vio que la lluvia pasaba fatigada, amansa llovizna, la vio cesar mientras crecía el frío del viento, y pensó que aquello era un signo de buena suerte. Un poco más lejos, del otro lado del ancho paseo, las luces de la ciudad comenzaban a encenderse. Empezaba la noche y respirando el aroma tristón de su abrigo mojado, la Sonia pensó que también empezaba la esperanza. Sonrió, sin creer de verdad, como una niña a la que le recitaban un cuento ya oído e inverosímil.

Volvió a tantear la rizada peluca rubia y con gran cuidado -tenía las uñas muy largas- fue estirando las medias caladas que sostenía el portaligas.

Volvió a sentir hambre y recordó que tenía un sándwich de jamón en el bolso. Pero no podía estropear el dibujo de boca que se había hecho con el rouge y con tanto cuidado. También recordó que hasta fin de mes estaba en orden con la policía y se obligó a caminar, acercándose al borde de las aceras para sonreír a los coches, mover las caderas y detenerse fingiendo buscar algo en la enorme cartera. Pero nada, nadie, y sin dinero para probar suerte en los bares donde todavía le dejaban entrar.

Era la noche y después fue la madrugada en el barrio sucio de la gran ciudad. Y Sonia, ya sin hambre, casi sin esperanzas continuaba caminando sobre el dolor de los tacones de aguja.

Se repitieron los diálogos breves con los hombres que pasaban.

– Vamos. ¿Vienes?

– Que te den por saco.

– Eso quiero. También yo te puedo dar si quieres enterarte.

Hombres y hombres y su asco por ellos. La luz limpia amenazaba llegar desde el puerto y las otras se iban apagando. Subió las escaleras pisando con las caras medias de seda. Abrió la puerta manchada

– ¿Cómo te fue?

– Como la mierda, nena. Estoy hambriento. Creo que teníamos una lata de sardinas y quedó pan del desayuno.

El chico, moreno y flaco, se levantó de la cama y se puso a revolver el armario; dijo con voz de mimo y queja:

– Todavía no me besaste.

– Ahora.

Frente al espejo la Sonia se quitó la peluca y se acarició las mejillas.

–Otra vez, barbuda.

Después se desnudó y estuvo mirando los pechos hinchados con parafina y el sexo que le colgaría tembloroso e inútil hasta después de las sardinas.

AMISTADES PELIGROSAS (Saiz de Marco)

Enviamos al espacio señales radioeléctricas para que pudieran captarlas otras civilizaciones. Incluimos nuestra posición en la galaxia, una descripción de la Tierra, una representación del ser humano, la estructura del ADN, y datos de nuestra cultura, nuestra ciencia, nuestro arte (una cantata de Bach, una canción de los Beatles…).

Y al cabo de los años recibimos una respuesta:

“Hemos captado vuestra emisión y entendido vuestro mensaje. También hemos recibido otras ondas (de lo que llamáis radio y TV) procedentes de vuestro planeta. Así sabemos algo más de vosotros. Además, hemos descodificado uno de vuestros idiomas, gracias a lo cual podemos comunicarnos. Pero hay aspectos que no entendemos. Queremos que nos expliquéis:

-Disponiendo de recursos para abastecer a todos los humanos, ¿por qué guerreáis continuamente?

-Teniendo medios para conjurar un riesgo de superpoblación, ¿por qué no los ponéis en práctica?

-¿Por qué construís artefactos capaces de causar la plena destrucción de la vida?”


Y contestamos a sus preguntas. Suavemente, eufemísticamente, intentando limar asperezas: “Estamos en ello. Aún no lo hemos logrado pero vamos avanzando”. Cosas así.

Enviamos las respuestas al espacio.

Y esperamos un año, y otro… Y una década. Y un siglo…

Y ya no contestaron. Nunca más volvieron a comunicarse con nosotros. O digamos, más bien, que su reacción fue el silencio. La callada por respuesta.

Después de todo, es lógico que no quieran tener trato con nosotros. Es normal que nos rehúyan y eviten.

“No nos convienen”,
probablemente concluyeron. “Esos terrícolas son un pésimo ejemplo, una mala influencia, una amistad peligrosa”.

Sí: algo así debieron de pensar.

jueves, 23 de octubre de 2014

DICEN (Maha Vial)

dicen que él le pega que ella le saca los choros del canasto dicen que no le tiene la sopa lista dicen que si no es x eso x algo será dicen que en todo caso la vieron con un ojo en tinta dicen que dijo que se cayó dicen que el hombre es un borracho y que tiene otra dicen que el hijo mayor va seguir los pasos del padre porque así es la ley de la vida dicen que se lo pasa sola que no tiene amigas dicen que le da vergüenza y x eso no sale aunque dicen que él no la deja salir porque dicen que es enfermo de celoso dicen que qué se habrá creído el muy infeliz que es un guatón seboso que se la pasa viendo fútbol con sus amigotes dicen que ella le tiene que cocinar a toda esa manga de curados dicen que ella trató de irse con dos de sus hijitos dicen que a la casa de su mamá pero dicen que él la fue a buscar de las mechas dicen que casi le pega a la suegra por encubridora dicen que le dijo dicen que ni siquiera se lo hace y cuando lo hace dicen que es así a la mala dicen que un día de éstos ella lo va a matar dicen que dirán bien merecido se lo tenía el muy guatón seboso dicen

EL CONVERSO (Juan José Arreola)


Entre Dios y yo todo ha quedado resuelto desde el momento en que he aceptado sus condiciones. Renuncio a mis propósitos y doy por terminadas mis labores apostólicas. El infierno no podrá ser suprimido; toda obstinación de mi parte será inútil y contraproducente. Dios se ha mostrado en esto claro y definitivo, y ni siquiera me permitió llegar a las últimas proposiciones.

Entre otros deberes, he contraído el de hacer volver atrás a mis discípulos. A los de la tierra, se entiende. Los del infierno seguirán esperando inexorablemente mi regreso. En lugar de la redención prometida, no habré hecho más que añadir un nuevo suplicio: el de la esperanza. Dios lo ha querido así.

Yo debo volver al punto de partida. Dios se niega a iluminarme y debo colocar mi espíritu en el plano en que se hallaba antes de seguir el camino equivocado, esto es, en vísperas de recibir las órdenes menores.

Nuestro coloquio se ha desarrollado en el sitio que ocupo desde que fui arrebatado del infierno. Es algo así como una celda abierta en lo infinito y ocupada totalmente por mi cuerpo.

Dios no acudió inmediatamente. Por el contrario, me pareció una eternidad la espera, y un sentimiento de postergación indecible me hacía sufrir más que todos los suplicios anteriores. El dolor pasado era un recuerdo grato en cierta manera, ya que me daba ocasión de comprobar mi existencia y de percibir los contornos de mi cuerpo. Allí, en cambio, me podía comparar a una nube, a un islote sensible, de márgenes constituidas por estados cada vez más inconscientes, de manera que no lograba saber hasta dónde existía ni en qué punto me comunicaba con la nada.

Mi sola capacidad era el pensamiento, siempre más desbordado y potente. En la soledad tuve tiempo de andar y desandar numerosos caminos; reconstruí pieza por pieza edificios imaginarios; me extravié en mi propio laberinto, y sólo hallé la salida cuando la voz de Dios vino a buscarme. Millones de ideas se pusieron en fuga, y sentí que mi cabeza era la cuenca de un océano que de pronto se vaciaba.

Está por demás aclarar que fue Dios quien puso todas las condiciones del pacto, y que a mí sólo me reservó el privilegio de aceptarlas. No fortaleció mi juicio en modo alguno; el arbitrio fue tan completo, que su imparcialidad me parece falta de misericordia. Se limitó a indicarme los dos caminos: recomenzar mi vida, o ir de nuevo al infierno.

Todos dirán que el asunto no era para pensarse y que debí decidirme inmediatamente. Pero tuve que dudar mucho. Volver atrás no es cosa sencilla; se trata nada menos que de inaugurar una vida deshaciendo los errores y salvando los obstáculos de otra; y esto, para un hombre que no ha dado muestras de gran discernimiento, exige una serenidad y una resignación que Dios mismo echa de menos en mi persona. No sería difícil errar otra vez y que el camino de salvación se desviara nuevamente hacia el abismo.

Además, en mi conducta futura está incluida toda una serie de actos insoportables, de humillaciones sin cuento: debo someterme y aclarar públicamente mi nueva situación. Han de saberlo todos, discípulos y enemigos. Los superiores cuya autoridad desprecié recibirán las cumplidas muestras de mi obediencia. Juro que si entre tales personas no se hallara fray Lorenzo, la cosa no sería tan grave. Pero es él precisamente quien debe enterarse primero y aparecer como agente de mi salvación. Tendrá a su cargo la vigilancia estrecha de mi vida, y cada una de mis acciones deberá desnudarse ante sus ojos.

Volver al infierno es también una idea desalentadora; porque no se trata únicamente de condenación, sino de algo más fundamental: del fracaso de toda mi labor. Mi presencia en el infierno carece ya de sentido, no tiene importancia, desde el momento en que volvería incapacitado para convencer a nadie, para alentar la menor esperanza, ya que Dios ha puesto punto final a mis ensueños. Esto, descontando la naturalísima circunstancia de que en el infierno todos habrían de sentirse defraudados. Llamándome farsante y traidor, darían a mi mudanza interpretaciones malignas y torcidas; se dedicarían, sin duda alguna, a martirizarme in aeternum por su cuenta…

Y aquí estoy, al borde del tiempo, asistido de mis más precarias cualidades, hablando de miedos mezquinos, haciendo gala de amor propio. Porque no puedo olvidar el éxito que obtuve en el infierno. Un triunfo, me atrevo a asegurarlo, que no han visto los apóstoles de la tierra. Era un espectáculo grandioso, y en medio estaba mi fe, inquebrantable, multiplicada, como una espada resplandeciente en las manos de todos.

Fui a dar de bruces en el infierno, pero no dudé un solo instante. Rodeado de diablos tenebrosos, la idea de perdición no pudo abrirse paso en mi cabeza. Legiones de hombres sufrían tormento en máquinas horribles; sin embargo, a cada hecho desolador, mi fe respondía: Dios quiere probarme.

Las dolencias que en la tierra me causaron mis verdugos no parecían interrumpirse, sino que hallaban una exacta continuación. Dios mismo ha examinado todas mis heridas y no ha podido discernir cuáles me fueron causadas en el mundo y cuáles provenían de manos diabólicas.

No sé cuánto estuve en el infierno, pero recuerdo con claridad la rapidez y la grandeza del apostolado. Me di incansablemente a la tarea de trasmitir a los demás las convicciones propias: no estábamos definitivamente condenados; el castigo subsistía gracias a la actitud rebelde y desesperada. En vez de blasfemar, había que dar muestras de sacrificio, de humildad. El dolor sería el mismo y nada iba a perderse con hacer una prueba. Pronto volvería Dios su vista hacia nosotros, para darse cuenta de que habíamos comprendido sus secretos fines. Las llamas cumplirían su obra de purificación y las puertas del cielo iban a abrirse ya a los primeros perdonados.

Pronto empezó a tomar vuelo mi canto de esperanza. El venero de la fe comenzó a refrescar los corazones endurecidos, con su dulce acento olvidado. Debo confesar ciertamente que para muchos aquello significaba sólo una especie de novedad a lo largo de la cruel monotonía. Pero al clamor se unieron hasta los más empedernidos, y hubo demonios que olvidaron su condición y se sumaban resueltamente a nuestras filas. Se vieron entonces cosas sorprendentes: condenados que iban ellos mismos a los hornos y se aplicaban contra el pecho brasas y cauterios, que saltaban a las calderas hirvientes y bebían con deleite largos vasos de plomo fundido. Demonios temblorosos de compasión iban a ellos y los obligaban a tomar reposo, a hacer una tregua en su actitud conmovedora. De lugar abyecto y abisal, el infierno se había transformado en santo refugio de espera y penitencia.

¿Qué harán ellos ahora? ¿Habrán vuelto a su rebeldía, a su desesperación, o estarán aguardando con angustia mi regreso a un infierno que ya no podré mirar con ojos de iluminado?

Yo, que rechacé todos los argumentos humanos, que vi sonreír el rostro de Dios detrás de todos los tormentos, debo confesar ahora mi fracaso. Me cabe el alivio de que fue Dios mismo quien me desengañó, y no fray Lorenzo. Me ha sido impuesto el sacrificio de reconocerlo como salvador para castigar suficientemente mi vanidad; y el orgullo que no se rompió en los potros, irá a doblarse ante sus ojos crueles.

Y todo gracias a que yo quise vivir a la buena de Dios. Cosa sorprendente, vivir a la buena de Dios trae los peores resultados. A Dios ofende una fe ciega; pide una fe vigilante, sobrecogida. Yo aniquilé totalmente la voluntad, y por mi espíritu y por mi cuerpo transitaron libremente los instintos y las virtudes. En vez de dedicarme a clasificar, puse todas las fuerzas en la fe, para hacer de mi quietismo una llama recóndita y potente; y las acciones, las dejé al capricho de esa fuerza oscura y universal que mueve cuanto existe sobre la tierra.

Todo esto se vino abajo de golpe, cuando me di cuenta de que los actos, buenos y malos, que yo había remitido al depósito de la conciencia general —vana creación de nuestra mente de herejes—, se hallaban estrictamente anotados en mi cuenta personal. Dios me hizo comprobar la existencia de balanzas y registros; señaló uno por uno mis errores y me puso ante los ojos la afrenta de un saldo negativo. Yo no tuve a mi favor sino la fe, una fe totalmente errada, pero cuya solvencia Dios quiso reconocer.

Me doy cuenta de que en mi caso se comprueba la predestinación, pero ignoro si estaré a salvo durante la nueva tentativa. Dios ha fortalecido reiteradamente mi incertidumbre y me ha soltado de sus manos sin una sola prueba palpable, con igual turbación ante los diferentes caminos que se abren a mis ojos inexpertos. La humana incapacidad ha sido cuidadosamente restaurada; lo veo todo como un sueño y no traigo ni una sola verdad como equipaje.

Poco a poco las fronteras de mi cuerpo se reducen. El vago continente va incorporándose a la masa de mi persona. Siento que la piel envuelve y limita la sustancia que se había derramado en un orbe de inconsciencia. Renacen lentamente los sentidos y me comunican con el mundo y sus objetos.

Estoy en mi celda, sobre el suelo. Veo el crucifijo de la pared. Muevo una pierna, palpo mi frente. Mis labios se remueven; percibo ya el soplo de la vida y trato de articular, de ensayar las palabras terribles: “Yo, Alonso de Cedillo, me retracto y abjuro…”

Luego, frente a la reja, con su linterna en la mano, observándome, distingo a fray Lorenzo.

miércoles, 22 de octubre de 2014

UN JARRÓN A CONTRALUZ (António Lobo Antunes)

Estas casas viejas donde crujen las tablas de la tarima, los grifos no cierran del todo, un airecito frío (incluso en verano) por las rendijas de las ventanas, manchas de sol, diferentes de las manchas de sol de las casas nuevas, en las paredes, en el techo, la sensación de voces, muy antiguas, que nos llaman, un jarrón, a contraluz, con una ramita de acacia dentro, un perfil de muchacha en la cortina del balcón, vestida como mi abuela en las fotos de cuando era joven, yo mirando todo esto desde la entrada, rodeado de espectros. Espectros no de personas que conocía, de parientes del álbum de fotos, viejos con patillas, militares uniformados, mi bisabuela y sus hermanas, en Belém do Pará, con un pecho enorme, miriñaque, la cintura increíblemente estrecha, muy morenas, muy oscuras, no por eso guapas, mi bisabuela a la que tanto se parecía mi abuelo, a la que no me parezco nada, a decir verdad me parezco, yo qué sé, tal vez al abuelo de mi padre, nací así, casual combinación de moléculas a las que llaman António, nací así, medio sorprendido, en una familia que me cree parte de ella y se equivoca, cuántas veces pienso que no soy de aquí, oigo cosas que no existen, vivo en otro sitio entre apariciones, donde las voces de este lado me llegan confusas, remotas, en una lengua que no es exactamente la mía, y acompañadas de sonrisas, palmaditas, miradas curiosas de soslayo

-Nunca estás aquí, ¿no?

yo

-¿Qué querrá decir nunca estás aquí?

entendiendo, respondiendo a la pregunta con un gesto que, a fuerza de no significar nada, sirve para todo, me defiendo como puedo

-A veces me distraigo

y no es verdad, no me distraigo, dejo el cuerpo con ustedes y ando por ahí, mi cuerpo finge que oye, que se preocupa, que conversa, y yo libre, mirando a las personas, paseando, me echo a correr a fin de regresar al cuerpo en el momento de las despedidas, llego a decir

-Ha sido un placer

y de placer nada, ni placer ni displacer, no me di cuenta de nada, anduve por ahí al azar, es la manera de mirar de ciertas mujeres lo que aún me retiene aquí, ciertas carcajadas cortas, la textura de ciertas pieles, el deseo que ciertas expresiones (no sé explicar bien cuáles) me provocan. La palabra genio, tan pomposa ahora, la usaba Stendhal para describir el modo en que ciertas señoras subían a los carruajes. Me habría gustado vivir en esa época de cocheros y farolas de gas, cuando la noche era noche en lugar de este remolino de ansiosos en los bares, se jugaba al bingo, se cantaba junto al piano, y el sexo no pasaba de ser una especie de baile inocentemente perverso, un poco idiota y cursilón. Sigue siendo todo eso, tal vez lo que me hace falta es sólo el bingo y el aria junto al piano, un tercer piso, sin ascensor, en Anjos, canónigos, poetas fatales, duelos, yemitas, el universo en el que, creo yo, vivían las tías de Brasil: ¿deseando qué, señores, imaginando qué, soñando qué? No debían desear ni imaginar ni soñar gran cosa, pobres. No eran especialmente sensibles ni inteligentes, pertenecían a una burguesía más o menos adinerada, iban perdiendo el pecho y el miriñaque, les engordaba la cintura, les crecía bigote, y creo que volvía a encontrarme con una o dos, muy ancianas, ofreciéndome bizcochos en salitas sombrías. Me acuerdo de los pianos, pero cerrados, sin arias. De cocineras tan decrépitas como sus amas. De viejos con patillas, de militares uniformados. Y después no me acuerdo de nada más porque nunca estoy aquí

(-Nunca estás aquí, ¿no?)

paseo por China, por Alemania, por el Río de la Plata, ando por ahí volando o tropezando con las cosas, divago. Tengo un libro dentro de mí y conversamos los dos. Una vez que acabo el libro, aterrizo. No tengo ningunas ganas de aterrizar. Estos grifos que no cierran bien, este airecito frío por las rendijas de las ventanas. En agosto anduve por Nelas, buscando vagamente una casa antigua que quisieran vender. No la encontré. Un chalé junto a la casa que fue nuestra, pero tan feo, tan caro: siempre me causaron pavor las cosas feas y caras, mientras que las cosas feas y baratas me enternecen. Con las personas lo que se me ocurre es que a Dios deben de gustarle un montón los imbéciles porque no se cansa de hacerlos. Bien que los oigo, cuando salgo, en los restaurantes, en las tiendas, y allí vienen las sonrisas, las palmaditas, las miradas curiosas de soslayo

-Nunca estás aquí, ¿no?

y yo, enseguida

-Sí que estoy, claro que estoy

mientras una señora de Stendhal sube con genio al carruaje, mientras se sienta allí arriba, con sombrero, sin mirarme, y yo me quedo aquí abajo, adorándola. ¿Mi bisabuela andaría en carruaje? Venía todos los años con su marido, de Belém do Pará a Vichy, por las aguas. Sublime vida. De modo que si se me acercan con la pregunta

-Nunca estás aquí, ¿no?

y sonrisas, y palmaditas, y miradas de soslayo, creo que no voy a responder. ¿Para qué? ¿Responder qué a quién? Si

-Nunca está aquí, ¿no?

me callo. Finjo que no oigo y me callo. Por otra parte no les va a extrañar: hablo poco. Entro en una de esas casas viejas donde crujen las tablas de la tarima y me acurruco en un rincón a observar las manchas de sol en las paredes, en el techo. El jarrón, a contraluz, con su ramita de acacia. El perfil de la muchacha en la cortina del balcón. Tal vez ella se me acerque (tiene que acercárseme)

me llame

-António

(tiene que llamarme

-António)

y los dos bajemos desde la terraza hasta el jardín de la casa

(una terraza con azulejos y unos tiestos de piedra)

y corramos juntos por el jardín, traspasando setos, arriates, un laguito, el invernadero, una estatuilla cualquiera, traspasemos el portón, otros portones, otros muros, otras terrazas más, los dos, cogidos de la mano, en busca del mar.

UN PIE BALANCEÁNDOSE, DESNUDO, FUERA DE LA SÁBANA (António Lobo Antunes)


Cuando yo era practicante en el Hospital de Santa Maria, me destinaron a un servicio pediátrico donde había niños con enfermedades terminales. Me encariñé con uno de ellos, un chiquillo llamado Zé Francisco: tenía cuatro o cinco años, era muy bonito, muy dulce y, por extraño que parezca, muy alegre en su sufrimiento. Se volvía cada vez más delgado, perdía el pelo, se consumía. Cuando un adulto muere en una enfermería vienen dos enfermeros y se lo llevan en una camilla, cubierto con una sábana. Pero Zé Francisco no era una persona, era un niño y los niños no tienen derecho a camilla: ¿para qué gastar una camilla entera con una criatura insignificante? Por consiguiente, cuando Zé Francisco murió no llegó la camilla ni llegaron los dos enfermeros, llegó solamente uno con la sábana de los difuntos. Envolvió a Zé Francisco en la sábana y lo trasladó en brazos por el pasillo. Uno de los pies del pequeño se balanceaba, desnudo, fuera de la tela. Un pie minúsculo: sigo viéndolo, desapareciendo al fondo, por la puerta. A veces se me ocurre pensar que escribo para ese pie. Hay cosas que se nos adhieren, no nos sueltan, insisten, sin que comprendamos el motivo: trozos de canciones, por ejemplo, frases escuchadas en la radio, mi padre jugando al tenis en Urgeiriça, con pantalones largos blancos y jersey blanco, yo andando en bicicleta, como un burro de noria, alrededor del castaño, y la voz, no sé de quién, que me ordenaba

-Haz un ocho, muchacho, haz un ocho

yo que sólo puedo hacer ceros, por miedo a caerme. El castaño se secó y lo cortaron. ¿Por dónde iba? Iba por el pie de Zé Francisco, decía que el pie de Zé Francisco sigue estando conmigo. Nada importante: un piececito de niño que murió de cáncer, mientras yo continúo dando vueltas alrededor del castaño. La Serra da Estrela azul, salpicada de lucecitas. El olor que, desde Carregal do Sal, nos acompaña. Nunca quise ser médico, quería ser empleado en una biblioteca, en una librería, atiborrarme gratuitamente con todas aquellas páginas porque, con el dinero que tenía, muy poco era lo que podía comprar. Me iba los sábados a las librerías de viejo, contando las monedas que llevaba en el bolsillo: nunca alcanzaban. Si por casualidad le dijese al librero

-Ya sé hacer ochos

¿se conmovería? Lo más seguro sería que me respondiese

-Sólo faltaba que un grandullón como tú no supiese hacerlos

o se demorase mirándome, como si yo fuese el representante de una juventud sin futuro:

-¿Eso es lo que te han enseñado en el colegio, tontainas? ¿A hacer ochos?

cuando en el colegio aprendí (cosa importantísima) a detestar al colegio, y aún lo agradezco. Qué enfermizo el instituto, los profesores, la imbécil tiranía del rector, obligar a los niños a volverse malévolos, cínicos, a fin de sobrevivir a aquello: sólo los hijos de puta respiran, sean hijos de puta. El profesor de Moral nos palpaba bajo los pantalones cortos, nos obligaba a besarle la mano, nos daba, en respuesta, besitos en las orejas, nos apretaba la cabeza contra su barriga. Uno de los profesores de Dibujo nos hacía ir al mingitorio, ordenaba

-Sácala

y, si aparecía un compañero, nos abofeteaba con fuerza

-Sinvergüenza.

La ferocidad de los bedeles, que vendían lencería de contrabando a las profesoras: Dios mío, cómo he soñado con los sostenes negros con encajes rojos que ellas se probaban

-Creo que es demasiado pequeño, señor Gervásio

por encima de la ropa. El escote de la que daba Geografía y nos dejaba pasmados, tartamudeando los ríos, inclinándonos hacia aquellos mundos que se hinchaban, subían, casi llegaban a rozarnos. Su falda ajustada me impidió, para siempre, comprender los husos horarios: veo los relojes en los aeropuertos y no entiendo nada: las manecillas abandonaban la esfera y se cruzaban despacio bajo el escritorio, mientras toda la clase recogía reglas del suelo para poder mirar. El señor Gervásio, el de la lencería de contrabando, pilló la oportunidad e inició con nosotros un comercio próspero de fotografías de mujeres desnudas, tumbadas en sofás, enigmáticas y generosas, que escondíamos de nuestros padres bajo los forros de los libros. El sofá de la mía era de piel de tigre, y el profesor de Moral, el de los besitos, descubrió esa bendita visión, la rasgó con gestos teatrales

-Pecado, pecado

y me aplicó una sanción como castigo asegurando

-Vas a ir al infierno, guarro

lo que no me asustó demasiado porque yo no era tan estúpido como para morirme. Quienes se morían eran los viejos y las gallinas que la cocinera desplumaba y, no siendo viejo ni gallina, siempre habría en alguna parte una mujer desnuda, tumbada en su sofá, esperándome: aún debe de seguir tumbada la pobre, porque no hay manera de dar con ella. ¿Cómo se llamará? ¿Clementina, Berta, Milú? ¿Cómo la reconoceré si me cruzo con ella en la calle, sin maquillaje, con blusa y pantalones? Si tuviese la bicicleta haría un ocho perfecto, Clementina (o Berta, o Milú)

-Te adoro

y le compraría la lencería negra con encajes rojos de las profesoras. Conseguiría un sofá de piel de tigre. Sería feliz. Recogería la regla del suelo para ver mejor, trastornado por la armonía de los tobillos: gracias, señor Gervásio. Gracias a su ayuda casi olvidé al niño del servicio pediátrico de Santa Maria, un chiquillo de cuatro o cinco años, muy bonito, muy dulce, muy alegre en su sufrimiento. Casi olvidé el pie que se balanceaba desnudo, por el pasillo, fuera de la sábana. Casi olvidé las cosas que se nos adhieren, insisten, perduran, sin que comprendamos el motivo: trozos de canciones, frases escuchadas en la radio, mi padre jugando al tenis en Urgeiriça, con pantalones largos blancos y jersey blanco, yo andando en bicicleta, como un burro de noria, alrededor del castaño, únicamente capaz de hacer ceros por miedo a caerme. En la ventana de la enfermería ni una nube. Los árboles allá abajo, pero demasiado lejos como para tocarlos: que conste que lo intenté. El castaño se secó y lo cortaron. Quedó un hoyo en su lugar. El mismo en el que a veces, en momentos muy secretos, me apetece meterme. Y oír, bajo tierra, la bomba para sacar agua del pozo, que un día de éstos, no sé cuándo, ya no me sacará más.

lunes, 20 de octubre de 2014

EL ÁRBOL (Juan Carlos Onetti)


Cuando aquella mañana de cielo feliz, la muchacha, violín en mano, llamó a la puerta de la casita jardín de los Risi, un hombre de paisano, un poco mulato, abrió de un tirón y la obligó a pasar.

- Póngase contra la pared y apóyese en las manos.

Mientras obedecía, la muchacha tuvo tiempo de pasar un vistazo por la cara de la sirvienta de Fide que estaba blanca, moviendo las manos sobre el vientre, emparedada por otros dos monos que se turnaban para apresurar preguntas o mezclaban las interrogaciones con la vieja técnica tan aprendida, tan puesta a prueba. Los tres hombres en mangas de camisa y sudando, fingiendo premura e importancia.

El portero cacheó a la muchacha y detuvo la congénita insolencia de las manos en los senos y las nalgas.

- Limpia, dijo. Ahora abra el violín.

- El estuche.

- Sí, doctora. El estuche del violín.

Ella había escondido los papelitos celestes que le había prestado anoche la mujer de Fide, entre un si bemol y un pizzicato. Pero al fin aparecieron.

Era una lista de nombres de sentenciados a muerte que tal vez aún sigan vivos.

- ¿Y esto? - preguntó el primero, con aire sobrador, buscando meter en la luz atenuada de la mañana una expresión de amenaza 
inteligente.

La sirvienta de los Fide repetía:

- No, ya le dije. Los trajo ayer a casa. No sé dónde está. Ya le dije. No avisó por teléfono ni lo vi. Ya le dije. No sé dónde está. Ya le dije.

- Y usted ahora se va al jardín con el mocoso -le dijo el hombre a la muchacha. Y nada de macanas que no empezamos todavía.

Así que ella abrió la puerta vidriera y en el pequeño jardín respiró el aroma de la tierra húmeda y el olor del verano, agrupados en el gran árbol solitario.

Bob estaba despatarrado, allá arriba, en las ramas más altas.

- Traé la pelota que está allá en el fondo - dijo Bob.

La pelota estaba a dos metros contra el muro gris de la divisoria. Era de goma, grande y parecía estar pintada con gajos de todos los colores.

La muchacha tiró la pelota al niño y el niño a ella, y así siguieron, riendo los dos. Ahora se oía a la sirvienta de los Fide, a veces gritaba, otras lloraba. Las voces gruesas de los hombres se entreveraban, se alzaban y se alejaban.

- No sé. Ya le dije. No sé nada.

El golpe de un bofetón y un insulto. El niño continuaba ignorante y riendo, ella sonreía, mirándolo, mostrándole la cara, la pelota iba y venía, rodaba brillosa y alegre sobre la tierra que interrumpían algunos puñados de pasto.

Jugaban y la muchacha estaba segura de no estar allí, de soñar los subibajas de la pelota. No había hombres dentro de la casa acosando a la sirvienta de Fide, no existía la amenaza del pronto encierro, el interrogatorio, la tortura. Miraba la pared húmeda que rodeaba el jardín, pensaba en la posibilidad de saltar, la de huir del sueño, de quebrar la pesadilla.

No había en el mundo otra cosa que el jardín escuálido, el vaivén de la pelota, la alegría del niño a cuyos padres estaban matando en otro lejano inimaginable lugar, país, continente...

Era necesario seguir jugando con el niño, sentir que la pelota le golpeaba la barriga, lanzarla de vuelta.

El niño, puro y sencillo, tan cerca de la casa y el horror; el niño, lo único que subsistía de los padres en aquel momento y ella tenía que ser padre y madre mientras durara la pesadilla infinita, las voces groseras en la casa, la risa nerviosa del chico en el árbol.
Porque si prolongaba sin pausa el monótono juego, ambos quedarían apartados del tiempo, nunca rozados por la suciedad del mundo.

PUNTOS (Saiz de Marco)

Desde el avión se divisan puntos móviles. Pequeños puntos ahí abajo. Puntos atravesando las calles, corriendo a esconderse en los refugios.

El piloto militar se fija en uno de aquellos puntos, uno cualquiera, y se pregunta:

¿Es una mujer o un hombre?

De niño, ¿quién meció su cuna? ¿Le contó alguien cuentos?

¿Está enamorado?

¿Tiene hijos? ¿Los lleva, cada día, de la mano al colegio?

¿Toca el piano?

¿Le gusta el fútbol?

¿Cuál es su plato favorito?

¿Se le da bien hacer cuentas?

¿Escribe acaso poemas a escondidas?

¿De qué se rió por última vez?

¿Con quién proyecta cenar esta noche? (Y no, no creo que cene.)

Se da cuenta de que está divagando. Tiene órdenes que cumplir, así que ha de centrarse en su misión. Desciende varios pies de altura hasta situar el avión a la distancia óptima. Los puntos, ahora, se ven un poco más grandes. Pulsa el botón de descarga y, justo encima de aquellos puntos, deja caer varias bombas.

FÁBULA DE LA OSCURIDAD Y EL SEÑOR DE LAS TINIEBLAS (Mario Alonso Puig)

El señor de las Tinieblas convocó en su palacio a los más encarnizados enemigos del hombre y les dijo:

- Llevo miles de años intentando destruir al hombre, acabar con su existencia, y para ello he creado todo tipo de conflictos, guerras, pero cuando parecía que al final lo lograba, aparecía él y evitaba que el ser humano desapareciera de este planeta. 
A veces, parecía disfrazado de sonrisa, una mano amiga e incluso a veces de una simple palabra de consuelo y, sin embargo, a mí nunca me engañó porque siempre supe que tras los mil disfraces se ocultaba mi más temible enemigo, el Amor. 


Entregaré la mitad de mi reino a aquel de vosotros que me traiga el cadáver del Amor entre sus brazos.

Murmullos y de repente, uno de aquellos siniestros personajes se abrió paso y gritó:

- Gran señor, yo soy quien te traerá entre sus brazos al Amor, soy su enemigo natural. Soy el Odio.

El señor de la Tinieblas respondió entusiasmado:

- Ve, amigo mío, y haz mi sueño realidad y gozarás de la mitad de mi reino.

En una esquina, oculto tras una columna, un personaje vestido de negro con un gran sombrero que le tapaba el rostro esbozó una extraña sonrisa.

El Odio partió ante la envidia de muchos. Los años pasaron y regresó cabizbajo y manifestó su incomprensible derrota:

- No lo entiendo, señor, he creado desavenencias, malentendidos y todo tipo de agravios y cuando parecía que mi triunfo estaba cercano, aparecía él, y al final todo lo suavizaba, todo lo arreglaba.

Tras el Odio, fueron la Pereza, la Rutina, la Desesperanza y muchos de los peores enemigos del hombre, y sin embargo todos ellos al final fracasaron. 

El señor de la Tinieblas, al ver que ninguno era capaz de lograr lo que tanto anhelaba, cayó en una profunda depresión hasta que súbitamente se abrió paso entre la multitud aquel silencioso personaje que vestía de negro y que tenía un sombrero que le tapaba el rostro. 

Con gesto altivo se dirigió al señor:

- Yo soy quien te traerá el cadáver del Amor entre mis brazos.

El señor lo miró con desprecio y se dirigió a el con desagrado:

- Todos antes que tú han fracasado y tú, a quien ni siquiera conozco, pretendes triunfar. No me importunes, todo está perdido.

Aquel extraño personaje partió, pasaron años y de repente se presentó ante el señor de las Tinieblas con el cadáver del Amor entre sus brazos. 

El señor dio un salto y se incorporó incrédulo ante lo que contemplaban sus ojos:

- Lo has logrado, has conseguido lo imposible, tuya es la mitad de mi reino; pero, amigo mío, por favor, antes de partir dime quién eres.

Aquel personaje se quitó solemnemente su gran sombrero, y con un susurro que, sin embargo, hizo temblar a todos los presentes, dijo:

- Yo, soy el Miedo.

jueves, 16 de octubre de 2014

LA CASA DE IRENE (Felisberto Hernández)


I

Hoy fui a la casa de una joven que se llama Irene. Cuando la visita terminó me encontré con una nueva calidad de misterio. Siempre pensé que el misterio era negro. Hoy me encontré con un misterio blanco. Éste se diferenciaba del otro en que el otro tentaba a destruirlo y éste no tentaba a nada: uno se encontraba envuelto en él y no le importaba nada más.

En el primer momento Irene es la persona que con más gusto pondríamos de ejemplo como simpáticamente normal: es muy sana, franca y expresiva; sobre cualquier cosa dice lo que diría un ejemplar de ser humano, pero sin ninguna insensatez ni ningún interés más intenso del que requiere el asunto; dice palabras de más como cuando una persona se desborda, y de menos como cuando se retrae; cuando se ríe o llora parece muy saludable y así sucesivamente. Y sin embargo, en su misma espontaneidad está el misterio blanco.

Cuando toma en sus manos un objeto, lo hace con una espontaneidad tal, que parece que los objetos se entendieran con ella, que ella se entendiera con nosotros, pero que nosotros no nos podríamos entender directamente con los objetos.
II

Hoy volví a la casa de la joven que se llama Irene. Estaba tocando el piano. Dejó de tocar y me empezó a hablar mucho de algunos autores. Entonces vi otra cosa del misterio blanco. Primero, mientras conversaba, no podía dejar de mirar las formas tan libres y caprichosas que iban tomando los labios al salir las palabras.

Después se complicaba a esto el abre y cierre de la boca, y después los dientes muy blancos.
Cuando terminó de conversar, empezó a tocar el piano de nuevo, y las manos se movían tan libre y caprichosamente como los labios. Las manos eran también muy interesantes y llenas de movimientos graciosos y espontáneos. No tenía nada que ver con ninguna posición determinada y no se violentaban porque dejara de sonar una nota o sonara equivocada. Sin embargo, ella se entendía mejor que nadie con su piano, y parecía lo mismo del piano con ella.

Los dos estaban unidos por continuidad, se les importaba muy relativamente de los autores y eran interesantísimos. Después me senté yo a tocar y me parecía que el piano tenía personalidad y se me prestaba muy amablemente. Todas las composiciones que yo tocaba me parecían nuevas: tenían un colorido, una emoción y hasta un ritmo distinto. En ese momento me daba cuenta que a todo eso contribuían, Irene, todas las cosas de su casa, y especialmente un filete de paño verde que asomaba en la madera del piano donde terminan las teclas.
III

Hoy he vuelto a la casa de Irene porque hace un día lindo.

Me parece que Irene me ama; que a ella también le parece que yo la amo y que sufre porque no se lo digo. Yo también tengo angustia por no decírselo, pero no puedo romper la inercia de este estado de cosas. Además ella es muy interesante sufriendo, y es también interesante esperar a ver qué pasa, y cómo será.

Cuando llegué estaba sentada leyendo. Para esto había elegido un lugar muy sugestivo de su inmenso jardín.

Yo la vi desde el camino de tierra que pasa frente a su casa, me introduje sin pedir permiso y la sorprendí.

Ella tuvo mucha alegría al verme, pero en seguida me pidió permiso y salió corriendo.
Apenas se levantó de la silla apareció el misterio blanco. La silla era de la sala y tenía una fuerte personalidad. La curva del respaldo, las patas traseras y su forma general eran de mucho carácter. Tenía una posición seria, severa y concreta. Parecía que miraba para otro lado del que estaba yo y que no se le importaba de mí.

Irene me llamó de adentro porque decidió que tocáramos el piano. La silla que tomó para tocar era igual de forma a la que había visto antes pero parecía que de espíritu era distinta: ésta tenía que ver conmigo. Al mismo tiempo que sujetaba a Irene, aprovechaba el momento en que ella se inclinaba un poco sobre el piano y con el respaldo libre me miraba de reojo.
IV

Hoy encontré a Irene en el mismo lugar de su jardín. Pero esta vez me esperaba. Apenas se levantó de la silla casi suelto la risa. La silla en que estaba sentada la vi absolutamente distinta a la de ayer. Me pareció de lo más ridícula y servil. La pobre silla, a pesar del respeto y la seriedad que me había inspirado el día antes, ahora me resultaba de lo más idiota y servil. Me parecía que esperaba el momento en que una persona hiciera una pequeña flexión y se sentara. ella con su forma, se subordinaba a una de las maneras cómodas de descanso y nada más. Irene la tomó del respaldo para llevarla a la sala. En ese momento el misterio blanco de Irene parecía que decía: “Pero no le haga caso, es una pobre silla y nada más” y la silla en sus manos parecía avergonzada de verdad, pero ella sin embargo la perdonaba y la quería. Al rato de estar en la sala me quedé solo un momento y me pareció que a pesar de todo, las sillas entre ellas se entendían. Entonces por reaccionar contra ellas y contra mí, me empecé a reír.

También me parecía entonces, que ellas se reían de mí, porque yo no me daba cuenta cuál era la que había visto primero, cuál era la que me miraba de reojo y cuál era la que yo me había reído de ella.
V

Hoy le he tomado las manos a Irene. No puedo pensar en otra cosa que en ese momento. Ocurrió así: cuando las manos estaban realizando su danza en el teclado, empecé a pensar qué pasaría si yo de pronto las detuviera; qué haría ella y qué haría yo; cómo serían los momentos que improvisaríamos. Yo no quise traicionarla al pensar primero lo que haría, porque ella no lo tendría pensado. Y entonces zas. Y apareció una violencia absurda, inesperada, increíble. Ante mi zarpazo ella se asustó y en seguida se paró. A una gran velocidad ella reaccionó en contra y después a favor. En ese instante, en que la reacción fue a favor, en el segundo que le pareció agradable y que parecía que en seguida reaccionaría otra vez en contra, yo aproveché y la besé en los labios.

Ella salió corriendo. Yo tomé mi sombrero y ahora estoy aquí, en casa.

No me explico cómo cambié tan pronto e inesperadamente yo mismo; cómo se me ocurrió la idea de las manos y la realicé; cómo en vez de seguir recibiendo la impresión de todas las cosas, yo realicé una impresión como para que la recibieran los demás.
VI

Anoche no pude dormir: seguía pensando en lo ocurrido. Después que pasó muchísimo rato de haberme acostado y de pensar sobre el asunto, hacía un gran esfuerzo por acordarme de algunas cosas. Hubiera querido volver a ver cómo eran mis manos tomando las de ella. Al querer imaginarme las de ellas, su blancura no era igual, era de un blanco exagerado e insulso como el del papel. Tampoco podía recordar la forma exacta: me aparecían formas de manos feas. Respecto a las mías tampoco podía precisarlas. Me acordaba de haberme detenido a mirarlas sobre un papel, una vez que estaba distraído. Las había encontrado nudosas y negras y ahora pensaba que tomando las de ella, tendrían un contraste de color y de salvajismo que me enorgullecía. Pero tampoco podía concretar la forma de las mías porque el cuarto estaba oscuro. Además, me hubiera dado rabia prender la luz y mirarme las manos. Después quería acordarme del color de los ojos de Irene, pero el verde que yo imaginaba no era justo, parecía como si le hubieran pintado los ojos por dentro.

Esta mañana me acordé que en un pasaje del sueño, ella no vivía sola, sino que tenía una inmensa cantidad de hermanos y parientes.
VII

Hace muchos días que no escribo.

Con Irene me fue bien. Pero entonces, poco a poco, fue desapareciendo el misterio blanco.

miércoles, 15 de octubre de 2014

EL GATO (Juan Carlos Onetti)


Muchas cosas desagradables se pueden decir o imaginar de John. Pero nunca le sospeché una mentira; tenía demasiado desprecio por la gente para inventarse cualquier fábula que le fuera favorable.

De modo que cuando me contó alegre y bebiendo dry martinis la historia –para mí, sobretodo– de uno de sus casamientos fallidos, no tuve duda. Era, o fue, como mirar y oír una película sin posibilidad de recomienzo ni temor sobre su capacidad de ser creída. Tampoco quedaba agujero para una sonrisa.

Yo llegaba, una semana antes, de París y quería actualizar, confirmar y desechar los rumores que me habían llegado sobre amigos, más o menos comunes, durante mi ausencia.

John era un inglés conversador y sabía burlarse de todo con despego, a veces lástima, nunca maldad.

Bebimos y hubo un largo silencio: John parecía meditar indeciso con el ceño fruncido.

Dejó su vaso sobre la mesa y me dijo, conservando su actitud de piernas cruzadas y de resuelto perfil:

–Era francesa y tú la conoces. Tal vez lo sepas porque estábamos prácticamente casados. Sólo nos faltaba el sacerdote, el juez y la llegada de unos muebles viejos y caros de los que no quería desprenderse. Bisabuelos y abuelos y padres, casi toda la historia de Francia. A mí sólo me importaba ella, Marie. Ya puedes buscar entre todas las Maries que recuerdes. Estaba loco y a veces pensé que era una locura sexual. Verla, bastaba; oler un pañuelo olvidado, bastaba; entrar al baño después de que ya había salido. Nos veíamos todas las semanas, aquí o en París. Dos o tres días seguidos. Íbamos y volvíamos. Y mi deseo aumentaba cada vez y yo me entregaba a él, escarbaba en él; quería más y más. Y cada más era era como un escalón que me impulsaba a pisar otro. Siempre en descenso porque yo sabía que estaba perdiendo salud y cerebro.

Sin dejar de ofrecerme un hombro, hizo una seña a Jeeves y vinieron dos vasos: dry martini para él y un gin tonic para mí. Encendió la pipa (él sabía que fumar apresuraría mi muerte) y estuvo un rato pensando, casi sonriendo con labios que no endulzaba la alegría. Como ocurre siempre en esta clase de cuentos me mantuve en silencio, esperando; fui recompensado, Johny dijo sin mirarme:

–Al gato lo bauticé Edgar. Y no porque fuera un gato negro con símbolos de horror, blancos, en su pecho.

–Una noche en que Marie, como estaba planeado, llegó al aeropuerto la recibí, tomamos cócteles con la alegría de siempre, brindamos por la felicidad matrimonial. Esto no hace reír pero es cómico. Fuimos a cenar y luego a mi departamento. No te dije, porque no lo sé y tal vez no me importe, que la portera y semipatrona estaba encaprichada conmigo o, simplemente, me odiaba sin pausa. Algo de eso.

Entramos y encendí la luz. Ella no había estado nunca allí. Miró alrededor con una sonrisa que era de aprobación antes de haber nacido. Y vio, vimos, en medio de la gran cama, con su colcha blanca de señorita, un gato negro, grande, gordo. Un gato que yo veía por primera vez y que parecía acostumbrado a ronronear allí. Con las patas dobladas bajo el pecho nos miró con ojos curiosos y volvió a cerrarlos. Hasta hoy no sé cómo pudo haber entrado. Sospecho, apenas. Me adelanté para acariciarle el lomo y la garganta y entonces ella explotó. Que echara el gato inmundo, que iba a llenar la cama de pulgas. A gritos y pateando el suelo. Yo encendí un cigarrillo y abrí la puerta. Le dije que me había hecho feliz encontrar por sorpresa que alguien nos daba la bienvenida. Ella me trató de estúpido y golpeó las manos hasta que el gato corrió hacia la puerta y la sombra del pasillo. Bueno, vamos a tomar otro vaso porque ya basta como prólogo. Lo que ocurrió es simple y para mí muy trabajoso de explicar. En aquel momento resolví que yo nunca podría casarme con aquella mujer; que era imposible vivir con ella, ser feliz con ella. No se lo dije entonces y el resto de la noche, hasta el cansancio de la madrugada pasaron como lo presentíamos y lo deseábamos.

Bebió de un trago, encendió nuevamente la pipa y sonrió alegre y desafiante. Ahora se volvió para mirarme los ojos y dijo:

–Lo que explica para cualquier tipo inteligente por qué desde entonces sólo he tenido aventuras y me he propuesto que duren poco.

martes, 14 de octubre de 2014

EL ÚLTIMO VIERNES (Juan Carlos Onetti)


En cuanto lo hicieron pasar, Carner comprendió que aquel viernes iba a ser distinto. Creyó recordar tímidas premoniciones, trató de protegerse despidiéndose de la larga sala de espera que acababa de dejar, de la noche o el día eternos que imponían los tubos fluorescentes, de la humanidad pobre y silenciosa que se rozaba los hombros sin respaldo, conservando rígidos los cuerpos durante horas, temiendo que su abandono significara la renuncia a su esperanza.

Se despidió de tantas semejantes, confundibles tardes de viernes que había elegido para visitar a Miller o ya, desinteresadamente, para visitar la Jefatura, atravesar el saludo de policías de uniforme y perder la noción del tiempo entre los hombres y mujeres que llenaban la sala de espera, sin rostros, sustituibles, tal vez diferenciados en secreto por anécdotas de la desgracia.

Había elegido los viernes porque era su día franco en el diario y porque Hilda lo usaba para ir a la iglesia. Había olvidado la probabilidad de un gran empleo en provincias, y gastaba en paz los viernes oyendo fanfarronear a Miller, fumándole los cigarrillos, midiéndole la miseria, haciéndole feliz con su atención y aceptándole los billetes doblados que le ponía en la mano al despedirlo.

Comprendió que aquel viernes iba a ser distinto, y acaso el último, porque Miller modificó de manera absoluta la farsa de la recepción y también el papel que le había asignado. No lo esperaba sonriente en el medio de la habitación, pequeño, cordial, gordo, juvenil, alargando los brazos para tomarle una mano y palmearla mientras recitaba con lentitud su discurso de bienvenida y sorpresa, en el que las erres inevitables arrastraban su húmeda blandura. El Miller de aquella tarde estaba sentado detrás del escritorio, fingiendo leer y corregir, en mangas de camisa y sin corbata, sudando apenas en el primer calor de la primavera. “Me vas a decir que es inútil que siga viniendo, aunque hace tantos viernes que no hablamos del empleo ni pensamos en él. No va a cumplir con la cuota semanal, no me va a dar un solo peso, justamente hoy, la primera vez que hice planes contando los billetes colorados”. Carner armó una sonrisa tranquila, indiferente y estuvo esperando a que el otro lo mirara; dos pisos más abajo, en el patio embaldosado, sonaron las botas, culatas, órdenes, removiendo el aire tibio de la tarde que empezaba a declinar, asustando a los insectos que anidaban en las hojas muertas de la victoria regia.

-Sentate -dijo Miller sin alzar los ojos.

Con calculada violencia, Carner tiiró el sombrero sobre el escritorio y ocupó la silla de brazos. Alzó la tapa de la pesada caja de madera siempre llena de cigarrillos ingleses, tomó uno y la dejó abierta. Tironeó la cadenita del encendedor del escritorio y sopló el humo hacia delante, hacia la cabeza inclinada y redonda, de pelo rubio y escaso. Miller cerró la carpeta e introdujo de nuevo la lapicera en el tintero; miró la caja de cigarrillo abierta y eligió uno.

-Gracias -dijo con ironía y sin sonreír: Lo encendió con un fósforo, recostó la cabeza en el respaldo de cuero del sillón y chupó el cigarrillo, una vez, con los ojos cerrados, sin tragar el humo. Luego abrió los ojos y estuvo examinando la sonrisa de Carner, ya un poco ajada, desprovista de sentido visible.

- ¿Qué te pasa? -preguntó.

- Nada -dijo Carner-. Vos sabes que hace años que no me pasa nada, nada que importe de veras. Pero soy feliz por si vas a preguntarlo. Me cago en todas las cosas y en todas las cosas que se te puedan ocurrir. Prontuario de Carner, José, de treinta y un años de edad, casado o viudo, periodista.

Entonces Miller sonrió, pero era la sonrisa dulzona, retrospectiva y deliberadamente nostálgica de las tardes de los viernes. “Así debe sonreír cuando un pobre infeliz, sentado en esa silla, empieza a mentirle para salvarse. Así, con paciencia y seguro, agradecido -al Dios de las tribus en que debe seguir creyendo, y sino en él, a los del padre y del abuelo que le quedaron como rastros de barba- de estar en ese lado del escritorio y no en éste, y creyendo también que lo merece.”

-Apasionado y no del todo exacto -dijo Miller, y se inclinó para acercarle un cenicero-. Treinta y dos años. Y la profesión declarada parece no ser la única. No se trata de fulltime. Muchas veces hablamos de Hilda, de una mujer llamada Hilda.

- Sí. Muchas veces. Vive conmigo, vivo con ella, vivimos juntos. ¿Qué pasa con ella?

- Poco, nada extraordinario. Hasta llegaría a decirte que no pasa nada si no fuera tu mujer.

- Mi mujer -Carner rehízo su sonrisa, clara, insultante, pero no estaba dirigida a Miller-. Nunca tuve, conocí o toqué a una mujer que fuera mi mujer. Hay una pieza de pensión que pagamos a medias, dormimos juntos, suceden con frecuencia momentos que me autorizan a decir sin mentira que vivimos juntos. En uno de ellos pensaba cuando lo dije recién. Puedo contártelo. O tal vez me ordenes que te lo cuente, comisario.

Miller echó la cabeza hacia atrás y contempló al otro desde el respaldo, hizo con los labios una mueca dulce y misteriosa.

- Me impresiona haberlo sabido hoy -dijo-. Las coincidencias me llenan de sospecha. No traté de averiguarlo, vino sólo. ¿Hilda Montes? Libertad 954. El informe dice, sin originalidad, que ejerce la prostitución. Y al parecer el 954 no contiene más que prostitutas y cafishios. Tu casa.

Vivo ahí. En el F del segundo piso. Hasta te invité, creo, a que fueras una noche. No me importa lo que haga Hilda para ganar dinero. Es decir, no me importa en ningún plano moral. En el plano que cuenta, me interesa, la escucho y a veces le hago preguntas. Tampoco es por razones morales que pago la mitad del alquiler y como de mi dinero. Algunas noches, es cierto, y también por coincidencia en noches de viernes, salimos de paseo y ella paga todos los gastos. Si la quisiera, viviría sin escrúpulos del dinero de ella. Sólo un imbécil, y no lo sos de esa manera, podría creer que exploto a una puta habiéndome una vez mirado el traje, la camisa, los zapatos. Todo esto es ridículo y aburrido. A vos, pienso, debe bastarte con mirarme a la cara.

Miller tosió el humo y se puso a reír, nervioso, entornando los ojos, mostrando los blancos dientes de muchacho. Se puso de pie, rodeó la mesa y apoyó una mano en la espalda de Carner.

- Es la maldita coincidencia -dijo-. Bendita, si preferís. Ya veremos.

- Sí. Y la coincidencia de que sea éste el primer viernes que vengo a visitarte pensando en los veinte pesos habituales, con un destino concreto para ellos. -La presión de la mano fue sustituida por una palmada; Miller caminó lentamente y acomodó una nalga en la esquina del escritorio. Encendió otro cigarrillo y estuvo mirando con una novedosa curiosidad la cara flaca y oscura de Carner-. Esta coincidencia y la de que Lucía se esté muriendo. Con diez pesos iba a comprar un libro de posturas para mirarlo esta noche con Hilda. Los otros diez los iba a guardar, no por mucho tiempo, según me avisaron, para comprarle flores a Lucía. Esta es la coincidencia de hoy; no es plata el contraste del destino de los dos billetes de diez pesos que esperaba. Recién ahora pienso en eso y me resulta natural, gris, desprovisto de trascendencia.

Sonó un timbre en el escritorio y Miller dijo una palabra sucia.

- Esperá.

Fue a ponerse el saco y la corbata, salió por la puerta del fondo, de madera pesada y brillosa, rodeada por el panel trabajado y profundo.

Entonces Carner se apoyó en la mesa y pensó sin amor en el viernes, en el reiterado, escondite idéntico y cambiante viernes que acababa de terminar para siempre.